martes, 4 de junio de 2019

El bebé del Señor Culpeper, de Kenneth Bulmer

 


El señor Culpeper vivía con un temor mortal a su bebé.

Empujó el nuevo cochecito por las áridas calles suburbanas del domingo por la mañana, eludiendo las miradas de admiración de los transeúntes. Su avispado rostro de habitante de los suburbios londinenses de facciones enjutas, parecía haber sido sumergido en cera que, una vez seca, lo había dejado rígido e inmóvil. El bebé yacía felizmente dormido, con la babeante boca abierta y las gruesas mejillas descansando sobre el almohadón, componiendo una imagen capaz de provocar ronroneos de placer en las ancianas damas de pelo blanco.

Pese a ello, el bebé había expuesto un panorama tan terrorífico ante los ojos del señor Culpeper que la mente convencional de éste se encogía por el miedo a lo desconocido.

Recordaba los tiempos, tan cercanos, en que fue el padre más orgulloso de todos los suburbios durante el paseo matutino del domingo. Naturalmente, el niño se había mostrado anormal desde el momento mismo de su nacimiento; no lloró. Y el señor Culpeper se había sentido muy ufano de eso... La criatura no lloraba nunca, pero él jamás había relacionado esto con los dos antojos situados en la frente, justo en el nacimiento del cuero cabelludo. Ahora se torturaba, como sólo son capaces de hacerlo las personas imaginativas, con asombrosas conjeturas y reacias meditaciones de tema diabólico.

El bebé del señor Culpeper jamás había llorado como los demás niños, y aunque sus vecinos, con su entrometimiento habitual, sospecharan todo tipo de ardides represivos, no podían probar nada. No había absolutamente nada que demostrar a ese respecto. La criatura no lloraba, eso era todo... Y sin embargo, el señor Culpeper recordaba con exactitud microscópica la primera vez que tal cosa había sucedido. Una medida del confuso estado actual de su mente la proporcionaba el hecho de que aquel momento, a pesar de toda su aparente trivialidad, permaneciera en su recuerdo como el primer augurio.

Nadie, aparte del señor Culpeper y su esposa, se enteró de aquel lloro. En una clara y tranquila tarde de domingo, mientras la aspidistra languidecía en su maceta, el chiquillo prorrumpió en repentinos gritos. Su llanto terminó tan bruscamente como había comenzado, con un débil tono agudo de histeria infantil. Al calmarse la conmoción doméstica resultante, el señor Culpeper advirtió que el canario, con las garras encogidas, yacía rígido sobre la arena de su jaula.

Por supuesto, la señora Culpeper, con su mentalidad femenina, consideró el incidente como un maravilloso ejemplo del cariño que la criatura sentía por su apreciado y muerto amigo del reino animal. No obstante, pudo más en ella el prestigio que le proporcionaba el fenómeno de que su hijo no llorara nunca. Desgarrada entre dos deseos, no reveló a nadie la causa de su firme creencia en el amor, más propia de un adulto, que el chiquillo mostraba hacia los animales.

El señor Culpeper reconoció modestamente que él había sido bastante agudo en la escuela... Bueno, el tiempo se encargaría de aclararlo. Sin embargo, recelaba un poco de la teoría de su esposa. Para sus adentros, pensaba que tal vez la dentición tuviera algo que ver con la cuestión. Ahora, recordando el pasado, palidecía ante su propia ceguera. Y aquélla no fue la única ocasión en que lloró el bebé. Imposible olvidarlo.

La segunda vez resultó mucho peor.

El señor Culpeper daba su acostumbrado paseo matutino del domingo, igual que ahora, con la criatura felizmente dormida como un gnomo encogido, mientras él empujaba el cochecito con el consciente decoro de su paternidad. Que prefiriese pasear por las silenciosas calles adyacentes a su barrio se debía en parte, sólo en parte, a la tranquilidad de las mismas. El motivo fundamental era que los extraños no reconocerían al bebé que no lloraba, al hijo del señor Culpeper.

