viernes, 21 de junio de 2019

De buena familia, de Linda Wolfe

 


Cuando acepté ir a Dallas a investigar la historia de un chico de catorce años que había matado a tiros a sus padres, yo nunca había pasado mucho tiempo en Texas. Había estado allí, por supuesto; había hecho rápidas visitas a Houston y Dallas para promocionar mis libros, pero nunca había permanecido el tiempo suficiente como para hacer amigos. No sabía de Texas más que lo que había leído, y lo que me habían contado amigos tejanos que se habían ido a vivir al Este sobre la extraordinaria hospitalidad con que sus paisanos reciben a los visitantes, y la no menos extraordinaria despreocupación con que tratan las armas de fuego.

Unos de mis amigos tejanos emigrados me dijo cuando me iba de Nueva York:

—Texas te encantará. Pero no se te ocurra cruzar una calle con el semáforo en rojo, o fuera del paso de peatones. Ya verás como en Texas nadie lo hace.

—¿Y por qué no? —pregunté yo, ingenua como siempre.

—Porque si lo hacen se arriesgan a que les disparen. Puede que lo haga la policía, o algún ciudadano respetuoso de la ley, al que no le gusta ver cómo otros la infringen.

Otro amigo tejano que vivía en Nueva York me dijo:

—Vaya, otro chico que mató a papá y a mamá. Ya verás, será como en el cuento del tipo que mata a sus viejos y luego pide clemencia al tribunal porque es huérfano. Claro que esta vez la historia tiene lugar en Texas, y el tribunal comprenderá su punto de vista.

Reproché a mis amigos que describieran su tierra natal con semejantes clichés, y me fui a pasar diez días a Dallas. Y allí, ante mi asombro y placer, fui aceptada y agasajada, como diría Henry James. Me invitaron a cenar en restaurantes sofisticados y a barbacoas en jardines atendidas por camareros; a inauguraciones en galerías de arte, a conciertos y lecturas de poesía. Me enamoré de Texas porque todos los tejanos que conocí eran sumamente amistosos, cálidos y atractivos. Sin embargo, muchos de mis nuevos amigos —un número sorprendentemente alto— reconocieron que tenían armas de fuego. «Aquí son necesarias», era la explicación habitual, aunque el «aquí» indicara zonas residenciales, kilómetros y kilómetros de casas con sus correspondientes jardines. Los tejanos no se dan cuenta de que su estado ya no es un yermo, una tierra salvaje, o al menos no parecen darse cuenta de que el salvajismo que esconden los corazones de los hombres probablemente no saldría a la luz ni se volvería incontrolable si las armas de fuego no fueran un artículo de uso cotidiano, tan familiar como los coches y las camionetas.

El caso sobre el que yo había ido a escribir era el de David Keeler. Anita, su madre, había sido una excelente ama de casa, y Bill, su padre, presidente de Arco Oil and Gas Arco. David los había matado a tiros cuando volvían de la iglesia un domingo por la mañana, en el verano de 1981.

Ante todo fui a ver a Jim Gholston, un detective de la policía de Dallas, quien me informó con todo detalle sobre el crimen.

—Estos casos en los que un chico enloquece y acaba con sus padres son terribles —me dijo Gholston—. Hemos tenido algunos en los últimos tiempos, pero el de David Keeler fue particularmente horrible. El chico atacó a sus padres junto al dormitorio de éstos, y disparó varias veces sobre cada uno de ellos. El padre murió en el acto, pero la madre, aunque estaba acribillada a balazos, tardó unas horas en morir. Lo suficiente como para decir quién lo había hecho.

Gholston movió la cabeza en un gesto de desesperanza. El detective es un hombre corpulento, que habla siempre con un tono amable; aquella tarde iba vestido con una camisa vaquera blanca con broches de metal plateado en los puños, y su cinturón tenía una gran hebilla de bronce de complicado dibujo. También llevaba puesta una pistolera con clavos de bronce y un revólver con adornos de nácar en la empuñadura. Yo había entrevistado a docenas de detectives de la policía en Nueva York, pero nunca había visto a un policía exhibir su revólver ante un periodista, y me temo que yo lo miraba con demasiada insistencia. A Gholston, sin embargo, no parecía molestarle. Buscó una carpeta, y me leyó una descripción de David:

—Rubio; de ojos azules. Un metro setenta y tres centímetros de estatura. Sesenta y dos kilos de peso.

