martes, 3 de septiembre de 2019

Lo de esta noche es un favor que le hago a Holly, de Amy Hempel

Tengo una cita con un desconocido que va a venir a buscarme a las siete, pero, a menos que no me crezca el pelo más de dos centímetros, no voy a abrir la puerta. El problema está en la frente. Yo misma me corté el flequillo y ahora me parezco a Mamie Eisenhower.
Holly dice que no, que me parezco a Claudette Colbert. Pero sé que lo dice para que salga con ese tipo. Lo de esta noche es un favor que le hago a Holly.
Preferiría hacer lo que solemos: prepararnos un ron con Coca-Cola y tomárnoslo sentadas en la arena mientras se pone el sol.
Hacemos vida de playa.
No la de bronceador y ropa veraniega de moda. Lo que quiero decir es que vivimos en la playa. Abrimos la puerta principal y hay arena. Delante está el océano y lo vemos todos los días del año.
La playa está cerca del aeropuerto, de modo que este pueblo ni siquiera tiene la clase que le falta a Los Ángeles. Lo que sí tiene es el personal de las compañías aéreas. Para ellos hay un servicio de transporte que tarda doce minutos desde la zona de embarque a la casa, entendiendo por casa un complejo de apartamentos que imita el estilo colonial español.
Es una copia de las misiones españolas en todos los sentidos. Pero que me digan a mí qué misión española tiene escaleras de hierro forjado en los laterales.

También hay una fuente en el patio que vierte agua encima de unos azulejos de mosaico. Lo irritante es que los azulejos estaban tratados químicamente para «envejecerlos» desde el principio. Lo que a una le dan ganas de decir es: Mira, las reliquias son restos.
El complejo de apartamentos se llama Rancho La Brea, pero en realidad lo llaman, gracias a las azafatas de vuelo, Rancho Libido. Dentro, los apartamentos tienen techos blancos que lanzan destellos.
Holly no es azafata, ni yo tampoco. Alquilamos el apartamento mes a mes mientras reparan en nuestra casa los daños causados por el barro y el agua durante el último corrimiento de tierras.
Holly hace coros y a veces graba. El plan era que ella se iría de gira y que yo tendría la casa para mí sola la mayor parte del tiempo. Pero no está de gira. De su último disco se vendió la mitad de lo que ella esperaba. La compañía discográfica anunció que tenía que reorganizar a sus poco rentables talentos, de modo que, mientras Holly busca otro sello discográfico, está en casa por las noches y los tres días que libro yo.
Cuatro días a la semana conduzco hasta La Mirada para acudir a la agencia de viajes en que trabajo. Es un trayecto de cincuenta y cinco minutos en coche, y me encantaría que el desplazamiento fuese más largo. Me gustan las estrellas de la radio y me gusta cambiar de carril. Y ensimismarse en la autopista es como vivir en la playa: no eres consciente del tiempo transcurrido, y de repente estás allí, en el lugar al que ibas.
Mi trabajo es perfecto. No hago nada, no me pagan nada, pero —lo adivinaste— es mejor que nada.
El sentido del humor ayuda.
El lema de esta agencia es «Nunca Arruinamos Sus Vacaciones Adrede».
Organizamos dos grandes viajes al año, y ahora mismo ninguno de ellos nos ocupa el tiempo. Si logro conservar este trabajo, es el que voy a tener hasta que se mueran mis padres.
Creí que me molestaría el que Holly estuviese siempre por aquí merodeando, pero resulta que no. Por la mañana, damos un paseo hasta un establecimiento que se llama Casa de Fruta Fruit Stand and Bait Shop. Allí todo tiene el tamaño propio de otra cosa: las fresas tienen el tamaño de tomates, las manzanas tienen el tamaño de pomelos, las papayas tienen el tamaño de sandías. La oferta especial de cantalupos que iba a durar un solo día ha entrado ya en su tercera semana. Compramos lo necesario para llenar una licuadora, aparte de huevos.
Pero, retrocedamos… Porque antes de ir a comprar a Casa de Fruta tenemos que ponernos unas mallas descoloridas y los calzones de boxeo de su ex, y salimos entonces a la playa para ver el jeep trucado del socorrista mientras arrastra los rastrillos, como si fuesen peines, por la arena revuelta.
