Cuando ayer lo vi en la calle, tan cadavérico, me vino a la memoria la cantidad de rumores que corrían por el pueblo a propósito del tío Cabrilla y de la tía Lalí. «Mentiras», decía mi madre; «calumnias», sentenciaba -más severo mi padre, coreado por los comentarios indignados de sus hermanas. Aunque luego, hasta mamá pareció cambiar de opinión, o por lo menos guardaba silencio, cuando se hablaba de la cosa.
Y todo eso me volvió a la memoria cuando el tío Cabrilla se me cruzó por la misma vereda, sin siquiera reparar en mi presencia. En la mía o en la de cualquiera otra persona. Iba con la mirada opaca perdida en algún lugar vacío del espacio o del limbo. Descarriado y ausente, paseaba lentamente su esqueleto, con la marca neta de los huesos bajo la piel, verdosa de tan amarillenta o cerosa. Era la primera vez que notaba tan claramente estos detalles, quizá olvidados por los años o disimulados por la mirada neutra del niño hacia seres tan poco atractivos, como estos tíos entrevistos en medio del ajetreo apasionado del mundo de los trompos, escondites, arroyos y caballos en el intenso tiempo de las vacaciones o feriados largos que nos devolvía al pueblo. Recuerdo, sin embargo, que a la pandilla de hermanos y primos nos llamaba bastante la atención la vida recoleta que los tíos llevaban en la casona oscura que hacía esquina frente a la plazoleta lateral de la iglesia, que «Cuando se fundó el pueblo era el cementerio parroquial», afirmaban los chismosos, relacionándolo con su ubicación. Era la única casa que los niños visitábamos escasamente en las excursiones de langostas o de loros parlanchines que hacían el gozo o, a veces, el terror de los tíos y tías. Quizá porque nos cohibía la adusta seriedad -quizá el aspecto, aunque no podría asegurar- de Lalí y del tío Cabrilla. O tal vez fuera el aura de la casa, con sus piezas sombrías y húmedas, casi siempre cerradas.
Las habladurías habían comenzado, según pude sonsacarle a mamá, cuando Jacinto Cabrilla casó con la tía Lalí. Cabrilla era séptimo hijo varón, «sin interrupciones de hembras», como requisito indispensable, según asegura la creencia popular. Y lo notable del caso, es que don Cabrilla pidió en matrimonio, de manera intempestiva e imprevista, a la séptima hija mujer en la familia de mis abuelos (papá era el octavo vástago, el primer varón de los nueve hermanos). Pero esto pudo no haber sido sino mera coincidencia. Es bien sabido que las mujeres nunca se vuelven luisón, palabra que no posee femenino. Una serie de hechos poco comunes en el ritmo tranquilo del pueblo habría ido tejiendo los hilos de la leyenda a propósito de la pareja de «originales». Es cierto que ni a él ni a ella les gustaba salir durante el día. «Ese sol agresivo hace daño, ¿no ven cómo les pone negritos y raquíticos a los campesinos?», solía decir la tía, no sin un dejo de desprecio. El color blanco leche de su piel, así como el amarillento verdoso de la de su marido, sería resultado de esa común aversión a la luz solar. O como ellos decían, la causa, pues necesitaban protegerse de los efectos dañinos que les podrían hacer asemejarse a la chusma-plebe, como más de una vez les escuché decir.
Sea como fuera, la tía Lalí salía poco. A él, por el contrario, se lo veía a menudo vagabundear por las calles desiertas del pueblo, luego de caída la noche. Yo mismo lo encontré alguna vez paseando su larga osamenta, el aire distraído, por los alrededores de la plaza de la iglesia. Haciendo memoria, de golpe me acordé de haberlo cruzado una noche, seguido de una jauría de perros que ladraban o aullaban. Lo recordé porque me impresionó el brillo de los ojos ausentes, el color ceniciento de la piel bajo el resplandor fantasmal de la luna llena. Sería después de la medianoche, pues volvía con el primo Miguel de una serenata y, como ayer, tampoco esa vez reparó en nuestra presencia. Nos quedamos sorprendidos, mirándolo hasta que se perdió en la calleja que llevaba a su casa. Seguimos caminando, callados, pero yo estaba seguro de que Miguel iba pensando lo mismo que yo.
