-¿No vio un peine grande color violeta? -le pregunté a Juanita.
-¿Un peine grande color violeta?- repitió ella, que con seguridad lo tenía en su poder desde el día anterior-. No, señora, no lo he visto.
Busqué y busqué, mientras Juanita también buscaba o fingía buscar conmigo. Finalmente se me hizo tarde y salí sin el peine.
-Cuando se pierde algo en la casa hay que pedirles que lo encuentren a San Cosme y San Damián -dijo Juanita desde la puerta mientras yo esperaba el ascensor -. Si está en la casa va a aparecer.
Tomé a Juanita porque no se presentó ninguna otra candidata, y a pesar de su aspecto de trotacalles. Era un poco regordeta, de piel oscura y pelo teñido de rubio, boca pintada de rojo bermellón, los ojos invisibles tras los anteojos oscuros, oblicuos, con cristales como espejos. Cuando se sentó frente a mí se alzó los anteojos y los dejó apoyados en lo alto de la cabeza. Tenía ojos pardos, muy brillantes y curiosos. Era de la provincia de Corrientes, de un lugar cerca de Goya. No sabía quién era su padre, y dijo que su madre le pegaba con una escoba. No sabía cuantos hermanos tenía. Sus abundantes pechos casi le hacían estallar la remera blanca que decía KANSAS CITY.
-Si me hubiera visto cuando llegué a Buenos Aires, señora. Flaca como un palo y con las zapatillas rotas, y la valija de cartón atada con un piolín. Pero tuve la suerte de encontrarme con el Tuerto, que tenía una agencia. Me dijo que me iba a conseguir trabajo enseguida, y me llevó a su casa.
-¿Una agencia? -pregunté con inquietud.
-Cuando una acaba de llegar -replicó Juanita -, ¿quién la va a tomar sin referencias?
-¿Las referencias las daba el Tuerto?
-No, las daba una amiga del Tuerto que sabía hablar como una señora. El Tuerto le pagaba para que diera las referencias, no mucho, pero ella igual sacaba bastante con las propinas que le daban en el baño de damas del cine Metropolitan.
Yo estaba cada vez más inquieta, porque ni siquiera le había pedido referencias a Juanita, pero sí a muchas otras que vinieron antes, y quien sabe cuántas veces me las habrían dado las amigas del Tuerto.
El día de su llegada a Buenos Aires, cuando Juanita se encontró con el Tuerto, él la llevó a tomar un licuado de banana con leche en un barcito cerca de la estación.
-Me quedé una semana en la casa del Tuerto, y el sábado me llevó al baile. Allí oí decir que el Tuerto explotaba a las mujeres, pero no es cierto, señora. A mí nunca me mandó con un hombre. Me daba bien de comer, me regaló ropa. No quería que fuera a pedir trabajo así, flaca y mal vestida como había venido de Corrientes.
Juanita levantó la tapa de la pulida cacerola donde se cocinaba el guiso, dejando salir una nube de vapor con un aroma delicioso, pinchó algo adentro con un tenedor y volvió a taparla. Sonrió, descubriendo su perfecta dentadura. ¿Era verosímil que el Tuerto la hubiera tenido una semana en su casa, engordándola, vistiéndola, pintándola, nada más que para ponerla a trabajar de sirvienta?
Francisco y yo nos sentamos a la mesa impecablemente tendida. El había sacado un Cabernet muy bueno, demasiado para el guiso que íbamos a comer.
-Es que no pude encontrar otro que teníamos -explicó-. Juanita, ¿usted no vio una botella...?
Absurdo preguntarle a Juanita si no había visto una botella que jamás pudo haber salido sola del barcito a dar un paseo por la casa, puesto que el único que abría el barcito era Francisco. Yo no bebo otra cosa que agua.
-Hoy se le perdió la billetera -le dijo San Cosme a San Damián.
-También el cepillo de pelo con mango de plata -dijo San Damián.
-Ayer no encontraba la lapicera de oro -dijo San Cosme.
-Y hoy buscaba una prenda interior de encaje -prosiguió San Damián.
-¿Dónde estará el segundo tomo de su Diccionario de la Mitología Griega? -preguntó San Cosme.
- Está en el cuarto de Juanita -respondió San Damián.
-¿Quién es Juanita?
-La joven correntina que trabaja para ella.
-Tal vez se lo escondió por puro gusto.
-No. Lo estaba leyendo Francisco cuando Juanita apareció en ropa interior en la puerta del living, y él la siguió a su cuarto.
-No me digas que viste eso, Damián.
-Si no viera lo que pasa en los hogares, ¿cómo podría encontrar los objetos perdidos?
-No está bien que un santo vea ciertas cosas.
-Para ti es fácil hablar así por la forma en que nos hemos dividido el trabajo: tú tomas los pedidos y yo me dedico a buscar.
-¿Y encuentras algo de lo que pierde la señora?
-A veces sí. Un reloj pulsera en el cajón de los cubiertos, un perfume francés en la heladera. Juanita los deja unos días en esos lugares, y si la señora no los reclama los roba definitivamente. La señora cree que es ella misma la que pone las cosas en lugares insólitos porque sufre de stress.
-¿No habría que hacer una denuncia?
-Eso no nos corresponde a nosotros, Cosme. Sólo tenemos que encontrar lo perdido. Ahora debo ocuparme de esa vieja señora de Temperley que perdió otra vez los anteojos.
Los sábados a la noche, mientras Juanita bailaba con un hombre, siempre había otro que le mostraba un cuchillo. Me lo contó Juanita en la cocina mientras revolvía el guiso. Y agregó:
-Usted también habrá sido joven, señora. A usted también le habrá gustado ir a bailar.
Entonces yo tenía treinta y cinco años, y nunca había oído hablar de mi juventud en pasado, y mucho menos como dudando de que esa juventud hubiera existido alguna vez. Fingiendo indiferencia le contesté:
-Por supuesto, mija, cómo no me voy a acordar.
Unos días después de la desaparición del peine volví a casa más temprano que de costumbre y Juanita no estaba en la cocina. La encontré en su cuarto, con la puerta abierta y en ropa interior, sentada en la cama deshecha y con la respiración anhelante. Estaba tratando de recuperar el habla cuando se abrió la puerta del placard, y tuve miedo de ver salir de allí al hombre del cuchillo, o al que bailaba con Juanita y también tendría un cuchillo, pero el que salió trabajosamente del placard fue Francisco.
A Juanita la eché esa misma tarde, pero el incidente no precipitó el divorcio. Al contrario, reavivó fugazmente las llamas de la pasión entre Francisco y yo. Tiempo después nos separamos, en buenos términos. Sin embargo, nunca puedo evocar a Francisco sin verlo salir de ese placard, triste y ofendido, como si yo tuviera que pedirle disculpas a él.
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