jueves, 31 de diciembre de 2009

El narrador, de Saki

Era una tarde calurosa y el interior del vagón estaba consecuentemente sofocante. Faltaba casi una hora para llegar a Templecombe, la siguiente estación. Los ocupantes del compartimento eran una niña pequeña y una niña aún más pequeña y un niño pequeño. Una tía que pertenecía a los niños ocupaba uno de los asientos de la punta; el asiento de la otra punta estaba ocupado por un hombre soltero que no formaba parte del grupo, pero las niñas pequeñas y el niño pequeño ocupaban decididamente, todo el compartimiento. Tanto la tía como los pequeños practicaban un tipo de conversación persistente y de corto alcance que hacía pensar en los esmeros de una mosca que no se desalienta por más que la rechacen. La mayor parte de las observaciones de la tía parecían comenzar con: “No” y casi todos los comentarios de los niños comenzaban con “¿Por qué?”. El hombre soltero no emitía palabra.


-No, Cyril, no -exclamó la tía cuando el niño pequeño a azotar los almohadones del asiento, levantando con cada golpe una nube de polvo-. Ven a mirar por la ventanilla -añadió.

El niño se acercó a la la ventilla de mala gana.

-¿Por qué están sacando a esas ovejas de ese campo? -preguntó.

-Supongo que se las están llevando a otro campo donde hay más pasto- respondió la tía sin mucha convicción.

-Pero hay un montón de pasto en ese campo -protestó el niño-; ahí no hay nada más que pasto. Tía, hay un montón de pasto en ese campo.

-A lo mejor, el pasto del otro campo es mejor -sugirió la tía neciamente.

-¿Por qué es mejor? -fue la inevitable y rápida pregunta.

-¡Uy! ¡Miren esas vacas! -exclamó la tía.

En casi todos los campos a lo largo del trayecto habían visto vacas o toros, pero ella habló como si estuviera llamando la atención ante una novedad.

-¿Por qué el pasto del otro campo es mejor? -insistió Cyril.

El soltero iba frunciendo el entrecejo. Era un hombre rígido y antipático, decidió la tía en su interior. Ella, por su parte, fue totalmente incapaz de llegar a una respuesta satisfactoria sobre el pasto del otro campo.

La niña más pequeña encontró un entretenimiento que consistía en recitar “En el camino a Mandalay”. Sólo sabía el primer verso, pero trató de sacar el mayor provecho posible de su limitado conocimiento. Repetía el verso una y otra vez, con una voz soñolienta, pero decidida y audible; al soltero le pareció como si alguien le hubiera apostado a la niña que no podría repetir la frase en voz alta dos mil veces seguidas sin parar. Quienquiera que que hubiera hecho la apuesta, parecía a punto de perderla.


-Vengan para acá que les cuento un cuento. -dijo la tía cuando el soltero ya la había mirado dos veces a ella y una al timbre de alarma. Los niños fueron apáticos al rincón del compartimiento donde estaba la tía. Evidentemente, su reputación de narradora de cuentos, no ocupaba un lugar muy alto, según la estimación de los niños.

Con voz baja y confidencial, interrumpida a intervalos frecuentes por preguntas malhumoradas que sus oyentes le hacían en voz alta, comenzó una historia poco original y deplorablemente carente de interés de una niña que era buena y que como era buena tenía muchos amigos y que, al final, fue salvada del ataque de un toro furioso por unos salvadores que admiraban la bondad de su carácter.

-¿No la habrían salvado si no hubiera sido buena? -preguntó la mayor de las niñas.

Esa era exactamente la pregunta que había querido hacer el soltero.

-Bueno, sí -tuvo que admitir la tía-. Pero no creo que la hubieran socorrido tan rápido si ella no les hubiera gustado tanto. 

-Es la historia más estúpida que escuché en mi vida -dijo enteramente convencida la mayor de las niñas.

-Era tan estúpida que yo no escuché más que la primera parte. -dijo Cyril.