Su fama de Luisón se fue extendiendo por el pueblo, entre sus paseos nocturnos, los rumores y la inquietud -no demasiado vehemente, es cierto- de la familia; entre la vida recatada de encierro diurno que llevaba la pareja, y las ausencias súbitas del pueblo. La gente decía que en estas «desapariciones» el tío se encerraba en un sótano lleno de libros raros, de botellas retorcidas y de alambiques de cobre. Y que las noches de luna llena iba a la plazoleta de la iglesia, al antiguo cementerio de los comienzos del pueblo, para librarse a prácticas estrambóticas, a los revolcones entre cadáveres. A los primos nos costaba creer, tanto más que quien difundía estas «habladurías» -al decir de las tías- era la vieja loca de Cotí, que durante años fue sirvienta en casa de los Cabrilla. Hace mucho tiempo, de manera que nunca pude saber si estuvo trastornada desde siempre, o si se volvió así en casa de los tíos.
Pero con respecto a estas historias, un hecho notable está registrado en los anales del pueblo. Fue una noche de luna llena, redonda, inquietante de tan luminosa. Un viernes, y en esto el padre Laya era categórico. El cura volvía de casa de la Sindulfa, según versiones irreverentes; de una reunión con amigos feligreses, como aseguraba él. Sería hacia la medianoche, cuando el padre vio en la plazoleta lateral de la iglesia un enorme perro negro de ojos centelleantes rodeado de una manada de canes de erizada pelambre y aulladora presencia. El perrazo se revolcaba sobre la carroña de un gato muerto y un montón de basura desparramada en el lugar. Por momentos, contaba luego el cura, el extraño animal arañaba furiosamente el suelo, como buscando algo enterrado. Los aullidos de la jauría aumentaban de tono en esos instantes. El padre Laya se asustó ante espectáculo tan inusitado, y empezó a gritar, a ver si conseguía espantar a los perros. Las voces del sacerdote atrajeron la atención de los canes que se encaminaron hacia donde él estaba. Se le puso los pelos de punta y blandiendo la cruz del pectoral la dirigió hacia la manada, que se acercaba amenazante. Al perrazo negro le refulgía la mirada, como si el arma bendita esgrimida por el padre Laya lo atrajera y excitara. El cura pegó un salto hacia atrás y de tres zancadas ganó la puerta de la sacristía cercana. Cuando al instante regresó con la carabina que allí guardaban, el perro negro se dirigía hacia la calle -los otros habían desaparecido- que separa la plazoleta de la casa de los Cabrilla. El padre emprendió una breve carrera, y aprovechando de la claridad del plenilunio, apuntó y disparó dos tiros. El perro se detuvo un instante y cuando comenzó a cruzar la calle, el sacerdote vio que rengueaba como si el impacto del disparo le hubiera alcanzado en la pata izquierda trasera. Cuando el Padre llegó al sitio en que el perro habría sido herido, este había dado vuelta a la esquina. Fueron inútiles las pesquisas realizadas por los policías de fracción, el sacristán y los numerosos vecinos que acudieron atraídos por los tiros de la carabina y los gritos del sacerdote. Entre todos pudieron comprobar las gotas de sangre, absorbidas por la arena que separa la plazoleta de la iglesia de la vereda de los Cabrilla. Esa noche, en medio de la búsqueda inútil, el padre Laya estuvo muy locuaz, quizás por la natural emoción del episodio que acababa de vivir, aunque algunos vecinos atribuyeron su excitación a los efectos del trago. «El maldito aprovechó la breve ausencia de Dios a la medianoche de los viernes de plenilunio», exclamaba a gritos. Y agregaba repetidamente: «Pero se lo di, mediante que la carabina está cargada con bala de plata bendecida. Lo vi renguear, tiene que estar por aquí nomás». Claro que la devoción exagerada del cura por san Onofre, el santo de la caramañola colgada de un hombro, volvía dudosas sus aseveraciones. Tanto más que el mismo padre Laya, al día siguiente, ya más tranquilo o más lúcido, mitigaba sus expresiones exaltadas de la víspera; parecía dudar por momentos, omitía detalles o reducía la ferocidad del perro negro y la intensidad del fuego en sus ojos. Aunque en ningún momento se desmintió acerca del episodio de la medianoche del viernes, su versión de los hechos se edulcoraba a medida que avanzaba el día sábado. Muchos desconfiaban que esta desinfladura era una actitud de «caridad cristiana» hacia el que aparecía como principal implicado en la aventura del luisón: el tío Jacinto. Y después de todo, don Cabrilla era un honorable feligrés del padre Laya, uno de los integrantes de su recua -negro perro o no en las noches de luna llena- que más contribuía a alimentar los fondos parroquiales, no demasiado abundantes en este pueblo en que los «negritos y escuálidos» eran mayoría.
