martes, 25 de junio de 2019

Recorriendo el laberinto, de Lisa Tuttle

 


Habíamos visto el cartel del hostal desde la carretera, y aunque todavía era temprano y no teníamos prisa por parar, nos gustó el aspecto de la enorme y bien cuidada casa situada entre los campos de cultivo, y el nombre en el letrero, La vieja rectoría.

Phil aparcó el Mini en el camino de gravilla de entrada.

—No hace falta que salgas —dijo—, me adelantaré y preguntaré.

Salí de todas formas, solo para estirar las piernas y sentir el calor de los últimos rayos de sol sobre mis brazos. Era una tarde preciosa. El aire estaba impregnado por el aroma del abono de estiércol, pero no era desagradable, mezclándose con los otros olores del campo. Caminé en dirección al seto que dividía el jardín de los campos que se encontraban más allá. Había una piedra baja que bordeaba el camino de acceso, y me subí sobre la misma para mirar el campo al otro lado del seto.

Vi a un hombre sentado, solo en mitad del campo. Estaba demasiado lejos para que pudiera verle la cara, pero algo sobre su postura me asustó. De pronto sentí temor ante la posibilidad de que se volviera, y me encontrara espiándolo, así que bajé a toda prisa.

—¿Amy? —Phil se acercaba hacia mí, con la mirada iluminada—. Es una habitación preciosa. Ven a verla.

La habitación se encontraba en el piso de arriba, y consistía en una cama enorme y mullida, un gran armario de madera, y una ventana que crujió al abrirla. Me asomé a los campos.

No había ni rastro del hombre que acababa de ver, y no podía imaginar adonde podía haberse desvanecido tan rápido.

—¿Vamos a cenar a Glastonbury? —me preguntó Phil, peinándose en el espejo del armario—. Tendríamos suficiente luz todavía para echarle un vistazo a la abadía.

Miré a la posición del sol en el cielo.

—Y mañana por la mañana podemos subir colina arriba.

—Tú puedes subir la colina mañana por la mañana. Yo ya he tenido bastante de escalar antiguas colinas y monumentos. Tintagel, el monte Saint Michel, el castillo de Cadbury, la colina de Silbury…

—No subimos a la colina de Silbury La colina de Silbury estaba vallada.

—Menos mal, o me habrías obligado a subirla —se aproximó por detrás y me abrazó con fuerza.

Me relajé contra su cuerpo, sintiendo como si mis huesos se estuvieran derritiendo. Impostando un tono de voz serio, impostando una riña, dije:

—Yo no me quejé cuando me tocó enseñarte todas las maravillas de América el año pasado. Así que lo menos que puedes hacer es devolverme el favor con las viejas ruinas de Inglaterra. Sé que has crecido con todas estas cosas, pero yo no. Donde yo vengo no tenemos nada como la colina Silbury o la de Glastonbury.

—Si lo tuvierais, si tuvierais una colina de Glastonbury en América, ya habríais instalado un ascensor por alguna parte para subirla más cómodamente —dijo.

—O al menos un lugar desde donde poder verla sin abandonar el coche.

Ambos empezamos a reírnos.

Pienso en nosotros dos en aquella habitación, junto a la ventana abierta, el uno en brazos del otro y riéndonos, pienso en nosotros allí para siempre.

La cena consistió en una parrillada variada en un café de Glastonbury. Nuestro paseo por los terrenos de la abadía nos llevó más tiempo del que habíamos calculado, y llegamos tarde, entrando en el café justo cuando la camarera iba a cerrar. Phil la convenció de que no lo hiciera y cocinara algo para los dos últimos clientes. Con el pelo canoso, gorda y desdentada, se quedó por los alrededores de la mesa toda la comida para seguir coqueteando con Phil. Él le siguió el juego, riéndose, gastándole bromas y haciéndole cumplidos, pero cada vez que se giraba, me guiñaba el ojo o me cogía la pierna por debajo de la mesa, haciendo imposible que mantuviéramos una conversación coherente.

Cuando regresamos a La vieja rectoría nos invitó a tomar el té la pareja que llevaba el lugar junto a los otros huéspedes. Tan tarde en el verano solo había un par más, una pareja de ancianos de Bélgica.

El fuego eléctrico estaba encendido, y la habitación me pareció demasiado calentada. El calor hacía que todo pareciera más pequeño de lo que era. Me bebí mi té azucarado, acaricié el perro blanco que se echó a mis pies, y admiré a Phil, que mantenía una conversación sobre el clima, el campo, y la Segunda Guerra Mundial.