Gholston parecía sentir piedad tanto por los padres como por el hijo.

—Ellos están muertos —dijo—, pero el chico ha arruinado su vida para siempre.

Yo quería saber qué había impulsado a David a hacer aquello.

—Es difícil contestar a esa pregunta. Al parecer no había ningún problema fuera de lo común; nada más que las dificultades habituales de un hijo adolescente con sus padres. De hecho, ésta parece una familia tipo con un hijo tipo. Y eso hace que uno empiece a pensar cosas raras.

—¿Qué cosas? —le pregunté.

Gholston frunció el ceño.

—No se imagina la cantidad de familias de Texas que tienen armas de fuego en su casa. Uno piensa en eso… y en su propia familia.

¿Por qué? ¿Acaso él tenía armas de fuego en su casa?

—Bueno, no andan rodando por la casa a la vista de todos —me respondió—. Las tengo bien guardadas, pero soy un oficial de la policía, y tengo armas en mi casa.

Cuando me iba, Gholston me dijo que tenía un hijo de quince años.

Ese mismo día, un poco más tarde, tuve una conversación muy parecida con Jim Shivers, un oficial de policía que trabajaba en los Servicios Juveniles de Dallas, y que había interrogado a David Keeler pocas horas después de los asesinatos. Shivers me contó que el chico se había mostrado cortés y dispuesto a cooperar con la policía. El policía añadió luego con expresión inquieta:

—Yo tengo un hijo de la misma edad, y le aseguro que aquel chico era verdaderamente educado. «Sí, señor» y «No, señor» todo el tiempo. —Shivers se estremeció—. Supongo que fue la escopeta…

Quise saber por qué los Keeler tenían una escopeta.

El policía me miró desconcertado, como si mi pregunta fuera incomprensible.

—Les gustaba mucho la vida al aire libre —me respondió al cabo de un instante.

Gholston y Shivers no eran los únicos padres de Dallas inquietos por lo que les había sucedido a los Keeler. El reverendo Charles W. Cook, pastor de la Iglesia Metodista Unida Schreiber, a la que habían acudido los Keeler y muchos de sus vecinos, me contó que sus feligreses estaban obsesionados con el asesinato.

—Los padres no hacen más que repetir: «¡Una familia tan buena! ¡Un chico tan correcto! ¿Se podría volver mi propio hijo contra mí?». Y los hijos preguntan: «¿Les podría suceder algo parecido a mis padres?». Muchas de estas familias tienen armas, pero no se han deshecho de ellas —me dijo el reverendo.

Claro está que David no mató a sus padres sólo porque tenía un arma a su alcance. Muy pronto me enteré de que en la familia Keeler se había librado una larga guerra entre los padres y el hijo, que se inició cuando David llegó a la adolescencia y quiso hacer las cosas a su manera. Hasta aquel momento, sin embargo, los Keeler parecían una familia como todas, una familia feliz; e incluso continuaban pareciéndolo después de que se envenenaran las relaciones, cuando la guerra ya se había desencadenado. Era este aspecto del crimen lo que atemorizaba a los feligreses de la Iglesia Metodista Unida Schreiber, y a la gente que había conocido a la familia Keeler, o a alguno de sus miembros.

Un colega de Bill Keeler llamado Stuart Mut, vicepresidente de la Atlantic Richfield Corporation —Arco es subsidiaria de esta compañía—, me habló largamente de lo felices que parecían los Keeler. Mut conocía a la familia desde hacía treinta años, y a David desde su nacimiento.

—Eran una gente muy equilibrada —me dijo Mut—. Los padres estaban sinceramente interesados en sus hijos, y el chico no era un caprichoso, ni nada por el estilo.

