Fue un accidente terrible y durante unos segundos la espléndida maquinaria de Cranston House se salió del engranaje y se paralizó. El mayordomo salió de la reclusión en la que pasaba su cultivado tiempo de ocio; dos ayudantes de cámara aparecieron simultáneamente desde direcciones opuestas. Había ya varias sirvientas en la escalera principal, y aquellos que recuerdan los hechos con mayor precisión afirman que la propia señora Pringle estaba de pie en el rellano de la escalera. La señora Pringle era el ama de llaves. En cuanto a la enfermera jefe, la enfermera auxiliar y la niñera, sus sentimientos no pueden ser descritos; la enfermera jefe apoyó una mano sobre la balaustrada de mármol pulido y miró aturdida al frente; la enfermera auxiliar se apoyó pálida y rígida contra la pared de mármol pulido, y la niñera se derrumbó y se quedó sentada sobre los escalones, fuera de la alfombra de terciopelo, y rompió a llorar sin ocultarlo.
Lady Gwendolen Lancaster-Douglas-Scroop, la hija más joven del noveno duque de Cranston, de seis años y tres meses de edad, se levantó por sí misma y se sentó en el tercer escalón a los pies de la escalera principal en Cranston House.
—¡Oh! —exclamó el mayordomo, y volvió a desaparecer.
—¡Ah! —respondieron los ayudantes de cámara y se retiraron también.
—Es sólo esa muñeca —se oyó decir claramente a la señora Pringle con desdén.
La enfermera auxiliar le oyó decirlo. Luego las dos enfermeras y la niñera rodearon a lady Gwendolen y la consolaron y le ofrecieron golosinas poco saludables que sacaron de los bolsillos y se la llevaron fuera de Cranston House tan rápido como pudieron, no fuera a descubrir alguien que habían permitido que lady Gwendolen Lancaster-Douglas-Scroop se tropezara al bajar sola las escaleras principales con su muñeca en brazos. La muñeca se rompió y la niñera se la llevó envolviendo los distintos pedazos en una pequeña estola de lady Gwendolen. Estaban cerca de Hyde Park, y cuando llegaron a un lugar tranquilo se aseguraron de que lady Gwendolen no tuviera ningún moratón. Menos mal que la alfombra de la escalera era muy espesa y mullida y que se había colocado además una gruesa tela debajo para hacerla aún más blanda.
Lady Gwendolen Douglas-Scroop gritaba en ocasiones, pero no lloraba nunca. Y fueron sus gritos los que hicieron que la niñera le permitiera bajar sola las escaleras con Nina, la muñeca, bajo el brazo. Mientras se sujetaba con la otra mano en la balaustrada, pisó los escalones de mármol pulido por fuera del borde de la alfombra. Y ese fue el motivo de que cayera, y de que Nina quedara tan maltrecha.
Cuando las enfermeras y la niñera estuvieron totalmente seguras de que la niña no estaba herida, desenvolvieron la muñeca y la examinaron. Era una muñeca muy bonita, grande y rubia, y de aspecto lozano, con pelo rubio real, y con pestañas que se abrían y cerraban sobre sus oscuros ojos de adulto. Además, cuando se le movía el brazo derecho arriba y abajo decía «Pa-pá», y cuando se movía el izquierdo decía «Ma-má», muy claramente.
—Le oí decir «Pa» cuando cayó —dijo la enfermera auxiliar, que lo había oído todo—. Pero debería haber dicho «Pa-pá».
—Eso es porque se le ha salido el brazo cuando se golpeó en los escalones —dijo la enfermera jefe—. Dirá el otro «pa» cuando se lo coloque de nuevo.
—Pa —dijo Nina cuando le colocaron el brazo derecho y tiraron de él hacia abajo.
Había hablado a través de su rostro agrietado, con una terrible herida que corría desde el ángulo superior de la frente, pasando por la nariz, hasta el pequeño cuello de volantes de seda verde del vestido estilo Mother Hubbard, y dos pequeñas piezas triangulares se habían desprendido.
