viernes, 6 de diciembre de 2019

Pequeñas mujercitas, de Solange Rodríguez Pappe

Mientras llenaba cajas y cajas con basura sacada de la casa de mis padres, vi a la primera mujercita correr hasta el sofá y escabullirse bajo sus patas con un grito de alegría eufórica. Tampoco es que me sorprendiera demasiado topármela. Ser hija de una pareja de acumuladores que durante toda su vida no habían hecho más que almacenar bolsas vacías de papel, recipientes plásticos y bichos de porcelana aumenta la posibilidad de que, si haces una exploración profunda, des con cosas muy extrañas escondidas en el hogar de tu infancia.

Una de las actividades preferidas de mi aburrida niñez era revisar cajones para hurgar en su contenido, pero desafiándome a dejar las cosas tal como las había encontrado. Así, di con una colección de llaveros de la Segunda Guerra Mundial, unos posavasos pornográficos y con la colección de puñales que guardaba celosamente mi padre bajo las tablas de la cama. «¡Ya has estado trasteando entre las cosas!», vociferaba mi madre si notaba un leve cambio de orden entre alguno de los cientos de objetos recolectados y luego me daba unos buenos bofetones con la mano abierta o un golpe de cinturón en las palmas. «Aprende de tu hermano, que jamás da qué hacer». Obvio, desde que tenía memoria Joaquín había pasado jugando en la calle, con sus carritos, con su bicicleta, con sus patines, con su pandilla, con sus noviecitas. Se había negado a ser uno de los tantos adminículos de colección de mi madre.

Una vez en el asilo, mis padres no necesitarían nada más que lo esencial, así que llevaba casi una semana separando en pilas lo que donaría a la caridad, lo que regalaría, vendería y subastaría a buen precio; y también con lo que iba a quedarme para observarlo y ponerle las manos encima, pero primero había que deshacerse de toda la suciedad. Entre los cachivaches de la cocina hallé algunas lagartijas, una rata y hasta un murciélago muerto. Incluso, si lo pensaba con cuidado, la rata parecía ser el cadáver de un viejo hámster que perdimos en la infancia. Mientras perseguía con un zapato a unas arañas, vi a la mujercita desnuda atravesar el salón en pleno grito de guerra. Entre todas esas rarezas que descubría, una pequeña mujer salvaje corriendo por ahí no me parecía tan increíble.

Miré bajo el sillón y, tal como me lo había imaginado, existía toda una civilización de diminutas mujeres haciendo su vida. Algunas estaban sentadas en grupos muy juntas, peinándose el cabello entre ellas, contándose cosas y riendo; unas más fumaban, tumbadas, trozos de hojas arrancadas a un helecho cercano al sofá; y otras se trenzaban en guerras de placer lamiéndose el sexo y los pechos por turnos, mientras se mordían los dedos de sus minúsculas manitos o emitían agudos gemidos de gozo. Estos ejercicios que cuento los hacían a la vista general de toda la población sin ningún pudor o recato. No vi hijos ni embarazos entre las mujercitas, todas jóvenes y magras. Lo que sí, me parecieron bastante hedonistas por no decir indecentes.

A media tarde sonó el teléfono. Contesté con una mezcla de coraje y desconcierto por las mujercitas que ahora dificultaban mi limpieza de la sala. Era mi hermano Joaquín que me pedía un espacio en la casa para pasar la noche porque su esposa lo había echado otra vez a la calle. «Se dio cuenta de que no terminé la relación con Pamela, como le prometí. Tú sabes que mamá siempre me daba una mano en ese asunto y me dejaba dormir en el sofá». «Estoy aseando la casa, todo está revuelto y lleno de polvo. Pero si crees que puedes soportarlo, pues ven». «Gracias», me dijo, «no sé qué ha tenido siempre ese sofá, que me hace dormir muy bien». Entonces sentí escalofríos.