Estábamos sentados en la oficina de Mut, helada gracias al aire acondicionado y situada en un piso muy alto, y él me contó todo lo que sabía de Bill y Anita Keeler. Los comienzos de Bill habían sido modestos. Había nacido en Brownwood, una pequeña y aburrida ciudad del oeste de Texas, y había estudiado ingeniería en Texas A & M. Después de una temporada en la marina, había comenzado a trabajar como ingeniero en Atlantic Richfield en 1949 y había seguido allí toda su vida, ascendiendo en la jerarquía de la corporación a cargos cada vez más importantes y de mayor responsabilidad. En 1973 le designaron vicepresidente a cargo de investigación e ingeniería, y en la primavera de 1981, poco antes de que su hijo le matara, había sido nombrado presidente de Arco, la mayor compañía subsidiaria de Atlantic Richfield.

—Era un hombre enérgico pero tranquilo —dijo Mut—. Tenía todos los rasgos habituales en un ingeniero; abordaba todas las cuestiones de una manera lógica y analítica, pero también era muy perceptivo con respecto a otros factores, por ejemplo, el factor humano. —Y añadió, sin que yo se lo hubiera preguntado—: No era un hombre que intentara imponerse con amenazas, o de una manera dictatorial.

Anita Keeler era una mujer muy hogareña, aunque también ella tenía grandes dotes para la organización. Había criado cuatro hijos: Barbara, que tenía cerca de treinta años y trabajaba para la Environmental Protection Agency [Agencia de Protección del Medio Ambiente]; John, de veinticinco años, casado y con un hijo; Robert, de diecinueve años, que estudiaba en la Universidad de Texas, en Austin, y David, el «bebé» de la familia. Anita era una excelente cocinera y ama de casa, y al igual que su marido, que era aficionado a la caza de patos, una experta tiradora. Precisamente aquel año había cazado un ciervo y un ánsar.

—Los Keeler salían mucho de acampada, a cazar y a pescar —contó Mut—. Cuando los niños eran pequeños, toda la familia se iba de camping al lago Ouachita, en Arkansas. Yo también acostumbraba ir con mi mujer y mis hijos, así que tuve muchas oportunidades de verlos juntos, de observar cómo se comportaban unos con otros. Y lo que puedo decirle es que los Keeler parecían divertirse; daba la impresión de que disfrutaban con aquellas excursiones en familia.

»Sabe usted —continuó Mut, que parecía perplejo—, algunas personas me han preguntado si los Keeler eran demasiado severos con sus hijos. Bueno, si un padre es mandón, lo será más que nunca en un campamento, donde todo el mundo debe hacer su parte del trabajo, y hay que mantener la disciplina entre los niños. Pero yo nunca vi que nadie tiranizara a nadie en aquella familia.

Con todo, los Keeler eran personas de ideas muy firmes. Por ejemplo, no sólo creían que la vida al aire libre era divertida, sino también que era una buena escuela para sus hijos y templaba el carácter de los niños.

—Barbara, una de las hijas, tuvo algunos problemas, como todos los adolescentes —continuó recordando Mut—. Creo que era muy tímida. Sus padres la inscribieron en uno de esos cursillos para ganar amigos y ser más sociable. —Mut opinaba que aquélla había sido una buena idea—. Tengo entendido que la ayudó mucho, y se volvió mucho más segura de sí misma.

Me enteré de muchas más cosas sobre los Keeler por los vecinos de la tranquila calle arbolada donde habían vivido, en North Dallas. Era una zona de casas caras pero no ostentosas, con grandes patios con piscina en la parte de atrás de las residencias. Lynda Avant, una vecina que conocía a la familia desde hacía más de diez años, me contó que Anita Keeler estaba siempre dispuesta a trabajar al servicio de la comunidad; colaboraba con la Asociación de Padres y Maestros, con Alimentos sobre Ruedas, y con la Unión de Mujeres Metodistas. Si un equipo deportivo que se reunía después de las horas de colegio necesitaba material para sus actividades, podían contar con Anita Keeler para conseguir donaciones de los comerciantes. Si había un «encierro» de protesta, y necesitaban alimentos, Anita Keeler conseguía que la comida llegara de inmediato. Si un estudiante tullido tenía problemas para llegar a la escuela, Anita Keeler resolvía la situación, ya fuera consiguiendo amigos que lo llevaran, o conduciéndolo ella misma a la escuela, y luego de vuelta a casa. El verano en que murió había llevado todos los días a un chico confinado en una silla de ruedas a un colegio público cerca de Brookhaven. Pero las obras benéficas de Anita no le impedían ocuparse de sus hijos, o interesarse por sus actividades. Avant me contó que cuando Barbara era pequeña, Anita actuaba como acompañante de su grupo de niñas exploradoras. Y cuando los muchachos crecieron, se hizo una fanática de los deportes, y era una espectadora tan fiel a los partidos que jugaba David en el colegio St. Mark, que en un artículo del periódico del colegio la llamaban «Superfán», y elogiaban su lealtad.