—Que me aspen si no es un milagro que pueda hablar estando tan destrozada —dijo la enfermera auxiliar.
—Tendrás que llevarla al señor Puckler —dijo su superiora—. No está lejos, y será mejor que te marches inmediatamente.
Lady Gwendolen estaba distraída cavando un agujero en la tierra con una pequeña pala y no prestaba ninguna atención a las enfermeras.
—¿Qué haces? —preguntó la niñera, mirándola.
—Nina está muerta, estoy cavando su tumba —replicó la pequeña dama pensativamente.
—Oh, volverá a vivir, no te preocupes —respondió la niñera.
La enfermera auxiliar envolvió de nuevo a Nina y se marchó. Afortunadamente, un amable soldado, de largas piernas y diminuta gorra, estaba por allí, y como no tenía nada que hacer se ofreció a llevar a la enfermera auxiliar al taller del señor Puckler y traerla de vuelta.
El señor Bernard Puckler y su hijita vivían en una diminuta casa en un pequeño callejón que daba a una tranquila calle no muy lejos de Belgrave Square. Era el gran doctor de muñecas, y realizaba sus numerosos servicios para los barrios más aristocráticos. Arreglaba muñecas de todos los tamaños y edades, muñecos y muñecas, muñecos bebé con ropas largas y muñecas mayores con vestidos de moda, muñecos habladores y muñecos mudos, los que cerraban los ojos cuando los tumbaban y a los que se les cerraban manualmente mediante un misterioso cable. Su hija Else sólo tenía doce años, pero ya era muy experta en remendar ropa de muñecas y en arreglarles el cabello, lo cual es más difícil de lo que se pueda creer, a pesar de que las muñecas están inmóviles cuando se las peina.
El señor Puckler era de origen alemán, pero su nacionalidad se había disuelto en el océano de Londres hacía ya muchos años, como la de muchos otros extranjeros. Sin embargo, él todavía conservaba uno o dos amigos alemanes que le visitaban los sábados por la noche y fumaban y jugaban con él al picquet o «skat», apostándose cuartos de penique, y le llamaban «Herr Doctor», lo cual aparentemente agradaba mucho al señor Puckler.
Parecía mayor de lo que realmente era porque llevaba la barba bastante larga y desaliñada, su cabello era ralo y estaba lleno de canas, y llevaba unas gafas con montura de concha. En cuanto a Else, era una niña delgada y pálida, muy callada y limpia, con ojos oscuros y pelo castaño recogido en una trenza que caía por su espalda rematada con un lazo negro. Remendaba la ropa de las muñecas y las llevaba de regreso a sus hogares cuando estaban recuperadas.
Era una casa pequeña, pero demasiado grande para las dos personas que vivían en ella. Había una pequeña sala de estar que daba a la calle, un taller al fondo y tres habitaciones en el piso de arriba. Pero el padre y la hija pasaban la mayor parte del tiempo en el taller, porque casi siempre estaban trabajando, incluso por las noches.
El señor Puckler colocó a Nina sobre la mesa y la observó durante largo rato, hasta que sus ojos se llenaron de lágrimas tras las gafas con montura de concha. Era un hombre muy sensible, que con frecuencia se enamoraba de las muñecas que reparaba, y le resultaba difícil separarse de ellas cuando le sonreían durante unos pocos días. Para él eran pequeños seres humanos reales, con personalidad y pensamientos y sentimientos propios, y las trataba a todas ellas con suma delicadeza. Pero algunas le atraían de manera especial desde el primer momento, y cuando se las llevaban lisiadas y heridas, su estado le parecía tan digno de pena que las lágrimas asomaban pronto en sus ojos. Deben recordar que el hombre había estado viviendo entre muñecas la mayor parte de su vida, y las entendía.
