miércoles, 29 de septiembre de 2010

El visitante, de Dylan Thomas

Las manos le pesaban, aunque toda la no­che las había tenido posadas sobre las sába­nas y no las había movido más que para lle­várselas a la boca y al alborotado corazón. Las venas, insalubres, torrentes azules, se precipi­taban hacia un blanco mar. A su lado una taza desportillada despedía un vaho de leche. Ol­fateó la mañana y supo entonces que los gallos volvían a asomar las crestas y cacareaban al Sol. ¿Qué eran aquellas sábanas que le envol­vían sino un sudario? ¿Y qué era aquel fati­goso tictac del reloj, situado entre los retra­tos de su madre y su difunta esposa, sino la voz de un viejo enemigo? El tiempo era lo su­ficientemente generoso como para dejar que el Sol llegara a la cama y lo bastante misericorde como para arrancárselo por sorpresa cuando se cernía la noche y más necesitado estaba él de luz roja y claro calor.

Rhiana estaba al cuidado de un muerto: acercó a aquellos labios muertos el borde des­cascarillado de la taza. Aquello que latía bajo las costillas era imposible que fuera el cora­zón. Los corazones de los muertos no laten. Mientras esperaba a ser amortajado y embal­samado, Rhiana le había abierto el pecho con una plegadora, le había extirpado el corazón y lo había metido en el reloj. La oyó decir por tercera vez: «Bébete la leche.» Y al sentir que su amargor se le deslizaba por la lengua y que las manos de ella le acariciaban la frente, supo que no estaba muerto. Aún vivía. Los meses, serpenteando entre secos días, seguían su cau­ce de millas y millas en pos de los años.


Hoy vendría a sentarse allí y a charlar con él. Oyó dentro de la cabeza la batalla de voces de Callaghan y Rhiana, luego se quedó dormi­do saboreando la sangre de las palabras. Las manos le pesaban. Por dentro de aquel cuerpo escurrido y blanco en cuyos costados sobresa­lían los filos de las costillas, se había apostado una sombra de melancolía. Sus manos habían apretado otras manos y habían lanzado algo al vacío. Ahora eran unas manos muertas. Po­día retorcérselas entre los cabellos o llevarlas insensibles hasta el estómago o dejar que se perdieran en el valle abierto entre los pechos de Rhiana. Cualquier cosa que hiciera con ellas, estaban tan muertas como las manecillas del reloj y a su compás giraban.

-¿Cierro la ventana hasta que caliente más el Sol? -dijo Rhiana.

-No tengo frío.

Estuvo a punto de decirle que los muertos no sienten ni el calor ni el frío, que ni el Sol ni el viento pueden metérseles entre las ropas. Pero ella se habría reído con aquella condescendencia suya, le habría besado en la frente y le hubiera dicho:

-¿Por qué estás aquí, Peter, qué tienes? Mañana estarás bien.

Un día había de salir a vagar por las coli­nas de Jarvis como el fantasma de un niño y le oiría decir a la gente: «Ese es el fantasma de Peter, un poeta que estuvo muerto varios años antes de que lo enterrasen.»

Rhiana le tapó los hombros con la sábana, le dio un beso como todas las mañanas y se llevó la taza.

Un hombre había dibujado con pincel un marco de colores bajo el Sol y había pintado círculos y más círculos alrededor de su esfera. La muerte era un hombre con una guadaña, pero aquel día de verano no había vida que segar.

El enfermo esperaba a su visitante. Peter estaba esperando a Callaghan. Su cuarto era un mundo dentro de otro mundo. Dentro de él había un mundo que giraba y giraba y don­de salía un Sol y se ponía una Luna. Callaghan era el viento del oeste y Rhiana, como un vien­to del sur, le quitaba los escalofríos del otro viento.

Se llevó la mano a la cabeza y la posó allí como una piedra sobre otra. Nunca había so­nado la voz de Rhiana tan remota como cuan­do dijo que se bebiera la leche. ¿Y qué era ella sino una enamorada hablando enloquecida a su amor bajo la tapa de un ataúd arropado? ¿Quién habría andado hurgando en él duran­te la noche para despojarle de todo menos de un corazón ajeno? Aquel corazón guardado en la armadura de sus costillas no le pertenecía, tampoco era suyo aquel hormigueo en las ve­nas de los pies. Ya no podía mover los brazos ni siquiera para abrazar a una muchacha y protegerla de vientos y ladrones. Nada había bajo el Sol más lejano que su propio nombre. La poesía era una simple ristra de palabras puestas a secar. Dio forma con los labios a una leve esfera de sonidos y pronunció una palabra.

