jueves, 31 de octubre de 2019

La muerte y su traje, de Santiago Dabove

—En mi juventud me tocó ver y actuar en un acontecimiento singular y terrible que tuvo por escenario las inmediaciones del antiguo Chuculito —no quiero mentar su nombre actual—, gran lago del Perú y Bolivia. Fue aquello durante el carnaval de 18…

Yo ya soy viejo y han pasado muchos años desde entonces, pero aun ahora, no puedo ver una mascarada sin estremecerme por el recuerdo de aquel horror…

Sé que aquello sucedió, sé que no es un sueño, pero también los sueños «suceden» y el alma anda entre sueños. Si quisiera hacer una evocación rápida y sintética, para mí mismo, como un «aguafuerte», pondría sombras, trazos de luz como gritos desesperados, vapores de alcohol y de narcóticos, un chisporroteo, una ancha risa diabólica…

El que así había hablado era Mr. Cunningham, hombre huesudo y recio, de facciones enérgicas, pero que tenía una actitud meditabunda y esos ojos forma almendra, algo oblicuos y soñadores de algunos ingleses. Tomó el vaso de cerveza entre sus dedos largos y hábiles y empezó a hacer girar circularmente el resto del líquido que quedaba para ver si hacía espuma. Como no la hiciera, apartó el vaso y pidió al mozo whisky añejo, de ese del norte de Escocia, que pone elocuentes hasta a los mismos ingleses. Se sirvió una buena porción con poca soda, para avivar los recuerdos, según decía, y a lostres amigos que lo escuchábamos silenciosos, en ese café también silencioso (¡qué suerte!) nos contó lo siguiente:

—Yo era joven —dijo—, tenía veinticuatro años; era en los tiempos en que la Compañía de Londres me envió a Sud América, ¡oh, sí! Compañía que explotaba productos medicinales. Mi padre estaba en ella como director, y yo, muchacho activo, hábil de manos y no tan sonso, ¡no sonso!, parece que les gusté para venir a América. Mi misión era por el norte, el trópico. Se trataba de algo nuevo, pero no complicado. ¡Oh, no complicado, pero muy bien pensado!… ¿Ustedes conocen el árbol de la coca, no?, es oriundo del Perú y de esos lugares. Todos los indios, y otras gentes más que no son indios, peruanos y bolivianos, mascan la coca. ¿Nunca vieron? Le ponen un poco de cenicita o potasa para que largue más, y mascan, mascan. La Compañía de Londres vio eso de los arbolitos y dijo: aquí hay ganancia. ¿Quién fue el de la idea? Oh, nunca se sabe quién tiene las ideas. Me enviaron a mí para trasplantar el árbol de la coca a una colonia inglesa. Yo era hijo de arboricultores. Yo hice lo que había que hacer. Los peruanos y bolivianos discutían el presupuesto, los impuestos, las rentas públicas y quién ocuparía el gobierno. Esta, la de gobernar, es industria de veinte países sudamericanos… Yo me llevaba del Perú y Bolivia varios miles de plantitas de la coca para aclimatarlas en colonias inglesas. No pasó mucho, no mucho, que nosotros en Inglaterra nos apoderamos del mercado mundial de cocaína. Pero sudamericanos aumentan presupuesto, piden plata a ingleses y se muestran los dientes y sables porque no tienen riqueza y el presupuesto anda mal por muchos militares y políticos que tienen muchas ideas de gobierno y finanzas y para aplicarlos hacen revoluciones…


—Anduve por Lima, El Callao y después fui a Oruro. En Chile, en Antofagasta, cuando en aquella época feliz en que el guano y los nitratos estaban por las nubes y sonaban los taponazos de las botellas y el baile y la danza por el aire y la revolcada por los suelos, me fue presentado un muchacho, lindo muchacho. Buen mozo y artista, como dicen ser todos los privilegiados de esos lugares que tienen algún refinamiento y no tienen nada que hacer. Sensibles mucho, dicen ser, sensibles y sentimentales, pero digo yo, ¡oh!, ¡disculpa a mí!, que sentimentalismo y crueldad van muy parejos, porque el sentimentalismo es para las víctimas que hace, aunque sean mentales.
Esto dicho y que creyó estar muy claramente explicado, sorbió un nuevo y prolongado trago de whisky, y continuó:

