lunes, 3 de agosto de 2020

Adivinanzas, de Poli Délano

 


—El caso no tiene explicación —dice el informe del Inspector Salinas—, si consideramos, por un lado, que los esposos Barrenechea nunca, desde que llegaron a este distrito hace varios años, mostraron un comportamiento que se apartara de lo normal y, por otro, que según vecinos, amigos y parientes, no se les conocían enemistades de ninguna índole. Los hechos parecen indicar que el Dr. Barrenechea padeció un ataque repentino de cierto tipo de locura que lo llevó a comportarse de la forma en que lo hizo.


I
Cuando tras un golpe de ventana el hombre alto se dejó caer, con un hacha en la mano, un morral colgando del hombro y una media de mujer cubriéndole toda la cabeza, el vaso whiskero del Dr. Barrenechea se le soltó de los dedos y rodó por el suelo esparciendo su contenido sobre la alfombra, a la vez que un agudo grito de Ritta Klein de Barrenechea perforó lo que hasta ese segundo había sido una tranquila velada hogareña.
—No se muevan —dijo el hombre alto—. Sé que están solos, ya conozco sus costumbres. Nadie vendrá esta noche, tendremos tiempo de sobra para lo que vamos a hacer. Usted, señora, siéntese acá, al lado de su marido. Ningún movimiento en falso: soy un maestro con el hacha.
—¿Qué desea? —preguntó ahogado el Dr. Barrenechea.
—No se preocupe —dijo el hombre alto—. Ya lo sabrá. Podemos empezar por encender la televisión para que sus vecinos o alguien que pueda pasar, vean que todo marcha con absoluta normalidad.
—¿Y no es así? —dijo ella.
—¿Qué piensa usted?… No, la verdad es que no es así. Les aseguro, les puedo hasta jurar, que esta noche no será una noche como todas.
El fuego de la chimenea hacía crepitar los maderos y el repiqueteo de la lluvia contra los vidrios de la puerta del patio estaba disminuyendo. La voz del hombre alto se escuchaba enrarecida a través de la media, un tanto gangosa, quizás asordinada. Las formas de su cara no habrían podido distinguirse. Los gestos de la boca se distorsionaban cada vez que los labios se retorcían para pronunciar una palabra.
—¿Qué quiere? —volvió a decir el Dr. Barrenechea después de complacer al hombre alto apretando un dígito de su control remoto para poner en funcionamiento el televisor.
—Nada muy especial. Conversar un poco, recordar viejos tiempos, ajustar quizás alguna cuenta impaga.
El hombre alto, sin soltar el hacha, tomó asiento en el sillón «Morris» que daba frente al sofá donde se agazapaba desconcertada la pareja.
Cambie ese programa —dijo—. Muy ruidoso. Busque música. —Con su mano libre corrió el cierre del morral y sacó lo que podría ser un cuchillo carnicero, dejándolo sobre el pulido brazo del «Morris». La señora Barrenechea se atragantó. Luego, con esa misma mano libre, el hombre alto se quitó la media y se desapelmazó con los dedos el cabello.
El Dr. Barrenechea le clavó los ojos y por la totalidad de su expresión atravesó un destello desesperanzado, algo así como la intuición precisa de la muerte.
—Veo que aún me recuerda —dijo el hombre alto.

