En materia de flores, nunca me impresionó tanto la demasía como en la casa de Arganza, cuando las camelias para Obdulia. Ahora sé que no hubiera podido ser de otro modo en un mundo gobernado por la abuela Társila. Todavía no había llegado el tiempo en que la abuela Társila mandó plantar de perales toda la finca y nos obligaba a comer peras en las tres comidas, más en la merienda y entre horas, peras empanadas y al gratén y a la Colbert, rebanadas de pera untadas con confitura de pera…
Aquel verano, Obdulia fue de los primeros en llegar, y llegó como pálida y cansada, casi más guapa que otras veces. Obdulia era la más pequeña de las tías, una vez oí que había nacido tardía, como un trigo que llaman seruendo. Hubiera sido más propio que la tía Obdulia fuese mi prima. Pero aquella manera suya de mirarte desde su altura, y la falda pantalón y la bicicleta cromada… Decían que fumaba y que lo sabía la abuela. Llevábamos pocos días de las vacaciones y una tarde se rompió el silencio de la siesta como si le hubieran dado con un palo a un jarrón. Y la abuela, que nada, aquí no ha pasado nada, a veces se le soltaban a alguien las narices y el chorro se paraba con una ramita de perejil, sería eso lo que había manchado unas toallas con sangre.
La sangre es mala de ocultar y Obdulia no volvió a salir de su habitación. Oímos decir que una congestión. Que una pulmonía. Que una pleuresía. La abuela se concentró en cuidar a la enferma; mandó acondicionar el ala más soleada de la casa; al médico le exigía, le ordenaba, le daba plazos para la curación de Obdulia.
Fue en mis años más niños, después de una pesadilla que tuve una noche, cuando empecé a verle a la abuela Társila el parecido con el castaño de indias del patio, tan fuerte y descarnado por el rayo de una tormenta de agosto. Ella misma le subía a Obdulia los caldos, siempre estaba subiéndole caldos, ponches y brazadas de sábanas para mudarle la cama. Me pareció que a la abuela se le estaban cayendo un poco los hombros. Todos los nietos le dábamos las buenas noches con un beso protocolario, y una noche la abuela Társila tenía una lágrima. Era una lágrima helada y me horrorizó la idea de que acaso son frías las lágrimas de los viejos.
Así iban las cosas cuando un día nos mandaron a jugar y a hacer lo que quisiéramos a casa de los primos, y supimos que en la casa de Arganza iba a haber una junta de médicos. A lo largo de aquellas semanas habían visitado a Obdulia todos los médicos del país, pero ahora venía uno de Madrid en un auto alquilado. Cuando regresamos al anochecer supimos que Obdulia se moría. La gente del campo sabe de todo y a una lechera le oímos que lo de Obdulia era galopante, lo oías y pensabas en la espuma de los caballos en una batalla perdida. Yo estaba atento a la reacción de la abuela. La abuela tenía mucha ilusión con que Obdulia hubiese logrado las cosas que ella no había podido hacer en la vida, por ejemplo hacerse ingeniero agrónomo. Pensé que sabría descubrirle un temblor, a lo mejor un descuido en la coquetería de los cuellos blancos y planchados con que remataba sus vestidos de viuda, aunque el abuelo vivía, a su aire, en el estudio de la buhardilla, con su violín y los gatos. Fue todo lo contrario. La mañana que siguió a la consulta estaba la abuela más erguida y autoritaria que nunca. Tenía que organizar el entierro, porque lo de Obdulia era cosa de horas. Preparaba las habitaciones para los parientes de lejos, tomaba previsiones en la despensa, tenía hechos dos o tres borradores para las esquelas. Y aquella voz tan suya por el teléfono:
—La casa de Arganza. No, no quiero manzanos de Golden, los llamo para que manden un coche urgente con camelias, ¡pero muy urgente!… Camelias blancas y rojas, bien combinadas… Eso ustedes verán, todas las que quepan… Yjaspeadas.
La camioneta de los viveros apareció a última hora de la tarde. El chófer se extrañó de que hubieran hecho un encargo tan grande de flores para una casa rodeada de claveles y de rosales. La abuela no dijo nada. Primero aparecieron muchos fajos de verde, ramas verdes y duras que parecía que acabaran de sacarles el brillo. Luego vinieron pilas de cajas de cartón y cada caja traía cuatro docenas de camelias. La abuela decidió que su hija pequeña tendría el entierro más sonado de todo el país, y es verdad que la tía Obdulia era una criatura excepcional y moría joven, como los elegidos de los dioses y esas cosas que dicen. Pero camelias, esas flores en que lo bonito es el nombre, unas flores que ni siquiera huelen.