—¿Cómo sabes que no sienten nada? —preguntaba a su hija Else—. Tienes que tratarlas con delicadeza. No cuesta nada ser amable con estos pequeños seres, y tal vez ellas sí sepan apreciar la diferencia.
Y Else le comprendía, porque era una niña y sabía que ella era más importante para él que cualquier muñeca.
El hombre se enamoró de Nina en cuanto la vio, tal vez porque sus hermosos ojos castaños de cristal eran similares a los de la propia Else, y él amaba a Else por encima de todas las cosas, con todo su corazón. Además, se trataba de un caso muy penoso. Era evidente que Nina no había estado durante mucho tiempo en el mundo: su tez era perfecta, su cabello suave y liso donde tenía que ser suave y liso, y rizado donde debía ser rizado, y su ropa de seda estaba en perfectas condiciones. Pero su rostro estaba atravesado por aquella espantosa grieta, como el corte de un sable, profunda y oscura en el interior, pero limpia y afilada por los bordes. Cuando presionó con delicadeza la cabeza para cerrar la herida abierta, los bordes emitieron un crujido que dolía escuchar, y las pestañas de aquellos ojos oscuros aletearon y temblaron como si Nina sufriera lo indecible.
—¡Pobre Nina! —exclamó el hombre apesadumbrado—. No te haré mucho daño, aunque te llevará bastante tiempo recuperarte.
Siempre preguntaba los nombres de las muñecas rotas cuando se las llevaban, y por lo general la gente sabía el nombre y se lo decía. Le gustaba el nombre de «Nina». En conjunto y en cada uno de sus detalles le gustaba más que cualquier otra muñeca que hubiera visto desde hacía años, y enseguida se sintió atraído hacia ella y tomó la firme resolución de hacer que se recuperara y se pusiera fuerte, sin importar el trabajo que pudiera suponerle.
El señor Puckler trabajaba pacientemente en periodos cortos, y Else lo miraba. Ella no podía hacer nada por la pobre Nina, cuya ropa no necesitaba ser remendada. Cuanto más tiempo pasaba el doctor trabajando en ella, más le gustaba el cabello rubio y los hermosos ojos de cristal marrones. En ocasiones se olvidaba de las otras muñecas que esperaban ser reparadas y que yacían unas junto a otras en un estante, y se sentaba durante horas observando el rostro de Nina mientras se devanaba los sesos tratando de imaginar alguna nueva técnica mediante la cual pudiera ocultar hasta el más pequeño rastro del terrible accidente.
Su reparación fue una maravilla. Incluso él se sintió obligado a admitirlo; pero la cicatriz todavía era visible para ojos entrenados como los suyos, y una línea fina le recorría el rostro, hacia abajo y de derecha a izquierda. Sin embargo, se habían dado todas las condiciones para una cura óptima; la masilla se había asentado sólidamente en el primer intento y el tiempo había sido bueno y seco, circunstancia que resulta fundamental para un hospital de muñecas.
Al final comprendió que no podía hacer más, y además la enfermera auxiliar les había visitado en dos ocasiones para ver si había acabado ya con el trabajo, como dijo la joven con tan zafia expresión.
—Nina no está lo suficientemente recuperada todavía —respondía el señor Puckler en cada ocasión; no era capaz de enfrentarse a la idea de que se la arrebataran.
Y ahora estaba sentado a la mesa cuadrada de trabajo y Nina estaba tumbada frente a él, por última vez, junto a una gran caja de cartón de color marrón. Espera ahí como si fuera su ataúd, pensó. Debía poner la muñeca dentro y cubrir el querido rostro con papel de seda, y luego con la tapa, y al pensar en que debía atar el cordel sus ojos volvieron a llenarse de lágrimas. Ya no volvería a mirar a las cristalinas profundidades de aquellos hermosos ojos castaños, ni escucharía la fina voz de madera diciendo: «Pa-pá» y «Ma-má». Fue un momento muy doloroso.