Al bordear la parte trasera de la casa donde pronto iba a alojarse el nuevo médico, vio a varios trabajadores con monos que sacaban el mobiliario del antiguo doctor. Este último se hallaba en el porche, supervisando el trabajo con cierta expresión de añoranza. Saludó amablemente al señor Culpeper.

—¿Cómo va ese briboncete? Parece que fue ayer cuando trató usted de echar mi puerta abajo... Y fíjese qué tamaño tiene ya.

—Sí, crece de prisa, es cierto.

El señor Culpeper manoseó la capota del cochecito. Los musculosos operarios que asían el extremo de una cuerda le dieron un empujón, sin murmurar siquiera una excusa.

—¿Cómo se le ha ocurrido mudarse el domingo?

—Eso me pasa por ser médico general —contestó con tristeza el doctor, al tiempo que extendía sus regordetas manos.

Los empleados de las mudanzas bajaban ahora por la ventana del primer piso una caja de caudales, poniendo en juego la indiferente habilidad adquirida a través de muchos años de experiencia. El señor Culpeper carraspeó tímidamente.

—Doctor, ¿no le parece que estas marcas de nacimiento aumentan de tamaño? —se decidió a preguntar.

—¿Aumentar de tamaño? No, por supuesto. Por regla general, no varían. De todos modos, permítame examinar al pequeño.

El médico abandonó el porche para acercarse al cochecito.

El bebé del señor Culpeper abrió los ojos y chilló.

El señor Culpeper, incrédulo, alzó la vista. Igual que en una película a cámara lenta, la pesada caja de caudales se soltó de la cuerda y cayó, aplastando al viejo doctor.

Cuando el señor Culpeper lograba meditar sobre el accidente sin que aquellas terribles náuseas le revolviesen las entrañas, le resultaba imposible aceptar, por más inteligente que él hubiera sido de niño, que su vástago había gritado al ver caer la caja de caudales.

Por más que se imaginara como padre de un superhombre, con todas las inquietudes y temores que ello conllevaba, necesitaba otra respuesta. Una respuesta que situase el problema entre las familiares calamidades menores que un saludable niño de pecho provocaba con esa cuestión denominada crecimiento.

Conforme iban pasando los días en el suburbio, cada uno igual al anterior, y se extendía la leyenda del bebé que no lloraba, al señor Culpeper le resultaba más fácil olvidar y refugiarse en el confortante credo de su esposa:

—El niño no llora. Eso es lo que importa.

Sin embargo, subsistían ciertas dudas. El señor Culpeper poseía vagas nociones sobre los átomos y los genes. Con su acostumbrado enfoque directo de los problemas, acudió a su unidad de la Defensa Civil, intentando comprender cuanto le explicaron allí, entre otras cosas, sobre los átomos, la radiación y la necesaria protección en caso de que algo ocurriese.

Llegó al fin el día de la feria de agosto, y con él las usuales celebraciones. Aquel lunes por la tarde, la familia Culpeper se mezcló entre los gritos y empujones de la multitud, para disfrutar de las tradicionales atracciones. Sonaban silbatos, carrascas con su típico ruido de ametralladora, y música grabada procedente de una docena de direcciones distintas, todo ello confundido en un rugido vocinglero. El rubicundo rostro del jovial londinense, tranquilo y relajado, brillaba cubierto por una pátina rosada de calor, sudor y polvo.

Las partículas atómicas estaban muy lejos de la mente del señor Culpeper.

La señora Culpeper avanzaba con cuidado entre el gentío, llevando a su hijo en brazos, puesto que el bebé «se portaba siempre bien». Con el cochecito, se hubieran visto tan inmovilizados como una mosca en un papel engomado.

—¡Adelante! ¡Adelante! ¡Todo el mundo gana! ¡Un premio para todo el que acierte!

Los dueños de las barracas pregonaban con voz estentórea las excelencias de sus respectivas atracciones. Enormes y resplandecientes máquinas de vapor ululaban con despreocupado gasto de energía, y algunos tractores diesel zumbaban monótonos.