Bill Keeler era un padre igualmente devoto. A pesar de las exigencias de su trabajo, se las arreglaba para ir a ver jugar a sus hijos al béisbol siempre que podía. En ocasiones, cuando regresaba de algún viaje de negocios, iba directamente desde el aeropuerto de Dallas al campo de juego, todavía con la cartera en la mano. Y otras veces, cuando uno de los chicos jugaba fuera de la ciudad, viajaba para verlo, aunque el partido fuera a cientos de kilómetros de distancia, en Houston o en Oklahoma.

Lynda Avant tenía un hijo de la misma edad que David, y los dos chicos eran muy amigos. Habían ido a los mismos colegios, jugado en los mismos equipos, y salido juntos a buscar golosinas y monedas la víspera del día de Todos los Santos.

—Cuando era pequeño, David era un niño encantador, y muy tímido —rememoró Lynda—. Nunca olvidaré la primera vez que vino a cenar a casa. Había guisantes, y a él no le gustaban. Entonces, en lugar de comerlos, los escondió bajo el plato. No se atrevía a decir que no le gustaban. Era muy guapo, con el pelo cortado a lo paje. Y nunca pasó por esa etapa que tienen todos los chicos, que salen de casa limpios y vuelven hechos un desastre. David era de esos niños que ni siquiera necesitan que les metas la camisa dentro del pantalón.

David había sido un niño responsable y desusadamente bien educado. Hasta cierto punto continuó siéndolo, incluso cuando llegó a la adolescencia y entre él y sus padres estalló la guerra. En el exclusivo colegio al que iba hasta que mató a sus padres, el St. Mark School de Texas, tenía muy buenas notas, estaba en el cuadro de honor y era miembro del Consejo de Estudiantes. Era también un buen atleta, y había jugado en el equipo de fútbol del colegio. Formaba parte de la banda de música de la escuela, pues era un buen músico; su instrumento era el trombón, y tenía uno de segunda mano pero de muy buena calidad que había comprado con lo que ganaba segando el césped de sus vecinos.

—Era uno de nuestros mejores alumnos, uno de los más inteligentes —me dijo George Edwards, el director de enseñanza media del St. Mark.

—Yo siempre le consideré una persona muy responsable, tanto en lo que se refiere a los estudios como a su vida de relación —dijo Bob Kohler, el director de la segunda etapa de enseñanza básica, que David acababa de terminar.

Los vecinos de David también pensaban que era un chico inteligente y responsable.

—Yo le llamaba para cuidar a mi hijo —me contó una vecina que tenía un niño que comenzaba a dar sus primeros pasos—. ¿Acaso lo habría hecho si hubiese pensado que había algo malo en él? ¿Qué madre haría una cosa así?

Sin embargo, aunque muy pocas de las personas que le conocían lo habían advertido, David comenzaba a estar amargamente resentido con sus padres. Y en la primavera de 1981 ese resentimiento llegó a ser peligrosamente intenso. Dos cosas sucedieron en esa época: Bill Keeler fue nombrado presidente de Arco, y David terminó la enseñanza básica. Los dos acontecimientos marcaban un hito en la vida del padre y del hijo, y fueron celebrados con fiestas y felicitaciones. David y su padre experimentaron una sensación nueva, de dominio y de triunfo. Pero estos acontecimientos también provocaron en ellos una nueva conciencia de sus derechos y privilegios. Y he aquí que los privilegios y los derechos del padre estaban en conflicto con los del hijo.