Con la vaga esperanza de ganar algo de tiempo antes de la separación, cogió los pequeños tarros pegajosos de masilla, de cola, de goma arábiga y de tintes, examinó cada uno de los tarros y luego, en cada ocasión, el rostro de Nina. Todos sus pequeños instrumentos estaban allí, pulcramente ordenados en una hilera, pero sabía que no sería capaz de usarlos de nuevo con Nina. Ahora estaba lo bastante fuerte, y en un país donde no hubiera niños crueles que la hiriesen, podría vivir cien años más, con tan sólo una línea casi imperceptible en su rostro como recuerdo del terrible accidente que había sufrido en los escalones de mármol de Cranston House.
De repente, al señor Puckler le embargó una gran emoción y se levantó precipitadamente de su asiento y se volvió.
—Else —dijo con voz temblorosa—, tienes que hacerlo por mí. No puedo soportar verla dentro de esa caja.
Se levantó y se quedó frente a la ventana, de espaldas a la habitación, mientras Else hacía lo que él no se sentía capaz de hacer.
—¿Ya está? —preguntó sin girarse—. Entonces llévatela, querida. Ponte el sombrero y llévala rápidamente a Cranston House, y cuando hayas salido me daré la vuelta.
Else estaba acostumbrada a las rarezas de su padre en relación a las muñecas, y aunque jamás lo había visto tan conmovido por tener que dejar marchar a una de ellas, tampoco estaba excesivamente sorprendida.
—Regresa rápido —le dijo cuando escuchó la mano de su hija sobre el pestillo de la puerta—. Se está haciendo de noche y no debería enviarte a estas horas, pero no puedo soportar esta espera por más tiempo.
Cuando Else se hubo marchado, se apartó de la ventana y se volvió a sentar en la silla junto a la mesa para esperar a que regresara su hija. Tocó el lugar donde Nina había estado tumbada, con mucha delicadeza, y recordó la cara levemente rosada, los ojos de cristal y los rizos de cabello rubio, hasta el punto de que casi pudo verlos.
Eran los últimos días de primavera y las tardes eran largas, pero pronto anochecería y el señor Puckler se preguntaba por qué no regresaba Else. Se había marchado hacía ya una hora y media, mucho más tiempo del esperado, pues apenas había medio kilómetro desde Belgrave Square a Cranston House. Supuso que la niña tuvo que esperar un rato, pero a medida que el crepúsculo iba oscureciéndose su nerviosismo fue en aumento y comenzó a pasear de un lado a otro del taller en penumbra. Ya no pensaba en Nina, sino en Else, su propia hija viva, a quien él tanto amaba.
Una sensación indefinida e inquietante se apoderaba de él por momentos, una frialdad y una leve crispación del vello, junto al deseo de estar acompañado y no solo durante mucho más tiempo. Era el comienzo del miedo.
Se dijo a sí mismo en su inglés con fuerte acento alemán que se estaba comportando como un estúpido y comenzó a buscar a tientas las cerillas en la oscuridad. Sabía dónde debían estar, porque siempre las guardaba en el mismo sitio, cerca de la pequeña caja de lata en la que guardaba trozos de cera de sellado de varios colores, para cierto tipo de reparaciones. Pero, extrañamente, no lograba encontrar las cerillas en la oscuridad.
Algo le había ocurrido a Else, estaba seguro, y mientras el miedo aumentaba sentía que tal vez le aliviara conseguir algo de luz y ver qué hora era. Luego se volvió a llamar estúpido y el sonido de su propia voz le sobresaltó en la oscuridad. No podía encontrar las cerillas.
La ventana todavía estaba gris; quizás pudiera ver qué hora era si se acercaba a ella, y luego ir a buscar las cerillas a la alacena. Se puso de espaldas a la mesa para evitar tropezar con la silla y comenzó a avanzar por el suelo de madera.
