jueves, 5 de diciembre de 2019

La otra semana, de Joy Williams

—El cuerpo de bomberos nos cobró trescientos setenta y cinco dólares por el traslado de la serpiente —dijo Francine.

—Eso me lo perdí —dijo Freddie—. ¿Vinieron los bomberos? ¿Con el camión rojo y toda la pesca?

—Había una serpiente de cascabel en el patio y llamé a los bomberos. Tenían un chisme alargado…

 Era una especie de vara con un gancho al final. Metieron la serpiente en una caja y la soltaron en alguna parte. Y no debería habernos costado nada porque es uno de los servicios que prestan a sus abonados, que es la razón de que todo el mundo llame a los bomberos cuando aparece una serpiente en el patio. Pero nosotros no estamos abonados, Freddie. Me informaron a posteriori. No hemos pagado la factura y sus servicios no están incluidos en los impuestos sobre la propiedad, que tampoco hemos pagado.

—A lo mejor me estaba dando un baño.

—El coste es excesivo, ¿no crees? Estuvieron cinco minutos.

—¿Por qué no machacaste a la bestia con una azada?

—Es muy civilizado por parte del cuerpo de bomberos sacarlas vivas. ¿Por qué no somos abonados, Freddie? Si la casa empezara a arder, vendrían, pero el servicio nos costaría veinticinco mil dólares por hora. Eso es lo que me dijeron cuando llamé para quejarme.

—La casa no va a incendiarse.

—Freddie, ¿por qué no pagas las facturas?

—No hay dinero —dijo él.

Era el mes de octubre en el desierto y estaba todo tranquilo, tan tranquilo que Francine pudo oír a su viejo pastor de las Shetland bebiendo del bidé en la caseta de la piscina. Lo tenía prohibido. Francine entornó los ojos y sonrió a su marido.

—¿Qué ha pasado con nuestro dinero?

—Se acaba, Francine. El dinero se acaba. Llevo casi tres años sin trabajar. Seguro que te has dado cuenta.

—Sí, es verdad.

—No entra dinero y además estuviste un año enferma. Nos ha pasado factura.

—No fueron capaces de averiguar lo que me pasaba —admitió Francine.

—No tenías seguro. Diecisiete médicos. Dormías dieciocho horas diarias. Y sólo comías arándanos y hierba de trigo.

—Bueno, seguro que no era muy caro.

—Un puto ojo de la cara.

—¡Freddie!

—Diecisiete médicos. Sin estar asegurada. Nos gastamos más de cuatro mil dólares ese año sólo en el coche dando tumbos de doctor en doctor, y eso sin contar la puesta a punto, los filtros, los amortiguadores y todo lo demás. Tendría que haber rotado los neumáticos, pero intenté contener los gastos.

—Me pasaba algo en la sangre —protestó Francine.

—Te compré un montón de pulseras de coral. Se suponía que iban bien para la melancolía. Nunca te las pusiste. Nunca les diste una oportunidad.

—Pinchaban —dijo Francine.

—Hasta mangué aspirinas por ti. Mangaba aspirinas siempre que podía.

—Eso fue muy ingenioso por tu parte.

—Muy bien, ahora ponte sarcástica, a ver qué sacas de eso. No tiene sentido seguir discutiendo. Estamos arruinados.

El perro pastor apareció cojeando al sol, saciado. Dio un par de ladridos roncos y se calló. Cada vez se estaba volviendo más inseguro con respecto a sus obligaciones.

Francine fue a la cocina a por un vaso de agua. Rebuscó en la nevera hasta encontrar un limón, uno pequeño arrugado del que extrajo con cierta dificultad un poco de jugo para dar sabor al agua. La nevera estaba llena de carne. Freddie se ocupaba de hacer la compra y había intimado más de la cuenta con la carnicería.

—Arruinados —dijo Francine.

No podía decirlo en serio. Tenían una casa y dos coches. Tenían un jardinero. Regresó al salón y se sentó delante de su marido. Llevaba una camisa blanca de vestir con los puños arremangados y sin gemelos, unos pantalones cortos de color negro y unas enormes gafas de sol. Miraba un comedero vacío para colibrís.

—Los murciélagos vacían ese chisme por la noche —dijo Freddie—. No has conseguido que vengan los colibrís, Francine. Lo que tienes son murciélagos magueyeros menores. Llegan en grupos de seis. Mientras uno come, los otros esperan ordenadamente su turno formando un corro. Me lo pasé bien una noche espiándolos. Ya ni me puedo permitir ponerles agua azucarada a esos cabrones.