Al fin terminamos con el té, la caja de galletas había pasado de mano en mano tres veces, y pudimos escapar a nuestra habitación, un santuario fresco y vacío. Allí nos desnudamos, nos metimos en la cama, enorme y suave, charlamos sobre algunos temas nuestros, e hicimos el amor.

No llevaba mucho tiempo dormida cuando me desperté de pronto, consciente de que estaba sola en la cama. No nos habíamos molestado en correr las cortinas, y la luz de la luna era suficiente para mostrarme que Phil estaba sentado en el ancho borde de la ventana fumándose un cigarrillo.

Me senté en la cama.

—¿No puedes dormir?

—Es solo mi asqueroso vicio —dijo, mostrándome el cigarrillo; no podía ver, pero sí imaginar, la expresión de su rostro—. No quería despertarte.

Dio una última y profunda calada, y aplastó el cigarrillo en un cenicero. Se levantó, y vi que llevaba puesto su jersey de lana, que le colgaba sobre las caderas, cubriendo sus genitales, pero dejando sus piernas huesudas a la vista.

Me reí.

—¿De qué te ríes?

—De ti, sin tus pantalones.

—Muy bien, ríete. ¿Acaso yo me río de ti cuando te pones un vestido?

Se giró hacia la ventana, apoyándose para abrirla un poco más.

—Es una noche magnífica… ¡Vaya!

Se puso recto, sorprendido por algo.

—¿Qué pasa?

—Ahí fuera hay gente. No sé qué demonios están haciendo. Parecen estar bailando en mitad del campo.

Medio sospechando que me tomaba el pelo, a pesar del tono de genuina sorpresa en su voz, me levanté y fui hacia él en la ventana, abrazándome para soportar el frío. Siguiendo la dirección de sus ojos, los vi. Eran siluetas humanas, no había duda, cinco o tal vez seis o siete, todas moviéndose en una extraña espiral, como si estuvieran ocupados con algo infantil, o un extraño baile rural.

Y entonces lo vi. Fue como si de pronto entendiera una ilusión óptica. Un momento de extrañeza, y al segundo siguiente el patrón estaba aclarado.

—Es un laberinto —dije—. Míralo, está marcado sobre la hierba.

—Un laberinto —dijo Phil sorprendido.

Entre la gente que recorría el arcaico camino ritual, uno de pronto se detuvo y miró hacia arriba, parecía que directamente en nuestra dirección. Bajo la pálida luz de la luna y a aquella distancia no podía decir si se trataba de un hombre o de una mujer. Era únicamente una figura oscura con un rostro blanquecino girado en nuestra dirección.

Recordé entonces que aquella tarde había visto a alguien de pie sobre aquel mismo campo, tal vez en el mismo lugar, y me estremecí. Phil me rodeó con sus brazos y me atrajo hacia sí.

—¿Qué están haciendo? —pregunté.

—Quedan ciertas tradiciones sobre bailes o carreras sobre esos laberintos recortados en la hierba por todo el país —explicó—. La mayoría de los laberintos han desaparecido, la gente dejó que cayeran en el olvido antes de este siglo. Se conocen como ciudades troyanas, o falsos laberintos… Nadie sabe cuándo ni por qué se originaron, o si recorrer el laberinto era un juego, o un ritual, o qué sentido tenía todo aquello.

Otra figura se detuvo ahora al lado de la que estaba parada, le agarró del brazo y pareció decirle algo. Y entonces los dos retomaron a aquella danza circular.

—Tengo frío —dije. Estaba estremeciéndome de forma incontrolada, aunque era una noche cálida en realidad. Abandoné el calor de los brazos de Phil por la cama.

—Puede que sean brujos —dijo Phil—. Hippies de Glastonbury, intentando revivir una vieja costumbre. Glastonbury atrae a unos tipejos muy curiosos.

Me había vuelto a cubrir con las sábanas, solo tenía la cara expuesta; pero mis dientes no dejaban de entrechocarse, me quedé allí quieta, esperando que mis músculos volvieran a entrar en calor.

—Puedo acercarme a preguntarles —sugirió Phil. Su voz sonaba extraña—. Me gustaría saber quiénes son. Siento como si debiera hacerlo.

Ya le miré alarmada.

—¡Phil, no salgas ahí!

—¿Por qué no? Esto no es Nueva York. Estaré completamente seguro.

Me senté en la cama, dejando que las sábanas se escurrieran.

