sábado, 23 de octubre de 2010

La condición inhumana, de Clive Barker

—¿Has sido tú, eh? —inquirió Red, sujetando al vagabundo por el hombro de la escuálida gabardina.

—¿A qué te refieres? —repuso la cara cubierta de mugre.

Analizaba al cuarteto de jóvenes que lo habían arrinconado con ojos de roedor. El túnel en el que lo habían pescado orinando se encontraba alejado de toda esperanza de ayuda; todos lo sabían, y él también.

—No sé de qué me estás hablando —aseguró.

—Te has estado mostrando a los niños —le dijo Red.

El hombre meneó la cabeza; un hilillo de baba se le escurrió por el labio y fue a caer a la mata apelotonada de barba.

—Yo no he hecho nada —insistió.

Brendan se aproximó al hombre; sus pesados pasos resonaron huecos en el túnel.

—¿Cómo te llamas? —le preguntó con engañosa amabilidad.

Aunque no poseía la actitud imponente de Red y era mas bajo, la cicatriz que marcaba la mejilla de Brendan desde la sien hasta la mandíbula sugería que conocía el sufrimiento, tanto por haberlo recibido como por haberlo infligido.


—Tu nombre —exigió—. No te lo preguntaré otra vez.

—Pope —repuso el viejo—. Señor Pope.

—¿Señor Pope? —repitió Brendan con una sonrisa—. Bien, nos hemos enterado de que has estado exhibiendo esa polla rancia a niños inocentes. ¿Qué me dices de eso?

—No —repuso Pope, meneando otra vez la cabeza—. No es cierto. Jamás he hecho una cosa así.

Al fruncir el ceño, la mugre que le cubría la cara se cuarteó como asfalto enloquecido; era una segunda piel de tizne, resultado de muchos meses. De no haber sido porque despedía una fragancia a alcohol, que cubría lo peor de sus hedores corporales, habría sido poco menos que imposible permanecer a escasos metros de él. Aquel hombre era un desecho humano, una vergüenza para su especie.

—¿Para qué te molestas? —preguntó Karney—. Apesta.

Red echó un vistazo por encima del hombro para acallar la interrupción. Karney, de diecisiete años, era el menor de todos, y de acuerdo con la inefable jerarquía del cuarteto, no tenía derecho a opinar. Al reconocer su error, cerró la boca y dejó que Red concentrara su atención en el vagabundo. Empujó a Pope contra la pared del túnel. El viejo lanzó un grito al golpearse contra el cemento; su eco quedó flotando en el túnel. Por la experiencia pasada, Karney ya sabía cómo se desarrollaría la escena a partir de ese momento, por lo que se alejó y se dedicó a observar una dorada nube de mosquitos en la boca del túnel. Aunque disfrutaba de la compañía de Red y de los otros dos —la camaradería, las raterías, las borracheras—, aquel juego en particular nunca le había gustado demasiado. No le encontraba gracia a eso de buscar un borracho perdido como Pope y darle una paliza hasta acabar con la poca cordura que le quedara en la trastornada cabeza. Aquello hacía que Karney se sintiera sucio, y no quería saber nada.

Red arrancó a Pope de la pared y le escupió a la cara una sarta de indecencias, y al no obtener una respuesta adecuada volvió a lanzarlo contra la pared del túnel por segunda vez, pero con más fuerza que la anterior; fue tras él, agarró de las solapas al hombre sin aliento y lo sacudió hasta hacerlo resonar. Pope lanzo una mirada aterrada hacia las vías. En otra época había pasado por allí un tren, que atravesaba Highgate y Finsbury Park. Pero ahora habían quitado las vías y el atajo se había convertido en parque público, muy popular entre los corredores mañaneros y los enamorados vespertinos. A aquella hora, en mitad de una calurosa tarde, las vías estaban desiertas en ambas direcciones.


—Ten cuidado, no le rompas las botellas —sugirió Catso.

—Tiene razón, quitémosle la bebida antes de reventarle la cabeza —dijo Brendan.


Al oír que iban a robarle el licor, Pope comenzo a luchar, pero sus forcejeos no hicieron más que enfurecer a su captor. Red estaba de un humor de perros. Ese día, al igual que la mayoría de aquel veranillo de San Martin, había sido aburrido y pegajoso. Un día de perros de una estación desperdiciada, sin nada que hacer ni dinero para gastar. Hacía falta un poco de entretenimiento, y le había tocado a Red como león, y a Pope como cristiano, proporcionarlo.

—Te lastimarás si te resistes —le dijo Red al viejo—, sólo queremos ver lo que llevas en los bolsillos.

—No es asunto tuyo —le espetó Pope, y por un instante habló como un hombre que en alguna ocasión estuvo acostumbrado a ser obedecido.

El altercado hizo que Karney se olvidara de los mosquitos y se fijara en la cara demacrada de Pope. Las depravaciones innombrables le habían consumido toda la dignidad y el vigor, pero bajo la mugre aún conservaba algo que seguía brillando. Karney se preguntó qué habría sido aquel hombre. ¿Un banquero? ¿Un juez, perdido ya para la ley?

Catso intervino en la pelea para registrar las ropas de Pope, mientras Red sujetaba al prisionero por el cuello, contra la pared del túnel. Pope se deshizo de las atenciones no deseadas de Catso lo mejor que pudo; sus brazos giraron como molinos de viento y los ojos se le fueron enfureciendo más y más. «No luches —lo instó Karney mentalmente—, será peor para ti si lo haces.» Pero el viejo estaba al borde del pánico, y lanzaba gruñidos de protesta que eran más animales que humanos.

—Que alguien le sujete los brazos —ordenó Catso, agachándose para esquivar el ataque de Pope.

Brendan agarró a Pope de las muñecas y le subió los brazos por encima de la cabeza para facilitar la búsqueda. Aunque ya no tenía esperanzas de soltarse, Pope siguió retorciéndose. Logró darle una fuerte patada a Red en la espinilla izquierda, por lo que recibió un golpe a cambio. Empezó a sangrarle la nariz y a caerle por la boca. Karney sabía que de la nariz le saldría mucha más. Había visto innumerables películas de gente destrozada —la brillante espiral de los intestinos; la grasa amarilla y las luces púrpura—; todo ese brillo se encontraba encerrado en el saco gris del cuerpo de Pope. Karney no supo a ciencia cierta por qué se le había ocurrido pensar en eso. Lo ponía nervioso, por lo que intento centrar su atención en los mosquitos, pero Pope no se lo permitió. Lanzó un grito de angustia cuando Catso le abrió de un tirón uno de los muchos chalecos hasta alcanzar las capas inferiores.

—¡Hijos de puta! —rugió Pope, sin importarle que los insultos le hicieran acreedor inevitable de más golpes—. ¡Quitadme de encima vuestras asquerosas manos! ¡Os matare! ¡A todos!

Red puso fin a las amenazas con un puñetazo y hubo más sangre. Pope la escupió en la cara de su atormentador.

—No me provoques —dijo con voz apenas audible—. Os lo advierto...

—Hueles a perro muerto —le dijo Brendan—. ¿Es eso lo que cres, un perro muerto?

Pope no respondió; sus ojos no se apartaron de Catso, quien se dedicó sistemáticamente a vaciarle los bolsillos de la chaqueta y los chalecos y lanzar al suelo polvoriento del túnel una patética colección de recuerdos.

—Karney, ¿quieres revisar todas estas cosas? —ordenó Red—. Fíjate si encuentras algo de valor.

Karney miró fijamente las baratijas y los lazos mugrientos, las raídas hojas de papel (¿acaso sería poeta?) y los corchos de las botellas de vino.

—No es más que basura —dijo.

—Fíjate de todos modos —insistió Red—. En una de ésas, entre tanta porquería igual encuentras dinero. —Karney no se movió—. ¡Fíjate, maldita sea!

A regañadientes, Karney se puso en cuclillas y revolvió la pila de basura que Catso seguía depositando en el polvo. A simple vista logró ver que no había nada de valor, aunque tal vez algunos de los objetos –las viejas fotografías, las notas indescifrables— podían ofrecer una pista de lo que había sido Pope antes de que la bebida y la locura incipiente ahuyentaran los recuerdos. Aunque sentía curiosidad, Karney deseaba respetar la intimidad de Pope. Era lo único que le quedaba al hombre.

—Aquí no hay nada —anunció después de efectuar un rápido examen.

Pero Catso no había concluido su búsqueda; cuanto más revolvía, sus ávidas manos descubrían más capas de ropa sucia. Pope tenía más bolsilíos que un mago maestro.

Karney levantó la vista de la pila solitaria de pertenencias y, para su incomodidad, notó que Pope lo miraba. El viejo, cansado y golpeado, ya no protestaba. Tenía un aspecto lamentable. Karney abrió las manos para indicarle que no se había quedado con nada. Como respuesta, Pope inclinó levemente la cabeza.

—¡La encontré! —aulló Catso con aire triunfal—. ¡Encontré a la hija de puta!

Y sacó una botella de vodka de uno de los bolsillos. Demasiado débil como para notar que le había sido arrebatado el suministro de alcohol, o bien demasiado cansado para preocuparse, Pope no formuló ninguna queja cuando le robaron la bebida.

—¿Algo más? —quiso saber Brendan. Había comenzado a reírse tontamente: una risa de tono agudo, indicadora de su creciente excitación—. Tal vez el muy perro tenga más de donde le sacamos ésta —sugirió, soltándole las manos a Pope y haciendo a un lado a Catso.

Este último no hizo objeción alguna por el tratamiento; había conseguido su botella y estaba satisfecho. Rompió el cuello de un golpe, para evitar la contaminación, y comenzó a beber, acuclillado entre la mugre. Red soltó a Pope al ver que Brendan se había hecho cargo de él. Estaba claro que el juego le aburría. Por otra parte Brendan apena comenzaha a tomarle gusto.

Red se dirigió a Karney y, con la punta de la bota, removió la pila formada por las pertenencias de Pope.

—Pura basura —dijo, sin demasiada convicción.

—Sí —asintió Karney, con la esperanza de que la falta de convicción de Red mareara el final de la humillación del viejo.

Pero Red le había arrojado el hueso a Brendan y no era tan tonto como para arrebatárselo otra vez. Karney conocía la capacidad de violencia de Brendan y no sentía deseo alguno de verlo otra vez en acción. Suspirando, se puso de pie y volvió la espalda a las actividades de Brendan. Sin embargo, los ecos del túnel eran demasiado elocuentes: una mezcla de puñetazos y obscenidades susurradas con un hilo de voz. Por experiencias pasadas, sabía que nada detendría a Brendan hasta que su furia se hubiera apagado. Si alguien era tan tonto como para interrumpirlo, acababa siendo víctima.

Red se paseó hasta el extremo más alejado del túnel, encendió un cigarrillo y observó con interés casual cómo castigaban al viejo. Karney echó un vistazo a Catso. Después de permanecer acuclillado, se sentó en medio de la mugre con la botella de vodka entre las piernas extendidas. Sonreía para sí, sordo a la sarta de súplicas que provenían de la boca rota de Pope.