La niña más pequeña no hizo ningún comentario, pero hacía rato que había vuelto a repetir su verso favorito.

-Usted no parece tener mucho éxito como narradora de cuentos -dijo de repente el hombre soltero desde su rincón.

La tía se puso inmediatamente a la ofensiva ante este ataque inesperado.

-Es muy difícil contar historias que los niños puedan entender y valorar a la vez -dijo muy ceremoniosa.

-No estoy de acuerdo con usted -dijo el soltero.

-Tal vez quiera contarnos un cuento usted. -fue la réplica de la tía.

-Cuéntenos un cuento -pidió la mayor de las niñas.

-Había una vez -comenzó el soltero- una niña pequeña llamada Berta que era extremadamente buena.

El interés que se había suscitado momentáneamente en los niños empezó enseguida a decaer: todos los cuentos eran espantosamente parecidos, los contara quien los contara.

-Hacía todo lo que le mandaban, decía siempre la verdad, no se ensuciaba la ropa, comía simples budines como si fueran tortas con dulce de leche, aprendía sus lecciones perfectamente y tenía buenos modales.

-¿Era linda? -preguntó la mayor de las niñas.
-No tan linda como ustedes -respondió el soltero-, pero era horriblemente buena.

Se produjo una reacción favorable hacia el cuento, la palabra “horrible” asociada a la bondad era toda una novedad. Parecía introducir un viso de verdad que faltaba en los cuentos infantiles de la tía.

-Era tan buena -continuó el soltero- que ganó varias medallas por su bondad y las llevaba siempre prendidas en su vestido. Tenía una medalla por obediencia, otra medalla por puntualidad y una tercera por buena conducta. Eran grandes medallas de metal y tintineaban unas contra otras cuando caminaba. Ningún otro niño de la ciudad donde vivía tenía tantas medallas, por lo tanto todos sabían que debía ser una niña super buena.

-Horriblemente buena -recordó Cyril.

-Todos hablaban de su bondad y el príncipe de la comarca escuchó sobre ella y dijo que como era tan buena se le permitiría una vez a la semana pasear por su parque, que estaba justo en las afueras de la ciudad. Era un parque muy bonito y no se permitía a ningún niño entrar en él, de modo que era un gran honor para Berta tener permiso para ir allí.

-¿Había ovejas en el parque? -preguntó Cyril.

-No -dijo el soltero-, no había ovejas.

-¿Por qué no había ovejas? -fue la inevitable pregunta que surgió de la respuesta anterior.

La tía se permitió esbozar una sonrisa que casi podría describirse como una mueca.

-En el parque no había ovejas -dijo el soltero- porque la madre del príncipe había soñado una vez que su hijo iba a morir o ser asesinado por una oveja o porque se le cayera encima un reloj de pie. Por eso, el principe nunca tuvo ovejas en su parque ni relojes en su palacio.

La tía contuvo un gesto de admiración.

-¿El príncipe fue asesinado por una oveja o por un reloj? -preguntó Cyril.

-Todavía está vivo, así que no podemos saber si el sueño se hará realidad -dijo el soltero despreocupadamente-. De todos modos, no había ovejas en el parque, pero sí había muchos cerditos que corrían por todos lados.

-¿De qué color eran?

-Negros con la cara blanca, blancos con manchas negras, totalmente negros, grises con manchas blancas y algunos eran totalmente blancos.

El narrador de cuentos hizo una pausa para permitir que penetrara en la imaginación de los niños una idea cabal de los tesoros del parque; después continuó:

-Berta se apenó bastaste cuando descubrió que no había flores en el parque. Había prometido a sus tías, con lágrimas en los ojos, que no cortaría ninguna de las flores del príncipe y estaba decidida a cumplir su promesa, por lo tanto la hizo sentir muy tonta, como es lógico, descubrir que no había flores para cortar.

-¿Por qué no había flores?

