Jim Gilmore llegó a Hortons Bay procedente de Canadá y compró la herrería al viejo Horton. Era bajo y moreno, con grandes bigotes y manos grandes. Era bueno poniendo herraduras y no tenía mucho aspecto de herrero ni con el delantal de cuero puesto. Vivía encima de la herrería y comía en casa de D. J. Smith.
Liz Coates trabajaba para los Smith. La señora Smith, una mujer muy corpulenta y de aspecto aseado, decía que Liz era la chica más distinguida que jamás había visto. Liz tenía buenas piernas y siempre llevaba unos delantales a cuadros impecables, y Jim se había fijado en que siempre llevaba el pelo bien arreglado. Le gustaba su cara porque era muy alegre, pero nunca pensaba en ella.
A Liz le gustaba mucho Jim. Le gustaba su forma de andar cuando venía de la tienda, y a menudo salía a la puerta de la cocina para verlo alejarse por la carretera. Le gustaba su bigote. Le gustaba lo blancos que tenía los dientes cuando sonreía. Le gustaba mucho que no tuviera aspecto de herrero. Le gustaba lo mucho que les gustaba al señor y a la señora Smith. Un día descubrió que le gustaba el vello negro que cubría los brazos de Jim y lo pálidos que eran éstos por encima de la marca de bronceado cuando se lavaba en la palangana fuera de la casa. Le parecía extraño que le gustaran esas cosas.
Hortons Bay, el pueblo, sólo contaba con cinco casas en la carretera principal entre Boyne City y Charlevoix. Además de la tienda de comestibles y la oficina de correos, que tenía una fachada alta falsa y tal vez un carro enganchado enfrente, estaba la casa de los Smith, la de los Stroud, la de los Dillworth, la de los Horton y la de los Van Hoosen. Las casas estaban construidas en un olmedo y la carretera estaba cubierta de arena. Un poco más arriba estaba la iglesia metodista y más abajo, en la otra dirección, la escuela municipal. La herrería estaba pintada de rojo y quedaba frente a la escuela.
Una carretera empinada y cubierta de arena descendía la colina hasta la bahía atravesando un bosque maderero. Desde la puerta trasera de la casa de los Smith se alcanzaba a ver más allá de los bosques que descendían hasta el lago, y la bahía al otro lado. Era muy bonito en primavera y verano, la bahía azul brillante, y las pequeñas olas espumosas que solían cubrir la superficie del lago más allá del cabo, creadas por la brisa que llegaba de Charlevoix y del lago Michigan. Desde la puerta trasera de la casa de los Smith Liz veía cómo las barcazas que transportaban minerales flotaban en medio del lago en dirección a Boyne City. Mientras las miraba no parecían moverse, pero si entraba para secar unos platos más y volvía a salir, habían desaparecido al otro lado del cabo.
Últimamente Liz pensaba a todas horas en Jim Gilmore, aunque él no parecía hacerle mucho caso. Hablaba con D. J. Smith de su negocio, del partido republicano y de James G. Blaine. Por las noches leía The Toledo Blade y el periódico de Grand Rapids bajo la lámpara de la sala de estar, o iba con D. J. Smith a la bahía a pescar con un arpón y una linterna. En otoño Jim, Smith y Charley Wyman metieron en un carro una tienda de campaña, comida, hachas, sus rifles y dos perros, y fueron a las llanuras de pinos que había más allá de Vanderbilt para cazar ciervos. Liz y la señora Smith se pasaron los cuatro días anteriores cocinando para ellos. Liz quería preparar algo especial para que Jim se lo llevara, pero al final no lo hizo porque no se atrevió a pedir a la señora Smith los huevos y la harina, y temía que si los compraba ella, la señora Smith la sorprendiera cocinando. A la señora Smith le habría parecido bien, pero Liz no se atrevió.
Todo el tiempo que Jim estuvo fuera cazando ciervos, Liz no dejó de pensar en él. Lo pasó fatal en su ausencia. No dormía bien de tanto pensar en él, y al mismo tiempo descubrió que era divertido pensar en él. Si se dejaba llevar por la imaginación era aún mejor. La noche anterior a que volvieran no durmió nada, o mejor dicho, creyó no haber dormido, porque todo se mezclaba en un sueño y no sabía cuándo soñaba que no dormía y cuándo realmente no dormía. Al ver bajar el carro por la carretera se sintió desfallecer. Estaba impaciente por volver a ver a Jim y le parecía que en cuanto él estuviera allí todo iría bien. El carro se detuvo bajo el gran olmo y la señora Smith y Liz salieron a su encuentro. Todos los hombres tenían barba, y en la parte trasera del carro había tres ciervos con sus delgadas patas sobresaliendo rígidas por el borde. La señora Smith besó a D. J. y él la abrazó. Jim dijo «Hola, Liz», y sonrió. Liz no había sabido qué iba a ocurrir cuando Jim volviera, pero estaba segura de que ocurriría algo. No ocurrió nada. Los hombres habían vuelto a casa, eso era todo. Jim tiró de las telas de saco que cubrían los ciervos y Liz los miró. Uno de ellos era un gran macho. Estaba rígido y costó mucho sacarlo del carro.
—¿Lo mataste tú, Jim? —preguntó.
—Sí. ¿No es una maravilla? —Jim se lo cargó a la espalda para llevarlo a la caseta donde ahumaban la carne y el pescado.
Esa noche Charley Wyman se quedó a cenar en casa de los Smith porque era demasiado tarde para volver a Charlevoix. Los hombres se lavaron y esperaron la cena en la sala de estar.
—¿No queda nada en esa garrafa, Jimmy? —preguntó D. J. Smith, y Jim fue al cobertizo donde habían guardado el carro en busca de la garrafa de whisky que se habían llevado a la cacería.