—Todo está en orden —decretó la abuela cuando terminamos la cena—, que cada cual se vaya a la cama. Mañana será otro día.
Fue otro día y otro día y fueron más días. Por primera vez en la vida, la abuela no tenía una empresa entre manos. Esperar. Solamente esperar. Un enfermo da quehaceres pero deja casi de darlos cuando se ha serenado ante las puertas mismas de la muerte, ahora lo sé, y a la abuela se la veía desorientada, con los ojos perdidos por los relojes.
Yo miraba a la abuela con pena. Pensé que así como Obdulia era su preferida entre todas mis tías acaso fuese yo el preferido entre los nietos, aunque ella fuera tan seca para tenerle a uno cualquier detalle. A lo mejor me necesitaba, me puse a seguirla, y ella no me espantaba de su lado. Incluso cuando el viaje era a la bodega. La bodega es el sitio más fresco de la casa, y allí estaba el verde en unos baldes con agua, mientras las camelias luchaban a su manera (pensé yo) por sobrevivir en las cajas. En una de las visitas la abuela no pudo resistir la tentación de alzar una tapa, aunque el hombre de las camelias había dicho que no tocarlas, y mejor ni mirarlas. Me chocó que fueran capullos, cada uno en su departamento, y protegido por una guata enrollada. La abuela llegó a sacar un capullo de su caja. Cogió alambre de la tela metálica de cerrar las gallinas, lo trenzó como si fuera un tallo y así se unía el capullo a una rama del verde, como si estuvieran unidos de veras. Luego abrió con cuidado las hojas. Se desplegó la flor. La abuela suspiró. Pero no hizo nada más. A las flores no había nada que hacerles. A los baldes sí les cambiábamos el agua. Luego subíamos a donde los otros, y ni ella ni yo decíamos una palabra.
Los telegramas no se habían enviado, por supuesto, pero estaban redactados para cuando llegara el momento. El que sí había llegado era el novio de Obdulia. No era gran cosa sin el uniforme. Obdulia tiene novio, habían dicho el verano pasado. Yo la aceché entonces, junto a la alberca, cuando todo el mundo andaba a sus cosas, y le pregunté si tenía una fotografía. Ella se rió con aquella boca tan roja que tenía, y los dientes un poco salidos, «Para qué la quieres si él mismo va a venir a verme cualquier día». Pero esta vez, fue a buscar la foto como si se lo hubiera pedido una persona importante y yo sentí una cosa por dentro, creo que nunca había sentido la idea de la familia. Obdulia sí era de la familia. Pero un novio no es nada y ahora me alegraba de que lo mandaran a una fonda de la ciudad a esperar el suceso, además de que estaría mal visto dormir él bajo el mismo techo que Obdulia no estando casados. Y las camelias allá abajo, que no iban a resistir, porque la abuela hacía muestreos cada día, por no decir cada hora, y ya los capullos estaban en las últimas.
Fue en la bodega. Ella había bajado delante, con sus pasos menudos, que ya no marchaban con aquella seguridad implacable. Que me traigan un lápiz y podría dibujar los toneles de madera oscura, los estantes de botellas tumbadas y ordenadas, las herramientas, y hasta un rayo de polvillo de sol que entraba por la rendija de una ventana enrejada. Nos quedamos en la penumbra. Yo ya empezaba a entender de camelias y me pareció que no pasarían de aquella noche, las pobres. La abuela se sentó sobre un cajón de botes de almíbar, junto a aquel capital de flores. Me impresionó porque siempre que había visto a la abuela sentada, estaba ella cosiendo o escribiendo o regañándole a alguien. Ahora estaba con los codos en las rodillas, la frente apoyada en las manos. Quieta. Me hubiera acercado un poco, pero a lo mejor ni sabía que yo había bajado con ella. No sé cuánto tiempo estuvimos así. Yo tenía frío, aunque era un día de bochorno que daría en tormenta. De pronto, algo debió de ocurrir en los pisos de arriba, hasta ese momento silenciosos. La abuela se levantó como un rayo: «¡Obdulia!». Siguieron los gritos y carreras de toda la caterva de tías. Absurdamente, se oyó el violín del abuelo, unas notas sueltas y un poco locas. La abuela había dado ya las luces de la bodega, las dos bombillas eran de bastantes bujías, y en un santiamén tenía destapadas las cajas de camelias, una inmensidad de capullos, salvados por un tris. Entonces me cogió con fuerza, apartó el pelo que me caía sobre la frente y me dijo:
—¡Vamos!
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