-Porque los cerdos se las habían comido -dijo el soltero rápidamente-. Los jardineros le habían dicho al príncipe que no se podían tener a la vez cerdos y flores, entonces decidió tener cerdos y no tener flores.

Hubo un murmullo de aprobación por la excelente decisión del príncipe: tanta gente hubiera decidido lo contrario.

-Había muchas otras cosas encantadoras en el parque. Había estanques con peces dorados, azules y verdes, y árboles con hermosos loros que decían frases inteligentes en todo momento, y colibríes que cantaban todas las melodías populares de entonces. Berta iba de una lado para el otro y se divertía inmensamente, y pensó: “Si yo no fuera tan
extraordinariamente buena no me hubieran permitido venir a este hermoso parque y disfrutar de todas las cosas admirables que hay aquí”, y sus tres medallas tintineaban unas contra las otras mientras caminaba y la ayudaban a recordar cuan super buena era realmente. Justo en ese momento, un lobo enorme entró merodeando en el parque, 
para ver si podía atrapar algún cerdo gordito para su cena.

-¿De qué color era? -preguntaron los niños, con un súbito resurgimiento de interés.

-Del color del barro, con una lengua negra y pálidos ojos grises que brillaban con indecible ferocidad. Lo primero que vio en el parque fue a Berta; su delantal estaba tan inmaculadamente blanco y limpio que podía ser visto desde una gran distancia. Berta vio al lobo y vio que avanzaba sigilosamente hacia ella y empezó a desear que nunca le
hubieran permitido entrar en ese parque. Corrió tan rápido como pudo y el lobo la siguió dando enormes saltos y brincos. Berta se las arregló para llegar hasta un matorral de arbustos de arrayanes y se escondió detrás de uno de los más tupidos. El lobo comenzó a olfatear entre las ramas, con la negra lengua colgado fuera de su boca y los pálidos ojos grises lanzando feroces miradas de rabia. Berta estaba terriblemente
asustada y pensó: “Si no hubiera sido tan extraordinariamente buena, en este momento estaría a salvo en la ciudad”. Sin embargo, el perfume de los arrayanes era tan fuerte, que el lobo podía olfatear el rastro de Berta y los arbustos eran tan espesos que hubiera podido buscar en ellos por largo rato sin divisarla, así que pensó que era mejor salir
de allí y cazar un cerdito. Berta temblaba tanto al tener al lobo merodeando y olfateando tan cerca de ella y al temblar la medalla de obediencia chocó contra las de buena conducta y puntualidad. El lobo justo se estaba alejando cuando oyó el sonido que hacían las medallas y se paró a escuchar; tintinearon otra vez en un arbusto bastante
cerca de él. Se lanzó de un salto dentro del matorral, los pálidos ojos grises brillando feroces y triunfantes, y arrastró a Berta hacia afuera y la devoró hasta el último bocado. Todo lo que quedó de ella fueron sus zapatos, trocitos de ropa y las tres medallas por bondad.

-¿Murió alguno de los cerditos?
-No, todos escaparon.

-El cuento empezó mal -dijo la más pequeña de las niñas-, pero tuvo un hermoso final.

-Es el cuento más hermoso que escuché en mi vida. -dijo la mayor de las niñas completamente convencida.

-Es el único cuento hermoso que escuché en mi vida. -dijo Cyril.

La tía expresó su desacuerdo.

-¡Un cuento absolutamente inadecuado para mentes tan jóvenes! Usted ha socavado los resultados de años de una esmerada educación.

-Sea como fuere -dijo el hombre soltero juntando sus pertenencias para abandonar el vagón-, los mantuve tranquilos durante diez minutos, que es más de lo que usted fue capaz de hacer.

“¡Pobre mujer!”, pensó para sí cuando bajó en la estación de Templecombe; “¡Durante los próximos seis meses, por lo menos, esos niños van a acosarla en público pidiéndole que les cuente un cuento inadecuado”.

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