miércoles, 4 de diciembre de 2019

Algo de muerte, algo de fuego, de Peter Straub

El origen e incluso la naturaleza del Taxi Mágico de Bobo constituyen todavía un misterio, y el Taxi sigue siendo tan enigmático como cuando apareció por primera vez ante nosotros sobre el suelo de serrín. Por supuesto que no le faltan exégetas: estoy en posesión de varias carpetas de papel manila repletas hasta reventar de análisis relativos al Taxi y de especulaciones sobre su naturaleza y construcción.

«La industria Bobo» amenaza con convertirse en una empresa gigante.

Como se recordará, durante muchos años el examen del Taxi por parte de mecánicos especializados e imparciales formaba parte de la representación. Este examen, tan minucioso como sólo los técnicos más expertos podían llevar a cabo, nunca reveló nada que lo diferenciara de los otros vehículos de su misma clase. Tampoco poseía ningún dispositivo ni mecanismo especial que lo capacitara para asombrar, deleitar o aterrorizar como aún sigue haciendo.


Cuando este examen aún formaba parte de la representación —el equivalente al mago subiéndose sus mangas brillantes—, Bobo siempre estaba situado cerca de los mecánicos, en un visible estado de preocupación. Se rascaba la cabeza, sonreía de forma estúpida, tocaba una bocina diminuta sujeta a su cinturón y daba volteretas en el aire. Su preocupación siempre provocaba grandes carcajadas entre los niños. Pero yo tenía la sensación de que aquella aparente preocupación era auténtica, que Bobo tenía miedo de que una noche el Einstein o el Freud de la mecánica pudiera descubrir el principio que hacía que el Taxi Mágico fuera único, y en consecuencia arruinara su efectividad para siempre. Porque ¿quién continúa impresionado por un truco una vez que sabe cómo se hace? Los mecánicos gruñían y sudaban, comprobaban el depósito de combustible, se colocaban boca arriba bajo el Taxi, examinaban el interior del motor, se llenaban de grasa y carbón de modo que parecían vagabundos cómicos, y finalmente se daban por vencidos. No eran capaces de encontrar nada, ni siquiera números de registro en el bloque del motor, ni nombres comerciales de ningún tipo en ninguna de las partes que componían el motor.

Aparentemente era un taxi como los demás: alargado, negro, rechoncho como una casita de piedra, de las que generalmente se ven en Londres. Bobo estaba sentado al volante cuando el Taxi entraba en la pista del circo, con su cabeza cuadrada y cubierta por un sombrero vislumbrándose por detrás de la ventanilla de plexiglás que daba al compartimiento mayor de la parte trasera. En el interior de éste no había más que el asiento trasero tapizado, y frente a él dos asientos plegados. Era la viva imagen de lo respetable, y además producía la sensación de que Bobo no conducía el Taxi sino que éste lo conducía a él. Sin embargo, aunque nada podía parecer más mundano que un taxi negro, desde la primera representación el vehículo creó un clima de tensión e intranquilidad. He visto que sucedía así una y otra vez, siempre igual: las luces no disminuyen de intensidad, no hay redobles de tambor, no hay anuncios de ninguna clase, sólo se abre una cortina lateral y un Bobo con expresión seria sale conduciendo el Taxi (o éste conduciéndole a él) hasta el centro de la pista. En este momento el público enmudece, como si se quedara hipnotizado. Te sientes inseguro, con los nervios un poco de punta, como si hubieras olvidado algo que deseas recordar especialmente. Luego vuelve a empezar la representación.

Bobo hace poca cosa en el transcurso de la representación. Esta modestia suya es la que nos ha hecho quererlo. Él podría ser uno de nosotros. Va vestido con un traje de fantasía y estruja la pera de su pequeña bocina cuando se siente desorientado o encantado. Al concluir la representación hace una reverencia, inclinando la cabeza hacia el torrente de aplausos, y desaparece con su Taxi a través de la cortina. Algunas veces, en el momento en que la cortina empieza a rozar el capó del coche, levanta su mano de tres dedos enfundada en un guante blanco y se despide. Parece que saluda con pesar, como si prefiriera salir del Taxi y reunirse con nosotros en los incómodos asientos. Así que saluda con la mano. Es el final de la representación.

Hay poco que decir sobre la representación porque siempre es la misma. Pero difiere ligeramente de un espectador a otro. Los niños, a juzgar por sus comentarios, ven algo así como un castillo de fuegos artificiales. El Taxi proyecta en el espacio una gran explosión de formas y colores que no se desvanecen sino que persisten en el aire y ejecutan algún tipo de obra escénica. Cuando los adultos insisten, los niños pronuncian algunas palabras poco precisas sobre «El soldado», «La dama» y «El hombre del abrigo». Cuando les preguntan si encuentran divertido el espectáculo, asienten con la cabeza y parpadean, como si pensaran que el que les interroga es imbécil.

Los adultos raramente hablan de la representación, excepto por escrito, lo cual es menos arriesgado. Nosotros hemos considerado conveniente suponer un máximo de coincidencia entre lo que hemos visto por separado, porque esto permite a nuestros eruditos hablar de «nuestra comunidad», «la comunidad». Los exégetas han dividido la representación en tres partes (los Actos Básicos) que corresponden a las tres grandes olas de emoción que nos abruman mientras el Taxi se halla ante nosotros. Todos estamos de acuerdo en que cualquier persona mayor de dieciocho años experimenta inexorablemente estas tres fases, inducida por las misteriosas habilidades del Taxi Mágico.