Algo le seguía en la oscuridad. Escuchó un leve trote, como de diminutos pies sobre las tablas de madera. Se paró y escuchó, y sus cabellos se erizaron levemente. No era nada, y él era un viejo estúpido. Dio otros dos pasos más y entonces estuvo seguro de escuchar el débil trote. Se giró de espaldas a la ventana y se apoyó contra el quicio de esta hasta que el marco comenzó a crujir y miró hacia la oscuridad. Todo estaba bastante calmado, y olía a engrudo y masilla y astillas de madera, como de costumbre.
—¿Eres tú, Else? —preguntó, y le sorprendió el miedo que detectó en su propia voz.
No hubo respuesta en el taller y levantó el reloj e intentó adivinar la hora bajo la gris penumbra que aún no era completa oscuridad. Por lo que pudo ver, faltaban dos o tres minutos para las diez en punto. Había estado mucho tiempo solo. Estaba conmocionado y asustado por Else, perdida en Londres a una hora tan avanzada, y casi corrió al atravesar el cuarto y llegar a la puerta. Mientras forcejeaba con el pestillo, oyó claramente las leves pisadas corriendo tras él.
—¡Ratones! —exclamó con un hilo de voz, justo en el mismo instante en que lograba abrir la puerta.
Salió y cerró rápidamente, pero sintió como si algo frío se posara en su espalda y se retorciera sobre él. El pasillo estaba muy oscuro, pero encontró su sombrero y salió al callejón en un segundo, donde pudo respirar libremente y se sorprendió al ver la cantidad de luz que todavía había a cielo abierto. Podía ver el adoquinado claramente bajo sus pies, y lejos, en la calle a la que daba el callejón, pudo oír la risa y los gritos de niños que jugaban a algún juego al aire libre. Se preguntó cómo pudo haberse puesto tan nervioso, y durante unos segundos pensó regresar a su casa y esperar allí tranquilamente a Else. Pero inmediatamente sintió aquel temor angustioso de algo que se le posaba encima de nuevo. En cualquier caso, era mejor ir paseando hasta Cranston House y preguntar a los sirvientes por su hija. Tal vez les había hecho gracia a algunas de las mujeres y estaban en ese momento ofreciéndole té y pasteles.
Avanzó rápidamente hacia Belgrave Square y luego por las anchas avenidas, aguzando el oído mientras andaba, cuando no había ningún otro sonido, para ver si escuchaba de nuevo aquellos diminutos pasos a sus espaldas. Pero no oyó nada y se rió de sí mismo cuando tocó el timbre de la entrada del servicio en el enorme caserón. Por supuesto, su hija debía estar allí.
La persona que abrió la puerta era un empleado de los de más bajo nivel, porque se trataba de la puerta trasera, pero adoptó las maneras de la puerta principal y miró al señor Puckler con desdén bajo la brillante iluminación.
No habían visto a ninguna niña pequeña, y no sabía «nada sobre ninguna muñeca».
—Es mi hija pequeña —dijo el señor Puckler con voz temblorosa, y es que toda la ansiedad que antes le había embargado retornaba pero multiplicada por diez—, y temo que le haya pasado algo.
El criado dijo bruscamente que «era imposible que nada le hubiera pasado en aquella casa, porque no había estado allí, lo cual explicaba perfectamente por qué era imposible». El señor Puckler se vio obligado a admitir que el hombre debía de saberlo, porque era su cometido guardar la puerta y permitir la entrada a los que llegaban. Deseaba que le permitieran hablar con la enfermera auxiliar, que le conocía, pero el sirviente se mostró aún más hosco que antes y finalmente le cerró la puerta en las narices.
Cuando el doctor de muñecas se quedó a solas en la calle, se apoyó en la barandilla para recomponerse, porque tenía la impresión de que estaba rompiéndose en dos, igual que se rompen algunas muñecas, justo por en medio de la columna vertebral.