David, que ahora se veía a sí mismo como un adulto, quería tener las mismas libertades que otros chicos que él conocía: poder escuchar música rock, tener novias, poder salir por las noches hasta muy tarde. Y Bill, que en razón de su alto cargo se sentía cada vez más observado por los demás, no aprobaba esas actividades y quería que su hijo no sólo se portase bien, sino mejor que todos los otros chicos. Y David comenzó a desafiar a su padre.

Hubo noches, en esa primavera, en que no volvió a casa hasta las primeras horas de la mañana. Y hubo días en los que durmió hasta tarde, y luego no hizo nada más que escuchar música en el aparato estereofónico.

Nada hace pensar que en este punto de su vida David fuera un chico especialmente malo, un gamberro respondón y fumador de porros. Pero sus padres, cristianos devotos y conservadores, con sus definidas ideas sobre lo que debía ser la formación de un adolescente, consideraban que la conducta de su hijo era indecorosa e intolerable; le impusieron un temprano toque de queda para las salidas nocturnas y le enviaron a trabajar en la Escuela Bíblica de Vacaciones de su iglesia. Le amenazaron también con vetarle el acceso al tocadiscos si no se comportaba como era debido. Y empezaron a acosarle con sus críticas, reprochándole el largo de sus cabellos —que llevaba peinados en el estilo que popularizó el joven John Kennedy, pero no más largos— y su holgazanería, que fuera desordenado y no se hiciera la cama por las mañanas.

Las críticas de sus padres no hicieron sino reforzar el deseo de David de que no le supervisaran, y comenzó a irse de casa siempre que podía.

Con todo, a pesar de que David desafiaba a sus padres, no era completamente desobediente. En el mes de julio no sólo trabajó en la escuela de la iglesia, sino también como monitor en la colonia veraniega del St. Mark. David segó la hierba y cuidó niños con el fin de ganar dinero para sus gastos del viaje a Alaska que sus padres le habían prometido. Realizó sin protestar las tareas cotidianas que le habían asignado, el cuidado y limpieza de la piscina, y el cuidado y alimentación del perro de la casa y de su propio gato, que se llamaba Flash y tenía la piel a rayas naranja y blancas. Y nunca dejó ver, al menos en presencia de personas mayores, que estaba furioso con sus padres.

La habilidad de David para mantener ocultos sus sentimientos —y esto era algo que había aprendido de su padre, que lo consideraba un signo de masculinidad— puede haber sido su perdición. Según su hermano John, era un chico reprimido, que se tragaba su furia.

—Nunca replicaba o discutía —me dijo John—, si le reprendían, se limitaba a darse la vuelta y marcharse.

Pero aquel verano las reprimendas aumentaron, y David se quejó de ello ante una amiga.

—Mis padres no me dejan ir a ninguna parte, ni hacer nada de lo que deseo —le contó a la chica.

También Anita Keeler se quejó.

—David está cada día peor —le comentó al reverendo Cook, suplicándole que la aconsejara.

Bill Keeler no se quejó nunca; al menos, no lo hizo con nadie ajeno a su familia. El padre de David jugaba todos los sábados al golf en el Brookhaven Country Club, y nunca mencionó a ninguno de sus amigos del club la lucha con su hijo menor. Tampoco dijo una palabra de aquello a sus amigos de la iglesia. Anita y él eran los encargados de hacer cada cuatro domingos el recuento del dinero de las colectas. Pero Bill Keeler comenzó a pensar —y cada día era mayor su convicción— que su hijo pequeño era una vergüenza y una desgracia para él. Y no sólo lo pensaba, sino que también empezó a decírselo a David, y se lo gritaba siempre que se encontraban juntos en la intimidad del hogar.

Es posible que la exagerada preocupación de los Keeler por David se debiera a la decepción que les había causado John, su otro hijo. John se había ido de casa tan pronto como terminó la escuela secundaria y se había alistado en el ejército. Y cuando regresó, en lugar de ir a la universidad, como querían sus padres, había engendrado un hijo y se había casado. El reverendo Cook me contó una tarde en que estábamos sentados en su silencioso estudio colmado de libros:

—Anita Keeler se pasaba el tiempo cavilando sobre esto, y trataba de echarle la culpa de lo sucedido con John a algo, o a alguien. Decía cosas como «si el retiro de la iglesia hubiera estado bien vigilado, nada de eso habría sucedido». Y «nada de eso» quería decir la paternidad de John a tan tierna edad. Yo le dije que era un error tratar de atribuir la orientación que había tomado la vida de una persona a un hecho o a un acontecimiento en particular, y que también estaba mal cavilar todo el tiempo sobre el pasado. Pero creo que mis palabras no sirvieron de nada.

