Sale del metro en la plaza Joanic y, mientras sube por la escalera, oye que en algún campanario cercano dan las diez de la noche. Tal vez sean unas campanadas imaginarias que solo resuenan en su cabeza, pero da igual, lo que cuenta es el aquí y ahora. Se lo repite mentalmente: el aquí y ahora, ¿estamos? Enciende un cigarrillo y baja a paso ligero hacia el paseo de Sant Joan. En la calle hay poca gente, pocos coches, o tal vez se lo parece porque la luz de las farolas, anaranjada, esparce a su alrededor un arabesco de sombras mortecinas. Pasa por delante de la churrería de Escorial, que hoy está cerrada, y ahuyenta un recuerdo agridulce. Ahora no, todavía no. Poco después, cuando está en lo alto del paseo, delante de la estatua medio escondida de un fraile y un niño, se detiene unos segundos y piensa en ella. Es un pensamiento rebosante de dolor y, sin embargo, inconcreto. Hace unos días, no puede precisarlo más, el rostro de Mai empezó a borrársele de la memoria… Pero no es exactamente eso, no quiere usar verbos negativos. Más bien se le ha ido desdibujando con suavidad, como una nube de humo vaporoso que se eleva y se desvanece poco a poco, muy despacio, y luego pasan los días y lo sigues viendo pese a que ya no está, y llega un momento en que solo lo ves porque te lo puedes imaginar, porque lo has visto antes y sabes que estuvo allí.
Esa inminente sensación de olvido es la que por fin hoy lo ha impulsado a ponerse en marcha. Levanta la mirada hacia el cielo. Hace una noche serena y estrellada. El aire tibio juega con las hojas de los árboles. Echa a andar con decisión, un paso tras otro. Cuando llega a la altura de la estatua de Clavé, lo mira con el rabillo del ojo, sin detenerse. Un día, años atrás, decidieron que ese hombre con levita, mostacho y cierto aire antiguo tenía que ser alguien más importante que el tal Clavé. Alguien de auténtico renombre internacional. Jugaron a buscarle parecidos. Balzac. Nietzsche. Trotski, pero sin gafas. ¿No sería hermoso que Barcelona tuviera una estatua dedicada a Trotski? Al final fue ella la que dio con la mejor solución: como llevaba una varita en la mano, sería la estatua de un mago famoso de la época de los primeros ilusionistas y prestidigitadores. Houdini, Max Malini… ¡Clavini! ¡El mago que desde su pedestal hacía desaparecer a los barceloneses aburridos del Eixample!
El recuerdo lo ha hecho sonreír por un instante —ese brillo travieso en los ojos de Mai—, pero enseguida se le ha marchitado en el estómago, haciéndole el vacío, y ahora aprieta el paso para conjurar un ardor incipiente. Tendrá que acostumbrarse, se dice, y este paseo nocturno también lo ayudará a alcanzar ese propósito. Tal vez por eso, cuando llega a la altura de la calle Indústria y se detiene en el semáforo, se da cuenta de que iba andando muy deprisa. Así no dejará ningún rastro. La tinta de sus pasos no escribirá nada. Entonces vuelve atrás como un poseso, corre paseo arriba hasta el principio, adelantando incluso a dos chicos que hacen footing. Sudando a causa del esfuerzo, jadeando, se detiene y vuelve a empezar, esta vez más despacio.
Esta noche camina para dibujar la letra I de Mai. El paseo de Sant Joan de cabo a rabo, bajando hasta el Arco de Triunfo. Cuando se reencontraron, hace un millón de noches, él le cambió el nombre. Ella se apuntó al juego desde el principio, porque estaba convencida de que cada edad merecía un nombre distinto y hacía tiempo que ya le tocaba. De pequeña sus padres la llamaban María Teresa. En la escuela se convirtió en Teresa, Tere para las amigas de confidencias y el primer novio, y más tarde, en la universidad, se hacía llamar Maite. Se podría decir que se conocían solo de vista, de cruzarse por el patio de Letras, y quizá de haber compartido alguna charla con amigos comunes en el bar de la facultad. Entonces, tantos años después, habían coincidido en una fiesta en el barrio de Gràcia, en un piso demasiado pequeño o con demasiados invitados de última hora. Una noche de primavera, como la de hoy. Música de Echo & the Bunnymen, Ride, The Pixies. Se habían presentado entrechocando las cervezas y mirándose al fondo de los ojos. Ella movió los labios por encima de las distorsiones de las guitarras y él leyó en ellos: Mai. Tres semanas más tarde, el día que ella había llevado sus cosas a casa de él, habían follado como si hubiese que celebrarlo y después ella le había preguntado:
—Tú no serás de los que se cansan de estar con una mujer…
—No.