II
La tarde avanza, el sol se va ocultando detrás de las colinas ensangrentando el valle, y ya varios huéspedes se han retirado. Celebramos los «tijerales» de la nueva casa que ha hecho construir papá para Cecilia, que se «nos casa», como él mismo dice a cada rato, sonriendo. Yo no le veo la gracia. Aunque sólo vengo al fundo durante los meses de verano, entre el último examen de la Escuela y el primer día de clases, será aburrido, pienso, encontrar siempre al plomo de Ruperto, el «futuro» de mi hermana, que se quedará con mi padre a trabajar el fundo. Se han sacrificado varios corderos y la barbacoa ha sido regada con mucho vino, y con la chicha de manzana que trajeron los alemanes. Ya sólo vamos quedando cuatro: Ritta, la mayor de las alemanitas de la barraca que está en el bajo, donde los caminos de los montes entroncan con la carretera. Cuando se marchaban, ella le dijo al padre: «¿Me puedo quedar un rato más? Osquítar me acompaña luego a caballo». Osquítar soy yo, y siento que la sangre me hace cosquillas cuando ella dice eso. «Bueno —concede el viejo echándome encima su mirada bizca—. “Pero cuidado, eh”». Pronuncia «pero» como «perro» y no como «pero», lo que me resulta muy cargante y me da rabia, aunque en este preciso momento lo agarraría a besos al viejo. La Ritta es la mujer que más me ha gustado nunca y está como «lista para la foto» y cuando la lleve a su casa, haré que me ensillen un solo caballo.
Además de Ritta, quedan Álvaro Cuesta, mi compañero en el curso de Anatomía, el mejor amigo, que ha venido al fundo por un par de semanas, y el tío Ramiro, que está, como siempre, entre que se duerme y no se duerme, cansado y —más que nada— algo borracho. Fuera de canturrear, contar algunos chistes, reír a destajo y sabrosear la barbacoa de cordero, hemos bebido bastante, tal vez más de lo que conviene. Está también Reynaldo Domínguez, el hijo del inquilino más viejo del fundo, con su infaltable Tigre, un perrazo que ya tiene como un siglo y al que adora como a ningún humano. El resto, es decir, mi padre, los novios, mi tía Chita, se han marchado a la casa grande; los maestros de la construcción ya bajan a la carretera para alcanzar la última micro que los lleva al pueblo. Reynaldo sigue ocupado de la barbacoa, que parece un barril sin fondo, y de vaciar las garrafas en los jarros y de ahí el tinto a los vasos. Tigre se echa a sus pies, lo sigue, vuelve a echarse, va y viene.
—Ha sido muy buena fiesta —dice Ritta.
—Sí —digo yo y bajando la voz—: lástima que a tu hermana no le haya gustado mi amigo.
—Lástima —dice—. Pero parece que tu amigo es medio pavo.
—No tanto —lo defiendo—. No le gustó y punto. A lo mejor a él tampoco.
—No es como tú.
Me acerco más a ella. Apoyo la cabeza en su hombro. Ritta me da una especie de mordisco en la cabeza. Es medio salvaje.
—Buena fiesta —repite.
—Sí —repito yo—. Pero algo falta para un buen término, algo choro, emocionante, qué sé yo, un poco más de color.
—Prenderle fuego a la casa de los novios —riendo. Ella es medio salvaje.
—Ponerle un balde de vino como sombrero a tu tío, a ver si despierta —dice Álvaro, entreabriendo los ojos adormecidos.
—Capar a este huevón —se mete mi tío, acezante, señalando a mi amigo.
—Degollar a Tigre y echarlo a la barbacoa…
Antes del almuerzo, por la mañana, Álvaro y yo hemos visto degollar a uno de los corderos. Le ataron las patas de atrás y las de adelante, colgándolo luego de un gancho sujeto a la proyección de la viga mayor, con la cabeza hacia tierra; y sobre el suelo, justo debajo de su cabeza, colocaron un tiesto de greda. Luego le enterraron el cuchillo en el gaznate y lo pasearon eficientemente de lado a lado. La sangre cayó a borbotones en el tiesto. Reynaldo, el faenador, nos preguntó si queríamos probarla. Álvaro dijo que no. Yo la probé. Estaba tibia y no me produjo asco. Me gustó, diría.
—Y la sangre se la damos a Reynaldo —agregué.
Después de algunas rondas más de vino, ya casi noche, Ritta me dice que le encantó la idea del perro. Que degollemos a Tigre. Me río, ella es medio salvaje. Reynaldo está ahí, le señalo, y no lo va a permitir.
—Estamos perdidos —dice ella, apretándose a mi cuerpo y hundiendo las yemas de sus dedos en mi pierna. Yo la abrazo y una de mis manos queda aprisionada dulcemente entre su pecho y el mío. Siento la blandura de sus senos y la sangre me fluye más de prisa, el corazón se me enciende como un horno.
—No —le aseguro, siguiendo el juego—. Perdidos no. Tendrás lo que quieres, tus deseos son órdenes para mí. Degollaremos a Tigre.
—Sí, qué rico —me grita ella, radiante—. ¡Y la sangre se la damos a Reynaldo!
Reynaldo nos mira sin celebrar el chiste. Mi tío se ha dormido de una vez por todas y Álvaro parece presa de un estado cataléptico, muerto en vida. Me levanto y antes de dar dos pasos, advierto que el vino me hace bambolear y que la tierra firme ya no es segura. Camino hasta el horno y le doy una palmada en el lomo a Reynaldo.
—Vamos a degollar a Tigre —le digo sin evitar una risotada y pasándome un dedo por el cuello—. Igual que a los corderos de esta mañana.
El perro, echado casi a los pies del amo, mueve las orejas al oír su nombre.
—No, don Oscar —dice Reynaldo—. No me moleste a Tigre, que ya está viejito el pobre.
—Por eso mismo, Reynaldo —le insisto—. Justamente porque está viejito es que lo vamos a degollar. Y luego, tú te tomas su sangre, tú solo. La sangre es para ti.
Me encuclillo y agarro a Tigre por el cuello, obligándolo a levantarse al son de su propio aullido.
—¡Ven, Ritta! —le grito a mi amiga.
—Déjelo, don Oscar —me dice Reynaldo con un airecito amenazante que no me gusta.
—¡Córrete de ahí, huevón! —lo reto—. ¿A quién crees que puedes decirle lo que tiene que hacer?
Le doy otro tirón al perro, que vuelve a gemir. Entonces siento que la mano grande y potente de Reynaldo me toma del brazo y me remece.
—Ya, córtela, pues don Oscar —dice, dándome un empujón que me lanza trastabillando algunos metros. Indio infeliz, pienso, quién se cree que es este indio infeliz. Corro hasta el horno, agarro con las dos manos las tenazas de la carne y, sin consultas a la conciencia, le doy a Reynaldo un fierrazo en plena cara, que lo tira al suelo, no se sabe si aturdido o si muerto.
—Indio infeliz —le digo. Ritta ha llegado hasta mí y se deja proteger por mi abrazo.
—¿Qué quería este bruto? —pregunta.
—Pásame la soga —le digo, señalándosela, aún excitado por la violencia del golpe de tenazas.
Tigre es viejo y no se defiende. La faena resulta relativamente fácil. Después de despertar a mi tío y de sacar a Álvaro de su embrutecimiento catatónico para marcharnos hacia la casa grande, pongo con todo cuidado el tiesto donde se ha vaciado la sangre del perro junto a la cabeza de Reynaldo, para que sea lo primero que vean sus ojos cuando vuelva en sí.