Cuando llegó el mes de julio de 1981, Anita no podía dominar su obsesión por el pasado, Bill Keeler no podía dominar a su hijo menor, y David no podía dominar el resentimiento que sentía hacia sus padres por lo que él consideraba su despotismo.

En casa, David se recluía malhumorado en su habitación, y en la iglesia, a la cual todavía concurría con regularidad, se mostraba cada día más silencioso e introvertido.

—Después del culto, suelo quedarme en la puerta de la iglesia para despedirme de mis feligreses, estrecharles la mano y cambiar unas palabras con ellos —me contó el reverendo Cook—. David no me daba la mano; siempre era yo el que se la tendía, el que intentaba tocarlo.

El dominio de sí mismo que había caracterizado tanto a Bill como a su hijo David comenzó a resquebrajarse en la noche del sábado 11 de julio. David fue esa noche con tres amigos a un popular parque de atracciones, el Six Flags Over Texas, que quedaba a unos pocos kilómetros de la casa de los Keeler. Los chicos querían subir a la montaña rusa, se pusieron pendencieros e intentaron saltarse la cola. Los agentes de seguridad del parque intervinieron, y condujeron a los adolescentes a su oficina. Una vez allí, descubrieron que los chicos tenían un montón de pequeños objetos que hablan robado de las tiendas del parque. Los agentes de seguridad llamaron a las familias de los muchachos. Bill Keeler fue en su coche al parque de atracciones a buscar a su hijo y a dos de sus amigos.

La atmósfera del regreso debió de ser glacial. No tuvo que resultarle nada fácil al importante ejecutivo de una gran compañía ir a buscar a su hijo acusado de robo. Con todo, Bill Keeler no manifestó su ira mientras iban en coche. De hecho, tampoco lo hizo cuando llegaron a casa, pues también allí había personas que no eran de la familia. Don Avant y su hermana Debra, de diecisiete años, habían ido a pasar la noche a casa de los Keeler, porque sus padres estaban de viaje. Los padres de David mantuvieron durante toda la noche una apariencia de calma y hospitalidad. No se dijo nada del incidente del parque de atracciones, y por la mañana Anita insistió en que los chicos Avant se quedaran a desayunar; la madre de David preparó pilas de crêpes con uno de esos complicados rellenos que eran su especialidad, y una sartén llena de salchichas. Quizá Anita pensara que la cólera de su marido y de su hijo se había disipado. O tal vez simplemente intentaba impedir el estallido, o al menos aplazarlo. Fuera cual fuese la razón, la señora Keeler hizo todo lo que pudo para prolongar el desayuno, sirviendo segundos platos a los niños, que no se dieron ninguna prisa. Cuando Lynda Avant llamó para averiguar qué estaban haciendo sus hijos, Anita le dijo con voz alegre que las cosas estaban en orden, y que más tarde irían todos a nadar. Don y Debra fueron a su casa a cambiarse de ropa y prepararse para ir a la iglesia.

Fue entonces, en los escasos minutos que mediaron entre la partida de los Avant y el instante en que todos volvieron a encontrarse en la iglesia, cuando estalló la pelea en casa de los Keeler. Y fue realmente salvaje. Según la declaración jurada que David haría tiempo después a la policía, no bien sus amigos salieron de la casa «mi padre empezó a reprenderme a gritos por los robos del parque. Mi madre también me gritaba. Y después él empezó a darme empujones, y me cogió por el cuello». Luego, según la declaración de David, su padre le hizo subir a empellones la escalera hasta el dormitorio, le tiró sobre la cama, se sentó encima de él, y le amenazó con el puño.