—Quiero decir que no me dejarás ni me echarás de casa, ¿verdad?
—Mai, Mai. Mai.[1]
Después habían vuelto a follar y, todavía tumbados en la cama, sudorosos sobre las sábanas, se habían ventilado una botella de Ballantine’s mientras fumaban maría afgana para prolongar ese bienestar, o lo que fuera que buscaban desde hacía tiempo. Ambos tenían treinta y cuatro años, una edad puñetera, y más de un fracaso para olvidar.
De eso hace ya más de quince años, y ahora mismo no sabe si está andando para olvidarlo o para recordarlo todo. Empieza a bajar de nuevo por el paseo de Sant Joan, más consciente de sus pasos, como si así los zapatos dejaran una huella real en el asfalto, un trazo que pudiera leerse a vista de pájaro. Pasa junto al gran Clavini y, cuando llega al semáforo de Pare Claret, se fija en el bar Alaska, que queda a su izquierda. Está lleno de gente porque dan fútbol en la tele. Por eso esta noche no hay nadie en las calles. Duda si acercarse un momento, pero no hace falta, revive perfectamente ese aire familiar: la tele encendida, los camareros con su uniforme clásico que huelen a sudor, los eternos borrachos… Durante una época, Mai y él iban allí a menudo a tomar cervezas con unos amigos que vivían cerca. Lo llamaban la ruta de los chaflanes. Quedaban el sábado a media tarde y empezaban a tomar quintos en el bar Pirineus de la calle Bailèn. Después ponían rumbo al Alaska, seguían en La Sirena Verde y acababan en el Oller hasta que echaban el cierre. En el Alaska siempre se cachondeaban de los demás clientes y se reían mucho. Las abuelas que se pasaban allí toda la tarde con un triste Cacaolat, quejándose de los hijos; el separado que se sentaba en la barra, bebiendo coñac y repasando los anuncios de contactos del diario; el matrimonio que compartía unas patatas bravas y un bikini para cenar sin dirigirse la palabra (jugaban a imaginar quién maltrataría a quién esa noche). Abandonaron la ruta de los chaflanes por culpa del fútbol, precisamente, porque los bares se llenaban de vocingleros y no se podía charlar ni beber en paz.
Cruza el semáforo. Una bici lo adelanta y se pierde al instante en la creciente oscuridad, paseo abajo. Una pareja joven se sienta en un banco y comparte una bolsa de patatas fritas. Comen una y se dan un beso, comen otra y vuelven a besarse. Se les acerca un perro, un Schnauzer negro, y la chica quiere darle una patata, pero el animal es viejo y perezoso y no se decide. Entonces el amo lo llama con un silbido y el animal pierde el interés y da media vuelta. Durante unos segundos avanzan juntos, el perro y él, al mismo ritmo. Estos instantes en el paseo componen una escena cotidiana, de vida repetida, que más bien le estorba. Mai y él no estaban acostumbrados a vivir así, y de hecho, ahora que lo piensa, se da cuenta de que no les convenía en absoluto: cuando los días se parecían demasiado unos a otros, cuando conseguían algún tipo de normalidad —y no es que se esforzaran mucho—, la cosa siempre acababa resquebrajándose por algún punto débil. Podría decirse que Mai tenía un carácter demasiado imprevisible y esquinado, una combinación letal, pero había algo más. Las culpas y los riesgos se repartían entre ambos, y por eso seguramente se querían con esa locura incondicional, cuando se querían.