Justamente, el matrimonio Cabrilla era el que ofrendaba la misa vespertina del sábado, en sufragio del alma del abuelo, padre de Lalí. La misa cantada, luego del toque del ángelus, había comenzado en la iglesia abarrotada de gente. Los pudientes y los humildes habían acudido a rendir homenaje a don Cripirano, que en vida fuera caudillo y generoso semental en la comarca. Que no se los viera a los Cabrilla durante el día, no era muy sorprendente. Pero que no aparecieran en la misa aniversario -que comenzó con retraso para esperarlos- era causa de comentarios susurrados en la iglesia. Entre el agnus dei y el sanctum, la pareja hizo su aparición. El tío jacinto más pálido, huesudo y descuajeringado, se apoyaba en el brazo derecho de su esposa. Atravesaron la nave lentamente hasta ganar el banco que les corresponde por derecho de donación. Un silencio sepulcral acompañaba la leve cojera del tío Jacinto. El mismo padre Laya, que en esos momentos se había vuelto para impartir la bendición a los fieles, no pudo evitar dirigir la mirada consternada al pie izquierdo que el orgulloso caballero posaba lenta, cuidadosa y parsimoniosamente en el suelo: un pie vendado y enfundado en una amplia alpargata que contrastaba con el brillo oscuro de su zapato de charol lustroso en el pie derecho. Al Padre Laya le quedó un pedazo de la bendición en el aire.
Pero claro, todo esto es vieja historia de comadreos pueblerinos, de la que no me acuerdo el epílogo. Vagamente recuerdo que el domingo temprano era el duro momento del fin de las vacaciones. Después, alguien de la familia me comentó que los Cabrilla se habían ausentado por un tiempo largo del paraje. Y luego el tiempo pasó, yo dejé de ir más a menudo al pueblo: papá murió, mamá vino a vivir a la capital. Supe que la tía Lalí estuvo enferma, de una dolencia rara; que recurrió a los mejores especialistas de la plaza, que viajó a Buenos Aires varias veces, en consulta con otros especialistas, recurriendo a centros aún más especializados. Y luego la noticia de su muerte. La enterraron en el pueblo, y como yo andaba por entonces escondido, en prisión o expulsado -no recuerdo bien-, no pude asistir a su sepelio. Hubiera querido hacerlo, porque la tía Lalí fue el puente con ese mundo insólito del luisón de la infancia y al mismo tiempo, posiblemente un parapeto para el sospechoso héroe de esa aventura: Jacinto Cabrilla, su marido. Por eso es que anoche, después del encuentro imprevisto con este raro personaje, fui a ver a mamá. Quería saber algo más; adivinaba que detrás de su discreción, de su equilibrio providencial, de su ecuánime projimidad, ella sabía cosas que yo desconocía sobre esta historia que, de golpe, me apasionaba; detalles, aspectos, anécdotas que yo ignoraba.
Me recibió en la calma atmósfera que le caracterizaba, con el cariño tranquilo y al mismo tiempo especial que, según mis hermanos, le profesa a su hijo preferido. Hablamos largamente sobre muchos temas y sobre el que despertaba mi curiosidad especial. No adquirí mayor certidumbre -sino lo contrario- acerca del tío Jacinto y de su supuesta calidad de Luisón. Sentía, sin embargo, que había algo que se le atragantaba; desviaba la mirada cuando yo le insistía. Ya cuando me levantaba para marcharme, me dijo tímidamente:
-No sé si sabés, yo me encargué de preparar el cadáver de Lalí, a pedido especial de Jacinto…
La miré con silenciosa curiosidad, como animándole a que siguiera.
-Mi hijo, era horrible… Yo no sé de qué murió Lalí; los médicos hablaron vagamente de una enfermedad llamada lupus… Cuando la desnudé para ponerle la mortaja, los pies de mi pobre cuñada estaban desfigurados, con aspecto de patas de perro, o de lobo… llenos de pelos negros y espesos que le subían por las piernas…
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