Armada con una escoba fui a barrer la ciudad de las mujercitas. Con la fuerza de mis escasos kilos, le di la vuelta al sillón y, cuando estuvo patas arriba, a escobazo limpio como una ama de casa experta en matar insectos rastreros, dispersé, sacudí y victimé a las que pude. No fue fácil, pelearon lo suyo y tenían dientecitos filudos; pero en menos de una hora ya habían desalojado el sofá. Una que otra se escapó en dirección de los dormitorios, pero estaba segura de que solo había sido un pequeño número en comparación con todas las que eliminé. Justo cuando volví a colocar el mueble en su posición original, sonó el timbre. Joaquín me sonrió encantador como Clark Gable desde el otro lado de la mirilla. Juntos pusimos en la vereda las fundas llenas de mujercitas que yo ya tenía listas para que se las llevase el camión recolector.

Tomamos como cena rápida una sopa de sobre. De vez en cuando la vista se me iba al piso al ver pasar a una que otra mujercita correteando mientras se tiraba de los cabellos o lloraba con la boca abierta, vagando sin rumbo. Pero yo procuraba no prestarles atención, mientras mi hermano me contaba los detalles de su sofisticada vida como asesor de un político, de los viajes que realizaba, de las personas que conocía, mientras yo apartaba de un puntapié discreto a las mujercitas que intentaban subirse por mi pierna.

«Yo no quiero tener que elegir a ninguna mujer porque la impresión que tengo es que ellas, más bien, quieren que elija para tener pretextos para sus batallas. Los hombres somos para las mujeres un motivo más para su guerra, y no: yo me niego a ese juego. Estoy feliz con las dos, con las tres, con las cuatro que haya en mi vida», y yo fingía un picor en la pierna para espantar a la mujercita que me clavaba una flecha vengativa en la rodilla. Sí que era miserable Joaquín, que había vuelto a la infidelidad contumaz una postura filosófica. Lo pensé, no lo dije. Más bien le sonreí con un gesto muy parecido a la complacencia. Tal como lo hacía mamá.

Antes de dormir, mientras yo llevaba los trastos a la cocina, lo vi sacarse la ropa en la penumbra de la sala, iluminado solo con la luz eléctrica de la calle. Mi hermano era un hombre muy bello. Alto, de musculatura firme, con una sólida nuez de Adán atravesándole el cuello fuerte, y un par de brazos vigorosos, fraguados en el gimnasio y en los ejercicios de pulso con otros hombres tan competitivos como él. Mientras se lanzaba al sofá, semidesnudo, listo para entrar al mundo de los sueños, buscando seguir también allá la conquista de espacios y de hembras, las pequeñas mujercitas sobrevivientes se agrupaban en el suelo y armaban una estrategia de defensa.

Una de ellas se escaló temerariamente al sofá y exploró con curiosidad el cuerpo de mi hermano. No sé si había hombres pequeñitos en su mundo, pero dar con uno bastante grande la tenía fascinada: olisqueaba y mordía su piel mientras Joaquín se rascaba aquí y allá. Más mujercitas lograron trepar y fueron a pararse en su pecho peludo, agazapándose y rodando entre el vello; y otras tantas inspeccionaron el bulto que se adivinaba entre sus pantalones. Se las veía cómodas en esa tierra nueva que habían descubierto.

Antes de salir, dejé la luz de la cocina encendida. Me acerqué en silencio a Joaquín, que respiraba con un ritmo pesado, mientras numerosas mujercitas armadas se empeñaban en trepar con escándalo a su entrepierna. Él exhibía una desparpajada sonrisa de placer que venía desde el fondo de su cerebro de varón satisfecho. Sentí un fastidio profundo. Tomé sin hacer ruido las llaves de su coche de la mesa mientras más y más mujercitas despelucadas y feroces llegaban a revisar el estado de su nueva colonia. Cuando cerré la puerta y le eché doble llave atrancando la salida, me pregunté si los gemidos de mi hermano, que alcancé a escuchar del otro lado del umbral, serían de dolor o de placer.

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