A la altura de la calle Còrsega, una súbita algarabía lo distrae de estos pensamientos. Alguien ha marcado un gol. Se oyen petardos, como un ensayo general de la noche de San Juan, y un coche toca el claxon festivamente. Mira hacia arriba y ve a dos chicos que han salido a fumar al balcón. Hay luz en casi todos los pisos. La noche es cálida y la mayoría de las ventanas están abiertas de par en par. Que entre el rumor de la ciudad, ahora que el calor todavía se soporta, ahora que no hay mosquitos y las calles de Barcelona no apestan a cloaca. De pronto le viene a la memoria ese poema de Jaime Gil de Biedma titulado «Noches del mes de junio». Lo leían juntos y les gustaba mucho. Los versos describían una noche así, como la de hoy. Recuerda sobre todo el ambiente un poco melancólico, el estudiante que tiene el balcón abierto, la calle recién regada, la soledad y una especie de angustia ante la incertidumbre del futuro, aunque era una angustia pequeña… Se esfuerza por recuperar algunos versos y le viene a la mente aquello de «una disposición vagamente afectiva», con ese adverbio tan bien puesto. Pero había otro verso más importante, hacia el final… Ahora no le viene a la cabeza. Los poemas de Gil de Biedma eran el único libro que tenían repetido en casa, de cuando habían aunado sus bibliotecas. Lo habían comprado siendo estudiantes, más o menos por la misma época, y años después lo releían buscando excusas para ser como eran, una trampa poética que justificara sus actos. Aquí en la calle, mientras camina, le basta evocar brevemente esas mañanas de vómito seco y resaca, las quemaduras de los cigarrillos en las sábanas, el desorden de botellas vacías y ceniceros llenos —como una naturaleza muerta a los pies del colchón—, para recuperar al instante las palabras que buscaba: «Pero también la vida nos sujeta porque precisamente no es como la esperábamos». Pues eso.
La muerte de Mai lo dejó atontado. Una sensación de irrealidad que al principio entumecía las horas y se parecía al despertar comatoso que sigue a unos cuantos días de borrachera, cuando refluyes desorientado y con una calma que se va colando inevitablemente por algún desagüe desconocido. Estaba sobrio y no se lo parecía. Le habían dejado volver al instituto y daba las clases como un autómata, sin pensar en lo que decía ni enfadarse con los alumnos. Comía solo en los bares del barrio, siempre en la barra, y nunca acababa el plato. En ese submundo nuevo y solitario, la ausencia de Mai lo conquistaba todo, pero al mismo tiempo le ofrecía momentos de una lucidez inesperada. Si pensaba en ella como si siguiera viva, sabía al instante qué debía hacer. Estaba su traición con el whisky, si se podía decir así (hacía ocho meses que se habían desintoxicado juntos, una vez más), pero él se lo perdonaba más que nadie. La había encontrado un martes por la noche, al volver de un viaje a Praga con los alumnos del último curso. Tumbada en el sofá, desnuda, con el pelo enmarañado y la cabeza colgando en una postura forzada. Se había ahogado en su propio vómito, qué muerte más tópica, y si no hubiese sido por los ojos desorbitados y el cuerpo frío, le habría parecido incluso hermosa: una escena que habían ensayado juntos más de una vez, y más de dos.
La constante confusión que lo entorpecía no ha desaparecido, pero desde hace un tiempo ha aprendido a convivir con ese aturdimiento y a veces hasta se dice que sabe controlarlo, si ella lo ayuda. Como ese día, cuando hacía ya una temporada que Mai estaba muerta e incinerada, en que decidió inscribir su nombre en la ciudad. Era un juego que habían practicado juntos en el pasado, después de la tercera desintoxicación, que en teoría había sido la buena. Una vez domesticado el desasosiego, cuando ya volvían a ser personas, el médico les había recomendado andar todos los días para hacer ejercicio y al mismo tiempo ahuyentar los malos pensamientos. Entonces Mai había recordado un libro de Paul Auster cuyo protagonista deambula por la ciudad, dibujando con sus pasos letras que alguien interpreta tras él. Habían cogido un lápiz y un plano de Barcelona y habían empezado a imaginar posibles recorridos. Salían a media tarde, cuando él volvía del instituto y ella aparcaba las traducciones, y durante una hora y media andaban, o, mejor dicho, paseaban. La cuadrícula del Eixample era ideal para los monosílabos. Gràcia, Sants y el Guinardó les permitían hacer filigranas caligráficas. El Chino, un laberinto rebosante de tentaciones, les parecía un grafiti incomprensible y peligroso que convenía evitar.