—¿Qué propones hacer con respecto a nuestras finanzas, Freddie?

—Capear el temporal. Dejar que pasen los días. Tú te pasaste un año durmiendo dieciocho horas diarias.

—¡Pero de eso ya hace mucho!

Francine había sido de esas personas que no esperan demasiado entre copa y copa, como se suele decir, pero el maratón de sueño —en realidad fueron casi veinte horas diarias; a Freddie nunca se le había dado bien medir el tiempo— había extirpado de su seno toda inclinación hacia la bebida.

—Diecisiete médicos. Sin estar asegurada. Y no fueron capaces de saber lo que te pasaba.

—Me veía igual que una muñeca que tuve de niña —reflexionó Francine—. La muñeca tenía el cuerpo blandito de trapo y una cabeza dura de plástico. Tenía los ojos azules y unos tirabuzones pintados, que no eran de verdad. Lo mejor era que tenía párpados con pestañas que seguramente eran de pelo de caballo y, cuando la acostabas, esos párpados pequeños y duros bajaban y Dolly se quedaba dormida. ¿Te había contado que me sentía así?

—La tira de veces —dijo Freddie.

Llegó el crepúsculo. Un dorado impenetrable. Francine guardó un silencio ofendido mientras las nubes bermellón se deslizaban hacia el oeste y desaparecían, perdidas para siempre de vista para todo ojo humano. Freddie sirvió unas copas. Luego hizo la cena, que comieron por separado. Una pizca menos de carne zumbando en la nevera. Francine se retiró al dormitorio y encendió la tele. El pastor entró cojeando y se pasó varios minutos dando vueltas alrededor de su pequeño felpudo antes de derrumbarse con un eructo. Olía un poco mal, el pobre.

Freddie se había puesto un pijama de lino a rayas y se acostó a su lado en la cama. Buscó su posición y luego posó su mano en las inmediaciones del muslo de Francine. Una manta ligera y una sábana separaban su mano del muslo propiamente dicho. Levantó la mano y la metió debajo de la manta. Pero seguía estando la sábana. Internó su mano bajo la tela hasta llegar finalmente a su piel, a la que propinó una palmadita.

Estaban viendo una película que era salvaje y presuntuosa, aburrida y predecible, cuando en una escena que no aportaba gran cosa al argumento apareció un actor muerto incorporado digitalmente para que se relacionara con un actor vivo.

El actor muerto actuaba desde lejos.

—¡Mira! —dijo Francine.

La escena no duraba mucho, sólo era una virguería. El actor muerto parecía incómodo pero profesional. Aun así, ésa no era la escena para la que lo habían contratado. Viéndolo, Francine sabía mucho más que él acerca de su situación, aunque, dadas las circunstancias, no se relacionaba nada mal con el resto del reparto.

—¿Qué es lo que tanto te molesta? —dijo Freddie.

—El espacio y el tiempo —dijo ella—. Ésos eran los requisitos. Espacio y tiempo, o de lo contrario no podías entrar en la discoteca. Nuestros sentidos determinan las condiciones del mundo que vemos. Kant dijo que nuestros sentidos son como el portero de discoteca que sólo deja entrar a aquellas personas que van bien vestidas, y el criterio relativo al ir bien vestido o de una forma respetable, o qué sé yo, era que el espacio y el tiempo velaran las cosas.

—¿Quién lo dijo?

—Kant.

Freddie apartó la mano de su muslo.

—Se te ha escapado algo en la traducción de ese fragmento, Francine. ¿Por qué iba a querer entrar uno en esa discoteca? ¿O en esa discoteca antes que en otra?

—¡Nosotros somos la discoteca! —dijo ella—. Cada cual es su propia discoteca. Y la discoteca quizá quiera cambiar de clientela. ¡A lo mejor hay que renovar a los clientes para que la discoteca tenga éxito!

—Creo que es un poco tarde para que nos pongamos a discutir sobre Kant con tanta pasión —dijo Freddie.

—¿Te refieres a que es un poco tarde esta noche o un poco tarde en la vida en general?

Freddie asintió, pues se refería a ambas cosas.

Francine apartó bruscamente la manta de la cama y caminó por la casa a oscuras hasta salir al patio. Ya hacía rato que había pasado la hora en la que los vecinos de ese barrio dejaban de frecuentar el exterior de sus casas. Tal cosa era motivo de gran preocupación entre los conocidos de Francine, que siempre se prometían aprovechar más el exterior, pero pasada cierta hora el asunto dejaba de atormentarlos. Para muchos de sus conocidos, el exterior, la calle, era el único cilicio que conocerían sus conciencias.

