Tengo una caja de cartón a la que llamo “la caja de los tesoros”. Seguramente a nadie le podrían parecer tesoros más que a mí. Hay un soldado de plomo del ejército napoleónico al que le falta un brazo, un yoyo “profesional” Russell, un cortaplumas roto, una brújula con el cristal astillado, una figurita de El Zorro (la única que me quedó de las miles que junté cuando era chico) y una postal que me envió una novia desde alguna playa. En la postal solamente se ve una ola, y nada más, y en el reverso ella me escribió: “¿Viste alguna vez una postal más estúpida que ésta?” Si cualquier persona se asomara a esa caja (desde luego, ese acto sería castigado con la pena de muerte) no podría advertir cuál es el objeto más extraño de todos, y quizás el más precioso: un pedacito de papel viejo, quebradizo, casi quemado, encerrado en un sobre. En el papel no puede leerse casi nada. Es apenas una huella.
Cuando tenía doce años empecé a dibujar historietas. En ese momento la mayoría de los chicos leían las revistas mexicanas de Batman, Superman, Fantomas, La Pequeña Lulú, y las chicas Susy, Secretos del corazón; a mí me gustaban, en cambio, las de terror. Era difícil conseguirlas, no estaban en todos los quioscos sino en ferias de plazas o en viejas librerías. Había dos: Doctor Tetrick y Doctor Mortis. En una de ellas vi una página —en la revista decía que era la única que se conservaba— de un dibujante llamado Ashton Forbes. A partir de ahí empecé a seguir los pasos de Forbes y pude conocer su historia, aunque de poco me sirvió.
En una minúscula revista de historietas que publicaban (bueno, fotocopiaban en realidad) unos amigos, puse un aviso llamando a los interesados en Ashton Forbes. A pesar de que la revista debía tener una venta que rara vez superaba los treinta ejemplares, alguien me contestó. La carta que me mandó estaba firmada sólo con unas iniciales: L.M. Jamás hubiera imaginado que la “L” era de Lucía.
Cuando entré en el bar vi que la única persona que tenía la revista “Doctor Tetrick” sobre la mesa era una chica. Me presenté, combinando un desconcertado tartamudeo con algunos gestos con las manos, por completo incomprensibles. (En ese tiempo uno no esperaba que las chicas se dedicaran a las revistas de terror. Nunca supe muy bien en qué se interesaban las chicas. Hubo un momento en que no existían en absoluto para mí, y un tiempo después ya eran tan importantes, que tampoco pude detenerme a mirar qué cosas les gustaban. Existían, y eso era suficiente.)
Lucía era terriblemente alta. Me llevaba una cabeza y media. (Pero de eso me enteré sólo al salir del bar.) Creo que los dos estábamos nerviosos, y si no hubiera sido por Forbes, cada uno hubiera salido corriendo por su lado. Teníamos pocos datos de Forbes, pero entre los dos reconstruimos parte de su historia.
Ashton Forbes era un dibujante norteamericano que se había venido a vivir a Buenos Aires en 1956. Es posible que estuviera escapando de algo. Durante un año trabajó en la ciudad dibujando historietas para la revista “El espanto de lo cotidiano”. Después se fue a Córdoba y nada más se supo de él. Quizá volvió a Estados Unidos, o se murió, o puso un hotel en las sierras. También había dibujado algunas tapas de novelas policiales de la Editorial Tor, libros de páginas y portadas amarillas. Aunque los dibujos no llevaban firma, me parecía reconocer su estilo en algunas novelas de Edgar Wallace y Gastón Leroux.
Le pregunté a Lucía si había conseguido alguna revista de “El espanto de lo cotidiano” y se rió.
—No existe un solo ejemplar en todo el mundo.
—¿Se perdieron?
—No. Se autodestruyeron.
Lucía iba mucho más adelantada que yo en la investigación sobre Forbes. Había logrado ubicar a un viejo guionista que vagamente recordaba la historia de los veinte números de “El espanto de lo cotidiano”. La publicaba la editorial Nocturno; su dueño había tenido la mala suerte de comprar el papel más barato que había en plaza, y que probablemente había entrado de contrabando. Ese papel, se supo más tarde, tenía unas características muy curiosas: envejecía aceleradamente y era alérgico a la tinta. Apenas las revistas salían a la venta comenzaba su lento proceso de desintegración. Las destruía la luz. Cinco años después del cierre de la editorial (“El espanto de lo cotidiano” fue un fracaso total) no quedaba un solo ejemplar. Todos se habían vuelto cenizas.
El editor murió poco después y de los originales de Forbes nunca se supo nada. La única página publicada que se salvó (y que yo había descubierto en Doctor Tetrick) había sido salvada del devastador efecto de la luz porque su dueño la había recortado, guardándola entre las páginas de un manual de cocina. No la guardó por los dibujos, sino porque en el reverso había una receta: “El espanto de lo cotidiano” incluía una sección de cocina. Platos típicos de Transilvania, qué comía Edgar Poe entre botella y botella, especialidades de la cocina caníbal (se podían reemplazar algunos ingredientes).