—Phil, no lo hagas.

Se giró desde la ventana para mirarme.

—¿Qué te ocurre?

No era capaz de responderle.

—Amy… ¿no estarás llorando? —su tono era sorprendido, tierno. Se acercó hasta la cama y me rodeó con sus brazos.

—No me dejes —susurré contra la ruda lana de su jersey.

—Claro que no —dijo, acariciándome el pelo y besándome—. Por supuesto que no.

Pero por supuesto me dejó, menos de dos meses más tarde, de una forma que ninguno de los dos podríamos haber anticipado entonces. Porque incluso en aquel momento, mientras observábamos a los danzantes recorrer el laberinto de hierba, incluso entonces, se moría.

Por la mañana, mientras pagábamos la factura, Phil mencionó a los danzantes del laberinto. El dueño del hostal no se creyó una palabra.

—¿Seguro que no estaría usted soñando?

—Segurísimo —dijo Phil—. Me preguntaba si sería alguna costumbre local.

El hombre resopló:

—¡Pues vaya costumbre! ¡Bailar en mitad del campo en plena noche!

—Pero hay un laberinto de hierba allí fuera —insistió Phil.

Pero el hombre denegaba con la cabeza.

—No, no. En ese campo no hay nada. ¡Desde luego que no hay ningún laberinto!

Phil siguió explicando con paciencia.

—No me refiero a uno con paredes de setos, como en Hampton Court. Es solo lo que queda de uno, un patrón dibujado en el suelo hace muchísimos años. Apenas es visible, aunque no puede hacer tanto tiempo que lo abandonaron, ya que ha vuelto a crecer un poco. Los he visto en otras partes del país y he leído sobre ellos, y en el pasado había costumbres locales sobre recorrerlos, o bailar dentro de ellos, o jugar a ciertas cosas. Pensé que alguna de esas costumbres se habría revivido aquí.

El hombre se encogió de hombros.

—No podría decirle —dijo. La noche anterior nos habíamos enterado de que el hombre y su mujer eran «extranjeros», puesto que se habían instalado allí, provenientes del norte de Inglaterra, solo veinte años atrás. Obviamente, no iban a poder ofrecernos mucha información respecto a las costumbres locales.

Después de que hubiéramos metido nuestras maletas en el coche, Phil se quedó dudando sobre qué hacer, mirando en dirección al laberinto.

—Me encantaría verlo de cerca —dijo.

Mi corazón se encogió, pero no podía pensar en ninguna razón racional para detenerlo. Aun así, lo intenté sin mucha convicción:

—No deberíamos traspasar propiedad privada…

—¡Cruzar un campo de cultivo no es traspasar nada! —comenzó a caminar por el seto, hacia el camino. Porque no quería que fuera solo, me di prisa por alcanzarle. Había una verja unas yardas más adelante en el camino, por la que entramos en el campo. Pero, una vez allí, me pregunté cómo encontraríamos el laberinto. Sin una vista privilegiada como desde nuestra ventana, la hierba crecida parecía igual por todas partes, y a ras de suelo, en la luz del día, alteraciones sutiles del terreno no serían apreciables a simple vista.

Phil volvió la mirada hacia la casa, se alineó con nuestra ventana, después se giró y miró hacia el campo, sus ojos estrechándose mientras se esforzaba en calcular la distancia. Entonces empezó a caminar despacio, mirando hacia el suelo a cada poco. Yo me quedé rezagada, siguiéndole a cierta distancia, y sin buscar el laberinto. No quería encontrarlo. Aunque no podría haber explicado mi reacción, el laberinto me aterrorizaba, y quería mantenerme lejos de él, regresar al camino de entrada, los dos solos en el coche pequeño comiendo manzanas, admirando el paisaje que íbamos pasando, charlando, juntos.

—¡Aquí está!

El grito triunfal de Phil me hizo parar en seco, y lo vi saltar de un pie a otro, levantándolos alternativamente de forma curiosa. Así empezó a caminar, arriba y abajo.

—Creo que es aquí —me gritó—. Creo que lo he encontrado. Si el terreno continúa variando… Sí, sí… ¡es aquí!

Se detuvo y me miró.

—¡Genial! —dije.

—La hierba ha vuelto a crecer donde una vez la cortaron, pero todavía puede sentirse el lugar donde cambia —dijo, oscilando adelante y atrás para demostrar el desnivel—. Acércate.

—Te creo —dije.

Ladeó la cabeza.