Se envolvió en la manta y se tumbó en la chaise longue. Estaba muy incómoda, aunque cuando se tumbaba allí de día nunca le ocurría. Finalmente consiguió internarse en el sueño, un estado al que le estaba perdiendo el tranquillo. Cuando se despertó lucía un día radiante y tenía la cara del jardinero suspendida encima de la suya. Se llamaba Dennis y llevaba años trabajando para ellos. Era la primera vez que la examinaban tan minuciosamente. Francine frunció el ceño y él se apartó y se puso detrás de ella. Los dedos del jardinero se posaron suavemente sobre su frente y luego bajaron por su cuello, para volver a subir después y frotar sus sienes. El día la envolvía. El día rutilante, pensó. La mano del jardinero planeó hasta su clavícula y Francine sintió un dolor atroz cuando su pulgar presionó en el tendón y se lo frotó. Gritando, se incorporó con dificultad.

—No debería dolerte —dijo Dennis con suavidad—. Es porque estás muy tensa.

Corrió a la casa y se vistió a toda prisa. No había café. Necesitaba café y no había. La casa estaba en silencio. Ni rastro de Freddie ni del perro. A veces se lo llevaba a dar un paseo, y Francine había pensado que era muy amable por su parte hasta el día en que se enteró de que el destino de aquellas salidas era un pequeño parque en el cauce seco de un río frecuentado por coyotes esqueléticos y tácticamente brillantes. Más de una vez había aparecido algún coyote de la nada para llevarse en la boca algún animal doméstico absorto mientras hacía pis, retozaba o se peleaba con otros de su misma especie, desatendiendo, por lo tanto, el cuidado de su integridad personal. Francine había acusado a Freddie de ser un irresponsable, pero él insistió en que esos ataques eran poco frecuentes. Lo más importante, sin embargo, era la posibilidad de que tal ataque ocurriera, posibilidad que prestaba cierta distinción a la insulsa vida de aquella urbanización de extrarradio e imprimía coherencia y camaradería a un grupo de personas que tenían, por lo demás, poco en común tanto desde un punto de vista social como político o económico. Era un grupo de buena gente, le aseguró Freddie, y compartían un muy notable acervo de conocimientos sobre los distintos problemas de la personalidad canina —mordiscos por miedo, trastornos por abandono y alucinaciones, entre otros—, así como sobre dolencias físicas tales como la sarna, la obstrucción anal y la incontinencia, por nombrar sólo unas pocas.

Francine buscó café desesperada. Fuera, Dennis había levantado una enorme serpiente entre las púas de un rastrillo y la estaba arrojando por encima del muro que separaba su terreno del de los Benchley. Se parecía mucho a la serpiente que se habían llevado los bomberos. Dennis hacía un buen trabajo, pero no le quedaría más remedio que echarlo. Tendría que recluirse en la ilusión de su vida, la cual, según le había contado una vez, consistía en abrir un vivero de cactus de seguridad. Allí cultivaría híbridos diseñados específicamente para su futuro emplazamiento, cactus que servirían para crear muros de crecimiento rápido poblados de letales flores con gigantescas garras del diablo que podían rebanar la garganta de un intruso en menos que canta un gallo.

Salió.

—Dennis —dijo.

Él se volvió hacia ella. No era un hombre joven. Tenía unas profundas arrugas que surcaban su cara desde los ojos hasta las comisuras de los labios. No eran favorecedoras. Si una mujer osara tener unas arrugas como ésas, la tendrían naturalmente por una excéntrica.

—Las serpientes de cascabel ya no tienen adonde ir —dijo Dennis.

La serpiente, depositada en un parterre de flores que los Benchley mantenían pese a las grandes molestias que les acarreaba, se dirigió a una gran roca que Francine sabía que era falsa. Pesaba poco más que una huevera de cartón y ocultaba una copia de la llave de la casa para la asistenta.

—Dennis, lamento decirte que tendremos que prescindir de tus servicios. No tenemos dinero para pagarte.

Dennis se encogió de hombros.

—Hace un año que no cobro por venir.

—¿Freddie no te ha pagado en todo este tiempo?

—Hace seis meses me dijo que no tenían dinero. Vengo porque usted me recuerda a Darla. La primera vez que la vi, me dije: vaya, es un escupitajo de Darla, teniendo en cuenta la edad.