Bocanadas de vapor ascendían hasta las banderolas y las enseñas que flameaban contra el viento. Allí arriba, por encima de los engalanados bordes que remataban los toldos de las atracciones menores, una serie de dorados y resplandecientes cochecitos de color rojo y verde subían, bajaban y se balanceaban, rivalizando con Faetón y su carro de fuego.

El señor Culpeper echó la cabeza hacia atrás, en medio de todo el alboroto y confusión, y contempló los saltarines cascarones, ensamblados entre las vigas de arrastre. Una perspectiva fantástica...

—Mi entrenamiento en el ejército fue un juego de niños comparado con eso —confió a su esposa.

La señora Culpeper sonrió y ciñó más el cordón que sujetaba la capita del niño. Una multitud de alegres adolescentes se encaramó a los coches, momentáneamente parados, impacientes como corceles árabes, inquietos y briosos en espera de la señal de partida.

Un tut-tut de la reluciente bocina, la estruendosa versión de una canción popular... y el artefacto se puso en movimiento.

La señora Culpeper, con el bebé tranquilo y protegido en sus brazos, se acercó al mostrador repleto de premios en que un hombre gritaba:

—¡Inténtenlo, damas y caballeros! ¡Todo es cuestión de habilidad! ¡Hagan rodar sus peniques! ¡Anímense!

El señor Culpeper se aproximó a su esposa y permaneció a su lado mientras el penique de la mujer rodaba por la ranura del destino y se tambaleaba hasta quedar bien plano, como gelatina que se secase.

—¡Premio a la primera, señora!

El dueño de la atracción se había resignado ya a esos breves destellos de suerte, típicos de los novatos. Debía recordar a su socio que pintara un poco más gruesa aquella línea negra.

—Siempre lo digo, todo el mundo gana, un premio para todo ganador. ¿Qué desea la señora? ¿Un bonito gorro para el niño?

—No... No —intervino el señor Culpeper, con repentina ansiedad. Después de todo, se trataba de una ocasión—. No creo que eso nos convenga. ¿Qué te gustaría a ti, cariño?

Pero el hombre no estaba dispuesto a perder el tiempo de aquella forma.

—¡Adelante! ¡Hagan rodar sus peniques! —gritó, prosiguiendo su trabajo—. Aquí lo tiene, señor. —Se volvió hacia su socio y añadió con la misma voz potente—: Entrégale a este hombre un anillo de oro peruano...

El bebé del señor Culpeper abrió la boca y chilló.

A través de los tristes y polvorientos pasillos del tiempo, desde el alarido del rebelde hasta el hurra británico, desde el toque de trompa de los caballeros hasta las siete trompetas de Jericó y las de plata del antiguo Egipto, todos al unísono debieron aceptar en su augusta compañía el chillido del bebé del señor Culpeper.

Un olor penetrante a alquitrán llenaba el ambiente... De pronto se produjo un espeluznante crujido.

Un instante antes, el sol brillaba generoso sobre miles de personas, que bullían con un sonido similar al de las olas rompiendo en las rocas. Al instante siguiente, esos miles de personas contemplaban horrorizados la escena, señalando y gesticulando. Presas de pánico, comenzaron a huir del centro de la feria, mientras que varios miles más corrían confusamente en todas direcciones. El crujido se hizo más audible.

Aquella atracción aérea, aquella carroza de los dioses posada en un solar londinense, cobraba un ímpetu desenfrenado. Los coches dorados giraban a terrorífica velocidad, más y más de prisa a cada instante. El conjunto de la delicada estructura pareció bailar con la inestabilidad de un borracho, palpitando con un latido que llegaba hasta el mismo suelo.

En medio de la confusión, el señor Culpeper miró a su hijo. El bebé lloraba de un modo bastante normal, con repentinos accesos de lágrimas y pertinaces y suaves gimoteos. En un momento dado, una nube ensombreció las arrugas de su rostro. La criatura no se movía, no abría y cerraba los puños ni tampoco pataleaba. Pero cuando la imponente estructura pintada se desplomó como un castillo de naipes, arrastrando tras ella los coches dorados y levantando un halo de polvo en el solar de la feria, el bebé chilló como si le torturasen con pinzas candentes.