No hay mañana para los muertos. No cabía pensar que tras la noche y el sueño la vida iba a volver a brotar como una flor por las rendi­jas de un ataúd.

El cuarto era un amplio lugar en torno a él. Los retratos mendaces de las mujeres le con­templaban desde sus marcos. A un lado el rostro de su madre, un óvalo amarillento den­tro de un marco de terciopelo y oro viejo, y al otro la difunta Mary. Aunque el viento de Callaghan soplara con fuerza, nunca lograría abatir la pared que había tras ella. Pensaba en ella tal y como había dicho, recordaba su Peter, querido, Peter, y la sonrisa de sus ojos.

Recordó que no había vuelto él a sonreír desde aquella noche, hacía ya siete años, en que el corazón se le había estremecido con tanta violencia que le había hecho caer. Había hallado fuerzas en el precioso crepúsculo. So­bre las colinas y el tejado habían desfilado an­chas lunas, y a la primavera había seguido el verano. ¿Cómo había podido vivir sin que Ca­llaghan hubiera aventado con un ruidoso so­plido las telarañas del mundo y sin que Millicent hubiera derramado sobre él todo su cariño? Pero los muertos no necesitan amigos. Miró con perplejidad por encima de la tapa del ataúd. Un hombre de cera hierático y rí­gido le devolvió la mirada. Después los ojos se desviaron y se contemplaron el rostro.

Nada hubo en el cambio de los días más que la divinidad que él había construido en torno a ella. Su hijo mató a Marya en las en­trañas. El notó que su cuerpo se volvía vapor y que los hombres ligeros como el aire pasa­ban a través de él con sus pies metálicos.

Empezó a gritar:

-¡Rhiana, Rhiana!, me han levantado y me están dando patadas en el costado. La sangre me corre gota a gota. ¡Rhiana!

Ella subió corriendo y una y otra vez le limpiaba las lágrimas de las mejillas con la manga del vestido.

Siguió allí tumbado toda la mañana, mien­tras el día crecía y maduraba camino del me­diodía. Rhiana entraba y salía y él olfateaba la leche y los tréboles de su vestido cuando se inclinaba sobre él. Nuevamente sorprendido seguía sus refrescantes evoluciones por la es­tancia, el movimiento de sus manos mientras quitaban el polvo al marco del retrato de Mary. Con la misma sorpresa, pensó, siguen los muertos la velocidad del movimiento y el florecer de la piel. Ella debía estar cantando mientras recorría la habitación de un lado a otro poniendo las cosas en su sitio, zumbando como una abeja. Y si hubiera hablado o reído, o se hubiera enganchado las uñas con el fino metal de los candelabros rechinando en un sollozo de campana, o si su cuarto se hubiera llenado de repente de un estruendo de pájaros, él se hubiera echado nuevamente a llorar. Le agradó contemplar las inmóviles olas de las ropas de la cama, y pensó que era una isla emplazada en algún lugar de los mares del Sur. En esta isla de rica y milagrosa vegeta­ción los frutos, los vientos del Pacífico los ha­cían caer al suelo y allí se convertían en am­paro de las expediciones veraniegas.

Y pensando en la isla, pensó también en el agua y sintió su ausencia. El vestido de Rhiana ondulando a su paso, creaba un murmullo de agua. La llamó a su lado y, poniéndole la ma­no en la pechera, sintió un tacto de agua. «Agua», le dijo. Y le contó cómo de niño se había tumbado a veces sobre las rocas jugue­teando con los dedos en la corriente. Ella le trajo entonces un vaso de agua y se lo puso a la altura de los ojos para que pudiera ver la habitación a través de un muro de agua. No quiso beber él y ella retiró el vaso. Imaginó la frescura del mar. Aquella tarde de verano le hubiera gustado estar sumergido totalmente en el agua y ser, no una isla que flotara sobre ella, sino un verde lugar en el fondo de una vertiginosa caverna marina. Pensó unas pala­bras bonitas y compuso un verso acerca de un olivo que crecía en el fondo de un lago. Pero el árbol era un árbol de palabras y el lago rimaba con otra palabra.

-Siéntate y léeme, Rhiana.

-Después de que comas -dijo ella.

Y le trajo comida.

