jueves, 26 de septiembre de 2019

La cinta roja, de Magela Baudoin

Natalia llegó tarde al bar pero nos trajo una historia, lo cual fue aceptado como salvoconducto por todos. Esta vez mi hermana no se disculpó por el desajuste horario, sabía que gozaba de nuestra indulgencia hacía ya un par de horas. Al fin y al cabo, todos somos gente de prensa y, en el bar de la esquina, la espera nunca es un problema. Se sentó y comenzó a hablar, cosa muy rara pues usualmente escucha lo que dice Gabriel, cuya gran inteligencia lo ocupa todo. Me gusta mucho oírla. No sé qué hay en su timbre tenue y frío que me adormece. Pero esta vez su voz no era serena, acababa de dejar el periódico y todavía palpitaba en la urgencia de la tinta y la medianoche. Han apresado a un hombre, se le escapó y, por su ansiedad, preguntamos si era inocente. Pero ella respondió casi con una disculpa: Es que no lo sé, dijo y enlazó su mano a la de Gabriel.

Expuso los únicos datos exactos que poseía: la muerte de Rebeca, tan verídica como su proclamación de Reina del Carnaval. Le habían proporcionado las fotografías de ambos sucesos. Pudimos reconstruir entonces un carnaval de baratija, con un corso de extramuro, perdido entre el arenal y la basura, que Rebeca no había alcanzado a protagonizar pues fue asesinada antes. Natalia nos contó de su reinado fugaz y, por su exposición, adivinamos un pueblo aborigen de pobreza infame que, igual que la chica, se dirigía inexorablemente hacia la desaparición. Gabriel la besó en la cabeza, un segundo antes de que mi hermana le soltara la mano y dijera, no sin cierto suspenso: Nadie podía prever lo que tenía preparado el destino para la Reina, menos aún cuando la eligieron.


Aquel día se había presentado luminosa con el cabello suelto y liso, la risa fácil y un clavel rojo atado a la pretina de los pantaloncitos cortos que destacaban sus caderas evidentes. Rebeca tenía catorce pero hacía mucho que había dejado de ser una niña. Quizás no había tenido niñez alguna y había nacido directamente en la vida adulta, pensé, mientras Natalia explicaba, según le habían dicho los expertos, que la chica provenía de una cultura originalmente concupiscente. Tratamos de desentrañar que querían decir los expertos con “concupiscente” y tradujimos así: un pueblo amazónico de cazadores, nómada, tejedor, en el que las virtudes carnales son virtudes cardinales. Todavía era muy abstracto. Un seno materno, acompañado de cantos femeninos, en el que los placeres del cuerpo son inculcados a las niñas desde muy pronto. Un tiempo y un espacio narrados oralmente, dijo Natalia, donde la lascivia y el placer no son un pecado sino algo natural, vital. Su aclaración nos llevó por unos segundos al Paraíso y en seguida al Infierno, al recrear este mismo ecosistema en la ciudad, en donde la libertad se vuelve un yugo y se encamina a la más antigua moledora de carne. La pobreza puede molerlo todo: las niñas indias se entregan por exiguas cantidades de monedas, desde edades impronunciables, en los márgenes urbanos. ¿Y cuánto es una cantidad exigua?, pregunté. Natalia contestó sin poesía: Son dos pesos.

Su voz fatigada me hizo pensar en la nieve, en el dolor de mi piel congelada y en la desaparición del hielo convertido en agua. En La Paz. Al contrario que Rebeca, yo había salido de la infancia tarde, cuando me fui a estudiar con mi hermana a La Paz. Es verdad que no era precisamente una niña; lo mío era, en realidad, una adolescencia aniñada de pueblo que yo padecía como una enfermedad. Diecisiete años es un poco tarde para un chica citadina, pero no para una muchacha de provincia, demasiado cuidada y demasiado apurada por saltar.