La angustiada señora Culpeper lloró también, mientras trataba en vano de enjugarse los ojos y los del niño con la punta del pañuelo. El señor Culpeper corrió hacia el escenario de la destrucción, entre los tenderetes y entoldados de la feria, mezclado con cientos de personas que le imitaban. La experiencia de los bombardeos, penosamente adquirida, no había sido olvidada. Hombres y mujeres aunaron sus esfuerzos para rescatar a las víctimas de entre las ruinas.

Transcurrieron horas antes de que todos los cuerpos destrozados hubieran sido extraídos de entre los astillados cochecitos. Los muertos fueron cubiertos reverentemente con chaquetas manchadas de sangre, y los heridos, acomodados de la mejor manera posible sobre la seca hierba del solar.

El señor Culpeper acabó con dolor de cabeza y la garganta reseca. Dejó en el suelo su extremo de la camilla y miró a su esposa, que se acercaba en medio de la creciente oscuridad, con el bebé todavía lloriqueando en sus brazos.

—Vámonos, cariño —dijo la señora Culpeper, con voz tensa de preocupación—.

Pareces rendido. Los enfermeros terminarán la tarea, no queda nada que puedas hacer.

Ven a tomarte una buena taza de té.

—De acuerdo. —El señor Culpeper se irguió y dio la espalda a la camilla. Su mirada era vidriosa—. ¿Dónde esta mi chaqueta?

Llegaron dos enfermeros del hospital St. John, ambos con uniforme de sarga azul y aspecto sudoroso y fatigado. El muchacho echado en la camilla permanecía inmóvil.

El señor Culpeper buscó torpemente su chaqueta y después observó a su hijo. La menuda carita estaba hinchada por el llanto, igual que el rostro de un adulto, no habituado a las lágrimas, después de prolongados sollozos. Y mientras el señor Culpeper la miraba, la oscura sombra pasó de nuevo sobre ella, como una ráfaga de viento que agitase un campo de maíz bajo el sol. El bebé del señor Culpeper chilló. Y se calló en seguida.

Los dos enfermeros del St. John levantaron la camilla. El que iba detrás comentó, mirando al herido:

—También este pobre chaval está perdido. Me lo olí nada más llegar. Me da la impresión de que se encuentra en las últimas. —Se irguió y la camilla osciló con su frágil carga—. Será preferible que regrese a su casa, señor. Tómese una taza de té y se sentirá mejor.

La cara del señor Culpeper parecía de granito. Su cuerpo estaba tenso, rígido, demasiado petrificado para permitirle estremecerse en un gesto de alivio.

Aquel episodio de la feria era un siniestro asunto. Pero había visto cosas mucho peores en Anzio. Su problema se centraba en el niño. Debía racionalizar aquello como fuera.

Tenía que hacerlo, por bien de su propia cordura.

Durante el trayecto de vuelta, en el autobús, los compañeros de viaje del señor Culpeper no fueron para él más que manchas difusas. Pasaban de un lado a otro, tornándose enormes cuando se acercaban a él y menguando al alejarse. Su cabeza semejaba un grandioso globo desde el que podía contemplar el mundo únicamente a través de una grieta diminuta.

Sabía, con la desesperante sensación de lo irrevocable, que ya no podía eludir por más tiempo el problema.

Los hechos minúsculos se habían ido acumulando poco a poco, como una bola de nieve, hasta amenazar con hundirse bajo una avalancha de locura. Con ese sentido interno profundamente enraizado que procedía de las cavernas prehistóricas, temía saber por qué no lloraba su bebé... No, precisemos. Incluso con la cabeza como envuelta en algodón se esforzaba por mostrarse exacto. Sabía qué provocaba su llanto. Ni más ni menos. El señor Culpeper pugnó breve y amargamente por evitar que la oleada de histeria le anegase en pleno autobús... Sí, sabía por qué lloraba su hijo.