—Creí que te interesaría. Pensé que este era el tipo de cosa que te interesaba. Las graciosas costumbres de los antiguos Británicos.

Me encogí de hombros, incapaz de explicar por qué me sentía incómoda allí.

—Tenemos mucho tiempo, amor mío —continuó—. Te prometo que subiremos a la colina de Glastonbury antes de salir del condado. Pero ahora estoy aquí, y me gustaría ver esto un poco. —Extendió los brazos en mi dirección—. Ven y recorre el laberinto conmigo.

Habría sido sencillo coger su mano y hacer lo que me pedía. Pero, superando el deseo de estar a su lado, de tomarme todo aquello como algo divertido, se hallaba la convicción tenebrosa e instintiva de que aquel lugar era peligroso. Y si me negaba a acompañarlo, tal vez abandonaría la idea, y regresaría conmigo. Tal vez se pusiera gruñón en el coche, pero se le pasaría, y al menos estaríamos camino a otra parte.

—Vámonos —dije, con los brazos rígidos colgándome a los lados.

Noté en su mirada que estaba descontento, y se giró dándome la espalda con un movimiento de hombros.

—Dame un segundo, por lo menos —dijo. Y comenzó a recorrer el laberinto bajo mi atenta mirada.

No intentó ese baile extraño que habíamos visto hacer a los otros la noche anterior; se limitó a caminar, y no demasiado deprisa, sino con pasos medidos y cuidadosos. No me miraba mientras lo hacía, aunque el patrón del laberinto lo obligaba a girarse hacia mí de vez en cuando en su avance circular; pero Phil se limitó a mantener los ojos pegados al suelo. Sentía, mientras lo miraba, que algo lo iba alejando de mí, con cada paso que daba. Me envolví con mis propios brazos y me dije que estaba siendo una estúpida. Podía sentir mi vello erizándose en los brazos y en la nuca, y tuve que hacer un gran esfuerzo por no salir corriendo de allí. Sentía, también, como si alguien nos observase, pero cuando miré a mi alrededor el campo estaba tan vacío como siempre.

Phil se había detenido, y supuse que había alcanzado el centro del laberinto. Se quedó muy quieto y miró hacia el horizonte, mostrándome su perfil. Me acordé del hombre que había visto de pie en el laberinto, tal vez en aquel mismo sitio, el centro del mismo, cuando llegamos a La vieja rectoría.

Entonces, rompiendo el hechizo, Phil avanzó en mi dirección, avanzando sin respetar esta vez las líneas del dibujo ritual, y me rodeó con sus brazos.

—¿No estás enfadada?

Me relajé un poco. Se había terminado, y todo estaba bien. Conseguí simular una risilla.

—No, claro que no.

—Bien. Vámonos. Phil se ha salido con la suya.

Caminamos abrazados de vuelta al camino. No volvimos a mencionar aquello.

En los meses que siguieron a aquellos días de felicidad, me acordé muchas veces de aquellas dos semanas que pasamos vagabundeando por el suroeste de Inglaterra. Aquellos recuerdos fueron un antídoto a memorias más recientes: los últimos días en el hospital, con Phil sembrado de dolores, y después muerto.

Me mudé de nuevo a los Estados Unidos, era mi hogar después de todo, donde vivían mi familia y casi todos mis amigos. Había vivido en Inglaterra durante menos de dos años, y sin Phil tenía pocas razones para quedarme. Encontré un apartamento en el mismo vecindario donde había vivido después de la universidad, y conseguí un trabajo como profesora; y, aunque dolorosa y lentamente, comencé a funcionar de forma mecánica en las actividades necesarias para construir una nueva vida. No dejé de echar de menos a Phil, y el dolor no menguó con el paso del tiempo, pero me habitué a él. Estaba haciendo frente a la vida.

En la primavera de mi segundo año comencé a pensar en volver a Inglaterra. En junio fui de vacaciones, planeando pasar una semana en Londres, unos cuantos días en Cambridge con la hermana de Phil, y otros más visitando a unos amigos en St. Ivés. Cuando salí de Londres en un coche alquilado en dirección a St. Ivés, no tenía planeado volver a recorrer la misma ruta de aquellas últimas semanas juntos, pero aquello fue exactamente lo que me encontré haciendo, cada ciudad y cada pueblo una experiencia agridulce, recordando buenos recuerdos y a la vez hurgando en una honda tristeza que resurgía.