Karney sintió ganas de vomitar. Para no tener que concentrarse en la paliza, más que por genuino interés, volvió a observar las porquerías salidas de los bolsillos de Pope, las revolvió, y recogió una de las fotos para examinarla. Era de un niño, aunque resultaba imposible adivinar si había algún parecido familiar, porque la cara de Pope era casi irreconocible. Había comenzado a cerrársele un ojo al hincharse la moradura. Karney lanzó la foto sobre el resto de los recuerdos. Al hacerlo vio un trozo de cuerda anudada que anteriormente había pasado por alto. Volvió a mirar a Pope. El ojo hinchado se le había cerrado y el otro parecía ciego. Contento de que no vigilara, Karney sacó la cuerda de donde estaba, enrollada como una serpiente en su nido, entre la basura. Los nudos le fascinaban, siempre le habían fascinado. Aunque jamás había tenido habilidad para los acertijos académicos (para él las matemáticas eran un misterio, y los detalles intrincados del lenguaje, igual), siempre le habían gustado los acertijos más tangibles. Si le daban un nudo, un rompecabezas o el horario de trenes, se desconectaba del mundo durante horas. Conservaba ese interés desde la infancia solitaria. sin padre ni hermanos con quienes entretenerse, ¿qué mejor compañía que un rompecabezas?

Le dio vueltas y vueltas a la cuerda, examinando los tres nudos hechos a intervalos de dos o tres centímetros a partir de la mitad de la cuerda. Eran grandes y asimétricos, y no parecían cumplir ninguna finalidad discernible salvo, tal vez, la de infatuar mentes como la suya. ¿Cómo si no podía explicarse su extraña construcción, salvo diciendo que quien hiciera los nudos se las había visto y deseado para crear un problema prácticamente insoluble? Dejó que sus dedos juguetearan con la superficie de los nudos, buscando instintivamente alguna amplitud, pero habían sido pergeñados con tanta brillantez que ninguna aguja, por fina que fuese, podría haber pasado entre los lazos unidos. El reto que presentaban era demasiado atrayente como para pasarlo por alto. Volvió a mirar al anciano. Al parecer, Brendan se había cansado de sus esfuerzos, y mientras Karney lo observaba, lanzó al anciano contra la pared del túnel y dejó que su cuerpo cayera al suelo. Una vez allí, lo dejó tirado. De el emanó un inconfundible olor a cloaca.

—Sí que ha estado bien —sentenció Brendan, como si acabara de salir de una vigurizante ducha. El ejercicio le había cubierto las facciones rubicundas con una capa de sudor; sonreía de oreja a oreja—. Dame un poco de vodka, Catso.

—Se ha terminado —farfulló éste volviendo la botella boca abajo—. No había más que un trago.

—Eres un mierda y un mentiroso —le dijo Brendan sin dejar de sonreír.

—¿Y qué? —repuso Catso, y lanzó la botella vacía a un lado. Se hizo añicos—. Ayúdame a levantarme —le pidió a Brendan.

Éste, sin perder su enorme buen humor, ayudó a Catso a ponerse en pie. Red ya había comenzado a salir del túnel; los demás lo siguieron.

—Oye, Karney... —dijo Catso por encima del hombro—, ¿te vienes?

—Claro.

Se puso de pie, sin despegar los ojos de la figura inerte repantigada sobre el suelo del túnel, intentando encontrar una pizca de conciencia. No logró ver nada. Echó un vistazo a sus compañeros: los tres le daban la espalda mientras caminaban por las vías. Rápidamente, Karney se metió los nudos en el bolsillo. El hurto le llevó unos instantes. Una vez que la cuerda quedó oculta a la vista de todos, se sintió invadido por una ola de triunfo que no guardaba proporción alguna con la mercancía adquirida. Imaginaba de antemano las horas de diversión que le proporcionarían los nudos. Horas en las que se olvidaría de si mismo, de su vacío; olvidaría el verano estéril y el invierno desangelado que le esperaba, olvidaría también al anciano que yacía sobre sus propios excrementos, a pocos metros de donde él mismo se encontraba.

—¡Karney! —gritó Catso.

Karney le dio la espalda a Pope y comenzó a alejarse del cuerpo y de la pila de porquería formada por sus pertenencias. A pocos pasos del final del túnel, el viejo comenzó a murmurar en su delirio. Las palabras eran incomprensibles, pero, por algún truco acústico, las paredes del túnel amplificaron el sonido. La voz de Pope viajó por el tunel, llenándolo de murmullos.

Karney no tuvo ocasión de estudiar los nudos con toda tranquilidad sino hasta mucho más tarde, esa misma noche, cuando se encontró sentado en su habitación a solas, mientras en la habitación contigua su madre lloraba en sueños. No le había dicho a Red ni a los otros que había robado la cuerda; el hurto era tan insignificante que se habrían burlado de él por mencionarlo. Además, los nudos suponían un reto personal, un reto que él enfrentaría —y que seguramente perdería— a solas.

Después de reflexionar un rato, eligió el nudo que intentarla desatar en primer lugar y se puso a trabajar. Casi de inmediato, perdió toda noción del tiempo: el problema lo absorbió por completo. Las horas de arrobada frustración pasaron sin que las notara mientras analizaba la maraña, en busca de alguna pista que le revelara el sistema oculto de los nudos. No logró encontrar ninguno. Las configuraciones, si es que tenían alguna lógica, lo superaban. Lo único que le quedaba era analizar el problema a base de ir eliminando errores. El amanecer amenazaba con devolver la luz al mundo cuando finalmente dejó la cuerda para dormir un par de horas; en toda una noche de trabajo apenas había logrado aflojar una pequeña porción del nudo.

Durante los cuatro días que siguieron el problema se convirtió en una idea fija, una obsesión hermética a la que volvía cada vez que le era posible, cogiendo el nudo con los dedos cada vez más entumecidos. El acertijo lo subyugaba como pocas cosas en su vida adulta; mientras trabajaba en el nudo estaba sordo y ciego al resto del mundo. Por las noches, sentado en su dormitorio iluminado por una lámpara, o en un parque, durante el día, llegaba a sentirse arrastrado hacia el retorcido corazón del nudo, con la mente tan concentrada que podía llegar adonde no alcanzaba la luz. A pesar de su persistencia, el desenmarañar la cuestión resultaba asunto lento. A diferencia de la mayoría de los nudos que, una vez aflojados en parte, concedían la solución total, esta estructura había sido diseñada con tanta precisión que al soltar un elemento no se lograba otra cosa que ajustar otro. Comenzó a vislumbrar que el truco consistía en trabajar por todos los extremos del nudo a igual ritmo: soltando un poco por una parte, dándole la vuelta para aflojar otra en el mismo grado, y así sucesivamente. Esta rotación sistemática, aunque tediosa, gradualmente fue dando resultados.

Durante esos días no vio a Red, a Brendan ni a Catso: su silencio sugería que echaban de menos su presencia tanto como él la de ellos. Se sorprendió cuando Catso apareció un viernes por la tarde a preguntar por él. Traía una propuesta. Él y Brendan habían encontrado una casa a punto para un atraco y querían que Karney hiciera de centinela. En el pasado, había desempeñado ese papel en dos ocasiones. En ambos casos se había tratado de atracos con escalamiento, igual que éste; en el primer caso habían logrado reunir unas cuantas alhajas vendibles, y en el segundo, varios cientos de libras. Sin embargo, esta vez se trataba de un trabajo a realizar sin la participación de Red, porque éste estaba cada vez más ocupado con Anelisa, y ella, en palabras de Catso, le había hecho jurar que no se ensuciaría las manos con asuntos de poca monta y que debía ahorrar sus talentos para golpes más ambiciosos. Karney presintió que Catso –y con toda probabilidad tambien Brendan— se moría por probar su eficacia criminal sin Red. La casa elegida era un objetivo fácil, al menos eso sostenía Catso, y Karney sería un tonto redomado si dejaba pasar la oportunidad de hacerse con un botín tan sencillo. Finalmente, cuando Catso concluyó con su perorata, Karney aceptó el trabajo, no por el dinero, sino simplemente porque al decir que sí podría volver a sus nudos mucho antes.

Mucho más tarde, esa noche, y siguiendo la sugerencia de Catso, se encontraron para echar un vistazo al lugar del golpe. El sitio resultaba, sin duda, presa fácil. Karney había pasado con frecuencia por el puente que conducía a Hornsey Lane por encima de Archway Road, pero jamás había reparado en el empinado sendero, formado en parte por escalones y en parte por una senda, que bajaba desde un costado del puente hasta el camino de abajo. La entrada era estrecha y difícil de ver, y su sinuoso recorrido se hallaba iluminado por una sola farola; su luz era oscurecida por los árboles de los jardines cuyos fondos daban al sendero mismo. Eran estos jardines, de cercas fácilmente escalables o ya derruidas, los que ofrecían un acceso perfecto a las casas. Un ladrón que utilizara el apartado sendero podía entrar y salir impunemente, sin ser visto por los viandantes que pasaran por el camino superior o el inferior. Lo único que hacía falta era contar con un centinela en el sendero para advertir la presencia de un peatón ocasional que pudiera utilizarlo. Esa sería la misión de Karney.

La siguiente fue una noche ideal para ladrones. Fresca sin llegar a ser fría; el cielo estaba nublado pero no llovía. Se reunieron en Highgate Hill, junto a los portales de la iglesia de los Hermanos Pasionarios; desde allí bajaron hasta Archway Road. Según Brendan, si se acercaban al sendero desde arriba llamarían menos la atención. Los coches patrulla de la policía solían pasar más por Hornsey Lane, en parte porque el puente resultaba irresistible a los depresivos del barrio. Para el suicida decidido, el lugar ofrecía evidentes ventajas: una de las principales era que si la caída de veinticuatro metros no te mataba, lo harían sin duda los colosales camiones que se dirigían al sur por Archway Road.

Esa noche Brendan estaba dominado por el entusiasmo, encantado de dirigir a los otros en lugar de desempeñar el papel de segundo de Red. Estaba dicharachero y en gran parte su conversación giraba en torno a las mujeres. Karney le dejó a Catso el orgullo de ir al lado de Brendan y se mantuvo detrás de ellos, a unos cuantos pasos, sin sacar la mano del bolsillo de la chaqueta, donde le esperaban los nudos. En las últimas horas, fatigado por tantas noches insomnes, la cuerda había empezado a hacer cosas raras ante sus ojos; en cierta ocasión había llegado incluso a moverse en sus manos, como si se estuviera desatando desde dentro. Incluso en ese momento, mientras se acercaban al sendero, le pareció sentir que se retorcía contra la palma de su mano.

—Joder..., fíjate en eso. —Catso señaló hacia el sendero completamente a oscuras—. Alguien ha roto la farola.

—Baja la voz —le ordenó Brendan, y los condujo hacia el sendero.

No estaba completamente a oscuras: desde Arehway Road llegaban vestigios de iluminacion. Pero como se filtraba a través de la densa mata de arbustos, el sendero quedaba de todos modos sumido en las sombras. A duras penas Karney lograba verse la mano delante de la cara. Sin duda, la oscuridad disuadiría hasta al más confiado de los peatones de utilizar el sendero. Cuando habían subido mas de la mitad del trayecto, Brendan hizo detener al grupo.

—Ésta es la casa —anunció.

—¿Estas seguro? —inquirió Catso.

—He contado los jardines. Es ésta.

La cerca que marcaba el final del jardín se encontraba en un estado deplorable; Brendan no tuvo más que manipularla brevemente —los ruidos quedaron cubiertos por el rugido de un camión rezagado que pasaba por el asfalto de más abajo— para que pudieran entrar sin problemas. Brendan avanzó por la maraña de zarzas que crecían exuberantes en el fondo del jardín; Catso fue tras él blasfemando cada vez que se pinchaba. Brendan lo mandó callar con otra maldición y luego regresó hasta donde estaba Karney.