—Mejor «viva imagen» —dijo Francine—. ¿Se puede saber qué quieres decir?

—Hablaré como usted quiera. ¿Quiere que hable menos formal? Es que estoy tan feliz de hablar por fin con usted. Hablar como si fuéramos más que amigos, como tenía que ser.

—No es que me interese, pero ¿quién es Darla?

—Darla era mi niñera cuando tenía ocho años. Era diez años mayor que yo.

Francine se quedó estupefacta. ¡Una niñera! Aunque no quería considerarse una esnob.

—A Darla le gustaban las serpientes.

—A mí no me gustan.

—Se sabía un montón de historias sobre serpientes. Por ejemplo, una vez me contó que los mayas practicaban el aplanamiento frontal de los recién nacidos para que sus cabezas se parecieran a la cabeza de la serpiente de cascabel. Envolvían el cráneo blando del recién nacido con pesos. Creían que las serpientes eran sagradas y que las personas con cráneos de serpiente de cascabel serían más inteligentes y creativas. Esa práctica imprimió una fuerza positiva, motivadora, en sus vidas. Se volvieron más libres, más despiertos, más brillantes y especiales. Y me acuerdo de haberle dicho a Darla cuando me contó esta historia que me habría gustado que alguien hubiera tenido la imaginación y perspicacia necesarias para hacérmelo al nacer porque no me habría importado tener una cabeza llena de surcos y crestas. Y Darla me dijo que era una pena, pero que conociendo a mis padres, que por supuesto conocía, y muy bien, por cierto, nunca habría tenido esa suerte si les hubieran dado la oportunidad de hacerlo y que ni en mil años me lo hubieran hecho. Eran muy conservadores. No como Darla. Darla podía llegar a la altura de sus propios hombros saltando en vertical. ¡Darla era genial! Vivíamos en San Luis y una vez al año Darla y yo íbamos al desierto, todas las primaveras durante tres años, y pasábamos una semana en el rancho de un tipo, y disparábamos a botellas, y hacíamos excursiones en mula, y dormíamos en literas. Galore está donde antes estaba el corral.

—¿Galore es un pueblo nuevo?

—Barbacoas Galore es lo que hay ahora.

—¡Ah! —dijo Francine. Todo aquello le pareció bastante divertido, pero optó por decirle con su tono más refinado—: A veces los cambios pueden resultar abrumadores.

—Eso es, eso es —dijo Dennis—. Y entonces volvíamos a San Luis y Darla se largaba otra semana entera de vacaciones, pero esta vez sin mí, y como puede imaginarse me sentaba fatal esa otra semana porque estaba enamorado de Darla. Y entonces tuvieron que operarla.

—Para un momento —dijo Francine—. ¿Operarla?

Dennis asintió.

—Tuvieron que anestesiarla. Y cuando a alguien le meten anestesia nunca vuelve a ser la misma persona cuando se despierta. Tienes que enfrentarte a una persona distinta. La diferencia es minúscula, pero permanente. El cambio sólo ocurre una vez. Es decir, si tienen que anestesiarte otra vez, sea por la razón que sea, no habrá más cambios. No se acumulan más cambios después del primero.

—¿Y por qué tuvieron que operarla? —se preguntó Francine.

—Nunca me lo contaron —dijo Dennis—, así que no tiene importancia.

Tal vez no debería haber saltado tanto, hasta llegar a la altura de sus propios hombros, pensó Francine.

—Aún hablábamos de serpientes y hacíamos pasteles invertidos de piña, nos bañábamos, íbamos en bicicleta, y seguía enamorado de ella, y entonces se tomó otra vez esa segunda semana de vacaciones, que como siempre le reproché, y cuando volvió se murió.

—¡Válgame Dios! —exclamó Francine.

Estaba poniendo todo su empeño en seguir aquella historia deslavazada. Mostrarse atenta no le iba a costar nada. Le debían dinero y además había hecho bien su trabajo. No es que fuera un trabajo excepcional, pero sí era bueno. Además, Dennis era un ser humano y había perdido a un ser querido, aunque de eso hiciera, según sus cálculos, casi treinta años. Era evidente que aquel trauma lo había trastornado. Sin duda lo había sufrido en el peor momento. Un momento antes o después, lo habría superado perfectamente. Deseó por su bien que no hubieran dejado abierto el féretro.