El señor Culpeper no recordaba nada más de las actividades de aquel día. Su primer recuerdo coherente era haber abierto los ojos ante los rayos del sol de esa mañana de domingo, que caían alegres sobre el periódico doblado junto a la bandeja del desayuno.

Domingo por la mañana. Un tiempo aparte, en que se nos permite olvidar todos nuestros sábados, perderlos de vista tras un vidrio opaco.

El señor Culpeper abrió su huevo con golpecitos calculados y desdobló el periódico. 

Titulares negros como el carbón saltaron hacia él. Y así, la catástrofe del sábado anterior inundó la calma de su domingo, barriendo todo pensamiento lógico y enfrentándole sin contemplaciones con el problema personal que le había atormentado en el autobús.

La orientación de su pensamiento le indujo a leer las noticias que ocupaban el segundo lugar después de la «Tragedia en la feria de Hampstead». Se enteró de graves deliberaciones entre los jefes de estado, y leyó notas y más notas. Pero lo que buscaba con toda avidez, y no obstante, casi sin voluntad consciente, era cualquier retazo de información que se refiriese a las armas nucleares. Había llegado a la conclusión de que jamás en toda su vida, al menos que él supiera, se había visto expuesto a radiaciones causantes de mutaciones. La muy discutida posibilidad de que la más reciente bomba termonuclear fuera capaz de esparcir su alocada pestilencia por buena parte del globo, diseminada a los cuatro vientos, le fascinaba y repugnaba a la vez. Ésa podía ser la respuesta...

¿Era el padre de un monstruo? ¿O no lo era? ¿Sólo porque su hijo lloraba...? ¿Causa y efecto? El heraldo no es el rey. Intentó tranquilizarse un poco con esa idea, pero no había nada capaz de aliviarle en su situación. Debía aceptar como un hecho la anormalidad de su hijo. Ya había terminado la etapa en que le estaba permitido quitar importancia al asunto, diciéndose que se trataba de una serie de coincidencias interrelacionadas.

Apartó a un lado la bandeja, consumido a medias el desayuno, y se puso en pie penosamente. Seguía doliéndole la cabeza desde los esfuerzos de ayer, y profundas punzadas taladraban su entrecejo.

Tomó una decisión. Intentaría actuar con normalidad. Daría su acostumbrado paseo matutino del domingo y consideraría este fin de semana como otro cualquiera.

Y allí estaba, andando de vuelta al hogar para saborear la comida dominical que la señora Culpeper estaría cocinando, y con su mente todavía nublada por las horrendas imágenes consecutivas de las últimas semanas. Intentó rechazar los pensamientos desagradables, llenar su mente de golosas expectativas, pero la carne asada entró en conflicto inmediato con las cajas de caudales y los cochecitos dorados. Todavía tenía el olor del polvo en la nariz, aún lo sentía en su lengua, insulso y arenoso... Seguía viendo aquella sombra oscura revoloteando sobre el rostro de su hijo, como una mano presta a cerrarse.

El señor Culpeper llegó con el cochecito hasta el porche de su casa y se detuvo para sacar la llave con dedos torpes, rígidos, incontrolables. Se inclinó por encima del cochecito, insertó la llave en la cerradura y abrió la puerta. Inclinado como estaba, su rostro a menos de un palmo del de su hijo, escuchó un tenue susurro.

Bajó la mirada, mientras el pánico se apoderaba de él.

Aquella sombra terrible estaba oscureciendo las diminutas facciones del bebé. Los dos antojos carmesí resplandecieron con temblor vital. Los ojos desaparecieron, la nariz se arrugó, la fresca boca se frunció hasta formar un círculo tembloroso. Y el bebé del señor Culpeper chilló.