Según avanza siente como si reavivara el espíritu de esos paseos, como si Mai estuviera realmente a su lado. Hace unos días, en pleno ataque de añoranza, empezó la M subiendo por Muntaner y luego la fue perfilando en las calles de Gràcia. La A, mucho más entretenida de dibujar, se escondía en las cuestas y pendientes del barrio del Putxet. Ahora le gusta que la I salga de sus pies con esta sencillez vertical y al mismo tiempo con la contundencia de un descenso nocturno, un solo trazo y su nombre estará completo.
A punto de cruzar la calle Rosselló, ve pasar a Joan de Sagarra, cabizbajo y enfadado con el mundo, o con el barrio, o tal vez escribiendo mentalmente el siguiente artículo en el que se enfadará con el mundo o con el barrio. Tiene pinta de no haber cenado. Sabe que vive por allí porque él mismo lo ha contado en alguno de sus artículos dominicales. Un poco más abajo, en un parque infantil, un niño sube y baja por el tobogán sin parar, como un poseso, mientras una chica se asegura de que no se haga daño cada vez que llega abajo. El niño tiene cuatro o cinco años y se nota que es muy movido. Sus gritos resuenan en la ausencia de tráfico. La chica, que debe de ser la madre, lleva un sari turquesa con bordados plateados que le llega hasta los pies y brilla a la luz de las farolas. La contempla unos segundos —no tendrá más de veinticinco años— sin advertir la menor señal de inquietud por lo tardío de la hora. Los demás niños ya están en casa durmiendo mientras este tiene todo el parque para él solo. Afloja el paso y mira con una pizca de envidia las dos figuras que parecen haberse teletransportado desde un lugar muy lejano y otra hora del día. Unos metros más allá comprende lo que ocurre: al cabo de la calle hay un colmado abierto, un paquistaní, y desde la puerta un hombre sigue los movimientos de madre e hijo. Que se canse el niño, así no tardará en quedarse dormido.
Sigue paseo abajo y, ahora sí, mientras enciende otro cigarrillo, le vuelve el recuerdo que hace un rato ha tenido que reprimir. Una madrugada volvían de tomar copas y bailar en el Almo2bar, o como se llamara ese antro, y pararon a comprar churros en la calle Escorial. Habían cenado muy poco y bebido mucho, y como en esa época solo fumaban chocolate, tenían hambre. Se fueron comiendo los churros por la calle, y Maite quiso sentarse en los columpios del parque infantil de la plaza Joanic. Él se puso a su espalda y, con un churro en la boca, empezó a empujarla. Primero con suavidad, como si cuidara de una niña pequeña, y poco a poco con más fuerza. Mai reía y gritaba con un miedo exagerado, levantaba y bajaba los pies por instinto, pero el columpio zozobraba bajo su peso, dando bandazos. En uno de los embates, justo cuando Mai le pedía que parara, se le escapó el cucurucho de la mano y dos o tres churros salieron volando. Ella hizo amago de cogerlos y perdió el equilibrio. Fue una caída teatral, torpe pero benigna, y quedó despatarrada en el suelo. Él se rio y se acercó para ayudarla con paso tambaleante, y entonces el columpio lo golpeó por la espalda y cayó a su lado. Al día siguiente le saldría un morado, seguro, pero en ese momento se concentró en ignorar el dolor y se abalanzó sobre Mai. Rodaron por el suelo y se dieron un beso largo, una mezcla de risas, masa de churro, arena, tabaco y babas alcohólicas.