—Mis padres me permitieron meter un trocito de cristal en el ataúd porque Darla y yo coleccionábamos cristales. Coleccionábamos otras muchas cosas. Mis padres se propusieron que me quedara todo claro. Quisieron que asumiera que esta vez Darla se había marchado para siempre. Aun así, me costaba trabajo captar la idea. Estaba un poco fuera de mi alcance.

—Con los féretros abiertos a veces puede salirte el tiro por la culata —dijo Francine.

—¿Qué?

Darla parecía, por lo que contaba, una chica de buen corazón, activa, creativa, una buena chica, reclamada prematuramente del desfile o banquete de la vida, o lo que fuera. No podía imaginarse a alguien más alejado de la idea de Darla que ella misma.

—No sé qué habría sido de mí si no la encuentro —dijo Dennis.

—¡No me has encontrado! —dijo Francine preocupada.

—No digo que usted sea Darla. Por favor, no estoy loco. Sólo me preguntaba si no le apetecería salir conmigo una noche y conversar como solíamos hacerlo.

—Nunca he sido Darla.

—Por favor —dijo Dennis—. No digo que usted fuera Darla y que ahora no lo sea, no estoy loco. Pero estaba pensando que podríamos hacer una excursión al desierto y encender una pequeña hoguera. ¡A Darla le encantaban las hogueras! Podría llevar la leña para encenderla en las alforjas de la moto. En menos de cien kilómetros nos plantamos en el desierto. Mi Fat Boy podría llevarnos en una hora.

—Ya estamos en el desierto.

—Nadie sabe dónde estamos ahora.

Le faltaba un diente, muy adentro, sólo visible de la misma forma que las cosas difícilmente visibles lo son.

—Ya ha visto mi Harley. ¿No le ha apetecido subirse a la Fat Boy y largarse? Esa moto recibe un montón de elogios. Si me diera por venderla, pondría un anuncio que dijera: «Elogios constantes», pero nunca la venderé. O tal vez le apetece ir a otra parte. La llevaré adonde quiera. Me he comprado otros vaqueros, más nuevos. ¿Qué? No tengo el oído muy fino. Tras la muerte de Darla me clavé dos cuchillos en las orejas. ¿Ha oído alguna vez eso de que no hay que meterse en la oreja nada más pequeño que tu codo? Fue en homenaje a Darla porque me gustaba muchísimo su voz y no quería oír ninguna otra. Seguramente oigo mejor de lo que me convendría, pero me pierdo parte de los murmullos. Ahora mismo estaba usted murmullando, no hablaba claro.

—El único sitio al que voy a ir, Dennis, es adentro de mi casa. No me encuentro bien.

—No tiene tan buen aspecto como otras veces. ¿Le duele la cabeza? Darla tenía unas jaquecas atroces. Bañaba unos trapos en vinagre y se los ponía en la frente.

Seguramente tenía en la cabeza unos tumores del tamaño de un huevo de gansa, pensó Francine.

—De acuerdo, entre en casa —dijo Dennis—. Baje los estores. Póngase esta música que voy a darle. Ponga esta cinta en el reproductor de casetes. Saque lo que tenga puesto y tírelo. No querrá volver a escucharlo. —Desabotonó el bolsillo de su camisa vaquera y extrajo una bolsita de plástico que contenía una cinta—. Es Darla tocando el piano. La encontré en la cabaña del rancho del tipo ese donde ahora está el Galore, como le he dicho. No teníamos piano en San Luis. Es Darla en estado puro. ¡Tenía tanto talento! Cuando escuche esta música, lo reconocerá todo por primera vez.

—La música no sirve para eso.

—¿Ah, no? —Le apretó la cinta en la mano—. ¿Desde cuándo?

Seguía sin haber café. No iba a perder el tiempo buscando café si no lo había. Una polilla flotaba en el cuenco del agua del pastor. Era una de esas cosas recurrentes. Fue a la habitación y se echó en la cama sin hacer. Quería dormir. ¡Ya no podía conciliar el sueño! El insomnio, qué duda cabe, era mucho peor que estar sencillamente despierta. Recordó con nostalgia las dos fases —la hipnagógica y la hipnopómpica, aunque nunca fue capaz, desde el día en que fue informada de su existencia, de distinguirlas con certeza— de cada extremo del sueño, el acceso y la salida, cuando el consciente y el inconsciente intercambiaban jerarquías, cuando por un instante las dos mentes se hallaban en perfecto equilibrio sin que ninguna de las dos ejerciera dominio sobre la otra. Pero no podía dormir, le faltaban sus escoltas, el escolta hipnagógico y el escolta hipnopómpico, que desde hacía poco actuaban más bien como unos guardianes antipáticos.

