martes, 18 de junio de 2019

El cuadro de la lancha pesquera, de Alan Sillitoe

 


Llevo veintiocho años de cartero. Acepten esta primera frase; como está escrita de un modo sencillo puede hacer que el hecho de que haya sido cartero durante tanto tiempo parezca importante, pero yo me doy perfecta cuenta de que tal hecho no tiene ningún significado especial. Después de todo, sólo es culpa mía el que pueda parecérselo a algunas personas sólo porque la escribí de modo tan sencillo; no sabría hacerlo de ningún otro modo. Si hubiera empezado utilizando palabras largas y complicadas buscadas en el diccionario, las usaría demasiadas veces, siempre las mismas una vez y otra, sólo con unas pocas frases —si alguna— intercaladas entre ellas; conque lo mejor que puedo hacer es que lo que escriba no parezca estúpido sólo por usar palabras del diccionario.

También llevo veintiocho años casado. Esta declaración es muy importante, sin importar cómo se escriba o de qué modo se la mire. El caso es que me casé con mi mujer en cuanto conseguí un trabajo fijo, y el primer trabajo bueno en el que aterricé fue en Correos (antes había sido botones y pinche). Tuve que casarme con ella en cuanto conseguí un empleo porque se lo había prometido, y ella no era de esas personas capaz de dejarme olvidar una cosa así.

Cuando llegó la primera noche de paga fui a buscarla y le pregunté:

—¿Qué tal si diéramos una vuelta por el bosque de Snakey?

Yo era un creído y pensaba que estaba en la cima del mundo, y como había olvidado nuestro pacto no me pareció nada raro que dijera:

—Sí, de acuerdo.

Era a finales de otoño, recuerdo, y las hojas eran altas como la nieve, resecas por encima, pero medio podridas por debajo. A la luz de la luna llena y con una ligera brisa paseamos por el Huerto de los Cerezos, contentos, cogidos del brazo. De pronto, ella se detuvo y se volvió hacia mí; era una chica bien hecha, de buen tipo y cara bastante agradable:

—¿Quieres que entremos en el bosque?

¡Vaya una pregunta! Me eché a reír:

—Ya sabes que sí. ¿Tú no quieres?

Seguimos caminando, y un minuto después dijo:

—Sí, yo también quiero, pero ya sabes lo que tenemos que hacer ahora que has obtenido un trabajo fijo, ¿verdad?

Yo me pregunté a qué venía aquello. Pero lo sabía de sobra.

—Nos casaremos —dije, añadiendo al cabo de un rato—: No tengo un sueldo muy alto para vivir de él, ya sabes.

Por mí, es suficiente —respondió ella.

Y eso fue todo. Me dio el beso mejor que me hayan dado en la vida, y luego nos metimos en el bosque.

Desde un buen principio, ella nunca estuvo contenta con nuestra vida en común. Tampoco yo, porque no tardó nada en empezar a decirme que todos sus amigos —y su familia más que nadie— comentaban sin parar que nuestro matrimonio no iba a durar ni cinco minutos. Yo nunca supe qué responderle, pero a los pocos meses comprendí cuánta razón tenían todos. Con todo, eso no me inquietaba mucho, porque yo siempre he sido de esa clase de tipos que nunca discuten por nada. Si quieren saber la verdad —la clase de verdad que supongo que muy pocos tipos estarían dispuestos a admitir—, el hecho de casarme sólo supuso que me cambié desde una casa y una madre a otra casa y otra madre diferentes. Algo tan sencillo como eso. Ni siquiera el dinero de mi sueldo cambió de curso pues lo entregaba todos los viernes por la noche y me devolvían cinco chelines para tabaco y una entrada de cine. Fue una de esas bodas donde el coste de la ceremonia y el convite son como un primer pago al contado y luego uno tiene que segur entregando lo que gana todas las semanas de su vida. De ahí es de donde supongo que sacaron la idea de las ventas a plazos.

Pero nuestro matrimonio duró más de los cinco minutos que todos habían profetizado. Duró seis años; ella me dejó cuando yo tenía treinta años, y ella treinta y cuatro. Lo malo era que cuando teníamos una bronca —y era bronca de verdad, con blasfemias, cacharros a la cabeza y toda la pesca— aquello se parecía mucho a sufrir de verdad, y en medio de ellas me parecía como si no hubiéramos hecho más que cabrearnos uno con el otro desde el momento en que nos echamos la vista encima, sin un momento de respiro, y que aquello duraría mientras siguiésemos juntos. Pero la verdad era, según lo veo ahora —y hasta entonces lo veía en ocasiones—, que una buena parte de nuestro tiempo nos divertíamos la tira.

Antes de que se largara, yo ya había tenido la idea de que nuestra vida como marido y mujer se iba a terminar, porque un día tuvimos la riña peor de todas. Estábamos sentados en casa una tarde después de tomar el té, uno en cada extremo de la mesa, con los platos vacíos y la tripa llena, por lo que no hubo excusas para lo que siguió. Yo tenía la cabeza doblada encima de un libro, y Kathy estaba allí sentada, sin más.

De pronto, me dijo:

—Te quiero, Harry. —Yo estuve un rato sin oír lo que decía, como a menudo sucede cuando estás leyendo un libro. Luego añadió—: Harry, mírame.

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