—Vamos a entrar. Silbaremos dos veces cuando hayamos salido. ¿Te acuerdas de las señales?

—No es imbécil. ¿Eh, Karney? Lo hará bien. ¿Vamos a entrar o no?

Brendan no dijo una palabra más. Las dos figuras navegaron por las zarzas y subieron hasta alcanzar el jardín propiamente dicho. Cuando llegaron al césped y salieron de las sombras de los árboles, resultaron visibles como dos siluetas grises recortadas contra la casa. Karney los observó mientras avanzaban hacia la puerta trasera, y oyó el ruido que hizo ésta cuando Catso —el de dedos más ágiles— forzó la cerradura; luego, el duo entró en la casa. Y Karney se quedó solo.

No del todo solo. Todavía tenía a los compañeros de la cuerda. Miró hacia ambos lados del sendero; sus ojos se acostumbraron poco a poco a la penumbra color sodio. No vio ningun peatón. Satisfecho, sacó los nudos del bolsillo. Sus manos eran como fantasmas; apenas lograba ver los nudos. Pero prácticamente sin que los guiara la conciencia, sus dedos reanudaron la investigación, y por raro que pareciera, logró captar mejor el problema en unos segundos de ciega manipulación que en todas las horas precedentes. Sin poder utilizar la vista, se guió puramente por el instinto y obró maravillas. De nuevo tuvo la fantástica sensación de que el nudo tenía vida propia, como si fuera cada vez más un agente de su propio desatarse. Animado por la alegría de la victoria, deslizó sus dedos por el nudo con una precisión inspirada, encontrando justamente los hilos que debía manipular.

Volvió a echar un vistazo al sendero, para asegurarse de que estuviera vacío, y luego miró hacia la casa. La puerta estaba abierta, y no había señales ni de Catso ni de Brendan. Se concentró otra vez en el problema que tenía entre manos; estuvo a punto de echarse a reír al comprobar la facilidad con que de repente se desataba el nudo.

Sus ojos, iluminados quizá por el entusiasmo creciente, habían comenzado a jugarle una mala pasada. Unos destellos de color –extraños y de tonos innombrables— se encendieron ante él; se originaban en el corazón del nudo. La luz le iluminó los dedos a medida que trabajaban, y se volvieron translúcidos. Vio las terminaciones nerviosas, brillantes con una sensibilidad nueva, los huesecillos de los dedos, visibles hasta la médula. Entonces, tan repentinamente como habían surgido, los colores se apagaron, dejando a sus ojos embrujados en la oscuridad hasta que volvieron a encenderse.

El corazón comenzó a latirle en los oídos. Presintió que solo tardaría unos segundos en desatar el nudo. Los hilos entrelazados se iban separando; sus dedos se convirtieron en juguete de la cuerda, y no al revés. Abrió unas lazadas para pasar los otros dos nudos, tiró y tiró; lo hizo todo a instancias de la cuerda.

Volvieron los colores, pero esta vez sus dedos eran invisibles y en cambio logró ver una cosa brillar en las dos últimas vueltas del nudo. La forma se retorcía cual pez en la red y aumentaba con cada vuelta que él deshacía. Los latidos de la cabeza redoblaron su ritmo. A su alrededor, la atmósfera se había vuelto casi pegajosa, como si estuviera hundido en el barro.

Alguien silbó. Sabía que la señal tenía un significado, pero no logró recordar cuál era. Había demasiadas distracciones: el aire espeso, la cabeza que le latía, el nudo que se desataba solo en sus manos indefensas mientras la figura de su centro —sinuosa y brillante— se hinchaba y se revolvía.

Hubo otro silbido. Esta vez su urgencia lo sacó del trance. Levantó la vista. Brendan ya estaba atravesando el jardín y Catso le seguía a escasa distancia. Karney sólo tuvo un momento para registrar su aparición antes de que el nudo iniciara la fase final de su resolución. La última lazada se soltó, y la forma que se encontraba en su centro saltó a la cara de Karney, creciendo a un ritmo exponencial. Se apartó instintivamente para no perder la cabeza y la cosa pasó disparada junto a él. Asombrado, tropezó con la maraña de zarzas y cayó en un lecho de espinas. Arriba, el follaje se agitaba como si soplara un ventarrón. Le llovieron hojas y ramitas. Miró hacia arriba, a las ramas, e intentó divisar la forma, pero se había perdido de vista.

—¿Por qué no contestaste, idiota? —preguntó Brendan—. Creímos que te habías pirado.

Karney apenas se había percatado de la presencia agitada de Brendan; siguió buscando en el dosel de árboles que tenía encima de la cabeza. El hedor de barro helado le llenó la nariz.

—Será mejor que te muevas —le sugirió Brendan, trepando a la cerca rota y saltando al sendero.

Karney se esforzó por ponerse en pie, pero las espinas de las zarzas le impidieron ir de prisa porque se le enganchaban en el pelo y la ropa.

—¡Mierda! —oyó murmurar a Brendan desde el extremo opuesto de la cerca—. ¡La policía está en el puente!

Catso había llegado al final del jardín.

—¿Qué haces ahí abajo? —le preguntó a Karney.

—Ayúdame —dijo éste levantando la mano.

Catso le aferró de la muñeca y en ese momento Brendan siseó:

—¡La policía! ¡Moveos!

Catso soltó a Karney, se agacho y pasó por debajo de la cerca para seguir a Biendan, Archway Road abajo. Mareado, Karney tardó unos segundos en darse cuenta de que la cuerda con los nudos restantes le había desaparecido de la mano. No se le había caído, estaba seguro de eso. Lo más probable era que lo hubiese abandonado deliberadamente, y su única oportunidad la había tenido cuando Catso lo aferró de la muñeca. Extendió los brazos para agarrarse de la cerca desmoronada y ponerse de pie. Tenía que advertirle a Catso de lo que había hecho la cuerda, hubiera o no policía. En aquel paraje merodeaba algo peor que la ley.

Al bajar el sendero a toda carrera, Catso ni siquiera notó que los nudos habían logrado abrirse paso hasta su mano; estaba demasiado preocupado por huir. Brendan ya había huido por Archway Road. Catso echó una mirada por encima del hombro para comprobar si la policía lo seguía. No había señales de ellos. Incluso aunque comenzaran a perseguirlo ahora, no lograrían cazarlo. Pero quedaba Karney. Catso aminoró la marcha y luego se detuvo mirando hacia el sendero para comprobar si el muy idiota daba señales de seguirlo, pero ni siquiera había logrado saltar la cerca.

—Maldita sea —masculló.

¿Debería volver sobre sus pasos e ir en su busca?

Mientras titubeaba en el ensombrecido sendero, advirtió que lo que había tomado por un ventarrón entre los árboles había desaparecido repentinamente. El silencio lo dejó perplejo. Apartó la vista del sendero para observar el dosel de ramas; sus ojos asombrados se posaron en la forma que se arrastraba hacia él, llevando consigo el hedor del barro y la descomposición. Lentamente, como en un sueño, levantó las manos para impedir que la criatura lo tocase, pero lo alcanzó con sus miembros húmedos y helados y lo levantó.

Karney, que estaba trepando a la cerca, vio a Catso elevarse y desaparecer entre los árboles. También vio cómo sus piernas pedaleaban en el aire al tiempo que los artículos robados caían de sus bolsillos y saltaban sobre el sendero hacia Archway Road.

Entonces, Catso aulló, y sus piernas colgantes comenzaron a moverse enloquecidas. En lo alto del sendero, Karney oyó gritar a alguien. Un policía que hablaba con otro, supuso. Acto seguido, oyó el sonido de una carrera. Levantó la vista hacia Hornsey Lane —los oficiales aún no habían alcanzado lo alto del sendero— y luego volvió a mirar en dirección a Catso, justo a tiempo para ver cómo caía su cuerpo del arbol. Se desplomó en el suelo, inmóvil, y no tardó en ponerse de pie. Catso volvió a mirar hacia el sendero y hacia Karney. La expresión de su rostro, incluso en la oscuridad, era la de un loco. Entonces echó a correr. Contento de que Catso tuviera una ventaja inicial, Karney saltó de nuevo la cerca justo cuando dos policías aparecían en lo alto del sendero y comenzaban a perseguir a Catso. Todo aquello —el nudo, los ladrones, la persecucion, el grito y demás— ocupó unos pocos segundos, durante los cuales Karney no había osado respirar siquiera. Ahora yacía sobre una almohada espinosa de zarzas y boqueaba como un pescado, mientras al otro lado de la cerca la policía bajaba por el sendero gritándole al sospechoso.

Catso apenas oyó sus órdenes. No huía de la policía, sino de la cosa fangosa que lo había levantado para mostrarle su cara chancrosa y cortajeada. Al llegar a Archway Road, el temblor se apoderó de sus piernas. Si le fallaban las piernas, tenía la certeza de que la cosa volvería a buscarlo y posaría los labios sobre los suyos como antes. Pero esta vez no tendría fuerzas para gritar; le chuparía el aliento hasta quitarle de los pulmones la ultima gota de aire. Su única esperanza era interponer distancia entre él y su atormentador. Sin que la respiración de la bestia abandonara sus oídos, escaló la calzada hacia el sur. A medio camino advirtió su error. El horror lo había vuelto ciego a los demás peligros. Un Volvo azul —la boca de su chófer una O perfecta— lo dejó paralizado. Fascinado, quedó atrapado ante los faros como un animal; instantes después recibió un golpe súbito que lo arrojó al otro lado de la calzada, bajo las ruedas de un camión con remolque. El segundo chófer no tuvo ocasión de esquivarlo; el impacto abrió a Catso y lo lanzó bajo las ruedas.

En el jardín, allá en lo alto, Karney oyó el pánico de los frenos y al Policía, en el fondo del sendero, exclamar:

—¡Dios me libre y me guarde!

Esperó unos segundos y luego espió desde su escondite. El sendero estaba desierto tanto en lo alto como en la parte baja. Los árboles estaban en calma. Desde el camino de abajo le llegó el sonido de una sirena y el grito de los oficiales ordenando a los coches que se detuvieran. Algo más cerca, alguien sollozaba. Aguzó el oído durante unos instantes, intentando descifrar el origen del llanto, hasta que se dio cuenta de que era él quien lloraba. Con lágrimas o sin ellas, el clamor exigía su atención. Algo terrible había ocurrido, y tenía que comprobar qué era. Pero tenía miedo de pasar por la doble hilera de árboles, porque sabía lo que allí acechaba; se quedó quieto, mirando hacia las ramas, intentando localizar a la bestia. No había ruidos ni movimientos; los árboles estaban tan quietos que parecían muertos. Ahogando sus temores, salió de su escondite y comenzó a bajar por el sendero sin despegar los ojos del follaje para comprobar hasta la menor señal de la presencia de la bestia. La multitud fue aumentando y oyó sus murmullos. Se le ocurrió pensar en un muro de personas; a partir de ese momento tendría que ocultarse. Los hombres que habían visto milagros debían hacerlo.

Había llegado al lugar donde Catso se había elevado hacia los árboles; un montón de hojas y cosas robadas lo indicaban. Los pies de Karney desearon ser ligeros, recogerlo todo y alejarse a toda velocidad de aquel lugar, pero un instinto perverso lo obligaba a ir despacio. ¿Acaso quería tentar a la criatura del nudo para que le mostrara la cara? Mejor enfrentarse a ella ahora, en toda su asquerosidad, que vivir con el temor a partir de entonces, bordando su rostro y sus poderes. Pero la bestia se mantuvo oculta. Si todavía seguía en el árbol, no movió ni una uña.