El sol se vencía hacia el atardecer, revelando la suciedad de las ventanas, que nunca limpiaba, con la esperanza de disuadir a las palomas de estamparse contra el cristal. Las palomas, haciendo caso omiso de toda disuasión, chocaban. Las múltiples huellas desdibujadas de sus cuerpos la deprimían, pero estaba convencida de que unas ventanas relucientes les resultarían aún más tentadoras mientras enhebraban su vuelo entre las casas en su zambullida vespertina desde las laderas hacia el valle.

Había sacado la cinta de la bolsita polvorienta y la había escuchado. Era un ejercicio: conocido, agradable, corriente. No causaba embrujo alguno ni tampoco provocaba ningún estado de ánimo concreto. No era la clase de música que la desgarraba por dentro con voracidad. No le gustó nada. Gran parte de la cinta estaba vacía salvo por unos zumbidos y silbidos. La música se había interrumpido sin más y no había vuelto a empezar. No había aplausos, ni exclamaciones de aprobación, ninguna sensación de que hubiera público, ni mucho menos la presencia de un niño impresionable. Era obvio que Darla le había tomado el pelo a ese chico. ¿Había dejado estupefacta a toda la gente que había conocido en su corta vida o sólo a él? Seguramente sólo a él. Pensó que Dennis ni siquiera había conocido bien a esa Darla, no del todo. Conservaba un ramillete de extraños recuerdos —una chica saltando en vertical a saber con qué intención— que no eran más valiosos que unos trocitos de cristal. No tenía nada. Darla habitaba en el mundo del jardinero más que el propio interesado, pues lo impregnaba de arriba abajo, y eso era precisamente lo que los muertos ansiaban hacer en la mayoría de los casos pero casi nunca lograban, lo cual, en opinión de Francine, era una muy buena noticia. Sin embargo, en lo que a ella respectaba, Darla, su doble extinta, era decepcionante.

Volvió a poner la cinta y sonó aún menos interesante que la vez anterior, y también más breve. No supo qué era lo que faltaba exactamente; la música sólo se había vuelto, se estaba volviendo, más compacta. La puso una vez más, pero enseguida lo pensó mejor. La sacó del reproductor y la devolvió a la bolsita de plástico. Después de localizar un lápiz, partió un sobre por la mitad —¡otra factura impagada!— y escribió:

Querido Dennis: Agradecemos la labor que has hecho. ¡Buena suerte criando cactus de seguridad! Deseándote lo mejor, adiós.

Sus sentimientos no eran en absoluto sinceros, pero así eran los medios a los que uno debía acudir si quería expresar que formaba parte de este mundo.

Dennis estaba restregando las baldosas de la piscina con una piedra pómez.

—Aquí tienes tu cinta —dijo Francine.

—No está nada mal, ¿no? —dijo Dennis.

—Me ha parecido un poco repetitiva.

—Sí, es verdad, esos acordes finales no se olvidan fácilmente. —Parecía complacido.

—Dennis, hay unas cuantas cosas que me producen curiosidad.

—Darla era curiosa.

—¿Eres de San Luis y Darla está enterrada allí?

Asintió.

—Mi familia era dueña de medio San Luis, pero ya no.

—Pues menuda responsabilidad —convino Francine—. Lo que quería decir es que, como guardas tan buen recuerdo de Darla, creo que te sentirías más cerca de ella si vivieras en San Luis.

Dennis abrió la boca en una mueca exagerada.

—Lo siento —dijo—. Darla siempre me decía que comía demasiado rápido. A veces me quedo sin aire. Acabo de comer.

—Podrías visitar su tumba, por ejemplo —continuó Francine implacablemente.

—Eso sería poco sano, ¿no cree? —dijo Dennis—. Además, a Darla nunca le gustó San Luis. Estos paisajes locales le daban igual. En San Luis no se ven las estrellas. A Darla le gustaban las noches bonitas. A nadie le gustaba más una noche bonita que a esa chica.

—Debía de ser una joven excepcional —dijo Francine con sequedad.

—Era hermosa, lista, amable y generosa.

—¡No me hago la idea, Dennis! ¡No consigo imaginármela!

—Y cuando te miraba, lo hacía con todo su corazón. Te hacía existir con su mirada. Te hacía… —Pareció quedarse sin aire una vez más.

