miércoles, 22 de septiembre de 2010

Noche de póquer, de John Updike

La fábrica había estado trabajando hasta muy tarde, ya que los detallistas tenían prisa por proveerse de existencias para la Navidad, aunque todavía estábamos en agosto; por consiguiente, tomé un tentempié de camino hacia la casa del médico, y proyecté ir directamente después a jugar al póquer. En realidad, a mi esposa le gusta que de vez en cuando no vuelva a casa por la tarde; esto le da la oportunidad de prescindir de la cena y remediar un poco el problema de su peso.

El doctor se había trasladado de su viejo consultorio de Poblar a uno de esos nuevos centros médicos emplazados justo detrás del parque en el que hubo un campo durante muchos años, cuando yo era niño, y en el que recuerdo que los italianos cultivaban alubias escarlata, miles y miles de estas robustas plantas. El nuevo centro tiene iluminación indirecta en todos los techos, alfombras de pared a pared, y aire acondicionado en la sala de espera; pero las puertas son tan delgadas que podrían romperse fácilmente con el puño, y se puede oír a los otros médicos y pacientes a través de las paredes, todo lo que dicen, incluso su respiración.

Lo que me dijo el médico no me satisfizo mucho. En realidad, cada vez que yo trataba de hacerme ilusiones la cosa parecía empeorar.


Él, para animarme, me habló elocuentemente de los tratamientos que pueden aplicarse ahora, de la quimioterapia y del cobalto, e incluso de algo que puede hacerse con platino; peto, a mis años, he visto morir personas suficientes para saber que nada puede atajar realmente el mal, sino alargar el tormento. Si no fuese por la compañía de seguros y la Ayuda Médica, uno se pregunta cuántos de estos caros hospitales seguirían funcionando.

Yo dije que al menos me alegraba de que no hubiese sido cosa de mi imaginación. Le pregunté si pensaba que mi dolencia tenía algo que ver con los productos químicos que tenía que emplear en la fábrica, y él me respondió, prudentemente, que no podía aventurar una opinión sobre aquello.

Sin duda pensó que yo consideraba la posibilidad de entablar un pleito, pero sólo había sido curiosidad por mi parte. Siempre pensé que si no era por una causa, lo sería por otra; en estos tiempos, uno se puede parar en la esquina de una calle, esperando que cambie la luz de un semáforo, e inhalar veneno bastante como para matar a una rata.

Concertamos las futuras visitas, y él me dio un fajo de recetas. Al cerrar la puerta, tuve la impresión de que también a mí podrían romperme fácilmente de un puñetazo.

Pero los drusgstores son lugares alegres y, mientras esperaba, tomé un Milky Way y hojeé un People, y cuando la joven de detrás del mostrador me entregó los medicamentos cualquiera habría dicho, por su sonrisa y por la manera en que el bolígrafo amarillo sobresalía del bolsillo de su bata, que nada muy malo podía ocurrirme. Al menos éste pareció ser el caso a cierto nivel de mi conciencia.

Las mariposas eran tan numerosas como los mosquitos, debajo de los faroles, y había la vieja alegría del verano en el susurro pegajoso de los neumáticos sobre el asfalto, y en los adolescentes que, desde dentro de los coches, saludaban incluso a los desconocidos. Subí a mi propio coche y, después de pensarlo un poco, me dirigí a las Heights a jugar al póquer.

Yo deseaba compartir con mi esposa mi estado de ánimo, pero ellos contaban conmigo como sexto de la partida, y unas horas significarían poco. Las malas noticias pueden esperar. ¿ No es esto lo que solían decir los viejos?

Nuestro grupo se había estado reuniendo a miércoles alternos durante treinta años, con algunas entradas y salidas, gente que se ausentaba y volvía después. Habíamos tenido algunas defunciones, pero hasta ahora no había fallecido ninguno de los fijos, solamente sustitutos, cuñados o vecinos llamados para completar la mesa por una noche determinada.

Hoy le tocaba a Bob. Bob fabricaba marcos y tenía una tienda propia en el centro de la ciudad. Es sorprendente lo que ganan ahora los de su oficio; tal vez cuarenta o cincuenta pavos por enmarcar una pequeña acuarela pintada por una tía y heredada de ella, o el diploma de bachiller de algún muchacho.

Jerry trabaja de mecánico para una empresa de más allá de la nueva avenida; Ted es socio de un almacén de frutas del distrito comercial; Greg dirige el negocio de fontanería que fundó su padre tiempo atrás; Rick es consejero asesor de segunda enseñanza, créase o no, y Arthur es corredor de Doerner's Paints. Arthur tenía que estar de viaje esta noche, y por esto me necesitaban para ser el sexto.

Todo empezó cuando éramos recién casados y empezábamos, más o menos, a crear nuestras familias en el barrio entre Poblar y Forrest, en el lado de la avenida opuesto al que había sido la fábrica de papeles de pared «Agawam Wallpaper» antes de ser convertida en pequeñas unidades comerciales de alquiler. Una noche de abril recibí la llamada de Greg, un tipo al que apenas conocía, aunque todo el mundo conocía el camión de su padre.

