jueves, 7 de octubre de 2010

Los ojos de Lina, de Clemente Palma

El teniente Jym de la Armada inglesa era nues­tro amigo. Cuando entró en la Compañía Inglesa de Vapores le veíamos cada mes y pasábamos una o dos noches con él en alegre francachela. Jym había pasado gran parte de su juventud en Norue­ga, y era un insigne bebedor de wisky y de ajenjo; bajo la acción de estos licores le daba por cantar con voz estentórea lindas baladas escandinavas, que después nos traducía. Una tarde fuimos a despedirnos de él a su camarote, pues al día si­guiente zarpaba el vapor para San Francisco. Jym no podía cantar en su cama a voz en cuello, como tenía costumbre, por razones de disciplina naval, y resolvimos pasar la velada refiriéndonos histo­rias y aventuras de nuestra vida, sazonando las relaciones con sendos sorbos de licor. Serían las dos de la mañana cuando terminamos los visitan­tes de Jym nuestras relaciones; sólo Jym faltaba y le exigimos que hiciera la suya. Jym se arre­llanó en un sofá; puso en una mesita próxima una pequeña botella de ajenjo y un aparato para des­tilar agua; encendió un puro y comenzó a hablar del modo siguiente:

No voy a referiros una balada ni una leyenda del Norte, como en otras ocasiones; hoy se trata de una historia verídica, de un episodio de mi vida de novio. Ya sabéis que, hasta hace dos años, he vivido en Noruega; por mi madre soy noruego, pero mi padre me hizo súbdito inglés. En Norue­ga me casé. Mi esposa se llama Axelina o Lina, como yo la llamo, y cuando tengáis la ventolera de dar un paseo por Christhianía, id a mi casa, que mi esposa os hará con mucho gusto los ho­nores.


Empezaré por deciros que Lina tenía los ojos más extrañamente endiablados del mundo. Ella te­nía diez y seis años y yo estaba loco de amor por ella, pero profesaba a sus ojos el odio más rabioso que puede caber en corazón de hombre. Cuando Lina fijaba sus ojos en los míos me deses­peraba, me sentía inquieto y con los nervios cris­pados; me parecía que alguien me vaciaba una caja de alfileres en el cerebro y que se esparcían a lo largo de mi espina dorsal; un frío doloroso galopaba por mis arterias, y la epidermis se me erizaba, como sucede a la generalidad de las per­sonas al salir de un baño helado, y a muchas al tocar una fruta peluda, o al ver el filo de una navaja, o al rozar con las uñas el terciopelo, o al escuchar el frufrú de la seda o al mirar una gran profundidad. Esa misma sensación experimentaba al mirar los ojos de Lina. He consultado a varios médicos de mi confianza sobre este fenómeno y ninguno me ha dado la explicación; se limitaban a sonreír y a decirme que no me preocupara del asunto, que yo era un histérico, y no sé qué otras majaderías. Y lo peor es que yo adoraba a Lina con exasperación, con locura, a pesar del efecto desastroso que me hacían sus ojos. Y no se li­mitaban estos efectos a la tensión álgida de mi sistema nervioso; había algo más maravilloso aún, y es que cuando Lina tenía alguna preocupación o pasaba por ciertos estados psíquicos y fisioló­gicos, veía yo pasar por sus pupilas, al mirarme, en la forma vaga de pequeñas sombras fugitivas coronadas por puntitos de luz, las ideas; sí, seño­res, las ideas. Esas entidades inmateriales e in­visibles que tenemos todos o casi todos, pues hay muchos que no tienen ideas en la cabeza, pasaban por las pupilas de Lina con formas inexpresables. He dicho sombras porque es la palabra que más se acerca. Salían por detrás de la esclerótica, cruzaban la pupila y al llegar a la retina destella­ban, y entonces sentía yo que en el fondo de mi cerebro respondía una dolorosa vibración de las células, surgiendo a su vez una idea dentro de mí.