—¿Lo ves? Tú y yo nunca podríamos tener hijos —dijo ella en una pausa, sin avisar, con una sobriedad que no se correspondía con ese instante feliz—. No sabríamos ni cómo columpiarlos, y mucho menos ejercer de padres. Imagínate qué desastre.
Él estuvo a punto de protestar, por instinto, pero sabía que Mai tenía razón y por toda respuesta la abrazó más fuerte. Después, con una voz más grave, que le salía cuando estaba medio bebido y se ponía trascendente, le susurró al oído:
—Nosotros seremos nuestros hijos.
Ambos habían cumplido ya los cuarenta.
Se cansaban de todo. Cuando llevaban una temporada escribiendo palabras con sus pasos por las calles de Barcelona, decidieron que había que cambiar el juego. Para hacerlo más entretenido, Mai propuso que se siguieran el uno al otro, como en la Trilogía de Nueva York, y así el que iba detrás descifraría una especie de mensaje en el trayecto. Tenían que imaginar qué escribía el otro, pero no era fácil, como cuando alguien te dibuja una palabra en la piel, con el dedo, y tu cerebro debe leerla a través del tacto. La intriga los divertía. A veces, a media caminata, el perseguidor alcanzaba al perseguido y le decía: «Me he perdido, vuelve a empezar», y se reían de lo absurdo de todo aquello. O entonces intuía el final de la palabra y se le acercaba para decirle: «Yo también» (intentaban no ser demasiado cursis). Puesto que no siempre era fácil seguirse, él sugirió que cada vez que acabaran una letra hicieran una pausa indicativa, como un espacio gráfico. Detenerse y saltar, por ejemplo, o agacharse y tocar el suelo. La propuesta solo duró un día, porque Mai se sentía ridícula dando esos saltitos arbitrarios. Pero de un modo u otro siempre encontraban nuevos alicientes para recorrer las calles. Se daban pistas, como si fuesen los enunciados de los crucigramas.
—Hoy escribiré el nombre de un novelista ruso.
—Que no sea Dostoievski. Se haría eterno.
—Tú déjame a mí. A lo mejor escribo Fiódor.
A veces la palabra oculta estaba relacionada con el nombre de la calle de la que salían, o se valían del juego para comentar aspectos prácticos del día a día, monosílabos que había que comprar para la casa —pan, té, sal—, pero también había días en los que no tenían ganas de decirse nada, o estaban de mal humor, y entonces cada uno andaba por su cuenta, al azar, llenando la ciudad de garabatos incomprensibles.
Si alguien los hubiese observado desde el aire, habría pensado que estaban mal de la cabeza, o que se entregaban a perversiones sexuales demasiado rebuscadas. Ellos, sin embargo, lo vivían como una simple apuesta contra el aburrimiento del crepúsculo sin alcohol, o más bien contra la tentación de volver a pensar en él ahora que se habían desintoxicado. Aunque no hablaban demasiado de ello, de pronto les parecía que sus paseos echaban a rodar el mundo, que sus pies templaban el asfalto, como si así ayudaran a fabricar la energía que mueve las grandes ciudades. No llevaban ningún registro de las palabras que habían escrito, las olvidaban de un día para otro, pero confiaban en que quizá dejaran su huella en la memoria de las calles, como si todos esos arabescos invisibles fuesen nudos y lazos que los ataban a ambos y los hacían inseparables. Así, cuando no estaban juntos, se sentían reconfortados por la idea de que el otro paseaba por la ciudad —en el otro extremo del hilo— y que en cualquier momento podrían coincidir.