Pensé que Alma opondría resistencia: Jimmy y Grace debían tener entonces menos de dos años, y ella todavía trataba de dar lecciones de piano por las noches. Pero me dijo que fuese, que había estado trabajando de firme y que creía que me convenía un poco de distracción.

Ahora, sólo Ted y yo vivimos en el barrio, y él habla de trasladarse a una de esas casas divididas en propiedad horizontal, ahora que los hijos no viven ya con ellos; pero le fastidia la idea de tener que luchar con el tráfico todos los días. Desde donde vive ahora, puede ir a pie hasta el almacén de frutas aunque haya tormenta, y la tonta de su Josie no aprendió nunca a conducir.

Arthur vive desde hace años en las Heights, a unas tres calles de la casa de Bob, Rick reside en el otro lado de la ciudad, en dirección al lago, y Jerry compró una arruinada y vieja granja de vacas en el sur; está acondicionando lo que fue corral, para alquilarlo, haciendo él mismo la mayor parte del trabajo durante los fines de semana. En el curso de los años, ha habido también algunos cambios en lo tocante a las esposas, a las situaciones y los negocios.

Pero las apuestas no han cambiado, y con la inflación y nosotros prosperando más o menos, las monedas de diez y veinticinco centavos, e incluso los billetes de un dólar, nos parecen como fichas que vienen y van. Es en realidad una buena distracción, en la que cuenta mucho más la satisfacción de ganar que el dinero ganado.

Llegué tal vez diez minutos tarde, debido a lo que había tenido que esperar en el drugstore. Las bolsitas de papel que llevaba en el bolsillo crujieron cuando arrojé la chaqueta sobre el sofá, y aquel ruido me revolvió el estómago, al recordarme mi secreto.

¿Habéis tenido, alguna vez, la fuerte impresión de que algo tiene que ser un sueño y de que mañana te despertarás sano y salvo? A mí me había ocurrido muchas veces cuando era pequeño, siempre que me encontraba en un apuro.

Me serví una cerveza, y me senté a la mesa entre Ted y Rick. Las cinco caras, animadas ya con la cerveza y con la emoción de los naipes, parecían globos, globos brillantes y colorados bajo la luz que había instalado Bob en su cubil, una bombilla de 100 vatios y sin pantalla, suspendida de una cuerda entre los listones descubiertos.

Había estado trabajando en su cubil durante años, bajando el techo y entrando las paredes para un mejor aislamiento. Pero el negocio de los marcos le retiene en el centro de la ciudad durante los sábados, y las tardes hasta última hora, y las hojas de cartón yeso, los maderos y los rollos de material aislante han estado tanto tiempo en esta guarida, que siempre nos valemos de ellos para zaherirle.

Nunca veré terminada esta habitación, pensé. Esta idea me produjo el efecto de un balazo en la barriga; pero me imaginé que si permanecía quieto y bebía la primera cerveza, los globos de aquellas caras me llevarían con ellos a una altura en la que podría olvidarme de mis tripas.

Y esto me dio buen resultado. Las cartas empezaron a venir a mis manos bajo la brillante luz; los ases y los doses y las reinas, con sus hermosas caras inexpresivas, y realmente sólo cometí dos errores aquella noche.

Uno de ellos fue que continué con dos parejas, jotas y ochos, hasta la apuesta de un dólar de un juego de siete cartas alta-baja, cuando Jerry tenía cuatro cartas descubiertas de una escalera, y sólo dos de los nueves, la carta que necesitaba, habían salido. Pero me imaginé que él tendría que pujar, tanto si la tenía como si no; en realidad, la tenía, y yo ni siquiera quedé en segundo lugar, pues Greg había estado agazapado allí con tres reyes.

El otro fue en el último juego, cuando, tal vez influido por la cerveza, tiré un pequeño full de cincos y treses en un juego de Twien Veds, porque había tantas parejas descubiertas sobre la mesa, que pensé que alguien tenía que ganarme. Pero estaba equivocado: Rick ganó con un flush de corazones con el as.

¿Podéis imaginaros ganar Twien Veds con un flush? Siempre he preferido apostar por una mano perdedora, que tirar una ganadora; me parece que es un pecado más leve contra Dios o la naturaleza o lo que sea.

Tal vez no me concentraba lo bastante; había momentos en los que me parecía una estupidez estar sentado allí, con aquellos tipos repletos de cerveza (bastante vocingleros al final), jugando como chiquillos para matar una tarde lluviosa de domingo, cuando acababan de decirme que mis días estaban contados. Las cartas, en aquellos momentos, parecían increíblemente delgadas: una especie de hoja de plata, batida hasta que sólo tenía el grueso necesario para envolver y ocultar la enorme bola de plomo que yo sentía en todas partes.