—No soy una persona particularmente buena, Dennis. Tuve que reconocerlo íntimamente y no tengo inconveniente en reconocértelo a ti. Quizá fui una buena persona hace años, pero ahora hago lo que puedo. Por no saber, ni siquiera sé cómo es eso de mirar a alguien, o a algo, con todo tu corazón. Una mirada así te dejaría consumido. Te convertirías en un montoncito de cenizas. Mira, parece que tuviste una infancia muy afortunada hasta que se torció la cosa. Es lo que siempre pienso cuando veo a las vacas pastando en los campos, o quietas en esos bonitos arroyos que serpentean entre los campos, o buscando sombra debajo de algún árbol solitario, que tienen una vida muy agradable hasta que se tuerce la cosa. Una analogía exagerada, tal vez… En fin, así es, olvídate de la analogía, pero tienes que seguir adelante con tu vida, Dennis.

—¿Qué? —dijo Dennis.

—Mira, quiero leerte la nota que te he dado. Y de verdad tengo que encontrar a Freddie. Ha salido con el pastor y ya hace rato que debería haber vuelto.

Francine cruzó el patio a buen paso de camino al garaje. La puerta estaba abierta y vio que el enorme y triste Mercedes de Freddie había desaparecido, dejando a solas «su» coche, un descapotable poco fiable por el que ella sentía veneración. Se subió al descapotable, puso en marcha el motor y estudió los indicadores. Estaba en la reserva.

En la gasolinera, la empleada que trabajaba dentro le dijo:

—¿Qué haría usted si este billete de veinte dólares no fuera auténtico y por lo tanto no gozara de la aprobación del gobierno de Estados Unidos?

—¿Qué haría yo?

—¡Sí! —La chica tenía el pelo exageradamente negro y una gran sonrisa nada favorecedora.

—Pero si es auténtico. ¿De veras cree que intentaría colarle un billete falso?

—No se lo voy a aceptar —dijo la chica—. Lo dejan a mi criterio. Además, nadie utiliza ya efectivo.

—Es un billete perfectamente válido —dijo Francine—. ¿No tiene un lápiz, una luz o algo para comprobarlos?

—Lo dejan a mi criterio.

Francine se disponía a continuar con sus protestas, pero se dio cuenta de que hacerlo no tendría otro efecto que prolongar la felicidad de la chica. Regresó al coche enfadada, pero no lo bastante ofuscada como para no ofrecer a la palmera moribunda de la isleta de los surtidores su habitual muestra de conmiseración.

No escaseaban las gasolineras. Sacrificó los veinte dólares enteros en su cochecito tragón. Entonces, después de recorrer varios kilómetros y equivocarse varias veces de camino, llegó a aquel parque sospechoso. Al poco de mudarse a Arizona, un día contrataron una excursión de rafting y todos se marearon. Aun así, el guía no perdió el entusiasmo por su turbulento sector empresarial. «¡A nadie le gusta que se le revuelva el estómago por una bacteria de nada! —dijo—. ¡Pero ahora están en el río! ¡Hay gente que sólo puede soñar con esta experiencia!». Pero era otro río, o lo había sido.

Media docena de perros acudieron corriendo a su encuentro. Uno tenía una gastada cinta rosa sujeta de alguna forma a la coronilla, pero ninguno llevaba collar. Intentó hacerse amiga de los perros con lo que Freddie llamaba su voz de fiesta de cumpleaños, aunque parecían recelosos y escasamente interesados en las formas impostadas de etiqueta. Se abrió paso entre la jauría y se acercó a un grupo de gente que estaba sentada en unas mesas de hormigón.

—¿Han visto al hombre del pastor de Shetland?

—El pastor de Shetland —dijo una mujer—. ¡Enhorabuena!

—¿Lo siento? —dijo Francine.

—No tiene por qué sentirlo. Tuvo una salida muy digna, ¿no crees, Bev?

—No pudo ser más digna —dijo Bev—. Casi nos la perdemos.

—Me parece mucho más convincente limitarse a ver cómo suceden las cosas que observar cómo los humanos provocamos que sucedan —dijo un hombre.

—Sí, pero aun así casi nos lo perdemos —dijo Bev—, incluso tú. —Le guiñó el ojo a Francine—. Este chico piensa demasiado —le confió.

—Una conclusión rápida —dijo otro hombre—. Una de las mejores que hayamos visto.
Francine se puso a llorar.

—Pero qué ocurre, qué ocurre —dijo alguien molesto.