No podría decir que abrí las alas como lo hacen los pichones cuando están listos. El mío no iba a ser un vuelo a favor del viento y sin batir alas. Cautela es algo que nunca tuve y menos en aquellos días en los que cualquier precaución hubiera sido una afrenta a mi lustrosa libertad. Lo mío iba a ser un vuelo feroz, aerodinámico, en picada; un salto violento hacia lo desconocido, un vuelo rasante por la ciudad, por todo aquello que moría no sólo por ver sino por probar. Sí, los demonios no se los debo a nadie. No hay más responsables que yo en todo esto. Y aunque Natalia se culpe a menudo por haberme llevado a ese lugar, la verdad es que la decisión fue sólo mía. De lo único que he podido acusarla, cuando he tenido ganas de estar muerta, es de salvarme, de haberme puesto la nieve que cogió del techo de un auto en las mejillas para que no me desmayara. La nieve y su voz cada vez más lejana: ¿Qué tienes, nena? ¿Qué te han hecho? ¿Qué les voy a decir a papá y a mamá? Y yo: Nada, no les dirás nada, júramelo.

Natalia prosiguió: Rebeca había sido levantada por el conductor de un taxi que la llevó con la promesa de ir de paseo. Todo esto se supo por boca de otra chica, Angélica, testigo del último momento en que Rebeca fuera vista con vida. Ambas querían subir al auto, pero Angélica no fue porque se le veía ya muy avanzada la barriguita preñada y el taxista no la había querido. ¿Embarazada?, preguntó alguien, como si no pudiera creerlo, no me acuerdo quién. Yo miré instintivamente hacia otra parte. Natalia confirmó: Sí, el taxista no la quiso, a pesar de que días antes sí la había querido. Era asiduo de la Pampa. ¿Y cómo era?, requerimos. Gordo, dijo Natalia, en realidad más barrigón que gordo; grande, en edad y estatura. Angélica había sido precisa: como un abuelo; blanco, igual que el taxi. Casi tierno. Daba más de dos monedas, seguramente, porque las muchachas se pelearon un poquito por subir, además siempre las devolvía con un helado. Pero aquella tarde o noche, fue a eso de las siete y todavía estaba claro, eligió a la Reina por ser la más linda. Rebeca no sólo era más linda, se le había escapado al fotógrafo que iba con Natalia, era el corazón de una sandía muy roja y jugosa; a cuarenta grados de calor, dijo Gabriel.

Gabriel me esquivaba, como cuando cambias de vereda para no saludar a alguien que sabes que te ha visto y que no te quieres cruzar; seguía de reojo mis manos, remachaba mis intervenciones con apostillas de silencio que nadie notaba, excepto Natalia y yo. Desde niña, él veía en mí a una criatura mimada, a una mocosa que le provocaba irritación y ternura. Tendría yo unos cuatro o tal vez cinco años, cuando Gabriel ya venía a casa a buscar a Natalia. No eran todavía novios, pero nos era tan natural que estuvieran juntos como ahora. Gabriel llegaba por las tardes, disparando chistes con la honda venenosa de su humor. Natalia me daba en las manos, a escondidas: ¡Deja ya de sacarte los mocos, cochina! Pero yo no lo podía resistir y me introducía el dedo por la nariz hasta las alturas. El pasatiempo preferido de mi hermana era atraparme y el mío, saborear aquella cosa prohibida e inconfesable. Gabriel no tenía como imaginarlo porque Natalia no me iba a vender jamás; pero entonces yo no lo sabía. Ignoraba muchas cosas, entre ellas, el poder de la lengua. Él había llegado a la hora de la siesta, mientras yo jugaba sentada en el piso de la galería, absorta conmigo misma. Hola mocosa, dijo y yo, al ver sus ojos en la punta de mi dedo, me eché a llorar. Natalia no podía contenerse. Mala, mala, eres muy mala, grité. Gabriel no entendía y mi hermana, hincada de la risa: Que te lo dice de cariño, tonta, no por los mocos.

Alguien preguntó de nuevo por Rebeca y quiso hacer una aproximación sicológica. En esto Natalia dejó que teorizáramos. Cómo describir sin aplanar con lo obtuso de un adjetivo. Alegre y extrovertida, dijimos, no habría podido ser coronada de otra manera. Pero concordamos en que se puede ser alegre de distintas formas. Poseer una alegría corporal que se traduce en un temperamento eléctrico y, por momentos, agresivo, que sin embargo se agota con el esfuerzo de la vida; o una alegría más racional, inoculada rutinariamente, que es más determinante­ que el destino y a la que denominamos vagamente como optimismo. Acordamos que la alegría de Rebeca debía ser un poco intransigente, es decir estaba allí a pesar de todo, y todo era ya un horror en su vida; en cuyo caso, estábamos hablando de una alegría inconsistente y, entonces quién sabe, lo extrovertido en el carácter de Rebeca era una máscara, una defensa. Parecía más adecuado para su edad poseer un temperamento tímido, alegre, sensible a lo inesperado. Para ella inesperado podría haber sido casi cualquier cosa, hasta lo más insignificante: un vestido nuevo, una mesa con mantel, agua caliente, ir al colegio, que le regalaran algo sin que ella tuviera que entregarse a cambio. Callamos.