En realidad, mis cartas fueron, en general, bastante malas, de modo que tuve tiempo de mirar a mi alrededor. Las caras de aquellos hombres parecían, sí, globos colorados, pero sus manos, al alargarlas sobre la mesa, no tenían nada que ver con aquéllas: eran manos de viejos, garras pálidas, marchitas y salpicadas de manchas, con uñas ennegrecidas y vello gris y venas abultadas.

Habíamos envejecido juntos. Todos nos acercábamos a la muerte, y supongo que esto era un consuelo.

Ted derramó su cerveza, como suele hacer al tocar la velada a su fin, al alargar la mano para coger unas cartas, o la bolsa de palomitas de maíz, o sus gafas bifocales (su empleo es difícil; con la visión próxima se pueden ver muy bien las propias cartas, pero las de encima de la mesa tienden a hacerse borrosas, y viceversa con la visión larga), y todo el mundo chilló y se chanceó al ocurrir lo que estaban esperando, y a mí se me empezó a secar la garganta, porque todos eran terriblemente amables y les conocía desde hacía mucho tiempo, aunque nunca habíamos hablado mucho, salvo para tontear y preguntar quién daba las cartas; tal vez en esto estaba la gracia. Sus caras se volvían borrosas y resurgían en puntos brillantes, como esas imágenes desenfocadas que registran ahora las cámaras de televisión (los dientes postizos, las gafas y aquellas frentes altas que antaño habían estado cubiertas de cabellos), y entonces se me ocurrió la idea de que a las personas les importaría menos ir al colegio o al infierno, si iban acompañadas de sus amigos.

Ted tenía las manos ligeramente hinchadas, con pequeños rasguños en los lados de los dedos, y más gordas en los bordes de las palmas, supongo que debido a tanto manejar cajones, y uno habría presumido, dada la agilidad que mostraba todos los días en la frutería, escogiendo ciruelas y tomates para sus elegantes parroquianas, que sería el último en volcar el vaso de cerveza. Pero es siempre el único en hacerlo, como Rick es el único que no dice más que tonterías, y Jerry el único que pilla la única carta de la baraja que necesita.

Terminé embolsándome cinco dólares. Si hubiese tenido agallas para aguantar con aquel pequeño full, habrían sido quince.

Me puse la chaqueta, y el ruidito de papel en el bolsillo me recordó las recetas y el doctor. Por mucho que hagas, la realidad se impone al fin.

Mi mujer no estaba levantada. Y no esperaba que lo estuviese, a las doce menos cuarto de la noche.

Pero tampoco estaba dormida. Me preguntó, desde la cama, qué tal me había ido.

Le dije que había quedado aproximadamente en paz. Entonces me preguntó qué me había dicho el médico.

Yo le pregunté si no le importaría bajar a la cocina para hablar. No sé exactamente por qué no quería hablar de aquello en el dormitorio, pero lo cierto es que no quería.

Me dijo que le encantaría, pues no había cenado aquella noche y se estaba muriendo de hambre. Había quedado un poco de lasagna en el frigorífico, y podía calentarla en un minuto en el horno microondas; había estado pensando en esto mientras yacía en la oscuridad.

Alma no está exactamente gorda; maciza, diría yo, más bien. Cuando estoy con ella en la cama, me doy cuenta de que todavía tiene cintura, concavidades y convexidades.

Bajamos la escalera, encendimos la luz y ella, envuelta en su albornoz, calentó la fuente de Pyrex medio llena de lasagna, y yo pensé en tomar otra cerveza, pero resolví no hacerlo. Sin embargo, la lasagna estaba tan caliente (es sorprendente lo que pueden hacer las microondas; dicen que haciendo vibrar las moléculas desde dentro hacia afuera), que tuve que tomarme la cerveza para refrescarme la boca.

Le dije, lo mejor que pude, todo lo que me había dicho el médico. Sus palabras exactas en su tono de voz, como en una declaración grabada de antemano; y volví a ver las luces suspendidas sobre la mesa de reconocimiento, y el escritorio de acero, y el zócalo de madera de imitación, como si acabase de salir de allí, como si no hubiese estado jugando al póquer.

Desde luego, Alma hizo y dijo lo adecuado. Lloró, pero no tanto como para infundirme pánico, e hizo una serie de observaciones sensatas sobre segundas opiniones y curaciones misteriosas, y añadió que debíamos tomarlo con calma y tener fe.

Pero ella no era yo. Yo era yo.

Mientras estábamos hablando, sentados a la mesa de la cocina, se levantó de pronto una barrera; yo me encontraba a un lado de ella, mientras que ella se hallaba en el otro, con su peso excesivo y sus más de cincuenta años; una mujer madura y cansada, levantada después de medianoche y envuelta en un albornoz de un azul pálido, pero con unos ojos negros que, repentinamente, habían cobrado una vivacidad terrible. Yo le había dado esta tremenda ventaja.

Su mente estaba trabajando; podía verse en su cara. Estaba considerando las cartas que le habían dado; estaba pensando cómo debía jugarlas.

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