Me quedé rezagada en Glastonbury, recorriendo las tranquilas ruinas de la abadía, y recordando los comentarios poco respetuosos pero divertidos de Phil sobre el trono sagrado y los huesos del Rey Arturo. Busqué, pero no logré encontrar, el café donde cenamos, y me conformé con unas patatas fritas con pescado. Saliendo de Glastonbury con el sol poniéndose, me encontré con La vieja rectoría, y aparqué en la entrada familiar. Había más coches allí, y la casa estaba casi llena. Disponían de una habitación libre, aunque no era la que había esperado. Aunque una parte de mí, empapada en la tristeza, comenzaba a lamentar esta obsesiva peregrinación, otra parte deseaba que me dieran la misma habitación, la misma cama, la misma vista desde la ventana, para poder conjurar el fantasma de Phil. En su lugar, me dieron una habitación mucho más pequeña en el ala opuesta de la casa.

Me acosté temprano, saltándome el té con los otros huéspedes, pero no podía dormirme. Cuando cerré los ojos solo podía ver a Phil, sentado en el asiento de la ventana con un cigarrillo en una mano, estrechando los ojos para mirarme a través del humo. Pero cuando abrí los ojos seguía siendo la misma habitación, con una ventana sin asiento, una habitación que Phil no había llegado a ver. La estrechez de la cama me hacía imposible imaginar que él dormía a mi lado. Deseé haber ido directamente a St. Ivés en lugar de vagabundear haciendo paradas por el camino; solo estaba consiguiendo torturarme. No podía regresar al pasado, cada momento que pasaba aquí me recordaba la irremediable ausencia de Phil.

Al final me levanté y me puse un suéter y un par de vaqueros. La luna estaba llena, iluminando la noche, pero mi reloj se había detenido y no tenía ni idea de qué hora sería. La gran casona estaba en silencio. Salí por la puerta delantera, esperando que nadie echara el cerrojo detrás de mí. Un paseo al fresco me cansaría lo suficiente para conciliar el sueño, pensé.

Anduve por la entrada de gravilla, dejé atrás todos los coches aparcados, dirigiéndome a la carretera, y entré al siguiente campo de cultivo por la misma verja que Phil y yo habíamos usado a la luz del día en lo que parecía otra vida. Apenas sabía adonde iba, o por qué, mientras me aproximaba al laberinto a ras de hierba que había fascinado a Phil, y que a mí me había asustado tanto. En más de una ocasión había lamentado no tomar a Phil de la mano y recorrer el laberinto con él cuando me lo pidió. No es que aquello hubiera cambiado las cosas; pero aquellas escenas de perfecta felicidad de nuestra vida juntos habían llegado a obsesionarme, causándome un hondo pesar desde la muerte de Phil. Todas las oportunidades perdidas, ahora para siempre. Todas las cosas que podría haber dicho, o hecho de otra manera.

Sobre el campo sembrado había alguien. Me paré en seco, mirándolo de frente, con el corazón desbocado. Había alguien allí de pie, donde debía encontrarse el centro del laberinto. Estaba vuelto de espaldas, y no podía ver de quién se trataba, pero algo sobre su postura me hizo entender que ya lo había visto antes, que lo conocía.

Apreté el paso y (debí haber parpadeado) de pronto la figura se había esfumado, como si nunca hubiera existido. La luz de la luna era engañosa, y las altas hierbas meciéndose con el viento, y las nubes que se movían con rapidez sobre nuestras cabezas, enviaban extrañas sombras sobre cuanto alcanzaba a ver.

—Ven y recorre el laberinto conmigo.

¿Había escuchado esas palabras, o no eran más que un recuerdo?

Me miré a los pies y luego a mi alrededor, confundida. ¿Me encontraba dentro del laberinto? Di un paso tentativo hacia delante y otro hacia detrás, e intuí que me hallaba sobre una colina poco profunda. El recuerdo lo inundó todo: Phil de pie en el camino iluminado por el sol, meciéndose atrás y adelante y diciendo: «Creo que es aquí». La intensidad y amplitud de su mirada.

—Phil —susurré, mis ojos llenándose de lágrimas.

A través de ellas vi algo de movimiento, pero cuando parpadeé, otra vez nada. Contemplé el campo vacío y oscuro que me rodeaba, y al cabo comencé a recorrer el camino trazado mucho tiempo antes. No lo recorrí tan despacio como Phil lo había hecho, sino más rápidamente, casi dando saltitos, dándome con los lados del camino para que mis pies estuvieran seguros de continuar en el mismo, ya que no podía verlo.