Algo se retorció debajo de su pie. Karney bajó la vista y allí, casi perdida entre las hojas, estaba la cuerda. Al parecer Catso no había sido considerado digno de llevarla. Después de haber revelado algunos datos de su poder, no hizo esfuerzo alguno por aparentar ser algo natural. Se retorció en la grava como una serpiente en celo, echando hacia atrás la cabeza anudada para llamar la atención de Karney. Quiso pasar por alto sus cabriolas, pero le fue imposible. Sabía que si él no la recogía, con el tiempo lo haría algún otro: una víctima, como él, de la manía de resolver enigmas. ¿Adónde conduciría esa inocencia sino a otra huída más terrible que la primera? No, lo mejor era que recogiera la cuerda con los nudos. Al menos él conocía su potencial y en consecuencia se encontraba prevenido. Se agachó, y al hacerlo, la cuerda saltó a sus manos, enroscándose en sus dedos con tanta fuerza que casi le hizo gritar.

—Hija de puta.

La cuerda se enrolló en su mano, enlazándosele entre los dedos, extasiada por la bienvenida. Levantó la mano para observar mejor su actuación. De repente, la inquietud por los acontecimientos de Archway Road había desaparecido milagrosamente, se había evaporado. ¿Que importaban esas preocupaciones menores? No eran más que la vida y la muerte. Sería mejor que huyera ahora que tenía ocasión.

Por encima de su cabeza se sacudió una rama. Aparto la vista de los nudos y miró al árbol. Recuperada la cuerda, aquella trepidación, al igual que sus temores, se había evaporado.

—Muéstrate —dijo—. No soy como Catso, no tengo miedo. Quiero saber lo que eres.

Desde el camuflaje de hojas, la bestia acechante se inclino hacia Karney y exhaló una sola bocanada de aire helado. Olía como el río cuando había marea baja, a vegetación putrefacta. Karney se disponía a preguntarle qué era, cuando advirtió que la exhalación era la respuesta de la bestia. Todo lo que podía decir de su condición estaba contenido en esa bocanada de aire amargo y rancio. Para ser una respuesta no carecía de elocuencia. Angustiado por las imágenes que despertó, Karney se alejó del lugar. Tras sus ojos se movían unas formas heridas y lentas, envueltas por una oleada de mugre.

A escasa distancia del árbol se rompió el hechizo del aliento y Karney bebió el aire contaminado del camino como si fuera la brisa clara y limpia de los albores del mundo. Le dio la espalda a las agonías que presentía, metió la mano envuelta en la cuerda en el bolsillo, y comenzó a subir por el sendero. Detrás de él, los árboles volvieron a quedarse quietos.

Varias docenas de espectadores se habían reunido en el puente a observar los procedimientos de más abajo. Su presencia había provocado la curiosidad de los camioneros y conductores que pasaban por Hornsey Lane, algunos de los cuales aparcaron sus vehículos, se apearon y se sumaron a la multitud. La escena debajo del puente parecía demasiado remota como para despertar en Karney sentimiento alguno. Permaneció entre la multitud y miró hacia abajo con bastante desapasionamiento. Reconoció el cadáver de Catso por las ropas; poco más quedaba del que fuera su companero.

Dentro de unas horas sabía que iba a lamentarlo. Pero en ese momento no lograba sentir nada. Al fin y al cabo, Catso estaba muerto, ¿o no? Su dolor y su confusión habían acabado. Karney presintió que sería más conveniente que se ahorrara las lágrimas para aquellos cuyas agonías acababan de comenzar.

Y otra vez los nudos.

Esa noche, en su casa, intento guardarlos, pero después de los acontecimientos de la carretera habían adquirido un encanto nuevo. Los nudos sujetaban a unas bestias. Ignoraba cómo y por qué, y aunque sentía curiosidad, no le importaba demasiado. Toda su vida había aceptado que el mundo estaba plagado de misterios que una mente de sus limitados recursos no podía esperar resolver. Era la única lección verdadera que había aprendido en la escuela: él era ignorante. Ese nuevo imponderable fue uno más de una larga lista.

Sólo se le ocurrió una explicación racional, y era que de alguna manera Pope había dispuesto que él le robara la cuerda, en la plena conciencia de que la bestia liberada se vengaría de los atormentadores del anciano; no fue hasta la cremación de Catso, seis días despues, cuando Karney obtuvo cierta confirmación de su teoría. Mientras tanto, se guardó sus temores; decidió que cuanto menos hablara de la noche de los hechos, menos daño le harían. La palabra daba credibilidad a lo fantástico, otorgaba peso a unos fenómenos que si se dejaban estar, esperaba que se debilitaran lo bastante como para lograr sobrevivir.

Al día siguiente, cuando la policía fue a su casa a someterle a un interrogatorio de rutina porque era amigo de Catso, declaró desconocer las circunstancias que rodearon su muerte. Brendan había hecho otro tanto, y como parecía no haber testigos que declarasen lo contrario, no volvieron a interrogar a Karney. Lo dejaron en paz con sus pensamientos, y con los nudos.

En cierta ocasión vio a Brendan. Había esperado que le reeriminara; Brendan creía que Catso huía de la policía cuando se mató y que había sido la falta de concentración de Karney la que había impedido que les avisara de su presencia. Pero Brendan no formuló acusaciones. Había aceptado la carga de la culpa con una disposición que olía a apetito: hablaba sólo de sus fallos, y no de los de Karney. La aparente arbitrariedad de la muerte de Catso había despertado en Brendan una ternura no deseada, y Karney se moría por contarle la historia desde el principio hasta el fin. Pero presintió que no era el momento adecuado. Dejó que Brendan se desahogara y mantuvo la boca cerrada.

Y otra vez los nudos.

A veces se despertaba en mitad de la noche y tocaba la cuerda debajo de la almohada. Su presencia era reconfortante, pero la ansiedad de la cuerda misma no despertaba en él un sentimiento similar. Quería tocar los nudos restantes y examinar los acertijos que ofrecían. Pero sabía que al hacerlo tentaría a la capitulación; sucumbiría a su propia fascinación y al hambre de los nudos por la libertad. Cuando surgía semejante tentación, se obligaba a recordar el sendero y la bestia de los árboles, para despertar los horripilantes pensamientos que habían acompañado a aquel aliento. Luego, poco a poco, la angustia recordada cancelaba la curiosidad presente y dejaba en paz la cuerda. Sus ojos no la veían, pero su corazón la sentía.

Aunque sabía que los nudos eran peligrosos, no se decidió a quemarlos. Mientras poseyera ese modesto cordel, sería un hombre único; entregarlo significaría volver a su condición amorfa. No estaba dispuesto a hacerlo, aunque sospechaba que su relación diaria e íntima con la cuerda debilitaba sistemáticamente su capacidad para resistirse a su seducción.

Como no había visto nada de la cosa del árbol, empezó a preguntarse si no se habría imaginado el encuentro. En realidad, si le daban tiempo, sus poderes para racionalizar la verdad y convertirla en algo inexistente habrían ganado la partida. Pero los acontecimientos acaecidos después de la cremación de Catso pusieron fin a tan conveniente opción.

Karney había asistido solo a la ceremonia, y a pesar de la presencia de Brendan, Red y Anelisa, se había sentido solo. No tenía deseos de hablar con ninguno de los asistentes. A medida que pasaba el tiempo, le resultaba cada vez más difícil reinventar las palabras que en cierta ocasión podía haber encontrado para describir los acontecimientos. Se alejó rápidamente del crematorio antes de que nadie se acercase a hablarle, con la cabeza gacha para evitar el viento polvoriento que, a lo largo del día, había producido una sucesión de períodos nublados y soleados. Mientras caminaba, sacó un paquete de cigarrillos del bolsillo. La cuerda esperaba allí, como de costumbre, y le dio la bienvenida a sus dedos con su forma congraciadora de costumbre. La desenroscó y sacó los cigarrillos, pero había mucho viento, las cerillas se apagaban, y sus manos parecían incapaces de efectuar la simple tarea de parapetar la llama. Siguió andando hasta encontrar un callejón, y se metió en él para encender el cigarrillo. Allí le esperaba Pope.

—¿Has enviado flores? —inquirió el vago.

La primera intención de Karney fue dar media vuelta y echar a correr. Pero el camino soleado se encontraba a unos metros de distancia; no había peligro. Además, si hablaba con el anciano, quizá lograra averiguar algo.

—¿Nada de flores? —insistió Pope.

—No, nada de flores —repuso Karney . ¿Que haces tu aquí?

—Lo mismo que tú —replicó Pope—, vine a ver como quemaban al muchacho.

Sonrió irónicamente; la expresión de aquel rostro mugriento era sumamente repulsiva. Pope seguía delgado y huesudo como hacía dos semanas en el túnel, pero ahora mostraba un aire amenazante. Karney se sintió aliviado de que a sus espaldas, no muy lejos, estuviera todo soleado.

—Y para verte a ti —aclaró Pope.

Karney permaneció callado. Saco una cerilla y encendió el cigarrillo.

—Tienes algo que me pertenece —le dijo Pope. Karney no se mostró culpable—. Quiero que me devuelvas los nudos, muchacho, antes de que hagas daño en serio.

—No sé de qué me estas hablando —repuso Karney.

Su mirada se concentro sin querer en el rostro inescrutable de Pope. El callejón y sus desechos apilados se sacudieron abruptamente. Una nube debía de haber tapado el sol, porque Karney lo vio todo ligeramente oscurecido, a excepción de la figura de Pope.

—Fue una tontería que intentases robarme, muchacho. Reconozco que fui presa fácil; el error fue mío y no volverá a ocurrir. Es que a veces me siento solo. Seguro que me comprendes. Y cuando me siento solo, me da por beber.

Aunque habían pasado unos segundos desde que Karney encendiera el cigarrillo, éste se había quemado hasta el filtro sin que él le hubiera dado una sola chupada. Lo tiró, vagamente consciente de que en aquel pequeño callejón, el tiempo, igual que el espacio, se apartaban de la realidad.

—No fui yo —masculló, una defensa infantil ante todo tipo de acusaciones.

—Sí fuiste tú —repuso Pope con incontestable autoridad—. No perdamos el tiempo con mentiras. Me has robado y tu compañero pagó por ello. No puedes reparar el daño que has causado. Pero puedes evitar más daños si me devuelves ahora lo que me pertenece.

Sin darse cuenta, Karney había metido la mano en el bolsillo. Quería salir de aquella trampa antes de que se cerrara sobre él; sin duda, la solución más sencilla sería darle a Pope lo que le pertenecía por derecho. Sin embargo, sus dedos titubearon. ¿Por qué? ¿Tal vez porque los ojos de aquel matusalén eran implacables? ¿O porque devolverle los nudos a Pope le daría un control total sobre el arma que, en efecto, había matado a Catso? No obstante, había algo más; incluso si estaba en juego su cordura, Karney se sentía reacio a devolver el único fragmento de misterio que se había cruzado en su camino. Pope presintió en él la falta de disposición y sus lisonjas arreciaron.

—No me tengas miedo —le dijo—. No te haré daño a menos que me obligues. Preferiría que acabáramos este asunto pacíficamente. Más violencia, incluso otra muerte, llamarían la atención.