Después de aquello Bill sin duda consiguió dominar su ira, porque se puso de pie y le dijo a David que se diera prisa y se vistiera para ir a la iglesia. Pero la pelea aún no había concluido. «Mientras yo me vestía, mi padre me seguía gritando por las cosas que los agentes del parque decían que yo había hecho, aunque casi nada de lo que decían era cierto», afirma David en su declaración.

Quizá fue en ese instante cuando a David se le ocurrió que podía matar a sus padres, o tal vez fue pocos minutos más tarde, mientras estaba sentado junto a ellos en la iglesia. El sermón del pastor versaba sobre las parábolas de Jesús, sobre la importancia que tienen los cuentos en la vida de los niños. El reverendo Cook habló sobre los cuentos de hadas que los padres cuentan a sus hijos, y sobre el placer que sienten los niños al escucharlos, y dijo que Jesús, como un padre cariñoso, había intentado transmitir su enseñanza sin dureza, mediante el encanto de los cuentos. David asistió a todo el oficio, pero apenas terminó se marchó a casa a toda prisa, sin despedirse del pastor.

El hijo menor de los Keeler sabía que sus padres se demorarían porque ese domingo les tocaba contar el dinero de la colecta. David entró en la casa y cargó la escopeta semiautomática de su padre. Quince minutos más tarde, cuando llegaron los Keeler, su hijo les estaba esperando en el vestíbulo y les disparó siete tiros.

Barbara Keeler, que vivía en su propio piso, fue a casa de sus padres aproximadamente media hora más tarde para nadar en la piscina. Llamó a la puerta y al ver que nadie respondía, entró. Vio a su madre, que gemía tirada en el suelo del vestíbulo. Y luego, cuando alzó los ojos, vio un poco más allá a su padre. También él estaba en el suelo pero de su boca no salía ningún sonido.

La joven corrió primero hacia él, y cuando se inclinó advirtió que no respiraba ni tenía pulso. Se volvió entonces hacia su madre, que sangraba en abundancia.

—David —gimió la señora Keeler—, ha sido David.

En ese mismo momento, vestido con una camiseta de deporte, pantalón corto y zapatillas Adidas, se hallaba a unos ocho kilómetros de la casa, pedaleando con fuerza en su bicicleta Schwinn Varsity de diez velocidades. El chico había decidido huir después de los asesinatos; puso algunas cosas en una bolsa, la arrojó a la cesta de la bicicleta y se encaminó hacia las afueras de la ciudad. Pero, al cabo de un rato, cambió repentinamente de idea. Vio un coche patrulla de la policía, con dos agentes en el interior, y de manera casi automática fue hacia él. Cuando estuvo junto al coche, uno de los agentes bajó la ventanilla y miró al chico, pensando que le iba a preguntar una dirección.

—Acabo de disparar sobre mis padres. Los he matado —dijo David.

Le condujeron a una comisaría de Dallas, y allí contó lo que había hecho, y explicó por qué había disparado sobre sus padres. Los había matado porque eran demasiado severos, porque le habían reprochado que fuera una desgracia para ellos, y porque su padre le había tratado con brutalidad y su madre le había dejado que lo hiciese.

—Hablaba muy francamente —dijo Jim Shivers—, y sabía que lo que había hecho estaba mal. Pero daba la sensación de que no sentía nada; se comportaba como si le hubieran cogido llevándose una cosilla sin importancia de una tienda.

Stuart Mut fue esa tarde a casa de los Keeler porque tenía que hablar de negocios con Bill. Vio que el lugar estaba rodeado por coches de la policía, y le dijeron que los Keeler habían sido asesinados. Se quedó atónito, y dando por supuesto que sus amigos habían sido víctimas de un asesino desconocido, se fue de allí.

—Pasaron varias horas hasta que me enteré de que había sido el pequeño David —me contó Mut.

Linda Avant entró en la casa cuando ya se habían llevado los cadáveres.

—Lo que recuerdo mejor, lo que me hace estremecer, es que encima de la lavadora estaban los tejanos nuevos que Anita le había comprado a David para su viaje. Me dijo que los iba a lavar antes de que se los pusiera para que la tela estuviera más suave. Y al lado de los tejanos estaban esas campanillas que los excursionistas se ponen en los tobillos para ahuyentar a los osos. Anita las había comprado y las había dejado allí para coserlas en los pantalones, después de que los hubiera lavado.