Francine regresó al coche y condujo sin rumbo cierto, sin dejar de llorar, por las urbanizaciones del extrarradio. «Pobrecillo mío —lloraba—. Pobrecillo mío. Pero quizá he malinterpretado las palabras de esa gente», pensó. ¿Qué habían dicho al fin y al cabo? Dejó de llorar. Cuando casi era de noche, aparcó junto a un restaurante donde solía cenar con Freddie en la época en la que aún hacían ese tipo de cosas juntos. Entró en los servicios y se lavó la cara y las manos. Entonces abrió el bolso y estudió su contenido un buen rato antes de sacar un cepillo. Se cepilló el pelo unos segundos y luego devolvió el cepillo a su sitio. Cerró el bolso lentamente, hasta que hizo, como siempre, su clic definitivo.

Ya en el salón del restaurante, el maître le dio la bienvenida con un ambiguo «¡Ah!». La sentaron a una buena mesa. Cuando vio aparecer al camarero, Francine dijo:

—Me muero de hambre. Tráigame cualquier cosa, pero no tengo dinero. Mañana podré traerles el dinero.

Se había convertido en una persona distinta. Se sintió como una persona distinta al decirlo.

El camarero se marchó. No ocurrió nada. No apartó la mirada cuando vio que los camareros y el maître la observaban. En la pared que tenía al lado había una gran fotografía enmarcada de un saguaro que había caído sobre un Cadillac Brougham en un aparcamiento dejándolo destrozado. Salvo esas referencias, casi no quedaban motivos para saber que una continuaba en el desierto.

Entraron varios clientes en el restaurante y fueron acompañados a sus mesas. Eligieron sus platos, se los sirvieron y luego salieron, todos de forma ordenada. Habían puesto un vaso de agua delante de Francine cuando se sentó, y se lo había bebido, pero no se lo habían vuelto a llenar.

Se marchó antes de que subieran las sillas a las mesas y sacaran la aspiradora. Cuando llegó a casa, la puerta del garaje seguía abierta y el Mercedes de Freddie seguía sin aparecer. Seguramente, a la mañana siguiente recibirían en su buzón un aviso informándoles de que las normas de la urbanización prohibían mostrar el interior de los garajes de manera innecesaria. A nadie le gusta mirar en el almacén de un vecino, les recordarían. Francine no sentía ningún deseo de entrar en la casa y tener que enfrentarse una vez más, y sola, al zumbido de la nevera y a la polilla flotando en el cuenco de agua del pastor. Dada la ininterrumpida ausencia de Freddie, seguramente debería llamar a la policía. Pero no tenía ganas de llamar a la policía después de la experiencia anterior con el cuerpo de bomberos. Consideró que ambas instituciones oficiales y sus respectivos conceptos de la rectitud le eran de escasa utilidad. Seleccionó la posición de marcha en el cambio automático —el coche hizo un ruido raro, como si la transmisión estuviera punto de estropearse— y se internó una vez más en el apagado fulgor de la red viaria de la ciudad, bajando la capota y luego volviéndola a cerrar. Finalmente se decidió por dejarla bajada, aunque no se veía ninguna estrella en el cielo. Las luces de la ciudad parecían extinguirlas de semana en semana.

Mientras estaba parada en el semáforo de un cruce enorme, vio la tienda de barbacoas Galore. Su extenso aparcamiento cubría varias hectáreas y estaba salpicado de autocaravanas destartaladas, dado que la tienda no había cerrado porque hubiera terminado la jornada, sino porque había quebrado, y brindaba ahora un acogedor refugio a las masas que surcaban sin rumbo cierto aquellas tierras.

Entró y, mientras maniobraba el coche entre aquellos vehículos, oyó voces que murmullaban y vio siluetas de personas que se movían detrás de las miserables cortinas de los ventanucos. Algunas caravanas tenían mapas metálicos sujetos en la parte de atrás y las formas de los estados por donde habían pasado estaban pintadas de colores. De los retrovisores de los parabrisas colgaban amuletos de todas clases: cruces, abalorios, cadenas. En los salpicaderos se veían tazas, mapas, monedas, papeles arrugados e incluso una tortuga mordisqueando una hoja de lechuga. Y allí, descendiendo en un elegante arco por el oscurecido margen de ese paraje, el Galore, el locus inextirpable de su antigua felicidad, estaba Dennis en su Fat Boy encerada y violeta. Aún no la había visto, de eso estaba segura. Pero si ella iba a buscarlo, ¿qué mal podía haber? Pues Dennis no era más que un niño rendido a sus propios anhelos, y su Darla era sencillamente una muchacha apasionada que no podía creer que no tuviera toda una vida por delante.

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