Finalmente comprendió que debía hacer alguna cosa para encontrar a Else, y eso le dio fuerzas. Comenzó a andar tan rápidamente como pudo, avanzando por todas las calles principales y secundarias que su pequeña hija podría haber recorrido para cumplir el encargo. También preguntó, aunque en vano, a varios policías si la habían visto, y la mayoría le atendieron amablemente, porque podían ver que era un hombre sobrio y en control de sus facultades mentales, y algunos de ellos incluso tenían también hijas pequeñas.
Era ya la una de la madrugada cuando llegó a la puerta de su casa, exhausto, desesperado y con el corazón roto. Al girar la llave en la cerradura, su corazón se detuvo, porque sabía que estaba despierto y que no soñaba, y que realmente estaba escuchando esos diminutos pasos trotando para recibirlo dentro de la casa y por el pasillo.
Pero estaba demasiado apenado para volver a sentir miedo y su corazón volvió a latir con un constante y sordo dolor que fue invadiendo todo su cuerpo con cada nuevo latido. Y en ese estado entró, colgó el sombrero en la oscuridad y encontró las cerillas en el armario y el candelabro en su lugar en el rincón.
El señor Puckler estaba tan derrotado y tan exhausto que se desplomó en su silla junto a la mesa de trabajo y a punto estuvo de desmayarse cuando bajó el rostro y lo apoyó sobre sus manos entrelazadas. Junto a él, la vela solitaria ardía con una llama baja en el aire aún caliente.
—¡Else! ¡Else! —gimió apoyado sobre sus puños amarillentos.
Es lo único que pudo decir, y no le alivió lo más mínimo. Al contrario, el sonido del nombre le provocaba un nuevo y más agudo dolor que le horadaba los oídos, la cabeza y hasta su propia alma. Porque cada vez que repetía el nombre significaba que la pequeña estaba muerta en algún rincón de las calles de Londres y en la oscuridad.
Estaba tan terriblemente dolorido que ni siquiera notó que algo tiraba suavemente del borde de su viejo abrigo, tan suavemente que era como si un diminuto ratón estuviera rayendo los bajos. Él mismo habría pensado que se trataba de un ratón si hubiera sido capaz de notarlo.
—¡Else! ¡Else! —gruñó contra sus manos abiertas.
Luego una ráfaga helada hizo que su cabello se erizara y que la llama baja de la única vela bajara aún más hasta convertirse prácticamente en una simple chispa. No titilaba como si una corriente de aire fuera a apagarla, sino simplemente bajó de intensidad como si la cera se estuviera agotando. El señor Puckler sintió que se le crispaban las manos de terror bajo su rostro y escuchó un débil crujido, como un pequeño trozo de seda agitado por una leve brisa. Se sentó recto, rígido y asustado, y una débil voz de madera habló rompiendo el silencio.
—Pa-pá —dijo, separando las sílabas.
El señor Puckler se levantó de un salto y la silla cayó hacia atrás con gran estrépito sobre el suelo de madera. La vela estaba casi apagada.
Era la voz de muñeca de Nina la que había hablado, y la habría reconocido entre las voces de otras cien muñecas. Y sin embargo detectaba algo más en esa voz, un ligero tono humano de lamento pesaroso y reclamo de auxilio, y el quejido de una niña herida. El señor Puckler estaba inmóvil, tenso y rígido, e intentó mirar a su alrededor, pero no pudo hacerlo en un primer intento porque parecía estar congelado desde la cabeza a los pies.