Natalia dijo que no la echaron en falta hasta que la Policía la encontró en un monte a la vera del camino. Nadie la extrañó porque Rebeca era como un gato, dijo la abuela, siempre se iba y así también regresaba. A Rebeca le gustaba viajar, contó Angélica, perderse. ¿A quién no le hace bien perderse?, pensé, doblada por el frío del aire acondicionado. Por eso tenía sus latitas de pega Hércules en el bolso y se iba lejos. Cuando la reconocieron en la morgue, Rebeca ya no parecía una reina, sin los pantaloncitos cortos ni el clavel rojo, sin el cabello lacio, que en esta hora era una masa; estaba tapada con una bolsa de yute que debió haber contenido papas. La abuela le había pasado las manos ritualmente por todo el cuerpo, sin llorarla. Admitía seguramente que la muerte no necesitaba explicaciones, a pesar de que el sargento se esmeraba en una definición de asfixia y estrangulamiento, dado que no podía asegurarse una violación. Angélica le contó a Natalia que el cuerpo de su amiga tenía la piel pringada de pegamento, el mismo de las latitas, pero en grandes cantidades y que, por eso, apenas pudieron distinguir sus tatuajes, de corazón, de lagartija, de estrella. La carne es triste, susurré, era tan cierto el poema de Mallarmé.

Gabriel esperaba que Natalia entendiera su señal para que cambiara de tema en el momento en que el relato se había vuelto procaz. Pero nuestro silencio absoluto la alentó a continuar.El periodismo puede llegar a ser una enfermedad inmunológica, se había excusado él. Unas veces es sencillo inmunizarse, añadió ella con sarcasmo, pero otras, otras sencillamente te contaminas. Natalia no podía dejar de guerrear con Gabriel, aunque las suyas fueran victorias insignificantes como tener la última palabra en una charla, cerrar con ingenio una frase o ser, de manera general, mucho más atractiva y encantadora que él. De pronto la vi muy cansada. No había dormido bien durante los últimos días y Gabriel, en consecuencia, tampoco. En su insomnio repetido, ella trataba de recomponer el asesinato de Rebeca en su cabeza, pero no lo conseguía. Él, que al inicio la había acompañado, al final le había pedido resignación: duérmete, duérmete ya, mujer. Gabriel se rió. Todos reímos, incluso Natalia, que a esas alturas también estaba congelada.

Aprovechando que destapaban un par de botellas de cerveza nuevas y que llenaban los vasos, escapé al baño. Me senté en el inodoro, aliviada por el tibio y sofocante microclima del excusado, adonde no llegaba el invierno artificial del bar. Sólo en una raza como la nuestra era posible esa curiosidad científica, acaso morbosa, con la que podíamos hablar de una violación, de una muerte, y sin perder el apetito; me pellizqué las mejillas frente al espejo, tras mojarme la cara. Natalia era fuerte para este tipo de historias. Si alguien lo sabía era yo. Allí había estado ella, cargándome en su espalda, arrastrándome prácticamente hasta la parada del bus, porque no teníamos plata, y luego bajándome la fiebre con trapos mojados y mascullando entre rezos: Loca, locas de mierda… Dios te salve… Dios te salve María… Volví a la mesa.

Por lo que estaban explicando cuando me senté –y visto desde el tiempo formal e investigativo–, fue realmente poco lo que había transcurrido desde el hallazgo del cuerpo de Rebeca hasta que la Policía tuvo que acudir a las puertas de la comunidad para apresar al culpable. Unas quince horas como mucho, dijo Natalia. Y el uso del verbo no era accidental: la Policía realmente “tuvo” que acudir porque la comunidad no estaba dispuesta a esperar los tiempos “formales” e “investigativos”. Quince horas nada más, en un país donde la justicia puede tardar siglos. Pero claro, dijo Natalia, el tiempo nunca es perfecto para los condenados… Tampoco lo fue para mi: fue el paso de las horas, dijeron los médicos, lo que le dio a los acontecimientos un curso trágico. Unas horas que Natalia no ha podido olvidar porque perdió la noción del tiempo y fue Gabriel quien la obligó a dejar el cuarto, cogió un taxi y nos arrastró a las dos al hospital. A mí, desvaída, perdida, yerta; y a mi hermana desdibujada y temblorosa, con los ojos vacíos por el cansancio y por el horror de la sangre.