En el mismo instante, una fuerte ráfaga de aire avanzó con estruendo por el pasillo, arrancó los dos cuadros de la pared y la capota del cochecito y derribó al señor Culpeper. Y hubo una sorda explosión, que concluyó con un tintineo de vidrio y porcelana que se rompía en pedazos. El señor Culpeper no tuvo necesidad de ir a la cocina. Sabía lo que encontraría en ella.

Las explosiones de gas en lugares cerrados, aun sin repisas llenas de objetos de loza, son de por sí fatales. Con vajilla y cristalería, causan una verdadera confusión.

El vicario se presentó pocas noches después. Sus servicial filosofía habría constituido un consuelo para cualquier hombre..., siempre que careciera del conocimiento con el que el señor Culpeper se esforzaba por vivir.

El señor Culpeper escuchó apático, sentado y con las manos colgando entre sus rodillas, la voz amable y grave, tranquilizadora, a pesar de su monotonía hipnótica, del sacerdote. El vicario habló hasta bastante tarde, sin otras pausas que las necesarias para tomar un pellizco de rapé, hábito académico que contribuía a aproximarle en espíritu a los polvorientos tomos teosóficos sobre los que le gustaba reflexionar. La habitación fue oscureciéndose poco a poco, hasta el punto de que el señor Culpeper dejó de distinguir la figura de su hijo, tranquilamente acostado en la cuna.

Le costó una buena dosis de valor plantearse el problema:

«Es mi hijo. Mi propia carne, por lo tanto. Pero ¿qué otra cosa hay en su mente? ¿O en su alma, su ego o lo que sea? ¿Qué indefinible tipo de monstruo he traído al mundo?»

El vicario, sin fijarse en la distracción del señor Culpeper, continuaba su monólogo hasta llegar al fin que se había fijado.

—Ya ve, hijo mío —decía—. Todas estas cosas hay que soportarlas a la luz del constante sufrimiento humano y la otra vida, eterna y gloriosa, que nos aguarda a todos en el más allá.

De la cuna surgió un trémulo e insignificante sonido.

—Y ahora, debo dejarle —terminó el vicario, recogiendo su sombrero negro—. Temo que mi obra en la congregación llegue demasiado tarde. Ha habido una excesiva reincidencia. Los jóvenes modernos dan cada vez más la impresión de estar convirtiéndose en hijos de Edom. Confiemos en que el nombre del tercer hijo de Caleb no sea apropiado para ellos.

El señor Culpeper oyó todo esto, pero sólo algunos fragmentos se filtraron entre las oleadas de sonido que inundaban su mente. Apenas alcanzaba a controlar el temblor de sus manos. Su frente se humedeció. Oyó de nuevo el sonido..., ahora mas fuerte, terriblemente más fuerte. No podía ver a su hijo y le trastornaba su intenso deseo de no prestarle atención.

¿Qué había dicho el vicario? ¿Ahora debo dejarle? ¿Se iba el sacerdote —el suelo pareció levantarse de repente bajo los pies del señor Culpeper— o era él mismo quien se iba? Sus manos empezaron a temblar de tal manera que las apretó una contra otra con todas sus fuerzas, casi en actitud de súplica. Quizá fuera él quien tenía que irse...

En su imaginación vio, con demasiada claridad, la sombra oscura agitándose sobre el rostro del bebé, anunciando la solemne llegada de algo... ¿o de alguien? Aquello podía atacar a uno cualquiera de los dos hombres sentados en la sombría habitación.

Y sin embargo, pese al torbellino de su cerebro, seguía formulándose el interrogante clave: ¿Qué papel representaba su hijo? ¿Heraldo del trágico advenimiento... o su instigador?

—Gracias, señor vicario —logro decir, sintiendo que el cuello de su camisa le estrangulaba—. Ha sido muy amable.

—Bueno, señor Culpeper...

El vicario se detuvo, sin saber qué decir, perplejo ante esa muestra de emoción en el momento en que se marchaba.

El señor Culpeper escuchó con todas las células de su cuerpo, esforzándose por captar la primera y más insignificante agitación del aire, esforzándose por oír el sonido que tanto le aterrorizaba.