Se me ocurría comparar los ojos de Lina al cris­tal de la claraboya de mi camarote, por el que veía pasar, al anochecer, a los peces azorados con la luz de mi lámpara, chocando sus estrafalarias cabezas contra el macizo cristal, que, por su es­pesor y convexidad, hacía borrosas y deformes sus siluetas. Cada vez que veía esa parranda de ideas en los ojos de Lina, me decía yo: ¡Vaya! ¡Ya están pasando los peces! Sólo que éstos atra­vesaban de un modo misterioso la pupila de mi amada y formaban su madriguera en las cavernas oscuras de mi encéfalo.

Pero ¡bah!, soy un desordenado. Os hablo del fenómeno sin haberos descrito los ojos y las be­llezas de mi Lina. Lina es morena y pálida: sus cabellos undosos se rizaban en la nuca con tan adorable encanto, que jamás belleza de mujer al­guna me sedujo tanto como el dorso del cuello de Lina, al sumergirse en la sedosa negrura de sus cabellos. Los labios de Lina, casi siempre entre­abiertos, por cierta tirantez infantil del labio su­perior, eran tan rojos que parecían acostumbrados a comer fresas, a beber sangre o a depositar la de los intensos rubores; probablemente esto úl­timo, pues cuando las mejillas de Lina se encen­dían, palidecían aquéllos. Bajo esos labios había unos dientes diminutos tan blancos, que ilumina­ban la faz de Lina, cuando un rayo de luz jugaba sobre ellos. Era para mí una delicia ver a Lina morder cerezas; de buena gana me hubiera de­jado morder por esa deliciosa boquita, a no ser por esos ojos endemoniados que habitaban más arriba. ¡Esos ojos! Lina, repito, es morena, de cabellos, cejas y pestañas negras. Si la hubierais visto dormida alguna vez, yo os hubiera pregun­tado: ¿De qué color creéis que tiene Lina los ojos? A buen seguro que, guiados por el color de su cabellera, de sus cejas y pestañas me habríais respondido: negros. ¡Qué chasco! Pues, no, se­ñor; los ojos de Lina tenían color, es claro, pero ni todos los oculistas del mundo, ni todos los pin­tores habrían acertado a determinarlo ni a repro­ducirlo. Los ojos de Lina eran de un corte per­fecto, rasgados y grandes; debajo de ellos una línea azulada formaba la ojera y parecía como la tenue sombra de sus largas pestañas. Hasta aquí, como veis, nada hay de raro; éstos eran los ojos de Lina cerrados o entornados; pero una vez abier­tos y lucientes las pupilas, allí de mis angustias. Nadie me quitará de la cabeza que, Mefistófeles tenía su gabinete de trabajo detrás de esas pupi­las. Eran ellas de un color que fluctuaba entre todos los de la gama, y sus más complicadas com­binaciones. A veces me parecían dos grandes es­meraldas, alumbradas por detrás por luminosos carbunclos. Las fulguraciones verdosas y rojizas que despedían se irisaban poco a poco y pasa­ban por mil cambiantes, como las burbujas de jabón, luego venía un color indefinible, pero uni­forme, a cubrirlos todos, y en medio palpitaba un puntito de luz, de lo más mortificante por los to­nos felinos y diabólicos que tomaba. Los hervo­res de la sangre de Lina, sus tensiones nerviosas, sus irritaciones, sus placeres, los alambicamientos y juegos de su espíritu, se denunciaban por el co­lor que adquiría ese punto de luz misteriosa.