A las tres de la madrugada ya no quedábamos más que nosotros en la barra. El fotógrafo abrió la boca, a manera de epílogo: acostumbrados como estamos a la mierda, dijo, a nadie tendría que sorprenderle el tiempo, sino el modo en que las mujeres encontraron al supuesto asesino. Pero a nadie le llamó la atención. Según le contaron a Natalia algunos testigos que no quisieron ser identificados, ellas estaban echadas sobre los cordones de acera derruidos, cuando vieron venir a un muchacho hacia los márgenes de su territorio. Estaba recién bañado, la camisa dentro del pantalón y una tabla entre las manos. Sin decirse una palabra, guiadas por su saber, se habían mirado en sesgo, como aves. El chico incluso les había sonreído antes de preguntar por Rebeca; y ellas le habían respondido en bandada, con un griterío violento que al poco ya era jauría y al que acudieron los hombres ebrios, ciegos de alcohol, y en ánimo de somanta. Natalia abrevió, condensando el drama: Lo colgaron de un poste, cuya luz amarilla lo dibujaba con si estuviera bajo el reflector de un escenario. Lo demás fue, efectivamente, teatral: hombres, mujeres y niños rodearon al crucificado, exorcizándose la furia, igual que en el Carnaval, mas no bailando sino golpeando aquel cuerpo con piedras, palos y cinturones, en nombre de la Reina muerta.

 Gabriel contó que la Policía había bajado al muchacho cuando ya estaba medio muerto, con la cabeza y el cuerpo vencidos y la ropa hecha jirones. Natalia agregó un dato sentimental: Angélica conservaba la tabla de madera que él había traído como regalo para Rebeca, una tabla de cortar para la cocina de su abuela. Era carpintero, precisó, tenía dieciocho años y medía 1,70. En su declaración, confesó haber pagado por Rebeca dos veces. Cuando estaban acoplados Gabriel y Natalia parecían un dúo de presentadores de televisión. Su ensambladura era perfecta. Por algo habían procreado tres niños. Tres, a falta de uno. Y en cada embarazo, mi hermana y sus ojos infractores, que me miraban como si quisieran evitar hacerme un daño, aunque yo me esforzara en pedirle que no se preocupara, que igual estaba feliz por ella.

En el corazón de un periódico late un reloj, dijo Natalia. Lo dijo avejentada por la hora de cierre, esa noche en que debió escribir el perfil de un asesino y lo hizo sin tener algo en lo que creyera. Es que podría ser un chico que sólo pasaba, le había dicho a su editor; pero no lo sé, nos había confesado a nosotros. Había en su semblante una nube de remordimiento, muy a pesar de que pusiera en sus palabras cierta resignación. Tenía todos los resguardos. Isaac Chingano, Saúl Rosales, Roque Pando, Juan Bustos, Juana Nomine, el Fiscal, el investigador, el cacique, la abuela, todos a quienes había consultado le habían dicho que el caso estaba cerrado, que la comunidad se había pronunciado, que se había hecho justicia porque habían atrapado al culpable. Cómo no va a ser bienvenido alguien que tranquilice, dijo Gabriel, alguien que calme y que permita seguir viviendo. Alguien que te salve, pensé, como siempre había hecho Natalia conmigo; como quería hacer ahora, tratando de convencerlo de que la dejara ser un vientre para mí.

Apagaron por fin el aire acondicionado y al hacerlo se instaló en el ambiente un silencio nítido, casi con eco. Tuve la sensación de que se hubiesen encendido los focos de una habitación en penumbra. Entonces, Gabriel preguntó: ¿Pero cómo supieron que fue él? ¿Qué razón te dieron? Y Natalia respondió con una mueca amarga: Lo supieron porque le ataron a Rebeca una cinta roja en el pie izquierdo, para que trajera al asesino y él fue el primero que llegó, preguntando por ella. ¿Y entonces tú que hiciste?, requerí injustamente, como si mi hermana tuviera que resolverlo todo. Lo escribí, se disculpó Natalia, lo mejor que pude.

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