Cuando salí del bar me importaba mucho menos Ashton Forbes y sus malditas páginas inexistentes que volver a ver a Lucía, aunque salir con ella me trajera algunos problemas en el cuello. Fuimos una tarde al cine de la parroquia que quedaba a la vuelta de casa para ver “Cuentos de ultratumba”: a mí me asustó tanto que estuve a punto de irme de la sala, pero como ella resistía, me llevé las manos a la cara y espiando apenas por entre las rendijas de los dedos pude llegar hasta el final. Creo que una semana después la invité a mi casa para ver “El cuervo”, con Vincent Price y Peter Lorre en “Sábados de súper acción”.
A los tres días me llamó por teléfono. Había ido a casa de un viejo coleccionista a cambiarle unas Billiken del año treinta que había encontrado en su casa por algunas revistas de terror importadas. El canje no debía haber sido muy ventajoso para Lucía, porque apenas se cerró el trato el viejo empezó a saltar de contento. Y hasta le confesó:
—Tengo un ejemplar de “El espanto de lo cotidiano”, donde está la historieta “El cuarto de arriba”, de Ashton Forbes. Es el último ejemplar que existe.
Lucía le ofreció toda su colección de historietas por la revista, pero el viejo se negó. Al final le arrancó el permiso para que fuéramos juntos a ver la revista. El hombre dudó, pero finalmente aceptó: a veces los coleccionistas se cansan de tener algo cuyo valor todos ignoran, y quieren divulgar, aunque sea por unos instantes, su secreto al mundo.
Un sábado a la mañana fuimos a Flores, hasta un caserón en ruinas, cerca de la estación de tren. Cruzamos la verja oxidada: entre los altos pastos amarillos había figuras de piedra que parecían dibujos de Forbes. El viejo nos recibió con pocas palabras y nos condujo al primer piso de la casa.
Había una habitación entera destinada a “El espanto de lo cotidiano”. El coleccionista encendió una lámpara de luz roja, que no dañaba el papel. Vi, en el suelo, una caja de cristal negro. El viejo la abrió: allí estaba el ejemplar de una especie extinguida, la última huella del paso de Forbes por el mundo. Pero no habíamos venido solamente a mirar la revista. Eramos traidores, y habíamos organizado todo para fotografiar las páginas. A la hora señalada el teléfono sonó y el viejo no tuvo más remedio que dejamos solos para hablar con uno de mis amigos, que trataría de entretenerlo durante diez minutos, consultándolo sobre revistas desaparecidas. Sólo el gato estaba con nosotros.
Yo suponía que los breves golpes de flash no le harían daño a las páginas. No había notado, mientras Lucía pasaba hoja tras hoja, que el papel se ennegrecía con cada relámpago. No tuvimos tiempo de leer la historieta, ni siquiera de mirar los dibujos. Cuando terminamos la revista se había convertido en sesenta páginas indescifrables, manchas grises contra el papel amarillo.
Ya se oían los pasos del viejo en la escalera. Escondí la cámara, pero no podía ocultar la revista. Lucía fue más rápida que yo: abrió la puerta, de la que llegaba la luz implacable de una ventana, y atrapó al gato, colgándoselo de la camisa. Cuando el viejo vio que la puerta estaba abierta, entró corriendo, horrorizado; Lucía simulaba defenderse del pobre gato. Dijo que la había atacado y que casi se muere del susto. El coleccionista ni siquiera la miró: sus ojos estaban clavados en la revista que, con la nueva luz, ya no sólo se desdibujaba sino que comenzaba a hacerse polvo ante nuestros ojos. En medio del caos alcancé a guardar un papelito que se desprendió.
¿Creyó el viejo la mentira de Lucía? Nunca supimos si quiso vengarse burdamente del animal, o sutilmente de nosotros, porque agarró al gato, le retorció el cuello, y lo tiró escaleras abajo. Nosotros habíamos empezado nuestra huida apenas oímos el crack. El cuerpo del animal cayó a mis pies.
Nunca hablamos con nadie de lo que había pasado. Ni siquiera entre nosotros. Durante unos quince días dijimos que éramos novios y nos besamos en las plazas vacías, pero eran tiempos en que todo pasaba rápido y no sé muy bien cómo pero nos alejamos (ella se mudó a otro barrio, yo cambié de colegio, pero a lo mejor son cosas que no tuvieron nada que ver, aunque seguramente les echamos la culpa). Evitamos siempre hablar de ese día, pero no sé si fue por culpa o por miedo. Porque cuando revelamos las fotografías para hacerlas publicar, vimos que la historia que había contado Ashton Forbes era la de unos chicos que en busca de una revista rara visitan a un coleccionista, y cuando están solos allá arriba, en la oscuridad, se confiesan que todo aquello no era otra cosa que un pacto de amor... Nunca supimos cómo terminaba la historieta, porque a pie de página decía “continuará”, y como ya no quedaban ejemplares en el mundo, la aventura había sido cancelada para siempre.
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