Karney se preguntó si aquel viejo tan desharrapado, tan ridículamente débil, sería un asesino. Sin embargo, lo que oía contradecía a lo que veía; la semilla de la autoridad que Karney había percibido la vez anterior en la voz de Pope había florecido por completo.

—¿Quieres dinero? —preguntó Pope—. ¿Es eso? ¿Si te ofreciera algo por tus molestias se sentiría tu orgullo mas aplacado? —Karney observó incrédulamente el estado ruinoso de Pope—. Tal vez no parezca un potentado, pero las apariencias suelen engañar. Además, ésa es la regla, y no la excepción. Fíjate en ti, por ejemplo. No pareces hombre muerto, pero te lo digo yo, muchacho, estás prácticamente muerto. Te prometo la muerte si continúas desafiándome.

La perorata —tan medida, tan escrupulosa— sorprendió a Karney viniendo, como venía, de labios de Pope; estaba claro que su tesis quedaba probada. Hacía dos semanas habían pescado a Pope borracho y vulnerable, pero ahora, sobrio, el hombre hablaba como un potentado: un rey loco, quizá, mezclado entre el populacho disfrazado de mendigo. ¿Rey? No, más bien sacerdote. En la naturaleza de su autoridad (incluso en su nombre) había algo que sugería una persona cuyo poder jamas se había basado solamente en la política.

—Te lo repito —dijo Pope—, dame lo que es mío.

Dio un paso hacia Karney. El callejón era un túnel estrecho que se cernía sobre sus cabezas. Si allá arriba había un cielo, Pope lo había oscurecido.

—Dame los nudos —insistió.

Su voz era suave y tranquilizadora. La oscuridad era completa. Karney sólo lograba ver la boca del viejo: sus dientes desiguales, su lengua gris.


—Dámelos, ladrón, o sufrirás las consecuencias.

—¿Karney?

La voz de Red le llego como de otro mundo. Se encontraba a unos pasos de distancia de la voz, el sol, el viento, pero durante un largo instante Karney lucho por localizarlos.

—¿Karney?

Sacó a rastras la conciencia que había quedado atrapada entre los dientes de Pope y se obligó a volver la cara para mirar el camino. Red estaba allí, parado en el sol, y Anelisa estaba a su lado. El pelo rubio de la muchacha brillaba.

—¿Qué ocurre?

—Déjanos en paz —le ordenó Pope—. Él y yo estamos discutiendo un asunto.

—¿Tienes asuntos con ese tipo? —inquirió Red a Karney.

Antes de que Karney pudiera contestar, Pope le dijo:

—Díselo. Diselo, Karney. Dile que quieres hablar conmigo a solas.

Red lanzó una mirada al anciano por encima del hombro de Karney, y le preguntó a éste:

—¿Quieres decirme qué está ocurriendo?

La lengua de Karney se esforzó por encontrar una respuesta, pero no lo logró. La luz del sol estaba tan lejos...; cada vez que la sombra de una nube surcaba la calle, temía que la luz se apagara para siempre. Sus labios se movieron en silencio para expresar su temor.

—¿Te encuentras bien? —le preguntó Red—. Karney... ¿Me oyes?

Karney asintió. La oscuridad que lo tenía atrapado comenzó a desaparecer.

—Sí... —repuso.

De repente, Pope se abalanzó sobre Karney; sus manos buscaron desesperadamente llegar a los bolsillos. El impacto del ataque lanzó a Karney, que seguía estupefacto, contra la pared del callejón. Cayó de lado, sobre una pila de cajas. Todo se vino abajo; Pope agarraba a Karney con tanta fuerza que cayó junto con él. La calma precedente —el humor negro, las amenazas circunspectas— se evaporó; Pope volvía a ser el vago idiota que escupía desatinos. Karney sintió que las manos del anciano le rasgaban las ropas y le arañaban la piel en busca de los nudos. Las palabras que le gritaba a la cara ya no le resultaban comprensibles.

Red entró en el callejón e intentó agarrar al viejo de la chaqueta, el cabello o la barba, lo primero que lograra asir, para apartarlo de su víctima. Era más fácil decirlo que hacerlo; su reacción tenía toda la furia de un ataque. Pero como Red era más fuerte, a la larga ganó la partida. Profiriendo tonterías, Pope fue puesto en pie. Red lo sujetó como si fuera un perro rabioso.

—Levántate —le ordenó a Karney—, y aléjate de él.

Karney se incorporó con dificultad entre las maderas de las cajas. En los escasos segundos de la agresión, Pope había causado un daño considerable: Karney sangraba en media docena de sitios. Tenía la ropa arrasada; la camisa estaba hecha jirones. Vacilante, se llevó la mano a la cara; los arañazos se habían hinchado como cicatrices rituales.

Red empujó a Pope contra la pared. El vagabundo seguía apopléjico, con los ojos fuera de las órbitas. Una andanada de invectivas —mezcla de inglés y galimatías— cayó sobre la cara de Red. Sin interrumpir su perorata, Pope intentó atacar otra vez a Karney, pero esta vez Red lo sujetó e impidió que sus garras tocaran al muchacho. Red sacó a Pope del callejón y lo arrastró hasta el camino.

—Te sangra el labio —dijo Anelisa, mirando a Karney con disgusto.

Karney saboreó la sangre: salada y caliente. Se llevó el dorso de la mano a la boca. Al apartarla, quedó teñida de rojo.

—Menos mal que te seguimos —dijo la muchacha.

—Sí —repuso él sin mirarla.

Estaba avergonzado de su comportamiento ante el vagabundo, y sabía que la muchacha se estaría riendo de su incapacidad para defenderse. La familia de Anelisa estaba compuesta por villanos, su padre era un héroe entre los ladrones.

Red regresó de la calle. Pope se había ido.

—¿A qué venía todo esto? —exigió saber, sacando un peine del bolsillo de la chaqueta y arreglándose el copete.

—A nada —respondió Karney.

—No me vengas con esas mierdas —rechazó Red—. Dice que le robaste algo. ¿Es cierto?

Karney lanzó una mirada a Anelisa. De no haber estado ella allí, le habría contado todo a Red, en ese mismo instante. La muchacha le devolvió la mirada y pareció leerle el pensamiento. Se encogió de hombros y se apartó para no escuchar, pateando las cajas destrozadas a medida que se alejaba.

—Nos la tiene jurada a todos, Red —dijo Karney.

—¿De qué estás hablando?

Karney bajó la vista y se miró la mano ensangrentada. Aunque Anelisa se había alejado, las palabras para explicar sus sospechas tardaron en llegar.

—Catso... —comenzó a decir.

—¿Qué pasa con él?

—Huía, Red.

Detras de él, Anelisa lanzó un suspiro de irritación. Aquello tardaba demasiado para su gusto.

—Red, llegaremos tarde —dijo.

—Espera un momento —le ordenó Red, cortante, y concentró su atención en Karney—. ¿Qué quieres decirme sobre Catso?

—El viejo no es lo que parece. No es un vagabundo.

—¿No? ¿Y qué es entonces?

La voz de Red había recuperado su tono sarcástico; sin duda, debido a la presencia de Anelisa. La muchacha se había cansado de la discreción y había regresado junto a Red.

—¿Qué es, Karney? —repitió.

Karney negó con la cabeza. ¿Qué sentido tenía explicar una parte de lo ocurrido? O intentaba relatar toda la historia o se callaba la boca. Lo más fácil era callarse la boca.

—Da igual —dijo con tono monótono.



Red le lanzó una mirada asombrada y al comprobar que no se producía aclaración alguna, dijo:

—Si tienes algo que contarme sobre Catso, me gustaría oírlo. Ya sabes dónde vivo.

—Está bien.

—Lo digo en serio —insistió Red.

—Gracias.

—¿Sabes? Catso era un buen amigo. Un poco borrachín, pero todos tenemos nuestras cosas, ¿no? No tendría que haber muerto, Karney. Fue una putada.

—Red...

—Te llama —dijo Karney.

Anelisa se había ido hasta la calle.

—Siempre me está llamando. Ya nos veremos. Karney.

—Vale.

Red le dio una palmadita en la mejilla lastimada y salió al sol, tras Anelisa. Karney no hizo ademán de seguirlos. El ataque de Pope lo había dejado tembloroso; quería esperar en el callejón hasta recuperar la compostura. Buscó la tranquilidad de los nudos y metió la mano en el bolsillo de la chaqueta. Estaba vacío. Registró los demás bolsillos. Todos vacíos, y sin embargo estaba seguro de que el viejo no había llegado a la cuerda. Tal vez se le hubiera caído durante la lucha. Karney comenzó a rastrear el callejón, y al ver que la primera búsqueda no daba resultado, revisó todo una segunda y una tercera vez, aunque ya la daba por perdida. Pope había logrado quitársela después de todo. A hurtadillas o bien por pura casualidad, había recuperado los nudos.

Con asombrosa claridad, Karney se recordó a sí mismo, de pie en el Salto del Suicida, mirando hacia abajo, hacia Archway Road, el cuerpo despatarrado de Catso, que yacía en el centro de una maraña de luces y vehículos. Se había sentido tan alejado de la tragedia...; la había visto con la misma implicación que un pájaro al vuelo. De repente, le disparaban desde el cielo. Caía al suelo, herido, aguardando sin esperanzas los terrores que le esperaban. Saboreó la sangre que le manaba del labio partido y se preguntó, deseando que el pensamiento se desvaneciera incluso antes de formarse, si Catso habría muerto instantáneamente, o si él también habría saboreado su sangre mientras yacía sobre el asfalto, mirando a la gente del puente, que todavía no se había enterado de cuán cercana estaba la muerte.

Regresó a su casa por las calles más transitadas que logró encontrar. Aunque de ese modo su lamentable aspecto atraía las miradas de las matronas y los policías, prefirió su desaprobación a arriesgarse a transitar por calles vacías, alejadas de las arterias principales. Una vez en su casa, se lavó las heridas y se cambió de ropa, y luego se sentó frente al televisor para permitir que sus miembros dejaran de temblar. Eran las últimas horas de la tarde, y hacían programas para niños: un aire de optimismo fácil infectaba todos los canales. Miraba aquellas banalidades con los ojos, pero no con la mente, aprovechando el sosiego para encontrar las palabras que describieran lo que le había ocurrido. Lo imperioso ahora era advertir a Red y a Brendan. Pope se había hecho con los nudos, y sólo sería cuestión de tiempo antes de que alguna bestia —quizá peor que la cosa de los árboles— fuera en busca de ellos. Entonces sería demasiado tarde para explicaciones. Sabía que los otros dos se mostrarían incrédulos, pero haría lo imposible para convencerlos, aunque tuviera que quedar en el peor de los ridículos. Tal vez sus lágrimas y su terror los harían reaccionar, cosa que su empobrecido vocabulario no lograría jamás.

A eso de las cinco y cinco, antes de que su madre regresara del trabajo, salió de casa y fue en busca de Brendan.