Y, mientras caminaba, me pareció sentir no solo que no estaba sola, sino que había personas moviéndose delante de mí, aunque se encontrasen fuera de mi campo de visión (en el siguiente giro tal vez podría alcanzarles), o bien avanzando a mi espalda. Podía oír sus pasos. La idea de que había más personas detrás de mí, siguiéndome, me puso nerviosa, y me giré para mirar. No vi a nadie, pero ahora al girarme me había situado en la dirección de La vieja rectoría, y mis ojos observaron la casa, comprobando que podía ver la ventana de arriba, la misma ventana en la que Phil y yo habíamos estado juntos mirando hacia fuera, el lugar desde el que habíamos contemplado a los que bailaban en el laberinto.

Las cortinas tampoco ocultaban esta noche aquel trozo cuadrado de cristal. Y, mientras miraba, una silueta apareció en la ventana. Alguien alto, un rostro pálido mirando hacia fuera. Y, después de un momento, mientras todavía los observaba, confundida, una segunda figura se unió a la primera. Alguien de menor estatura, parecía una mujer. El hombre la rodeó con sus brazos. Podía ver (aunque no debería de haber sido capaz a esta distancia, y sin una luz brillando dentro de la habitación) que el hombre llevaba un suéter, y que la mujer estaba desnuda. Y podía ver el rostro del hombre. Era Phil. Y la mujer era yo.

Ahí estábamos. Todavía juntos, a salvo de lo que no tardaría en ocurrir. Podía casi sentir el frío que me había asaltado aquella noche, y el confort del brazo protector de Phil. Y aun así no estaba allí. Ya no. Ahora estaba afuera en el campo, sola, una premonición a mi yo del pasado.

Sentí alguien alcanzarme. Algo tan fino y ligero y duro como la garra de un pájaro me agarró por el brazo. Me di la vuelta despacio para ver de quién se trataba. Era un hombre joven, de pie a mi lado, sonriéndome. Me pareció reconocerlo.

—Te está esperando en el centro —dijo—. Ya no puedes detenerte.

Mi cerebro se vio inundado de una imagen vivida de Phil a la luz del día, de pie en el centro del laberinto, atrapado ahí para siempre. El tiempo no funcionaba igual dentro del laberinto, y Phil podía encontrarse de pie en el mismo sitio en el que había estado aquella vez. Podía quedarme con él, durante un instante, o tal vez para siempre.

Continué mi marcha sinuosa, realizando pasos de baile con mi nuevo compañero. Más adelante podía ver otras figuras, oscuras y cambiantes como la luz de la luna, visibles y ocultas a ratos, en su recorrido del laberinto en otras noches, en otros siglos.

Lo que veía a mi lado era mucho más perturbador. Alcancé a atisbar a mi compañero de baile en ocasiones, y no me pareció el mismo con el que había comenzado. Me había parecido tan joven, y sin embargo ese asir mi brazo con ligereza y firmeza con algo que no había parecido una mano…

Una mano que más bien me había recordado a la garra de un pájaro…

Mis ojos bajaron por mi brazo. La mano que se posaba con ligereza sobre mi carne no era más que huesos, la carne totalmente podrida y perdida años antes. Esas miradas periféricas, esos atisbos robados que había tenido de mi compañero de baile eran verdaderos: la visión de algo muerto hacía mucho tiempo, y sin embargo insuflado con el aliento de la vida.

Me paré en seco y retiré mi brazo de aquel horror. Cerré los ojos, aterrorizada, incapaz de mirarlo de frente. Escuchaba el golpetear de los huesos secos en cada movimiento. Sentía un viento helado golpearme la cara, y algo olía a podrido. Una voz, tal vez la voz de Phil, susurró mi nombre con pesadumbre y temor.

¿Qué me esperaba en el centro? ¿Y en qué me convertiría una vez que lo alcanzase, y durante cuánto tiempo me quedaría atrapada en aquel baile monótono si es que lograba alcanzar el final?

Me giré sin ver nada, buscando el camino de regreso. Abrí los ojos y empecé a moverme, luego me detuve; un fuerte instinto me indicaba que saltase sobre los caminos del laberinto sin orden ni concierto, avanzando sobre ellos como si no fueran más que surcos crecidos o hundidos. En su lugar, me di la vuelta, viendo las figuras pálidas observándome en mi visión periférica, y comencé a desandar el camino que había tomado, recorriendo el laberinto en sentido inverso, alejándome del centro, regresando al mundo conocido en soledad.

No hay comentarios:

Publicar un comentario