Entonces, tras un gran esfuerzo, consiguió levantar las dos manos hacia cada una de sus sienes, y presionó su propia cabeza haciéndola girar como lo hubiera hecho con la de una muñeca. La vela ardía con una llama tan baja que no habría importado que se apagara, por la poca luz que daba, y la habitación parecía estar totalmente oscura. Entonces vio algo. No habría imaginado que fuera capaz de sentir más miedo que unos segundos antes de oír la voz, pero fue así. Sus rodillas comenzaron a temblar, pues allí, en medio de la habitación, vio a la muñeca de pie, brillando con un débil resplandor espectral y con los hermosos ojos clavados en los suyos. Y cruzando su rostro, aquella finísima línea de la rotura que él mismo había reparado lucía como si estuviera dibujada con un lápiz de luz con una punta fina de llama blanca.
Sin embargo, había algo más en aquellos ojos: había algo humano, eran como los de la propia Else, pero como si sólo la muñeca pudiera ver a través de ellos, y no Else. Y percibió la suficiente semejanza con Else para revivir su dolor y hacerle olvidar su miedo.
—¡Else! ¡Mi pequeña Else! —gritó con fuerza.
El pequeño fantasma se movió, y su brazo de muñeca se elevó lentamente y cayó con un movimiento rígido y mecánico.
—Pa-pá —dijo.
En esta ocasión le pareció percibir más el tono de Else que resonaba desde algún lugar entre las notas de madera que llegaban a sus oídos tan nítidas y, sin embargo, tan distantes. Else le estaba llamando, estaba seguro.
Su rostro estaba completamente lívido en la penumbra, pero las rodillas ya no le temblaban y se sintió menos asustado.
—¡Sí, hija! ¿Pero dónde? ¿Dónde? —preguntó—. ¿Dónde estás, Else?
—¡Pa-pá!
Las sílabas se desvanecieron en la silenciosa habitación. Se escuchó un leve crujido de seda, los ojos castaños de cristal se apartaron lentamente y el señor Puckler escuchó las pisadas infantiles de los pequeños pies con zapatillas de piel de color marrón, mientras la figura corría directamente a la puerta. A continuación, la llama de la vela volvió a arder alta, la habitación se llenó de luz y se quedó solo.
El señor Puckler se pasó la mano por los ojos y miró a su alrededor. Podía ver todo con bastante claridad, y se sentía como si hubiera estado durmiendo, aunque estuviera de pie en lugar de sentado, como hubiera sido el caso si acabara de despertar. La vela ardía muy brillante ahora. Allí estaban las muñecas que esperaban ser reparadas, tumbadas en fila con los dedos de los pies hacia arriba. La tercera había perdido su zapato derecho y Else estaba haciéndole uno. Él lo sabía, y sin duda alguna ahora no estaba soñando. No había estado soñando cuando regresó de su inútil búsqueda y escuchó los pasos de la muñeca corriendo hacia la puerta. No se había quedado dormido en la silla. ¿Cómo iba a poder dormir cuando tenía el corazón hecho añicos? Había estado despierto todo el tiempo.
Se calmó, colocó la silla caída sobre sus patas y se dijo a sí mismo de nuevo y poniendo mucho énfasis que era un viejo estúpido. Debería estar fuera en las calles buscando a su hija, haciendo preguntas e indagando en las comisarías, donde se informa de todos los accidentes en cuanto son conocidos, o en los hospitales.
—¡Pa-pá!
El débil grito con sonido a madera, ansioso, lastimero y quejumbroso sonó en el pasillo, al otro lado de la puerta, y el señor Puckler se quedó quieto durante unos segundos con el rostro lívido, petrificado, y los pies clavados en el suelo. Un segundo después su mano estaba en el pestillo. A continuación salió al pasillo y la luz se derramó desde el cuarto a través de la puerta abierta a sus espaldas.
En el extremo más alejado vio al pequeño espectro brillando nítidamente en la penumbra; con la mano derecha parecía llamarlo al tiempo que levantaba y bajaba el brazo una vez más. Supo de inmediato que no había venido a asustarle, sino a conducirle a algún lugar, y cuando desapareció y él avanzó armado de valor hacia la puerta, vio que la muñeca estaba en la calle, esperándole. Se olvidó de que estaba cansado y que no había cenado, y que había estado andando kilómetros, porque una repentina esperanza le inundó de arriba abajo, como una corriente dorada de vida.