Anelisa se sacó del bolsillo el trozo de cuerda que había hallado en el callejón y lo examinó. No estaba segura de por qué se había molestado en recogerlo; en cierto modo la cuerda había encontrado la forma de llegar hasta su mano. Jugueteó con uno de los nudos, corriendo el riesgo de estropearse las uñas. Tenía media docena de cosas mejores para hacer esa tarde. Red había ido a comprar bebida y cigarrillos, y ella se había prometido tomar un baño perfumado y relajante antes de que él volviera. No tardaría tanto en desatar el nudo, estaba segura. En realidad, parecía ansioso por ser desatado: tenía la extraña sensación de que se movía. Lo más intrigante de todo eran los colores que despedía el nudo: Anelisa logró ver tonalidades violeta y rojizas. Al cabo de unos minutos llegó a olvidarse por completo del baño; eso podía esperar. Se concentró en cambio en el acertijo que tenía entre las manos. Pocos minutos después comenzó a ver la luz.

Karney le contó la historia a Brendan lo mejor que pudo. En cuanto se lanzó a hablar y comenzó desde el principio, descubrió que tenía su propio impulso y fue eso lo que lo hizo cambiar al tiempo presente con escaso titubeo. Y terminó diciendo:

—Sé que suena increíble, pero es la verdad.

Brendan no creyó ni una sola palabra, eso quedó claro en su mirada ausente. Pero en la cara llena de cicatrices había algo más que incredulidad. Karney no logro descifrar de qué se trataba hasta que Brendan lo agarró por la camisa. Sólo entonces supo el alcance de la furia de Brendan.

—No te basta con la muerte de Catso y tienes que venir aquí a contarme esas mierdas.

—Es la verdad.

—¿Y dónde carajo están los nudos?

—Ya te lo dije, los tiene el viejo. Me los quitó esta tarde. Nos va a matar, Bren. Lo sé.

Brendan lo soltó y le dijo con tono magnánimo:

—Te diré lo que voy a hacer. Voy a olvidar que me has contado todo esto.

—Pero es que no me entiendes...

—He dicho que voy a olvidar que me lo has contado. ¿Vale? Ahora, vete de aquí y llévate tus historias.

Karney no se movió.

—¿Me has oído? —gritó Brendan.

En sus ojos Karney logró apreciar una plenitud delatora. La rabia era sólo el camuflaje —apenas adecuado— de una pena para la que no tenía mecanismos de defensa. En su estado de ánimo actual ni el temor ni la discusión lo convencerían de la verdad. Karney se puso de pie.

—Perdona, ya me voy —le dijo.

Brendan mantuvo la cabeza gacha. No volvió a levantarla, y dejó que Karney se alejara. Sólo quedaba Red, él sería el último tribunal de apelación. Podía repetir la historia ahora que ya la había contado. La repetición le sería fácil. Dejó a Brendan a solas con sus lágrimas, y mentalmente comenzó a repasar las palabras.

Anelisa oyó entrar a Red por la puerta principal y lo oyó gritar varias veces una palabra. La palabra le resultaba familiar, pero tardó varios segundos de ferviente actividad mental en reconocerla como su propio nombre.

—¡Anelisa! —volvió a gritar—. ¿Dónde te has metido?

«En ninguna parte —pensó—. Soy la mujer invisible. No me busques, por favor. Dios mío, que me deje en paz.» Se llevó la mano a la boca para parar el castañeteo de sus dientes. Tenía que permanecer absolutamente quieta, y en silencio. Si movía un solo pelo, la oiría e iría en su busca. La única seguridad residía en hacerse un ovillito y taparse la boca con la palma de la mano.

Red comenzó a subir la escalera. Sin duda, Anelisa estaría cantando en el baño. Le encantaba el agua como pocas cosas. No era inusual que se pasara horas en la bañera, con los pechos rompiendo la superficie como dos islas de ensueño. A cuatro escalones del rellano, oyó un ruido en el pasillo de abajo: una tos o algo parecido. ¿Acaso estaría jugando con él? Se dio media vuelta y bajó, moviéndose con mayor sigilo. Casi al pie de la escalera, sus ojos se posaron en un trozo de cuerda que yacía sobre uno de los escalones. La levantó y, brevemente, se preguntó qué sería aquel único nudo antes de volver a oír el mismo ruido. Esta vez no pensó que se tratara de Anelisa. Contuvo el aliento, esperando que se repitiera en el pasillo. Cuando no oyó nada, metió la mano en el costado de la bota y sacó una navaja automática, un arma que llevaba encima desde la tierna edad de once años. Según el padre de Anelisa era un arma de adolescentes; pero ahora, al avanzar por el pasillo hacia la sala, agradeció al santo patrono de los cuchillos el no haber seguido el consejo del viejo criminal.

La habitación estaba a oscuras. La noche cayó sobre la casa, oscureciendo las ventanas. Red permaneció en el vano de la puerta durante largo rato, observando ansiosamente el interior en busca de algún movimiento. Y otra vez el ruido; esta vez no fue uno solo, sino una serie de sonidos. Para su alivio, notó que la fuente del mismo no era humana. Con toda probabilidad se trataría de un perro herido en alguna pelea. Y además, el ruido no provenía de la habitación de enfrente, sino de la cocina, ubicada más al fondo del pasillo. Recobrado el valor por el simple hecho de pensar que el intruso no era más que un animal, llevó la mano al interruptor y encendió la luz.

La rápida sucesión de acontecimientos que puso en marcha al hacerlo se produjo en una secuencia que no ocupó más de una docena de segundos; sin embargo, vivió cada uno de ellos con el máximo de detalles. En el primer segundo, al encenderse la luz, vio moverse una cosa en la cocina; luego, se dirigió hacia ella empuñando la navaja. Durante el tercer segundo apareció el animal, que alertado por su agresión, salió de su escondite. Corrió hacia él: era una imagen borrosa de carne reluciente. Su repentina proximidad le resultó sobrecogedora; su tamaño, el calor que despedía su cuerpo humeante, la boca enorme que dejaba escapar un aliento podrido. Red empleó el cuarto y el quinto segundos para evitar el primer ataque, pero al sexto aquella cosa dio con él. Sus brazos desnudos agarraron a Red. Lanzó un navajazo al aire y le abrió una herida, pero ésta se cerró, al tiempo que la bestia aferraba a Red con un abrazo mortal. Más por accidente que por verdadera intención, la navaja se clavó en la carne de aquella cosa y un calor líquido le salpicó la cara a Red. Apenas lo notó. Siguieron los últimos tres segundos, en los que el arma, resbaladiza por la sangre, se le escapó de la mano y quedó clavada en la bestia. Desarmado, intentó desasirse de aquel abrazo mortal, pero antes de poder apartarse, la enorme cabeza inconclusa se acerco a él —las fauces enormes como un túnel— y de un solo golpe se bebió todo el aire de sus pulmones. Era todo el aliento que Red poseía. Su cerebro, privado de oxígeno, produjo una serie de fuegos artificiales para celebrar su inminente partida: petardos, estrellas, girándulas. La pirotecnia fue brevísima; pronto se hizo la oscuridad.

Arriba, Anelisa escuchaba los caóticos sonidos e intentaba reunirlos para encontrarles un sentido, pero le fue imposible. Fuera lo que fuese lo que hubiera ocurrido, había acabado en silencio. Red no fue en su busca. Pero tampoco la bestia. Tal vez, pensó, se habrían matado. La simplicidad de la solución la satisfizo. Esperó en su cuarto hasta que el hambre y el aburrimiento calmaron su ansiedad; entonces bajó.

Red yacía donde el segundo engendro de la cuerda lo había soltado, con los ojos muy abiertos para observar los fuegos de artificio. La bestia estaba acuclillada en el extremo de la habitación, hecha una ruina. Al verla, Anelisa se apartó del cuerpo de Red y fue hacia la puerta. La bestia no intentó acercarse a ella, se limitó a seguirla con los ojos hundidos, la respiración entrecortada y unos pocos movimientos muy entorpecidos.

Iría a buscar a su padre, decidió, y abandonó la casa, dejando la puerta principal entreabierta.

Seguía entreabierta cuando, media hora más tarde, llego Karney. Aunque después de dejar a Brendan tenía la intención de ir directamente a casa de Red, le había faltado valor. Había vagado sin rumbo fijo hacia el puente sobre Archway Road. Allí había permanecido durante largo rato, observando el tráfico que pasaba debajo y bebiendo de la media botella de vodka que había comprado en Holloway Road. Se había quedado sin dinero, pero con el estómago vacío, el licor había sido potente, y le había aclarado las ideas. Había llegado a la conclusión de que morirían todos. Tal vez la culpa la tenía él, por robar la cuerda; de todos modos, lo más probable era que Pope los castigara por los crímenes perpretados contra su persona. Ahora, lo más que podían esperar —que él podía esperar— era una brizna de comprensión. Eso le bastaría, decidió, obnubilado por el alcohol: simplemente morir un poco menos ignorante de lo que había nacido. Red lo entendería.

Estaba ahora en el umbral de la puerta y llamó al muchacho por su nombre. No recibió respuesta alguna. El vodka que había bebido lo tornó osado y, gritando otra vez el nombre de Red, entro en la casa. El pasillo estaba a oscuras, pero había luz en un cuarto del fondo y hacia ella fue. La atmósfera de la casa era bochornosa, como el interior de un invernadero. En la sala hacia todavía más calor, porque allí se enfriaba Red, soltando su calor al ambiente.

Karney bajó la vista y se quedó mirándolo el tiempo suficiente como para notar que con la mano izquierda aferraba la cuerda y que en ésta sólo quedaba un nudo. Tal vez Pope había estado allí y, por algún motivo, había dejado la cuerda. Fuera como fuese, su presencia en la mano de Red ofrecía una posibilidad de vivir. Esta vez, juró mientras se acercaba al cuerpo, destruiría la cuerda para siempre. La quemaría y esparciría sus cenizas a los cuatro vientos. Se agachó para quitársela de la mano a Red. La cuerda presintió su proximidad y saltó, manchada de sangre, de la mano del muerto a la de Karney, y se le enrolló entre los dedos, dejando una huella. Asqueado, Karney miró el último nudo. El proceso que tan doloroso esfuerzo le costara iniciar había cobrado ahora su propio impulso. Desatado el segundo nudo, el tercero comenzaba prácticamente a aflojarse solo. Al parecer, seguía necesitando de un agente humano —¿por qué si no había saltado con tanta prontitud a su mano? —, pero a pesar de ello, estaba muy cerca de resolver su propio misterio. Era imperioso que destruyera la cuerda rápidamente antes de que el nudo se desatase.

Entonces notó que no estaba solo. Además del muerto, había allí cerca otra presencia viva. Apartó la vista del nudo retozante cuando alguien le habló. Las palabras no tenían sentido alguno. Ni siquiera eran palabras, sino más bien una serie de sonidos lastimeros. Karney recordó el aliento de la cosa del sendero y la ambigüedad de los sentimientos que había despertado en él. En aquel momento experimentó la misma ambigüedad: junto al temor creciente tuvo la sensación de que la voz de la bestia hablaba de pérdidas, fuera cual fuese su lengua. Se sintió embargado por la piedad.

—Muéstrate —le dijo, sin saber si entendería o no.

Pasaron unos cuantos instantes temblorosos. Entonces salió por la puerta del extremo opuesto. La luz de la sala era buena, y Karney tenía buena vista, pero la anatomía de la bestia desafió su comprensión. En su silueta deformada y palpitante había algo simiesco, como si hubiera nacido prematuramente. Su boca se abrió para emitir otro sonido; sus ojos, sepultados bajo la frente sangrante, eran inescrutables. Comenzó a arrastrarse desde su escondite para atravesar la habitación y dirigirse hacia él; con cada paso, ponía a prueba la cobardía de Karney. Al llegar al cadáver de Red, se detuvo, levantó un miembro destrozado e indicó un lugar en el pliegue del cuello. Karney vio el cuchillo; sería el de Red, supuso. Se preguntó si no estaría intentando justificar su muerte.