Me gusta que mis huellas sean las primeras del día. Holly se restriega la planta de los pies ennegrecidos y maldice el alquitrán.
Después transcurre el resto del día. A veces gastamos medio tanque de gasolina desplazándonos por el territorio de Holly. Mirar a los hombres que están en las playas más septentrionales es algo a lo que Holly llama investigación.
—Preferiría conservarme en sal y dejar de vivir —dice Holly—. Pero está todo el asunto este de la investigación…
A veces nos pasamos a ver a Suzy y a Hard, los ocupas que viven al otro extremo del complejo de apartamentos.
Hace años que se construyeron allí una choza de aluminio. Él cuenta que la conoció en el puerto. Ella vivía de embarcación en embarcación y se instalaba con el propietario hasta que una pelea la mandaba a la litera de otra embarcación.
Suzy tiene unos brazos enormes, quemados por el sol, y unas caderas anchas que se mueven de manera desigual cuando camina.
Hard es alto y delgado.
Su verdadero nombre es Howard. Pero, como Suzy arrastra las sílabas, lo que le sale es Hard. Es un nombre que le cuadra a la perfección: se trata de un tipo duro. Tiene una melena negra que le llega hasta los hombros y una boca tan redonda y malintencionada como la de una lamprea.
Si las cosas están tranquilas en el barrio, si el aire que sopla está cargado y en calma, nos vamos a flotar con el oleaje. A veces empieza a llover cuando estamos sumergidas.
No me acostumbro a vivir en la playa, a ver ese horizonte húmedo. Esto es el límite, el asiento cómodo del país. Pero si me obligasen a decir la verdad, tendría que confesar que no es buena cosa. A la gente que vive aquí sólo se le oye decirTendría que, Lo intentaré, Habría que…
Aquí no hay roces.
Es un lugar afable y flotante.
Cuando vives aquí, te olvidas de que sólo porque has dejado de hundirte no significa que no estés ya bajo el agua.
Hoy por la mañana, temprano, Holly contestó el teléfono y tomó nota de una reserva para cenar. Nuestro número sólo se diferencia en un dígito del número del restaurante Trader Don’s, y Holly finge que toma nota de las reservas cuando está de mal humor.
—¿Mesa para cuántos, caballero?
Holly se ve venir que no cumpliré con algo que no fue idea mía. De hecho, no soy una persona a la que le guste citarse con alguien. No quiero conocer a hombres.
Ya conozco a algunos.
Hablamos mucho de los que ya conozco y también de los que conoce Holly. Es la otra cosa que hacemos en mis días libres.
—Tú lavas y yo seco —dice Holly.
Empiezo diciendo que alguno de ellos es el modelo a escala de un hombre. Holly vuelve a decir que si su ex viese en una película cómo la había tratado, se quitaría de en medio y ahuecaría el ala.
Su ex sigue mandándole instantáneas, fotografías suyas de cuando fue de acampada al pie de El Capitán o a la orilla del Lago Mono. Monta las fotografías en cartulina, lo que hace que resulte más difícil romperlas.
Incluso se pasa por casa cuando está en el pueblo, y nosotras fingimos que es bien recibido. Ambos, Holly y este ex suyo, se sientan y se deprimen mutuamente. Ambos conocen a la perfección los puntos débiles y los defectos del otro, de modo que saben cómo acribillarse en dos décimas de segundo.
Cuando le ve, Holly dice que es igual que los atardeceres en la playa: una vez que se pone el sol, la arena se enfría enseguida. Como esas situaciones que son relevantes y que a los diez minutos dejan de tener importancia.
No es que no nos veamos venir a esos hombres. Nuestra intuición es buena; el problema es que la ignoramos.
Seguimos queriendo que la gente sea distinta.
Pero, ¿a qué gente se conoce aquí?
Hay dos tipos entre los que elegir: aquellos que están hundiéndose y aquellos que no avanzan.
Creo que Suzy y Hard tienen más vitalidad que todos nosotros juntos. La noche pasada los oí en el callejón. Suzy lloraba y gritaba: «¡Hard! ¡Ten cuidado! ¿Quieres que alguien tenga un accidente?».