Enciende otro cigarrillo y cruza la Diagonal. Se da prisa porque el semáforo está a punto de ponerse rojo y de pronto tiene la sensación de que alguien lo sigue; casi puede oír sus pasos. Cuando llega a la otra acera se da la vuelta, con decisión, pero no ve a nadie. Ha debido de ser la sombra de mosén Cinto, se dice, siempre encaramado a su columna, solitario, luchando contra las ganas de saltar al vacío. Pasan unos cuantos coches tocando el claxon y agitando banderas. El partido ha acabado bien, concluye. Detrás de la estatua de Verdaguer, más arriba, como colgado del cielo, el búho de Rótulos Roura lo saluda con un guiño. Sus ojos de color amarillo fosforescente son dos focos que iluminan la noche, como un superhéroe que velara por los noctámbulos de Barcelona.
Ha decidido que daría este último paseo de noche porque era entonces cuando Mai resplandecía como nunca. Sin su trabajo en el instituto, que muchos días lo obligaba a madrugar, ambos habrían acabado viviendo en las horas nocturnas, como vampiros urbanos. Mai traducía hasta tarde, decía que con el atardecer el tránsito entre lenguas se volvía más fluido, y solo paraba si él la convencía para ir al cine a la última sesión del Casablanca, o del Arkadin. En invierno pasaban más tiempo en casa, eran noctámbulos de interior. A veces, mientras ella seguía trabajando, él bajaba a comprar y ponía al fuego una olla con verduras y pollo. Comían de ese caldo durante tres días seguidos, y cuando se acababa, para alargarlo, lo calentaban y le añadían un chorrito de whisky y dos yemas de huevo. Por la noche les gustaba leer juntos, cada uno en su mundo, o pegar la hebra mientras ponían discos y fumaban maría. Había uno de Pharoah Sanders que duraba exactamente lo mismo que un porro de los que hacía ella. Además, era como si la música siguiera sus cambios de humor. Llegaba un momento en que él tenía que irse a la cama y Mai se quedaba despierta. A veces llamaba a una amiga de París, con la excusa de alguna duda de traducción, y entonces se contaban la vida y él se dormía con el erótico murmullo del francés susurrado en la habitación de al lado.
Los fines de semana, o cuando llegaba el buen tiempo y él ya no tenía clases, cualquier excusa era buena para salir de casa. Quedaban con amigos, iban a conciertos, salían a tomar una cerveza en el bar gallego de abajo y, si se empastillaban, ya no volvían a casa hasta la mañana del día siguiente. Nunca tenían bastante, y no era raro que se refugiaran en la noche para evitar malos rollos entre ellos, como si fuera un terreno neutral, un armisticio. Para Mai, la noche no era una medida temporal, sino un espacio. Una selva frondosa que había que cruzar de punta a punta, aunque no supieras qué te esperaba al otro lado, y no valía dar marcha atrás. Decía:
—Me da lo mismo si no volvemos nunca más de la noche. —Y él le seguía la corriente.
A menudo perdían el control y bebían más de la cuenta —un día es un día, y cada día era cada día—, pero estaban pendientes el uno del otro y se cuidaban hasta el final. Al día siguiente solían despertarse en su cama, rodeados de un paisaje que parecía devastado a golpes de machete, el resultado de una violencia que ignoraban. Entonces el primero en abrir los ojos culpaba al otro de los excesos de la víspera, y en esta liturgia hallaban una especie de consuelo.
«¿Por quién hago esto?», se pregunta ahora, mientras sigue bajando por paseo de Sant Joan, «¿por ella o por mí?», y es como si el búho le contestara al oído: «Por los dos, so memo». Baja por la acera ancha, en línea recta, y durante un rato no se cruza con nadie. Los bares van cerrando después de la fiebre del fútbol, los camareros recogen las terrazas con un estrépito de mesas y sillas. Ha recorrido ya más de la mitad de la I, pero de repente le da miedo acabarla. Afloja el paso, se detiene y por unos instantes se siente ridículo. De nuevo tiene la impresión de que alguien se le acerca por detrás, y hasta siente un escalofrío de proximidad, pero tampoco esta vez hay nadie a su espalda. Solo la noche. Enciende un cigarrillo mientras echa a andar de nuevo, intentando esquivar esa paranoia, y con cada paso que da se convence de que está haciendo lo correcto. No, él no olvidará nunca a Mai, eso ya lo sabe. Si escribe su nombre es solo para que la ciudad la tenga presente.