También el reverendo Cook fue a la casa, y posteriormente se dirigió al centro de detención para jóvenes a hablar con David.

—No parecía tenso —me contó el reverendo Cook—. El David de esa noche no era en nada diferente del que yo había visto por la mañana en la iglesia. Hablaba con tranquilidad, pero decía cosas como «Me siento bien», y «Ha sido un día muy duro». —El pastor suspiró y añadió—: Tal vez estaba en estado de shock.

Pocos días después de los asesinatos, los miembros supervivientes de la familia Keeler contrataron a Doug Mulder, un famoso y muy respetado abogado criminalista, para que defendiera a David. Según la ley del estado de Texas vigente en aquella época, los infractores juveniles —los menores de quince años— no podían ser acusados y sentenciados como si se tratara de adultos. El delito de David —parricidio y matricidio— era considerado una ofensa civil —delincuencia— y no criminal. Pero si el juez lo creía conveniente, David podía ser recluido en un centro de detención juvenil hasta que cumpliera dieciocho años. La familia pensó que era mejor que David consiguiese asistencia psiquiátrica, y por ello contrató a Mulder, un verdadero «pico de oro».

En la vista que tuvo lugar en el mes de agosto para decidir el destino de David, Mulder presentó un equipo de expertos en salud mental que declararon que la continua crítica por parte de sus padres a que David había estado sometido desde que era un niño había hecho que reprimiera sus emociones, y que esta represión —como el incendio que estalla en una mina de carbón y forzosamente asoma a la superficie por los pozos de ventilación— había estallado finalmente en una violenta cólera que le había impulsado a matar. Los expertos creían que el muchacho necesitaba que le enseñaran a expresar sus sentimientos de una manera constructiva. La vista fue televisada, y el juez envió a David a Timberlawn, un hospital psiquiátrico privado.

Cuando hablé con el reverendo Cook, varios meses más tarde, me dijo que se alegraba por el muchacho, pese a que él, como muchas otras personas, no estaba seguro de que una personalidad pudiera ser reformada mediante un tratamiento psiquiátrico. También me dijo que sus feligreses habían sacado una conclusión errónea de lo sucedido a los Keeler.

—Aquí piensan que fue la voluntad de Dios; que Dios hizo que esto sucediera porque no está contento con nosotros —me dijo el pastor—. La gente dice: «Antes, cuando todo el mundo creía en Él, estas cosas no sucedían». Sí que sucedían. Pero en aquella época no había la cantidad de armas de fuego que hay ahora, todos esos revólveres y escopetas cargados. Esas armas de fuego que tenemos en nuestros hogares están matando más gente que todos los criminales juntos. Pero a los que viven aquí eso no parece importarles.

David recibió tratamiento psiquiátrico en Timberlawn, y luego vivió en una residencia, en libertad vigilada y bajo supervisión psiquiátrica, hasta 1984. Para entonces ya nadie se acordaba del caso, pero como he dicho antes, yo había hecho amigos en Texas, y los tejanos son muy buenos en eso de mantener relaciones. En Navidad recibí cartas y tarjetas de mis amigos de Dallas, y uno me enviaba un artículo de periódico. David, decía el artículo, quedaría en libertad, y sin la obligación de recibir supervisión psiquiátrica, a partir del 29 de diciembre. En esa fecha cumplía dieciocho años. Su expediente como delincuente juvenil sería destruido, y recibiría su parte de la herencia de un millón doscientos mil dólares dejada por sus padres.

Había una última vuelta de tuerca, o al menos algo que me pareció una especie de reconocimiento de los miedos que la gente que vive en una sociedad de ciudadanos armados no puede nunca olvidar del todo. El reparto de la herencia había sido acordado por los hermanos de David, que al parecer deseaban dar a éste su parte de la fortuna familiar. Pero lo interesante es que habían puesto como condición que su hermano no estudiara en la Universidad de Texas, en Austin, ni en la Universidad Metodista del Sur, en Dallas, dada la cercanía de estos centros a sus respectivos domicilios.

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