Era una garrafa de quince litros y todavía se agitaba bastante líquido en el fondo. Jim echó un buen trago mientras regresaba a la casa. Costaba levantar una garrafa tan grande para beber de ella, y se derramó algo de whisky por la pechera de la camisa. Los dos hombres rieron al ver a Jim entrar con la garrafa. D. J. Smith pidió vasos y Liz los trajo. D. J. sirvió tres tragos generosos.
—Vamos, D. J., éste por el que te miraba —dijo Charley Wyman.
—Ese maldito macho enorme, Jimmy —dijo D. J.
—Éste por todos los que dejamos escapar, D. J. —dijo Jim, y se bebió el whisky de un trago.
—Sabe bien a un hombre.
—No hay nada como esto en esta época del año para los achaques.
—¿Qué tal otra, chicos?
—Hecho, D. J.
—De un trago, chicos.
—Éste por el año que viene.
Jim empezaba a sentirse muy a gusto. Le encantaba el sabor del whisky, su textura. Se alegraba de haber vuelto y tener de nuevo una cama cómoda, comida caliente y la herrería. Se bebió otro vaso. Los hombres fueron a cenar muy animados, pero comportándose de forma respetable. Liz se sentó a la mesa después de servir la comida y cenó con la familia. La cena estaba buena y los hombres comieron muy serios. Después de cenar volvieron a la sala de estar mientras Liz recogía la cocina con la señora Smith. Luego la señora Smith fue al piso de arriba y poco después Smith la siguió. Jim y Charley seguían en la sala de estar. Liz estaba sentada en la cocina junto al fogón, fingiendo que leía un libro y pensando en Jim. No quería irse aún a la cama porque sabía que Jim se marcharía pronto y quería verlo salir para poder llevarse esa imagen a la cama.
Pensaba en Jim muy concentrada cuando éste salió de pronto. Tenía los ojos brillantes y el pelo un poco alborotado. Liz bajó la vista hacia su libro. Jim se acercó a ella por detrás y se detuvo, y ella lo oyó respirar hasta que, de pronto, la rodeó con los brazos. Ella notó cómo los pechos se le ponían rígidos y turgentes, y los pezones erectos bajo las manos de Jim. Estaba terriblemente asustada, nunca la había tocado nadie, pero pensó: «Por fin ha venido a mí. Ha venido de verdad».
Se mantuvo rígida porque estaba muy asustada y no sabía qué hacer, y entonces Jim la apretó con fuerza contra la silla y la besó. Fue una sensación tan brusca, intensa y dolorosa que ella creyó no poder soportarla. Sentía a Jim a través del respaldo de la silla y no podía soportarlo, pero de pronto algo dentro de ella cambió, y la sensación se volvió más agradable y más suave. Jim la sujetaba con fuerza contra la silla, pero ahora ella quería.
—Vamos a dar un paseo —susurró Jim.
Liz descolgó su abrigo del perchero de la pared de la cocina y salieron. Jim la rodeaba con el brazo, y cada pocos pasos se paraban y se apretaban el uno contra el otro, y Jim la besaba. No había luna y caminaron por la carretera con la arena llegándoles hasta los tobillos, pasando entre los árboles en dirección al embarcadero y el almacén que había en la bahía. El agua lamía los pilares y todo estaba oscuro más allá de la bahía. Hacía frío, pero Liz estaba toda acalorada por estar con Jim. Se sentaron al abrigo del almacén y Jim la atrajo hacia sí. Ella estaba asustada. Una mano de Jim se había deslizado por debajo de su vestido y le acariciaba el pecho; la otra la tenía en el regazo. Ella estaba muy asustada y no sabía qué iba a hacerle Jim, pero se acurrucó contra él. Entonces la mano que le había parecido tan grande en el regazo se levantó y se trasladó hasta su muslo, y empezó a deslizarse hacia arriba.
—No, Jim —dijo Liz.
Jim siguió deslizando la mano hacia arriba.
—No debes, Jim. No.
Ni Jim ni su mano grande le hicieron caso.
Los tablones eran duros. Jim le había levantado el vestido y trataba de hacerle algo. Ella estaba asustada, pero quería que él siguiera. Quería, pero tenía miedo.
—No debes hacerlo, Jim. No debes.
—Tengo que hacerlo. Voy a hacerlo. Tenemos que hacerlo y lo sabes.
—No, no debemos, Jim. No tenemos que hacerlo. Esto no está bien. Es tan grande y me duele tanto. Oh, Jim. ¡Oh!
Los tablones de madera de cicuta del embarcadero eran duros, y estaban fríos y astillados, y Jim pesaba mucho encima de ella y le había hecho daño. Estaba tan incómoda y aplastada que lo empujó. Jim se había quedado dormido. No se movía. Ella salió de debajo de él y se sentó, se estiró la falda y el abrigo, y trató de arreglarse el pelo. Jim dormía con la boca ligeramente abierta. Se inclinó sobre él y le besó en la mejilla. Él siguió durmiendo. Le levantó un poco la cabeza y se la sacudió. Él la dejó caer y tragó saliva. Liz se echó a llorar. Se acercó al borde del embarcadero y miró el agua. De la bahía se levantaba niebla. Tenía frío y se sentía desgraciada, todo parecía haberse desvanecido. Regresó al lado de Jim y volvió a zarandearlo para estar segura.
—Jim —dijo llorando—. Por favor, Jim.
Jim se movió y se acurrucó un poco más. Liz se quitó el abrigo y, agachándose, lo tapó con él. Lo arropó con esmero y cuidado. Luego cruzó el embarcadero, subió por la carretera empinada y cubierta de arena, y se fue a la cama. Una fría niebla llegaba de la bahía a través del bosque.
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