viernes, 15 de octubre de 2010

¡Magia!, de Sergio Bizzio

—Yo leo el pensamiento —dijo Julián.

Hacía media hora que Ronnie estaba sentado en el borde de la barranca, con las piernas colgando y la vista clavada en el río. Eran las once de la mañana de un día de fines de ene­ro y hacía mucho calor, tanto que se veía. El muelle al final de la playa, el isleño que cruzaba el río en canoa, los juncos al otro lado de la barranca, todo ondulaba impreso en una delgadísima tela inexistente (pero transparente). Ronnie al­zó la vista y vio a un chico de su misma edad (12 años). Era el chico que había estado observándolo de lejos un rato an­tes. Un chico con cara de nada, regordete y de pelo lacio, con un flequillo que le cubría las cejas. Ronnie no lo había oído llegar. Durante un segundo se mostró sorprendido, pe­ro enseguida lo descartó y volvió a mirar el río. El chico le dijo entonces que leía el pensamiento.

—¿Por qué decís que tengo cara de boludo? —añadió.

—¿Yo dije eso?

—No, bueno, no lo dijiste, lo pensaste —dijo Julián.



A Ronnie le pareció que no había nada desafiante en el chico, ningún motivo para levantarse o ponerse en guardia. Se limitó a mirarle las zapatillas por encima del hombro. Eran unas zapatillas nuevas, demasiado llamativas, con re­fuerzos plateados que brillaban al sol y una suela verde con espejitos de acrílico en los bordes. Julián siguió la mirada de Ronnie y por un momento los dos se mantuvieron calla­dos observando las zapatillas. Después Ronnie señaló con el mentón al isleño que cruzaba el río en canoa y dijo:

—¿Qué está pensando el tipo aquel, a ver?

—No puedo, está muy lejos... —dijo Julián negando con la cabeza. Hizo una pausa y añadió—: Recién pensaste "sí, es cierto”. ¡Y claro, está lejos! Dejá que se acerque un po­co y te digo. A propósito, me llamo Julián.

A Ronnie le llamó la atención el modo de hablar del chico: un tono sereno, sin titubeos, con palabras anticua­das. Volvió a mirarlo. Era formal, era prolijo. Llevaba puesto un jean planchado con una raya filosa y una reme­ra blanca con la cara del pato Donald. Ronnie tuvo la im­presión de que era un pobre chico sometido a una madre obsesiva que le elegía la ropa más fea del mundo y lo obli­gaba a ponérsela, pero no fue eso lo que lo impactó sino imaginar a la madre pasándole orgullosa un peine por el flequillo. Entonces oyó que Julián decía:

—No, no es así...

Se estremeció. ¿Le había leído el pensamiento? Julián empezó a reírse.

—No, no puede ser... ¿Sabés qué está pensando el señor de la canoa? Que no llega a ver el partido. ¡Está cruzando todo ese río para ver un partido! ¡Rema doscientos metros contra la corriente para ir a ver un partido! Qué bárbaro, mirá que hay gente que... Bueno, en fin. —Se puso serio de golpe—. Esa fue la última prueba que te doy. Leo el pensa­miento y me acerqué a vos porque sé que vos también te­nés un poder.

—¿Y eso quién te lo dijo? —dijo Ronnie.

—Nadie. Vos. Andaba por acá (mis padres están allá haciendo un asado) y te vi y no pude evitar leerte el pen­samiento. Estabas pensando usar tu poder contra vos mismo. ¿Qué poder tenés? ¿Por qué querés usarlo contra vos? Ok, sea lo que sea: no lo hagas, por favor. Te encon­tré y te salvé. Somos dos, ahora.

Julián dijo esto con aire solemne y se acomodó para una respuesta a la altura de sus palabras. Ronnie se levan­tó despacio, como si le pesara el cuerpo, y lo miró entre ceja y ceja. Le dijo:

—Es cierto. Tengo un poder y es terrible y estaba pen­sando usarlo contra mí. Pero lo que voy a hacer es usarlo contra vos. Te voy a hacer desaparecer.

—¿¡Hacés desaparecer gente!? —chilló Julián.

Ronnie levantó la mano y la abrió como una garra so­bre la cara de Julián, que empezó a transpirar. Le tembla­ban los párpados, los labios, incluso movía las orejas.

—No... no, por favor... —dijo—. Esperá un minuto... pensemos...

—No tengo nada que pensar con vos, gordo boludo. Da­me un segundo y vas a ver lo que te pasa...

—¡No, esperá! ¿En un segundo podés hacerme desaparecer? ¡Mi mamá me va a matar!

—Tu mamá no te va a matar porque no te va a ver más... —dijo Ronnie y acercó la garra a la cara de Julián. Julián cayó de rodillas.

—Levantate —le ordenó Ronnie.

Julián negó con la cabeza, llorando y moqueando. —Perdoname, perdoname —decía—, soy nuevo acá, no conozco a nadie, estaba aburrido y creí que nuestro en­cuentro iba a ser genial: no lo pensé. Ronnie escupió a un costado como un adulto y, lenta­mente, aflojó los dedos, dejó caer el brazo.

—Andá, volá —le dijo—, si te encuentro de nuevo voy a ser el último en verte.

Julián caminó unos metros en dirección al lugar donde es­taban sus padres sin dejar de mirar a Ronnie. Después giró de golpe y se echó a correr a todo lo que daba. Tropezó, se levantó, corrió tan desordenadamente que era imposible sa­ber si lo que hacía era huir o tratar de recuperar el equilibrio.

Ronnie volvió a sentarse. El isleño estaba ahora bastan­te más cerca. Una mancha de transpiración oscurecía un triángulo invertido de su camisa a rayas. Era, seguro, su mejor prenda, y se la había puesto para ver el partido, pe­ro también para cruzar el río... Ronnie alzó la mano en dirección al isleño y en el acto el río estuvo otra vez de­sierto. En el agua no quedaron ni las ondas del último im­pulso de los remos. Después alzó su mano sobre su cara. Pensó que el gesto de la mano en forma de garra había si­do siempre una impostación, algo que no hacía falta para que su poder se hiciera efectivo. En más de una ocasión había hecho desaparecer gente sin necesidad de ese gesto: lo usaba para asustar, era una amenaza, y también un chis­te, porque sus víctimas no le creían y a él le gustaba que se rieran antes de evaporarse.

Dos manos de mujer, frías a pesar del calor, aparecie­ron desde atrás y le cubrieron los ojos. La voz de Suki (17 años) preguntó:

—¿Quién soy?

—Suki —dijo Ronnie.

Ella lo soltó y, antes de que su espalda quedara comple­tamente apoyada en el pasto, Ronnie ya estaba echado so­bre ella. Se besaron.

—¿Hacía mucho que estabas? —preguntó Suki.

—No, media hora, menos.

—Yo llegué puntual, pero vi que estabas con alguien y no me quise acercar... ¿Quién era?

—Nada, un pibe que dice que lee el pensamiento.

—¿En serio? ¿Dijo eso?

—Te juro.

Suki se rió. A Ronnie le encantaba la risa de Suki. "¿Por qué el pato Donald cuando sale del baño lleva una toalla en la cintura y después anda siempre desnudo?" Así era la risa de Suki.

—Te extrañé... —le dijo Ronnie.

—Yo también... —dijo Suki. Lo abrazó con fuerza y, antes de separarse para besarlo de nuevo, hizo (a espaldas de Ronnie) reaparecer en el río al isleño en su canoa. El isleño se pasó el dorso de una mano por la frente como si acaba­ra de recuperarse de un desvanecimiento y volvió a remar.

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