Él no podía comprender que ella hubiera bajado a la cocina y que le estuviera preparando la comida con sus propias manos. Pero se había ido y ya estaba de vuelta otra vez con la sencillez de una doncella del Antiguo Tes­tamento. Su nombre no tenía sentido, pero sonaba muy bien. Era un nombre extraño to­mado de la Biblia. Aquella mujer le había la­vado el cuerpo después de arrancárselo al ár­bol y sus dedos expertos y frescos habían acariciado los huecos de su corteza como diez bendiciones. Él le gritó: «Pónme bajo el brazo hierbas dulces y mojadas de tu saliva y estaré fragante.»

-¿Qué te leo? -preguntó ella sentándose a su lado.

Él movió la cabeza, no le importaba lo que le leyera, sólo quería escuchar su voz y en nada quería pensar sino en las inflexiones de su tono.





Ah! gentle may i lay me down,

and gentle rest my head,

and gentle sleep the sleep of death,

and gentle hear the voice

of Him that walketh in the garden

in the evening time. *



* _



Dulcemente quisiera yacer,

y dulcemente apoyar mi cabeza,

dulcemente dormir el sueño de los muer­tos

y dulcemente oír la voz

de Aquel que cruza por mi jardín

a esta hora de la tarde.



Callaghan tenía el abrigo mojado y le rozó a Peter el rostro.

-Callaghan, Callaghan -le dijo con la bo­ca apretada contra la negra tela de su abrigo.

Sintió los movimientos del cuerpo de Ca­llaghan, el tensarse y relajarse de sus múscu­los, notó la curva de sus hombros, el impacto de sus pies sobre el suelo movedizo. Un viento de arcilla y limo subió hasta su rostro.

Sólo cuando sintió un arañazo de ramas en la espalda supo que iba desnudo. Para no gri­tar, apretó firmemente los labios como un dique contra aquella carne floja. Callaghan también iba desnudo como un niño.

-Vamos desnudos. Aún nos quedan los huesos, los órganos, la piel y la carne. Tienes en el pelo una cinta de sangre. No te asustes. Un tejido de venas te cubre las piernas.

El mundo se echaba encima de ellos, en el vacío se precipitaba un viento aventando los frutos del combate bajo la Luna. Peter oyó un canto de pájaros, pero era un canto nunca oído, muy distinto de aquel otro que salía de las gar­gantas de los pájaros de su ventana. Eran pá­jaros ciegos.

-¿Son ciegos? -dijo Callaghan-. Tienen mundos en los ojos. Su trino es blanco y ne­gro. No te asustes. Bajo la cáscara de sus hue­vos, hay unos ojos que brillan.

De repente se detuvo. Peter tenía, entre sus brazos, la ligereza de una pluma. Lo depositó dulcemente sobre un verde ribazo. Allí comen­zaba el viaje infinito de un valle cargado de hierbas y entecos árboles hasta perderse en la lejanía donde la Luna pendía obscura como un cordón umbilical. A uno y otro lado surgía de entre los bosques un afilado rumor de fai­sanes y escopetas que caían como una lluvia. Pero al momento la noche se había serenado y aquel trepidar de ramas arrumbadas por donde los pies de Callaghan pisaban chas­queando vino a hacerse un suave rumor.

Peter, con la conciencia de su corazón en­fermo, se llevó una mano al costado y lo en­contró vacío. Las puntas de los dedos flotaron por un torrente de sangre, pero las venas no se podían ver. Estaba muerto. Ahora sabía que estaba muerto. El fantasma de Peter, invisi­blemente herido, fantasma de sangre, se irguió desafiante frente a la corrupción de la noche.

-¿Dónde estamos? -dijo la voz de Peter.

-En el valle de Jarvis -dijo Callaghan.

Callaghan también estaba muerto. Ni uno de sus cabellos podía moverse bajo la helada que estaba cayendo sin cesar.

-Este no es el valle de Jarvis.

-Este es el valle desnudo.