Cuando llega a la altura de la plaza Tetuan, duda unos segundos si bordearla por la Gran Via o seguir recto y cruzarla. Las verjas de hierro aún están abiertas, y pese a que hay poca luz, debe respetar el trazo recto de la I, por lo que entra en el recinto de la plaza. En la penumbra distingue a tres o cuatro personas que hablan en un corrillo, atentos a los perros que se olisquean y se persiguen arriba y abajo por los parterres de césped. En la parte más iluminada, junto al conjunto escultórico central, tres adolescentes juegan a pasarse una pelota intentando que no toque el suelo. Gritan y se insultan cuando alguno falla. Más allá, bajo las sombras atigradas de las palmeras y los plátanos, entrevé la silueta de una pareja acostada, pero al pasar por su lado se da cuenta de que no, de que en realidad es un vagabundo que duerme en una cama hecha de cartones y bolsas de plástico. Sigue avanzando y, cuando está a punto de salir por el otro lado de la plaza, alguien lo llama por su nombre.
Lo que más lo sorprende es que la voz suene tan tranquila y natural, como si lo hubiese estado esperando. Se detiene y entorna los ojos para distinguir de dónde viene, y entonces se le acercan dos figuras.
—Eres tú, ¿verdad? ¿Qué carajo haces aquí? —le pregunta la voz. Al instante reconoce a Toni Forajido, que le estrecha la mano con fuerza, como si echaran un pulso entre colegas. Mai y él lo llamaban así porque tocaba el bajo en un grupo de garaje y se hacían llamar Los Forajidos. Tenían algún amigo en común, de la facultad, y los habían visto tocar una vez en el Sidecar, o en el Magic, ya no se acuerda, pero después Toni dejó el grupo, se fue a vivir a Berlín y lo perdieron la pista.
—Nada, dando un paseo, ya ves —dice él, y van hacia la verja del parque, donde la luz de las farolas es más intensa. Hará por lo menos diez años que no se ven, y lo encuentra estropeado, con la cara chupada. Diría que lleva la misma chaqueta de cuero negro de entonces, y las botas camperas, y el pendiente, pero con los años ha perdido ese aire de confianza outsider que suelen tener los bajistas de todos los grupos del mundo—. ¿Y vosotros qué?
—Nosotros hemos venido a colocarnos —dice Toni, solemne y orgulloso, y le enseña dos botellas de vodka barato que deben de haber comprado hace cinco minutos. Pone cara de pícaro y de pronto él recuerda que Mai no lo soportaba, que le parecía un imbécil y un creído—. Hoy hemos currado mucho y nos lo merecemos, ¿verdad que sí, Christa?
Entonces se fija en la chica que lo acompaña. Debe de ser polaca, o alemana, tendrá como mucho dieciocho años. Lleva un piercing en el labio superior que remeda una sonrisa burlona, y el pelo rubio revuelto. Hace mucho que no se lo lava, eso seguro, y cuando él la saluda lo mira con mal disimulada impaciencia. Se la ve cansada, y más que colocarse parece que tenga ganas de dormir. Toni Forajido le pasa la mano por el hombro, acariciándole la mejilla con ternura, y le guiña el ojo a su amigo. Después le pregunta si quiere sumarse a la juerga.
—No, gracias —contesta él—. Paso.
—¿Sigues viendo a alguien de esa época? —pregunta Toni—. Mira que éramos bestias.
Él niega con la cabeza, un no lo más neutro posible porque no tiene ganas de darle bola ni de revivir batallitas. Quiere irse, quiere dejarlos solos, y mientras tanto la chica empieza a retroceder, arrastrando los pies para darles a entender que ya es hora. Antes de decirle adiós, Toni Forajido le pregunta:
—Por cierto, ¿todavía estás con esa tía? Mai se llamaba, ¿no? Era un poco así, pero tenía un culo espectacular y le gustaba pasárselo bien. Me acuerdo mucho de ella.