—¿Que eres? —le preguntó.

Meneó la pesada cabeza. De su boca salió un gemido prolongado. Y de repente, levantó el brazo y señaló en dirección a Karney. Al hacerlo, dejó que la luz le cayera de lleno en el rostro, y Karney pudo ver los ojos debajo de las pobladas cejas: eran como gemas gemelas atrapadas en la bola herida del cráneo. Su brillo y su lucidez le revolvieron el estómago. Y seguía señalando en su dirección.

—¿Que quieres? —le preguntó Karney—. Dime lo que quieres.


Dejó caer el miembro pelado e hizo ademán de pasar por encima del cadáver en dirección a Karney, pero no tuvo ocasión de revelar sus intenciones. Desde la puerta principal llegó un grito que la detuvo en seco.

—¿Hay alguien? —preguntó una voz.

En el rostro de la bestia se dibujó el panico —los ojos demasiado humanos se movieron en sus orbitas—, y se alejó, rumbo a la cocina. El visitante, quienquiera que fuese, volvió a gritar; su voz sonó más cercana. Karney miró el cadáver y luego vio que tenía la mano ensangrentada. Sopesó sus posibilidades, se retiró de la habitación y entro en la cocina. La bestia había huido: la puerta trasera estaba abierta de par en par. A sus espaldas, Karney oyó al visitante encomendarse a Dios cuando vio los restos de Red. Titubeó en las sombras. ¿Sería correcto huir? ¿No sería mejor quedarse allí y tratar de encontrar una forma de llegar a la verdad? El nudo, que seguía moviéndose en su mano, lo decidió: lo prioritario era destruirlo. En la sala, el visitante marcaba el número de la policía; utilizando su monólogo aterrado como tapadera, Karney cubrió los metros que le quedaban hasta alcanzar la puerta y huyó.

—Te ha llamado alguien —le gritó su madre desde lo alto de la escalera—; ya me ha despertado dos veces. Le dije que no...

—Lo siento, mamá. ¿Quién era?

—No me lo quiso decir. Le dije que no volviera a llamar. Si telefonea otra vez dile que no quiero que vuelva a llamar a estas horas de la noche. Que hay gente que tiene que madrugar.

—Sí, mamá.

Su madre desapareció del rellano, cerró la puerta y se metió en su cama solitaria. Karney se quedó temblando en el vestíbulo, con la mano en el bolsillo apretada alrededor del nudo. Seguía moviéndose, retorciéndose en todas direcciones, contra los confines de su palma, buscando un sitio, por pequeño que fuera, en el que soltarse. Pero no se lo permitía. Buscó el vodka que había comprado horas antes; con una sola mano destapó la botella y bebió. Cuando tomaba un segundo sorbo, sonó el teléfono. Dejó la botella y levantó el auricular.

—¿Diga?

Llamaban desde una cabina; sonó un «pip», depositaron unas monedas y una voz dijo:

—¿Karney?

—¿Sí?

—Por el amor de Dios, me matará.

—¿Quién habla?

—Brendan. —No sonaba como la voz de Brendan, era demasiado chillona, demasiado llorosa—. Me matará si no vienes.

—¿Pope? ¿Es Pope?

—Está loco. Tienes que venir al cementerio de coches, en la cima de la colina. Dale...

Se cortó la comunicación. Karney colgó. En su mano, la cuerda hacía acrobacias. Abrió la mano; en la escasa luz que provenía del rellano, el nudo restante brilló. En su centro, como en el centro de los otros dos nudos, se produjeron chispazos de color. Cerró de nuevo el puño, recogió la botella de vodka y volvió a salir.

El cementerio de coches se había vanagloriado en cierta época de la presencia de un doberman perpetuamente irascible, pero al perro le había salido un tumor la primavera anterior y había atacado salvajemente a su amo. Después del incidente lo sacrificaron y no volvieron a comprar un sustituto. La pared de hierro corrugado fue, a partir de aquel momento, muy fácil de trasponer. Karney trepó a ella y bajó al terreno lleno de grava y cenizas. En el portón de entrada, una farola iluminaba la colección de vehículos particulares y comerciales amontonados allí. La mayoría estaban desahuciados: eran camiones abiertos y camiones cisterna herrumbrados, un autobús que se había llevado por delante un puente a toda velocidad, una especie de archivo policial fotográfico de coches, alineados o apilados, víctimas de accidentes diversos.

Comenzando por el portón de entrada, Karney efectuó una búsqueda sistemática por el terreno, intentando andar con cuidado, pero en el extremo noroeste del cementerio no encontró señal alguna de Pope ni de su prisionero. Con el nudo en la mano, comenzó a avanzar por el recinto; la luz tranquilizadora del portón temblaba a cada paso que daba. Un poco más adelante, entre dos de los vehículos. vio unas llamas. Se quedo quieto e intentó interpretar el intrincado juego de sombras y fuego. A sus espaldas oyó un movimiento; se volvió, previendo a cada latido del corazón un grito, un golpe. No hubo nada. Recorrió el cementerio a sus espaldas —la imagen de la llama amarilla le bailaba en la retina—, pero lo que se había movido permanecía ahora quieto.

—¿Brendan? —susurró, mirando hacia el fuego.

En un retazo de sombras, frente a él, se movió una silueta; Brendan salió de la oscuridad tambaleándose y cayó de rodillas sobre las cenizas, muy cerca de donde se encontraba Karney. Incluso en la engañosa luz, Karney logró ver que Brendan había sido apaleado salvajemente. Llevaba la camisa llena de manchas demasiado oscuras como para ser otra cosa que sangre; tenía el rostro crispado por el dolor presente o el que previsiblemente le llegaría. Cuando Karney avanzó hacia él, Brendan se escudó como un animal maltratado.

—Soy yo, Karney —le dijo éste.

—Dile que pare —le pidió Brendan, levantando la cabeza machacada.

—Todo saldrá bien.

—Por favor, dile que pare.

Brendan se llevó las manos al cuello. Un collar de cuerda le rodeaba la garganta, y de él partía una traílla que se internaba en la oscuridad, entre dos vehículos. Allí, sujetando el otro extremo de la traílla, estaba Pope. Sus ojos brillaban con las sombras, aunque ninguna fuente de luz se reflejara en ellos como para permitir aquel brillo.

—Ha sido muy sensato por tu parte el haber venido —le dijo Pope—. Lo habría matado.

—Suéltalo —le ordeno Karney.

—Primero dame el nudo —dijo Pope, negando con la cabeza.

Salió de su escondite. Karney esperaba que se le hubiese desprendido el disfraz de vagabundo, revelando su verdadero rostro —cualquiera que este fuese—, pero no fue así. Vestía las mismas ropas harapientas de siempre, pero su control de la situación era incontestable. Dio un tirón a la cuerda y Brendan se desplomó, ahogándose; sus manos aferraron en vano el nudo que le apretaba la garganta.

—Basta ya —le ordenó Karney a Pope—. Tengo el nudo, maldito seas. No lo mates.

—Dámelo.

Cuando Karney avanzaba hacia el anciano, algo gritó en el laberinto del cementerio. Karney reconoció el sonido; Pope también. No había posibilidad de error: era la voz de la bestia desollada que había matado a Red, y estaba muy cerca. La cara sucia de Pope se tiñó de una nueva urgencia

—¡Date prisa! —apremió—. O lo mato.

Había extraído un cuchillo de desollar de la chaqueta. Tiró de la traílla y obligó a Brendan a acercarse.

La queja de la bestia aumentó de tono.

—¡El nudo! —gritó Pope—. ¡Dámelo!

Avanzó hacia Brendan y le puso la hoja del cuchillo en la cabeza rapada.

—No lo hagas —le dijo Karney—, toma el nudo.

Antes de que lograra respirar, por el rabillo del ojo notó un movimiento y algo caliente le agarró la muñeca. Pope lanzó un grito de rabia, y Karney se volvió para ver a la bestia escarlata a su lado, mirándolo con ojos fantasmales. Karney forcejeó para soltarse, pero la bestia meneó su enloquecida cabeza.

—¡Mátala! ¡Mátala! —aulló Pope.

La bestia observó a Pope y, por primera vez, Karney vio en aquellos ojos pálidos una mirada inequívoca: un odio muy puro. Brendan lanzó un grito agudo y Karney miro en su dirección: el cuchillo de desollar se deslizó en su mejilla. Pope retiró la hoja y dejó que el cadáver de Brendan cayera hacia adelante. Antes de que este tocara el suelo, el anciano se dirigió hacia Karney; cada una de sus zancadas revelaba unas intenciones asesinas. Atemorizada, la bestia soltó a Karney justo a tiempo para que éste evitara el primer ataque de Pope. Hombre y bestia se separaron y echaron a correr. Karney resbaló en las cenizas y por un instante sintió cernirse sobre el la sombra de Pope, pero logro esquivar el segundo cuchillazo por milímetros.

—No podrás salir —se jacto Pope al verle correr. El viejo se mostraba tan confiado de su trampa que ni siquiera se molestó en perseguirlo—. Estás en mi territorio, muchacho. No hay modo de salir.

Karney se ocultó entre dos vehículos y comenzó a volver sobre sus pasos en dirección al portón, pero sin saber cómo, había perdido el sentido de la orientación. Una hilera de mastodontes herrumbrados conducía a otra, tan parecida que no lograba distinguirlas. Ignoraba dónde lo conduciría aquella maraña, pero al parecer no había escapatoria; no volvería a ver la farola del portón, ni el fuego de Pope, en el extremo del cementerio. Aquello se había convertido en un coto de caza, y él en la presa; adondequiera que lo llevaba el sendero, la voz de Pope lo seguía tan de cerca como sus propios latidos.

—Entrégame el nudo, muchacho —le decía—, entrégamelo y no te obligaré a comerte tus propios ojos.

Karney estaba aterrorizado, pero presentía que a Pope le ocurría otro tanto. La cuerda no era una herramienta asesina, como Karney había creído siempre. Fuera cual fuese la razón de su existencia, el viejo no ejercía sobre ella dominio alguno. En ese hecho basaba las escasas posibilidades de supervivencia. Había llegado el momento de desatar el último nudo; lo desataría y esperaría las consecuencias. ¿Podrían ser peores que morir a manos de Pope?

Karney encontró un refugio adecuado al lado de un camión incendiado; se puso en cuclillas y abrió el puño. Incluso en la oscuridad logró sentir que el nudo se movía para deshacerse; lo ayudó lo mejor que pudo.

—No lo hagas, muchacho —le sugirió Pope, fingiendo una humanidad impropia en él—; sé lo que estás pensando, y créeme, será tu fin.

Era como si a las manos de Karney les hubieran brotado dedos adicionales: ya no estaban a la altura de solucionar el problema. Su mente era una galería de retratos de muerte: Catso tirado en la calzada del camino; Red en la alfombra, Brendan soltándose de las manos de Pope mientras el cuchillo se deslizaba de su cabeza. Se esforzó por apartar de si esas imágenes, guiando como podía su sitiado intelecto. Pope había concluido su monólogo. El único sonido que se oía en el cementerio de coches era el murmullo lejano del tráfico; provenía de un mundo que Karney dudaba en volver a ver. Manoseó desmañadamente el nudo como si fuera un hombre ante una puerta cerrada con un manojo de llaves, probando una, luego la siguiente, y la siguiente, con la certeza de que la noche se cernía sobre su cabeza. «De prisa. de prisa». se dijo. Pero su anterior destreza lo había abandonado por completo.