Del bebé surgió un sonido siseante, minúsculo, casi inaudible...

El señor Culpeper se puso en pie bruscamente, con los ojos desorbitados. Volcó su silla y contempló fascinado a su hijo, luego al sacerdote, de nuevo al niño.

Daba la impresión de que esperaba ver la oscura sala convertida en el mismo Armagedón.

El bebé del señor Culpeper estornudó.

El señor Culpeper estalló en una carcajada incontenible, que fue brotando a borbotones de su garganta. No logró evitarlo. Sus nervios habían llegado a un grado de tensión más allá de lo soportable. El rapé del vicario estuvo a punto de provocarle un colapso nervioso. Brincó alocadamente hasta llegar a la cuna, tomó al niño en sus brazos y lo apretó contra su pecho. La fuerza de sus emociones, al liberarse, le hizo sollozar.

—¡Pero, bueno...! —exclamó el vicario, escandalizado.

El bebé del señor Culpeper no lloró por el rudo trato que se le infligía en plena noche.

Se limitó a emitir un cloqueo desaprobador y volvió a dormirse.

Mucho tiempo después de dejarle el vicario, tras cerrar indignado la puerta con un gran portazo, el señor Culpeper continuaba sentado, acurrucado en la oscuridad.

Le asaltaban sombríos pensamientos. La señora Culpeper y los breves y brillantes días de su luna de miel... Y luego, se veía sacando la llave del bolsillo e inclinándose por encima del cochecito... Una y otra vez. Recordó, de un modo vago y a extraños intervalos, el solar de la feria y el anillo de oro peruano que su esposa no había llegado a poseer.

Pensó en muchas cosas en aquella silenciosa habitación. En la acometida de las alas oscuras que el hombre mortal no sentía hasta el último instante, el de expirar. Su consternada visión pareció concentrarse en la espiral interna de una escalera descendente, hundiéndose casi vertical en reverberantes profundidades.

Al fin, se levantó y encendió la luz, parpadeando ante el resplandor. Con gestos mecánicos, preparó una cena frugal, cumpliendo la rutina aprendida con la práctica. Sacar el pan del cajón. La mantequilla y carne fría de la nevera. Un cuchillo largo y delgado de otro cajón...

—¿Que voy a hacer? —se pregunto en voz alta—. Por supuesto, el heraldo no es el rey... Pero ¿qué es entonces?

Su voz se apagó. Al colocar el cuchillo junto al pan, el reflejo del filo hirió sus ojos.

—Frío y limpio. —Sus dedos se contrajeron espasmódicamente—. No como la caja de caudales, o los cochecitos de la feria, o la explosión de la cocina. Frío y limpio.

La habitación iba enfriándose. La calle estaba muy oscura. Cogió el cuchillo. Se mantuvo tenso, incluso al llegar junto a la difusa sombra de la cuna, aguardando una señal, una indicación de que iba a ejecutar lo ordenado, algo que escapaba a su control.

El bebé permanecía muy tranquilo.

Levantó el cuchillo y lo sostuvo en equilibrio sobre su cabeza. De pronto, llamaron a la puerta principal. El cuchillo cayó ruidosamente al suelo y el señor Culpeper se apartó de la cuna, dando tumbos. Por último, consiguió abrir la puerta.

—¡Señor Culpeper! Vaya al refugio ahora mismo... ¡Se ha producido una alarma general! Dios sabe qué sucederá ahora.

En la penumbra del porche, reconoció a uno de los vigilantes de su refugio de la Defensa Civil. El casco de acero del hombre fue como una señal desagradable y perturbadora, un símbolo de que el mundo estaba trastornado también fuera del microcosmos del señor Culpeper.

—De acuerdo, Alec —balbuceó. La repentina llamada le había descompuesto, rompiendo la secuencia irreal que en aquel momento vivía—. Ahora mismo voy... ¡Ah! Tendré que llevarme al niño. No hay nadie aquí para cuidarlo...

—De acuerdo. Pero dése prisa, por favor. Todavía me quedan dos calles más por recorrer.