La Luna, doblando y redoblando la fuerza de sus haces, iluminaba las cortezas, las raí­ces y las ramas de los árboles de Jarvis, los perfiles de sus piedras, las negras hormigas que se arrastraban entre ellas, los guijarros de los arroyos, la hierba secreta, los incansa­bles gusanos de la muerte. Las comadrejas y las ratas, con el pelo emblanquecido por la Luna, salían de sus agujeros por los flancos de las colinas, rabiando y enceladas en busca de gargantas donde clavar la furia de sus dien­tes. Y cuando el ganado, presa ya de las coma­drejas que huían, caía al suelo desmoronado, todas las moscas, levantando su vuelo des­de los estercoleros, venían sobre sus cabezas y allí se posaban como una nube. Del fondo de aquel valle desnudo emergía el olor de la muerte y se colaba por la enorme nariz de la montaña hasta la cara de la Luna. Las moscas zumbaban sobre los rebaños abatidos. Las ratas peleaban encarnizadamente por entre las heridas de las ovejas. Aún le quedaba a Peter un poco de tiempo antes de que los muertos, apenas identificados, quedaran enterrados bajo una Tierra que el viento arrastraba sonora y poderosamente derribando a su paso nubes de insectos que caían sobre la hierba. Los gu­sanos de la muerte deshacían ya las fibras de los huesos de los animales, los devoraban es­pléndida y minuciosamente, de entre las cuen­cas de los esqueletos crecían malas hierbas y de los pechos abandonados brotaban flores, cuyas hojas tenían el carnoso color de la muer­te. Y la sangre que había manado de aquellos cuerpos corría ahora por las verdes superfi­cies y se posesionaba de las semillas que, plan­tadas en el curso del viento, anunciaban la boca de la primavera. Rojos regatos de san­gre, un amasijo de venas retorcidas poblaba espesamente el campo entero como un coágu­lo de areniscas.

Peter, dentro de su fantasma, gritaba con alegría. En el valle desnudo había vida, vida en su misma desnudez. Peter contemplaba las aguas turbulentas de los torrentes, las flores surgiendo de entre los muertos y la multipli­cación de raíces revestidas de un extraño po­der en cada tramo de sangre derramada.

Se detuvieron los arroyos. El polvo de la muerte ahogaba las gargantas de la primave­ra, yacía sobre las aguas como un obscuro hie­lo, y la luz, hasta entonces un movimiento inundado de ojos, empezó a helarse en el cla­ror de Luna.

-Vida en esta desnudez -dijo Callaghan, burlonamente, y Peter vio que el fantasma de su dedo señalaba los muertos arroyos.

Y mientras hablaba, la forma que el cora­zón de Peter había tenido en el tiempo de la carne tangible sentía sobre sí la llamada del terror, y una vida estallaba dentro de cada piedra a modo de cuerpos de niño nacidos en mil úteros. Los arroyos volvieron a correr y la luz de la Luna brillaba con un nuevo esplendor sobre el valle, magnificando las sombras en torno y haciendo salir a los topos de sus inver­nales escondrijos, y arrojándolos a la media noche inmortal del mundo.

-Está empezando a aclarar por el filo del monte -dijo Callaghan.

Y levantó en sus bra­zos al invisible Peter.

En efecto, empezaba a amanecer en las sil­vestres lejanías de Jarvis, aún desnudas bajo la Luna.

Callaghan se echó a correr por la cresta del monte hacia el interior de los bosques don­de los árboles corrían a su paso. Peter gritó exultante de alegría.

Oyó una carcajada de Callaghan que el viento trajo hasta él con un estertor de trueno. Al bramido del viento siguió una conmo­ción bajo la capa de la Tierra. Unas veces bajo las raíces y otras en las copas de los árboles. Los dos extraños corrían desesperadamente, saltaban por encima de los cercados y grita­ban sin cesar.

-Escucha el canto del gallo -dijo Peter.

Y se subió el embozo de la sábana hasta la mandíbula.

Un hombre había dibujado un círculo rojo por el Este. El fantasma de otro círculo alre­dedor de la esfera de la Luna giraba en torno a una nube. Se pasó la lengua por los labios revestidos milagrosamente de carne y piel. Te­nía en la boca un extraño sabor como si la última noche, hacía ya trescientos años, se hubiera dormido teniendo la corola de una amapola entre ellos. Seguía en su cabeza el viejo rumor de Callaghan. Entre el amanecer y la noche le había hablado de la muerte, ha­bía escuchado una carcajada que aún le retum­baba en los oídos. El gallo volvió a cantar y se oyó el trino de un pájaro como una guadaña en un trigal.

Rhiana, con la garganta desnuda y dulce, entró en la habitación.

-Rhiana -dijo-, dame la mano.

Ella no le oyó. Se quedó junto a la cama y le miró con infinito dolor.

-Dame la mano -dijo.

Y poco después:

-¿Por qué me echas la sábana encima de la cara?

No hay comentarios:

Publicar un comentario