Sin lugar a dudas, en la esquina del callejón, y en la esquina de la calle, y en Belgrave Square, podía ver al pequeño espectro corriendo delante de él. En ocasiones era sólo una sombra, cuando había otras luces, pero en ese momento el brillo de las farolas se reflejaba con un halo verde pálido sobre su pequeño vestido de seda de cuello alto y, en otras ocasiones, cuando las calles estaban oscuras y silenciosas, toda la figura brillaba intensamente, con sus rubios rizos y cuello rosado. Parecía trotar como una niña pequeña y el señor Puckler casi podía oír el repiqueteo de las diminutas zapatillas de piel sobre el empedrado. Pero iba demasiado rápido y el hombre apenas podía seguirla, a pesar de que corría con el sombrero caído hacia atrás, el ralo pelo ondeando en la brisa nocturna y las gafas de montura de concha firmemente colocadas sobre su ancha nariz.
Y siguió avanzando sin tener ni idea de dónde estaba. Tampoco es que le preocupara, pues sabía con total certeza que iba por el camino correcto.
Entonces, por fin, en una calle ancha y tranquila llegó hasta una puerta grande y de aspecto sobrio con dos faroles a ambos lados y una campana de bronce pulido, la cual tocó.
Y en el interior, cuando la puerta se abrió bajo la luz brillante, había una pequeña sombra. Vio el halo brillante del pequeño vestido de seda de color verde claro y escuchó de nuevo el débil grito, menos lastimero aunque más angustiado.
—¡Pa-pá!
De repente, la sombra se iluminó, y entre todo ese resplandor los hermosos ojos marrones de cristal se elevaron y miraron al hombre con expresión feliz, mientras la boca rosada sonreía tan maravillosamente que el espectro de la muñeca parecía en ese mismo instante un pequeño ángel.
—Ingresaron a una niña pequeña después de las diez en punto —dijo la voz queda del conserje del hospital—. Creo que pensaron que sólo se encontraba aturdida. Aferraba con fuerza una enorme caja de cartón marrón y no pudieron quitársela de los brazos. Tenía el cabello castaño recogido en una trenza larga que colgaba mientras se la llevaban.
—Es mi hijita —dijo el señor Puckler, pero apenas pudo escuchar su propia voz.
Se inclinó sobre el rostro de Else bajo la tenue luz de la sala de pediatría y, tras permanecer allí de pie durante un minuto, los hermosos ojos castaños se abrieron y miraron a los suyos.
—¡Pa-pá! —exclamó Else, en voz baja—. ¡Sabía que vendrías!
A continuación, el señor Puckler no supo qué hizo o dijo durante cierto lapso de tiempo, pero lo que sentía en esos momentos hizo que valiera la pena todo el miedo, el terror y la desesperación que a punto estuvieron de matarlo aquella noche. Poco a poco Else le contó lo ocurrido, ya que la enfermera les dejó hablar porque sólo había otros dos niños en el cuarto, que además estaban profundamente dormidos.
—Fueron unos chicos malos —dijo Else—. Intentaron quitarme a Nina, pero yo la sujeté y peleé todo lo que pude hasta que uno de ellos me golpeó con algo, y ya no recuerdo nada más, porque me caí al suelo, supongo que los chicos se escaparon corriendo y alguien me encontró allí. Pero me temo que Nina está totalmente rota.
—Aquí está la caja —dijo la enfermera—. No pudimos quitársela de los brazos hasta que recuperó el conocimiento. ¿Le gustaría ver si la muñeca está rota?
La enfermera desató el cordel habilidosamente, pero Nina estaba hecha añicos. Sólo la tenue luz de la sala de pediatría irradiaba un halo brillante en los pliegues del pequeño vestido de cuello alto y volantes.
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