III
—Sí —dijo el Dr. Barrenechea—. Sí te recuerdo. Y recuerdo por qué tienes un lado de la cara hundida. ¿Qué quieres?
—¿Usted también, señora, también se acuerda?
—Sí —dice la señora Barrenechea—. Me acuerdo de que Oscar te dio lo que te merecías. ¿Qué quieres?
—Jugar a las adivinanzas, eso es lo que quiero. Empiece usted, don Oscar, doctor Barrenechea, Osquítar.
—Mira, Reynaldo, es tarde, ¿qué pretendes, quieres dinero, qué mierda quieres?
—Empiece usted.
—¡Andate a la mierda!
El hombre alto da un salto veloz desde el «Morris» al sofá, sin soltar el hacha, y le asesta al Dr. Barrenechea una bofetada violenta en la cara.
—Aquí soy yo el que está dando las órdenes. ¡Empiece! ¡Empiece ya!
—«Una vieja larga y seca, que le corre la manteca» —dijo el doctor, casi desfalleciente de voz.
—Usted, ahora —le dijo el hombre alto a la señora.
—«Oro no es, plata no es; abre este paquete y verás qué es».
—Bien, bien, así me gusta. La vela… El plátano. A ver cuál de los dos adivina la que les voy a poner yo; aquí va: «¿quién se irá a tomar primero, la sangre del cordero?».
El doctor y su esposa se estremecieron. El hombre alto siguió:
—Adivine, don Oscar, a ver, a ver, adivínelo usted, ¿a quién vamos a degollar entre usted y yo como a un cordero, y usted, señora Ritta, adivine quién será el doctor que se va a tomar su sangre?
La señora Barrenechea —sigue el Informe Salinas— desnuda, atada de pies y manos, colgaba desde la viga mayor del salón, degollada. Su cuerpo no presentaba magulladuras, aunque la condición de su maquillaje sugiere alguna señal de violencia. Las ropas estaban dobladas cuidadosamente sobre el sofá. El cadáver del Dr. Barrenechea se hallaba tendido de espaldas a lo largo de la alfombra, a un metro de la chimenea. Sus ropas, también dobladas sobre el sofá. Tenía un cuchillo de carnicería clavado en el vientre, a la manera japonesa, y la cara toda salpicada de sangre del tiesto junto a su cabeza.

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