—Sí, sí, hace años que vivimos juntos —le dice. No tiene ganas de contarle la verdad, Mai se lo tomaría como una derrota, y no hay ninguna necesidad. Entonces se despiden y se separan, pero en el último momento se detiene y lo llama—: Oye, Toni, por curiosidad, ¿sigues tocando el bajo?
Sin decir nada, Toni Forajido alza la mano izquierda y la mueve bien abierta, como si saludara. A contraluz, alcanza a ver que le falta un dedo, el del medio.
Ahora baja por el último tramo del paseo y los pies le pesan. Ya se está acabando. La tinta se vuelve más espesa. Piensa en la casualidad de encontrarse con Toni Forajido precisamente hoy, e imagina las penalidades que lo convirtieron en un pobre diablo, un yonqui que seduce a chicas en las estaciones de tren o los albergues juveniles, vete a saber. Piensa también en las palabras que le ha dedicado a Mai. De entrada se ha alegrado de que todavía se acordara de ella tantos años después, pero al mismo tiempo le ha molestado la ligereza con que la ha mencionado, y ahora se arrepiente de no haberse encarado con él. Se conocen de las peores épocas (o las mejores, según se mire) y de pronto le viene a la mente una idea mezquina: podría haberse muerto el calavera de Toni en vez de Mai. Como un intercambio de prisioneros, aunque al final tampoco habría servido de nada.
Ya ve el Arco de Triunfo. En este tramo del paseo hay más gente que sube y baja, quizá porque el metro está cerca. Una pareja se apea de un taxi y se mete en un edificio. Los sigue con la mirada, ve cómo entran y esperan el ascensor; él se afloja el nudo de la corbata y ella se ríe de algo. Cuando cruza Ausiàs March vuelve a tener la impresión de que alguien lo sigue. Se detiene y esta vez lo adelanta una chica de pelo largo y oscuro, enérgica, vaqueros y zapatillas azules, un «culo espectacular», y no puede evitar llamarla. Oye. La voz le sale impaciente, casi desesperada, y la chica vacila unos segundos pero no se da la vuelta. Al contrario, aprieta el paso y él sabe que no podrá seguirla.
Como si necesitara alguna señal, unos metros más allá se detiene delante de la librería Norma. Mai la visitaba a menudo, era una gran lectora de cómics. Al principio le dio a descubrir Métal Hurlant, el estilo brutal de RanXerox, los relatos de guerra de Tardi. Se perdían en los mundos oníricos de Moebius y se excitaban juntos con la Valentina de Guido Crepax. Se fija en los cómics del escaparate, nombres de superhéroes desconocidos, figuras de goma de Tintín y Milú, un póster a escala natural de una de las beldades de Milo Manara. Lo escruta todo con una intensidad rara a esa hora de la noche. Si estuviera abierto, entraría. Se diría que quiere dilatar el tiempo que queda para llegar al final, pero no es exactamente eso. Siente una desazón que nada puede remediar.
Al cabo de un rato retoma la caminata. ¿En qué momento se acaba de escribir una letra, si no puedes despegar el bolígrafo del papel? Pasa por debajo del Arco de Triunfo y entonces es consciente de que el nombre de Mai ha quedado inscrito en la ciudad. Se para y le entran ganas de llorar, pero se contiene. Se pasa la manga por la nariz y enciende otro cigarrillo. De pronto es como si la tuviera ante sí, más viva que nunca, una presencia huidiza de melena larga y translúcida, una mano ingrávida que tira de la otra punta del hilo narrativo, tensándolo. Se mira las zapatillas. Si ahora sigue caminando, el trazo no se detendrá. Hoy no hay convenciones, esto no es un juego. Se las quita y echa a andar descalzo, con las zapatillas en la mano. Duda unos segundos, sin saber hacia dónde ir, hasta que Mai le marca el rumbo, vete hacia la derecha, y se mete por el embudo de la calle Rec Comtal, hacia las estrecheces de la Ribera, buscando las calles más oscuras. Se palpa el bolsillo de detrás, donde siempre lleva la cartera. Qué bien que se haya acordado de coger dinero antes de salir de casa.
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