Con la continuidad de tratar a Lina llegué a tra­ducir algo los brillores múltiples de sus ojos. Sus sentimentalismos de muchacha romántica eran ver­des, sus alegrías, violadas, sus celos amarillos, y rojos sus ardores de mujer apasionada. El efec­to de estos ojos en mí era desastroso. Tenían so­bre mí un imperio horrible, y en verdad yo sentía mi dignidad de varón humillada con esa especie de esclavitud misteriosa, ejercida sobre mi alma por esos ojos que odiaba como a personas. En va­no era que tratara de resistir; los ojos de Lina me subyugaban, y sentía que me arrancaban el alma para triturarla y carbonizarla entre dos chispazos de esas miradas de Luzbel. Por último, con el alma adiente de amor y de ira, tenía yo que bajar la mirada, porque sentía que mi mecanismo ner­vioso llegaba a torsiones desgarradoras, y que mi cerebro saltaba dentro de mi cabeza, como un abejorro encerrado dentro de un horno. Lina no se daba cuenta del efecto desastroso que me ha­cían sus ojos. Todo Christhianía se los elogiaba por hermosos y a nadie causaban la impresión te­rrible que a mí: sólo yo estaba constituido para ser la víctima de ellos. Yo tenía reacciones de orgullo; a veces pensaba que Lina abusaba del po­der que tenía sobre mí, y que se complacía en humillarme; entonces mi dignidad de varón se sublevaba vengativa reclamando imaginarios fue­ros, y a mi vez me entretenía en tiranizar a mi novia, exigiéndola sacrificios y mortificándola has­ta hacerla llorar. En el fondo había una intención que yo trataba de realizar disimuladamente; sí, en esa valiente sublevación contra la tiranía de esas pupilas estaba embozada mi cobardía: haciendo ¡orar a Lina la hacía cerrar los ojos, y cerrados .os ojos me sentía libre de mi cadena. Pero la pobrecilla ignoraba el arma terrrible que tenía con­tra mí; sencilla y candorosa, la buena muchacha tenía un corazón de oro y me adoraba y me obe­decía. Lo más curioso es que yo, que odiaba sus hermosos ojos, era por ellos que la quería. Aun cuando siempre salía vencido, volvía siempre a luchar contra esas terribles pupilas, con la espe­ranza de vencer. ¡Cuántas veces las rojas fulgu­raciones del amor me hicieron el efecto de cien cañonazos disparados contra mis nervios! Por amor propio no quise revelar a Lina mi esclavitud.

Nuestros amores debían tener una solución co­mo la tienen todos: o me casaba con Lina o rom­pía con ella. Esto último era imposible, luego te­nía que casarme con Lina. Lo que me aterraba, de la vida de casado, era la perduración de esos ojos que tenían que alumbrar terriblemente mí vejez. , Cuando se acercaba la época en que de­bía pedir la mano de Lina a su padre, un rico ar­mador, la obsesión de los ojos de ella me era insoportable. De noche los veía fulgurar como as­cuas en la oscuridad de mí alcoba; veía al techo y allí estaban terribles y porfiados; miraba a la pared y estaban incrustados allí; cerraba los ojos y los veía adheridos sobre mis párpados con una tenacidad luminosa tal, que su fulgor iluminaba el tejido de arterías y venillas de la membrana. Al fin, rendido, dormía, y las miradas de Lina lle­naban mí sueño de redes que se apretaban y me estrangulaban el alma. ¿Qué hacer? Formé mil planes; pero no sé sí por orgullo, amor, o por una noción del deber muy grabada en mí espíritu, ja­más pensé en renunciar a Lina.

El día en que la pedí, Lina estuvo contentísima. ¡Oh, cómo brillaban sus ojos y qué endiablada­mente! La estreché en mis brazos delirante de amor, y al besar sus labios sangrientos y tibios tuve que cerrar los ojos casi desvanecido.

-¡Cierra los ojos, Lina mía, te lo ruego!

Lina, sorprendida, los abrió más, y al verme pá­lido y descompuesto me preguntó asustada, co­giéndome las manos:

-¿Qué tienes, Jym?... Habla. ¡Dios Santo¡ ... ¿Estás enfermo? Habla.

-No ... perdóname; nada tengo, nada... -le respondí sin mirarla.

-Mientes, algo te pasa...

-Fue un vahído, Lina... Ya pasará...

-¿Y por qué querías que cerrara los ojos? No quieres que te mire, bien mío.

No respondí y la miré medroso. ¡Oh!, allí esta­ban esos ojos terribles, con todos sus insoporta­bles chísporroteos de sorpresa, de amor y de in­quietud. Lina, al notar mí turbado silencio, se alar­mó más. Se arrodilló sobre mis rodillas, cogió mí cabeza entre sus manos y me dijo con violencia:

-No, Jym, tú me engañas, algo extraño pasa

en ti desde hace algún tiempo: tú has hecho algo malo, pues sólo los que tienen un peso en la con­ciencia no se atreven a mirar de frente. Yo te conoceré en los ojos, mírame, mírame.

Cerré los ojos y la besé en la frente.

-No me beses, mírame, mírame.