Las botas de Alec resonaron en la oscuridad. El señor Culpeper dejó la puerta abierta mientras se cambiaba de ropa y reunía las cosas que iba a necesitar. Envolvió a su hijo en una amplia manta y salió corriendo hacia el refugio de la Defensa Civil.

¿Por qué preocuparse respecto a lo que era el bebé? Si las charlas a las que había asistido tenían algo que ver con la realidad, en cuestión de pocas horas quizá no tuviera que preocuparse ya de nada. Y sin embargo..., hasta la idea de que Londres se viera reducida a escorias radiactivas no le consternaba tanto como el fenómeno del niño. Sabía que se daban torsiones espaciales y temporales en el núcleo incandescente de una bomba de hidrógeno. ¿Qué tipo de materia, sustancia o energía sufría una torsión en el cerebro de su hijo?

En el interior del triste edificio de ladrillo y hormigón reinaba un caos organizado. Los vigilantes se congregaban en el lugar como mariposas nocturnas en torno a una luz, aunque con el sentido del orden que meses de entrenamiento habían inculcado en ellos sin darse cuenta. El señor Culpeper encajaba bien en ese molde. Sin saber exactamente cómo, las recientes semanas de pesadilla habían desaparecido bajo el impacto del holocausto general. Experimentó cierta vergüenza al recordar la forma en que había empuñado el cuchillo. Una benévola asistenta cuidaba del niño en un rincón. A decir verdad, el bebé dormía con un sueño profundo.

En cuanto recibió las oportunas instrucciones y procedió a sus comprobaciones personales, el señor Culpeper dispuso de tiempo suficiente para volver a pensar en sí mismo. En el tablero, brillaba la alarma amarilla, que, tal como había expresado Alec, podía significar cualquier cosa. Mientras la miraba, parcialmente oscurecida su visión por el ladeado borde del casco, la señal luminosa pasó al anaranjado. Se sobresaltó. Un hombre de cara rubicunda estaba hablando, sentado en una silla y bebiendo cerveza.

—...y eso significa que nos apoderaremos de su pequeño botín. Se lo aseguro, compañero, esto es el fin del mundo. Esta misma noche.

—¡Vamos! Sabe usted muy bien que se echarán atrás —objetó una pálida muchacha, humedeciéndose los labios.

—No. No lo harán. Nos pillarán en pleno centro de la bomba... Y nadie sabe lo que sucede allí.

Los ojos de la pálida muchacha se abrieron desmesuradamente, suscitando en el señor Culpeper una momentánea simpatía. Ella y todos los demás tenían algo que les impulsaba a vivir, algo que les hacía resistirse a la muerte. Miró a su hijo. Quizá, sólo quizá, el niño había nacido con este designio. El pensamiento le descompuso. Era horrible, insoportable, pero no conseguía rechazarlo. Se aferraba obstinado a sus células cerebrales, con el impacto de una experiencia traumática.

¡Tal vez su hijo atraería la bomba!

El sudor corrió por el rostro del señor Culpeper. Se puso en pie, muy rígido, se acercó a la afligida asistenta y miró con fijeza a su hijo. El sueño, profundo y sosegado, mantenía relajada la arrugada carita. Los extraños antojos aparecían difuminados, casi invisibles. Al señor Culpeper se le entrecortó el aliento cuando, de pronto, la cara del niño dormido reflejó una vívida imagen de su esposa. Ella había sido tan maravillosa...

Pero antes de darle tiempo a analizar aquella reacción tan sentimental, las manchas rosadas de la frente del chiquillo empezaron a brillar, adquiriendo una tonalidad carmesí y reflejando el resplandor de las luces del techo. Horrorizado, el señor Culpeper no apartaba la mirada de ellas. El bebé se estiró. Sus pequeños labios chasquearon al unirse, sus ojos se arrugaron conforme iba despertándose. Abrió la boca...

Y en aquel preciso instante, el señor Culpeper supo que el fin del mundo era inminente.

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