Lo vi todo desde la cocina. Vi a Hard coger un tapacubos y lanzárselo a Suzy. Ella chillaba y se alejaba cojeando, aunque le había dado en un brazo. Pero, de pronto, se dio la vuelta y se abalanzó sobre él. Agarró la mano con la que Hard tiraba las cosas y se la llevó a la boca. La abrió de par en par para mordérsela. Pero el grito que se oyó fue el de ella. El callejón estaba iluminado, así que pude ver los dientes blancos en la mano de él. Hard separó las piernas y se giró hacia un lado. Como un lanzador de disco dispuesto a batir un récord, lanzó la dentadura postiza de Suzy al tejado de Rancho Libido.
Espero que este incidente sirva para romper el hielo esta noche.
Y sí, voy a salir con ese tipo por Holly.
Tengo el pelo muy corto, pero tengo dientes en la boca. Seré Claudette o Mamie, y él también será un personaje un poco raro. Será un chulo que se ha hecho la estética.
Será el hermano de Hard.
Será tan bobo que ni siquiera existirá con quién compararlo.
Está bien, sonrío cuando digo estas cosas. Pero el favor que espero a cambio es el de no tener que hacerlo de nuevo.
Al menos estaré ilusionada por volver a casa. Holly estará esperándome levantada. Preparará dos besos de cobra: ron con zumo de granada. Tomaremos más de uno. Después se irá al dormitorio sin ayuda de nadie, como un rompecabezas completado.
Yo me encargaré de las luces y la seguiré.
La única luz que dejo encendida hace que el techo parezca un baile de galaxias. Esperamos que el mes próximo podamos despedirnos de los techos centelleantes de Rancho Libido. Nuestra vieja casa está quedando bien limpia. Las ventanas están mejor selladas y unos reforzamientos de madera contrachapada flanquean las paredes. Cuando la siguiente tromba de agua desencadene otro corrimiento de tierras, no seremos nosotras las que estemos al pie de la colina, atrapadas bajo la arquitectura desmoronada de una casa.
Por ahora, tenemos nuestras camas ladeadas. La de Holly está orientada al Este, porque sostiene que, cuando se orienta en esa dirección, te despiertas tranquila y espabilada. La mía va de Norte a Sur. A menos que me equivoque, de Este a Oeste es como te acomodan en la tumba.
A veces hablamos de viajes. Lo más gracioso de todo es que los lugares que se nos ocurren visitar son playas, las que vienen en los catálogos de mi agencia de viajes.
Lo que tenemos que hacer es mudarnos, buscar algún lugar interior, sin acceso al mar, donde, al menos, la mitad del año el aire sea fresco y seco. Es probable que lo hagamos.
—Sí, seguro —dice Holly—. Tan seguro, que lo vamos a conseguir de la gente que te regaló el boleto del gordo.
La verdad es que la playa es como un exceso de peso. Si lo perdemos, entonces, ¿cuál sería la excusa?
Hace un par de años, sí que me marché.
Me fui al Este.
Un error. Unos meses más tarde los de la mudanza empaquetaron todas mis pertenencias.
En esta parte del país suele pasar una cosa y en aquel momento pensé en ella. La Autopista Uno, la ruta de la costa, tiene muchos miradores panorámicos. Lo que pasa es que la gente se cae por esos acantilados cuando alarga el cuello para ver el fondo. A veces el piso es de hierba y a veces de roca. A ese camino lo llaman «Irse al Oeste para estirar la pata en la Autopista Uno». Incluso hay un club para la gente que se cae, a la que se le concede el ingreso con carácter póstumo.
Fue lo primero que pensé cuando se despeñó el camión de mudanzas. Desperdigó mi vida entera bajo un barranco de lodo, donde, durante dos semanas, la lluvia impidió que un equipo la rescatara de allí. Los manteles se bordaron de moho y los tritones bailaron en mis zapatos.
El aviso tenía su sutileza, pero cambié de carril y continué hacia el Oeste, camino de casa.
Me digo que un augurio de tal envergadura es mejor ignorarlo.

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