-¡Oh, por Dios, Lina, déjame! ...

-¿Y por qué no me miras? -insistió casi llo­rando.

Yo sentía honda pena de mortificarla y a la vez mucha vergüenza de confesarle mí necedad: -No te miro, porque tus ojos me asesinan; porque les tengo un miedo cerval, que no me explico, ni pue­do reprimir-. Callé, pues, y me fui a mí casa, después que Lina dejó la habitación llorando.

Al día siguiente, cuando volví a verla, me hi­cieron pasar a su alcoba: Lina había amanecido enferma con angina. Mí novia estaba en cama y la habitación casi a oscuras. ¡Cuánto me alegré de esto último! Me senté junto al lecho, le hablé apasionadamente de mis proyectos para el futuro. En la noche había pensado que lo mejor para que fuéramos felices, era confesar mis ridículos su­frimientos. Quizá podríamos ponernos de acuer­do... Usando anteojos negros... quizá. Después que le referí mis dolores, Lina se quedó un mo­mento en silencio.

-¡Bah, que tontería! -fue todo lo que contestó.

Durante veinte días no salió Lina de la cama y había orden del médico de que no me dejaran entrar. El día en que Lina se levantó me mandó llamar. Faltaban pocos días para nuestra boda, y ya había recibido infinidad de regalos de sus ami­gos y parientes. Me llamó Lina para mostrarme el vestido de azahares, que le habían traído du­rante su enfermedad, así como los obsequios. La habitación estaba envuelta en una oscura penum­bra en la que apenas podía yo ver a Lina; se sentó en un sofá de espaldas a la entornada ven­tana, y comenzó a mostrarme brazaletes, sortijas, collares, vestidos, una paloma de alabastro, di­jes, zarcillos y no sé cuánta preciosidad. Allí es-

taba el regalo de su padre, el viejo armador: con­sistía en un pequeño yate de paseo, es decir, no estaba el yate, sino el documento de propiedad; mis regalos también estaban y también el que Lina me hacía, consistente en una cajita de cris­tal de roca, forrada con terciopelo rojo.

Lina me alcanzaba sonriente los regalos y yo, con galantería de enamorado, le besaba la mano. Por fin, trémula, me alcanzó la cajita.

-Mírala a la luz -me dijo- son piedras pre­ciosas, cuyo brillo conviene apreciar debidamente.

Y tiró de una hoja de la ventana. Abrí la caja y se me erizaron los cabellos de espanto; debí ponerme monstruosamente pálido. Levanté la ca­beza horrorizado y vi a Lina que me miraba fija­mente con unos ojos negros, vidriosos e inmó­viles. Una sonrisa, entre amorosa e irónica, ple­gaba los labios de mi novia, hechos con zumos de fresas silvestres. Salté desesperado y cogí vio­lentamente a Lina de la mano.

-¿Qué has hecho, desdichada?

-¡Es mi regalo de boda! -respondió tranquila­mente.

Lina estaba ciega. Como huéspedes azorados estaban en las cuencas unos ojos de cristal, y los suyos, los de mi Lina, esos ojos extraños que me habían mortificado tanto, me miraban amenazado­res y burlones desde el fondo de la caja roja, con la misma mirada endiablada de siempre...

Cuando terminó Jym, quedamos todos en silen­cio, profundamente emocionados. En verdad que la historia era terrible. Jym tomó un vaso de ajen­jo y se lo bebió de un trago. Luego nos miró con aire melancólico. Mis amigos miraban, pensati­vos, el uno la claraboya del camarote y el otro la lámpara que se bamboleaba a los balances del bu­que. De pronto, Jym soltó una carcajada burlona, que cayó como un enorme cascabel en medio de nuestras meditaciones.

-¡Hombres de Dios! ¿Creéis que haya mujer alguna capaz del sacrificio que os he referido? Si los ojos de una mujer os hacen daño, ¿sabéis có­mo lo remediará ella? Pues arrancándoos los vues­tros para que no veáis los suyos. No; amigos míos, os he referido una historia inverosímil cuyo autor tengo el honor de presentaros.

Y nos mostró, levantando en alto su botellita de ajenjo, que parecía una solución concentrada de esmeraldas.

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