Entonces oyó un siseo que cortaba el aire; Pope había dado con el, vio su cara triunfante al lanzar el golpe asesino. Karney se echó a rodar desde la postura en la que se encontraba, pero la hoja le alcanzo en la parte superior del brazo, abriéndole una herida desde el hombro hasta el codo. El dolor le dio velocidad, y el segundo golpe fue a dar contra la cabina del camión, sacando chispas en vez de sangre. Antes de que Pope lograra acuchillarlo otra vez, Karney se alejó sangrando copiosamente. El viejo salió en su persecución. pero Karney fue más veloz. Se metió detrás de un autocar y, mientras Pope iba tras él resollando, se agachó y se ocultó debajo del vehículo. Pope paso de largo justo cuando Karney sofocaba un sollozo de dolor. La herida que acababan de infligirle le había incapacitado la mano izquierda. Apretando el brazo contra el cuerpo para reducir al mínimo el esfuerzo sobre el musculo destrozado, intento concluir el maldito trabajo que había comenzado en el nudo, utilizando los dientes como segunda mano. Ante él aparecieron destellos de luz blanca: no tardaría en desmayarse. Respiró profundamente y con regularidad a través de las fosas nasales, mientras sus dedos tiraban febrilmente del nudo. Ya no veía ni lograba sentir el nudo en la mano. Trabajaba a ciegas, como lo había hecho en el sendero, y ahora, como entonces, sus instintos empezaron a suplir sus fuerzas. El nudo comenzó a bailar ante sus labios, ansioso por soltarse. Se encontraba a escasos momentos de la solución.

Tan concentrado estaba que no vio el brazo que se tendía hacia él hasta que se sintió arrastrar de su santuario y se quedo mirando hacia arriba los ojos brillantes de Pope.

—Basta de juegos —dijo el viejo, y soltó a Karney para arrancarle la cuerda de los dientes.

Karney intentó moverse un poco para evitar que Pope lo agarrara, pero el dolor del brazo era tan agudo que no pudo. Cayo hacia atrás lanzando un grito al tocar el suelo.

—Te sacare los ojos —dijo Pope, y el cuchillo descendió.

Sin embargo, el golpe cegador jamás llegó. Una silueta malherida salió de su escondite, detrás del viejo, y tironeó de las dos puntas de su gabardina. Pope recuperó el equilibrio en pocos momentos y se dio la vuelta. El cuchillo alcanzó a su contrincante, y Karney abrió los ojos nublados de dolor para ver a la bestia desollada retroceder con la mejilla abierta hasta el hueso. Pope fue tras ella para rematarla, pero Karney no se quedó a mirar. Tendió la mano para sujetarse del camión y se incorporó con el nudo apretado aún entre los dientes. A sus espaldas, Pope maldecía; Karney supo que había abandonado la matanza para seguirlo. Sabía también que lo alcanzaría, pero tambaleándose salió de entre los dos vehículos. ¿En qué dirección se encontraba el portón? No tenía idea. Sus piernas pertenecían a un comediante, y no a él; tenían articulaciones de goma, no servían para otra cosa que para hacerlo caer de nalgas. Avanzó dos pasos y las rodillas cedieron. Del suelo se elevó un olor de cenizas empapadas de gasolina.

Desesperado, se llevó la mano sana a la boca. Los dedos encontraron una lazada. Tiró con todas sus fuerzas y, milagrosamente, el nudo se deshizo. Escupió la cuerda al sentir que surgía un calor que le tostaba los labios. La cuerda cayó al suelo, roto su sello ultimo, y de su centro se materializó el último de los prisioneros. Apareció sobre las cenizas como un niño enfermo, con unos vestigios de miembros, la cabeza pelada demasiado grande para el cuerpecito marchito, cuya carne era tan pálida que parecía translúcida. Agitó los brazos paralíticos en un vano esfuerzo por enderezarse cuando Pope avanzó hacia ella, ansioso por cortarle la indefensa garganta. Evidentemente, aquella incipiente forma de vida no era lo que Karney había esperado del tercer nudo; le daba asco.

Entonces habló. Su voz no era el maullido de un crío sino la de un hombre, aunque provenía de la boca de la criatura.

—¡Ven a mí! ¡Deprisa! —gritó.

Cuando Pope se inclinaba para asesinar a la criatura, el aire del cementerio de coches se llenó de un olor a fango y las sombras liberaron un ser espinoso, de vientre bajo, que se deslizó por el suelo, hacia él. Pope retrocedió cuando la criatura —tan inacabada en su estado de reptil como su hermano simiesco— se cerró sobre el extraño infante. Karney esperaba que devorase aquel montoncito de carne, pero el niño pálido levantó los brazos, como dándole la bienvenida, al tiempo que la bestia del primer nudo se enroscaba sobre él. Al hacerlo, la segunda bestia mostró su rostro fantasmal, gimiendo de placer. Posó sus manos sobre el niño y acunó el cuerpo deformado en sus brazos espaciosos, completando la atroz familia de reptil, mono y niño.

Sin embargo, la unión no se había completado aún. Cuando las criaturas se unieron, sus tres cuerpos comenzaron a desintegrarse, transformándose en lazos de una sustancia color pastel; incluso cuando sus anatomías comenzaban a disolverse, los restos iniciaban una nueva configuración: cada filamento se iba urdiendo con otros. Estaban atando otro nudo, al azar pero, aun así, inevitable, mucho más complicado que los que Karney había logrado tener entre sus manos. De las piezas del antiguo rompecabezas surgía otro nuevo, quizá insoluble, pero, mientras que los otros habían sido inacabados, éste sería completo y acabado. ¿Qué sería?

Mientras la madeja de nervios y músculos se movía hacia su condición final, Pope aprovechó la ocasión que se le presentaba. Avanzó a toda velocidad, con el rostro enloquecido al ver la unión, y hundió el cuchillo de desollar en el corazón del nudo. Pero el ataque no llegó a tiempo. Un miembro con jirones luminosos se desenroscóo del cuerpo y envolvió la muñeca de Pope. La gabardina se prendió fuego y las carnes de Pope comenzaron a arder. Aulló y dejó caer el arma. El miembro lo soltó a su vez, para volver al ovillo; dejó al hombre tambaleándose hacia atrás y acunándose el brazo humeante. Al parecer, Pope estaba perdiendo la cordura; sacudía la cabeza lastimeramente. Por un instante, sus ojos se encontraron con los de Karney y un relumbre astuto los iluminó. Estiró el brazo, cogió al muchacho por la herida y lo apretó con fuerza. Karney gritó, pero sin prestar atención a su prisionero, Pope lo alejó a rastras de la cosa que estaba terminando su formación y lo metió en el refugio del laberinto.

—No me hará daño —dijo Pope para sí—, no si tú estas a mi lado. Siempre tuvo debilidad por los niños. —Empujó a Karney delante de él—. Buscaré los papeles..., luego me ire.

Karney no sabía si estaba vivo o muerto; no le quedaban fuerzas para deshacerse de Pope. Se limitó a seguir al viejo, arrastrándose la mitad del trayecto, hasta que llegaron a su destino: un coche sepultado detrás de una montaña de vehículos herrumbrados. Le faltaban las ruedas; a través del chasis le había crecido un arbusto que ocupaba el asiento del conductor. Pope abrió la puerta trasera, murmurando satisfecho, y se inclinó hacia el interior, dejando a Karney acurrucado contra la puerta. No tardaría en desmayarse; Karney lo deseaba vehementemente. Pero Pope lo necesitaba aún. Retiró un librito de su escondite, debajo del asiento del coche,y susurró:

—Ahora nos vamos. Tenemos asuntos que tratar.

Karney gimió cuando lo empujó.

—Cierra la boca —le dijo Pope abrazándolo—, mi hermano tiene oídos.

—¿Tu hermano? —murmuró Karney, intentando encontrar algún sentido a lo que se le acababa de escapar a Pope.

—Hechizado, hasta que apareciste tú —le dijo Pope.

—Bestias —masculló Karney, al asaltarle las imágenes mezcladas de reptiles y simios.

—Humanos —replicó Pope—. La evolución es el nudo de la cuestión, muchacho.

—Humanos. .. —repitió Karney.

Y cuando la palabra hubo abandonado sus labios, sus ojos doloridos vieron una forma brillante sobre el coche, a espaldas de su torturador. Sí, era humano. Todavía húmedo por su renacimiento, el cuerpo estaba surcado de las heridas heredadas, pero era triunfalmente humano.

Pope vio el reconocimiento reflejado en los ojos de Karney. Lo agarró, y se disponía a utilizar su cuerpo herido como escudo cuando intervino su hermano. El hombre redescubierto tendió las manos desde lo alto del techo y sujetó a Pope por el estrecho cuello. El viejo chilló y, retorciéndose, se soltó, alejándose a toda velocidad por las cenizas. Pero el otro inició una aullante persecución, alejándolo de Karney.

Desde una gran distancia, Karney oyó la última súplica de Pope antes de que su hermano lo venciera; entonces, las palabras se transformaron en grito, un grito que Karney esperaba no volver a oír en su vida. Y después, el silencio. La criatura no regresó, por lo que Karney se sintió agradecido, a pesar de la curiosidad.

Minutos mas tarde, cuando logró reunir energías suficientes como para salir del cementerio de coches —la luz volvía a brillar en el portón, como un faro para los extraviados—, encontró a Pope tirado boca abajo en la grava. Aunque hubiera tenido fuerzas, una pequeña fortuna no lo habría persuadido de darle la vuelta al cadaver. Le bastaba con ver cómo las manos del muerto habían cavado la tierra durante el tormento, y cómo las brillantes ristras de intestinos, antes tan prolijamente enrolladas en el abdomen, asomaban por debajo del cuerpo. El libro que Pope se había tomado tanto trabajo en recuperar estaba a su lado. Karney se agachó para recogerlo; la cabeza le daba vueltas. Era una pequeña recompensa por la noche de horrores que había soportado. En el futuro próximo se formularía preguntas que jamas podría contestar, acusaciones contra las que tenía muy poca defensa. Pero a la luz de la farola del portón, notó que aquellas páginas manchadas le recompensaban mucho más de lo que había imaginado. Copiados con letra meticulosa, y acompañados de diagramas complicados, allí estaban los teoremas de la olvidada ciencia de Pope: los dibujos de nudos para asegurar el amor y ganar fama; lazos para dividir almas y unirlas; para hacer fortunas y niños; para causar la ruina del mundo.

Después de un breve examen, escaló el portón y saltó a la calle. A esa hora estaba desierta. En el lado opuesto, en el edificio piopiedad del ayuntamiento, había varias luces; eran habitaciones donde los enfermos esperaban a que amaneciera. En vez de exigir más a sus miembros exhaustos, Karney decidió esperar donde se encontraba hasta parar un coche que lo llevase adonde pudiera contar su historia. Tenía mucho con qué entretenerse. Aunque le daba vueltas la cabeza y sentía el cuerpo entumecido, en su interior vibraba una lucidez como jamás había experimentado. Llegó a los misterios contenidos en las páginas del libro prohibido de Pope como a un oasis. Bebiendo profusamente de aquellas páginas, ansiaba con rara excitación el peregrinaje que le esperaba.


Traducido por Celia Filipetto

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