El primer acto es La Oscuridad. Durante esta parte, que es bastante breve, parece como si nos adentráramos en una especie de nube o niebla en que todas las cosas, excepto el Taxi y su conductor, se vuelven confusas. Las luces situadas por encima de nuestras cabezas no disminuyen de intensidad, ni siquiera parpadean. Pero no se puede negar que se consigue crear una atmósfera de tristeza. Estamos separados, perdidos en nuestra separación. Al llegar a este punto recordamos nuestros pecados, nuestra mezquindad, nuestros sufrimientos. Algunos lloramos. Bobo solloza invariablemente, las lágrimas se incrustan en su maquillaje blanco y toca su diminuta bocina una y otra vez. Su figura maquillada está muy próxima a las nuestras, y sin embargo es tan absurda, tan teatral en su dolor, que hace que nos olvidemos de nuestros recuerdos. Dejamos de sentirnos infelices gracias al amor que sentimos por ese hombrecillo desamparado y teñido, Bobo el ignorante, y empieza el segundo acto. A esta parte se le conoce como La Caída debido a la sensación física que provoca. Cada uno de nosotros, sujetos a los bancos de madera desvencijados, parecemos caer al vacío. De los tres actos, éste es literalmente el más parecido a un sueño. Mientras persiste la sensación de caída, somos testigos de una puesta en escena que parece proyectarse directamente desde el Taxi hacia el interior de nuestros ojos. Esta representación, «la película», es también como un sueño. La sensación que produce difiere de una persona a otra, pero siempre parece implicar a nuestros padres de la forma que eran antes de que naciéramos. En ella hay algo de muerte, algo de fuego. Aparece nuestra propia imagen, radiante, sobre el contorno de un campo. Algunas veces hay una batalla, y más a menudo se asciende por la senda de una montaña a través de árboles nórdicos de hoja caduca. Es Irlanda o Alemania o Suecia. Nos hallamos en el país de los padres de nuestros tatarabuelos. Es el lugar de donde procedemos.

Finalmente estamos en casa. Es el país que nos ha estado llamando durante toda nuestra vida mediante mensajes que sólo conocen nuestras células. En éste se nos ha concendido un breve momento para convertirnos en héroes, una larga vida para ser morales. Esta representación escénica nos llena de entusiasmo y nos prepara para la parte final de la representación, Los Estratos.

El rayo de luz procedente del Taxi desaparece en el interior de nuestros ojos como un cable transparente. Cuando la luz ha llenado nuestros ojos, el Taxi, Bobo, la dama sudorosa sentada a tu derecha y el hombre con jersey de cuello alto situado exactamente frente a ti, desaparecen. La primera sensación es de somnolencia. Entonces empiezan los estratos. Para algunos se trata de capas de luz y color a través de las cuales asciende el espectador; para otros, de capas de piedras, grava y arenisca. Un arqueólogo que conocí una vez me insinuó que en esta parte de la representación él se eleva invariablemente a través de varios estratos de civilizaciones: la de los hombres de las cavernas, los constructores de cabañas, los que inventaron las armas, los que inventaron el hierro, hasta ascender a través de ciudades y pueblos que habían sido sumergidos en el interior de la tierra. Por lo que a mí respecta, me parece ascender interminablemente a través de escenas de mi propia vida: me veo a mí mismo jugando entre las hojas, haciendo bolas de nieve, haciendo los deberes de la escuela, comprando un libro. Lloro de felicidad al contemplar la insignificancia de mi imagen y la estupidez de todas mis alegrías, porque son todas muy inofensivas. A continuación se extiende ante nosotros el mundo exterior, y Bobo saluda con la mano, desaparece a través de la cortina, y finaliza la representación.

Durante los primeros años, cuando el Taxi sólo interesaba a unos pocos, no nos preocupábamos mucho de los significados. Lo considerábamos un espectáculo, una revelación, una atracción especial extra, como decían los carteles anunciadores. Después los eruditos de la Universidad de C. publicaron un trabajo en el que afirmaban que el Taxi de Bobo era la representación del «milagro común», la señal de que el mundo estaba infundido de un espíritu. Los eruditos de las universidades de B. y Y. estuvieron de acuerdo y publicaron un ensayo titulado El esplendor ordinario.

No obstante, G. y O. discrepaban. Apuntaban hacia la sordidez del ambiente y las ropas andrajosas de los otros actos, la diminuta bocina de Bobo, sus lágrimas, los bancos desvencijados, el olor a algodón dulce, y su libro de ensayos, El día vacío, estaba dedicado especialmente a analogías con Darwin, Mondrian y Beckett. Al igual que muchos otros, hojeé los libros pero no tuve la sensación de que éstos hubieran captado al Bobo real, al Taxi real: sus argumentos resonantes, formulados con tanto tacto y autoridad, batallaban a lo lejos, como las polillas que chocan con sus pesadas alas contra una puerta de rejilla metálica. Un comentario hecho por un amigo mío señala con mucha más precisión que ellos la calidad real de la representación del Taxi.

—Me gusta pensar en Bobo —me dijo— antes de que se hiciera famoso. Seguramente habrás oído decir que era un hombre corriente con un trabajo corriente. Era médico, contable o profesor de matemáticas. Mi cuñada está segura de que era el vicepresidente de una compañía de tabaco. «Se le nota», dice mi cuñada. De todos modos, lo que me gusta imaginar es la mañana en que Bobo salió de su casa como de costumbre para ir al trabajo y encontró el Taxi esperándolo junto a la acera, sin saber que ese Taxi era su destino, completamente imprevisto, negro y ronroneando dulcemente, impregnado de algo milagroso.

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