—Son también muy vengativos y… bueno, el muchacho se llamaba Morris, había heredado una gran fortuna de su padre, un peruano que había especulado felizmente con el azúcar en Cuba. Además, su familia por parte materna hacía tiempo que había hecho una gran fortuna en Potosí con la industria minera. En una palabra: el muchacho era un multimillonario, joven, sin familia. Un hermano suyo había muerto asesinado por causas políticas. Multimillonario, joven y sin familia, condición ideal para todas las virtudes y todos los vicios. Única y verdadera posibilidad de escoger. Único libre arbitrio que otorga raras veces el determinismo terrestre.

Nos miramos para ver si Mr. Cunningham no se había vuelto loco y bebimos a tono.

—El muchacho parecía inteligente —continuó Mr. Cunningham—, hablaba inglés, se conocía que había sido de buena familia. Para no ser inglés, no estaba mal. Poseía algo de instrucción y educación.

—Gracias —se me ocurrió decir—, por lo menos hay algo que no es inglés y que no está mal—. Los oblicuos ojos de almendra me miraron en una forma tan envolvente, que ya me parecía ser colonia o protectorado de esa mirada.

—Yo estaba desocupado, por aquel entonces. Todo estaba listo. Podía disponer de unos quince o veinte días antes de tomar el vapor para Singapore.

Se acercaba el carnaval, y bueno, vamos a farrear un poco y conocer costumbres. Pensaba en un programa modesto, ver y observar en lo posible la psicología de países que acaso no volvería a ver más en mi vida. Porque yo era en aquel entonces un extraño caso (no tan extraño entre ingleses) de hombre práctico, comerciante, que se detiene a soñar y fantasear cuando los negocios no le dicen ¡vení!… ¡Qué casualidad!, pensaba en la diversión sin lujo, en el tren de Oruro a La Paz, cuando se me acercó al pullman, inesperadamente, mi amigo de Antofagasta, el joven Morris. Tenía una mesa cerca y venía tomando champaña seco y comiendo con varios amigos.

—Si no tiene nada que hacer, usted se viene conmigo, Mr. Cunningham.

—Pero ¿adónde?

—Usted se viene conmigo, ¿if you please? Yo le prometo un carnaval divertido.

—¿Adónde va usted?

—A mi casa, cerca del lago, venga… lo llevo.

Dudé… no lo conocía bien yo a este hombre, pero mi anterior idea de entretenerme un poco antes de dejar América encontró una linda escape.

—Aceptado, ¡all right!

—¿Iba usted al hotel?

—Sí.

—Usted se viene ahora mismo conmigo, a mi casa, cerca del lago, donde tengo algo más que todas las comodidades (cerró el ojo izquierdo como para tirar al blanco, al mismo tiempo que apretaba la mano derecha).

—Esto, entre criollos, quiere decir mujeres, ¿no? Ustedes son criollos —dijo Mr. Cunningham.

—Siga, Mr., y deje a los criollos —respondí yo.

—Nos bajamos en La Paz, pero como era demasiado tarde por el atraso del tren, nos quedamos a dormir en la ciudad. A la mañana siguiente, y después de un corto almuerzo, una gran caravana de automóviles emprendió viaje a la residencia de Morris, que estaba cerca del lago. Viaje interminable como todos los viajes de esas partes altas de Sud América. Yo iba bien abrigado, y, aunque era verano, hacía frío, y todas las combinaciones de tren, automóviles y vuelta a cambiar, las hice como un sonámbulo y cuando llegué, me tumbé como durmiente verdadero en un lecho y aposento en que la distorsión que le daban la semioscuridad nocturna, los cocktails de Oporto y de Dry todavía no permitían apreciar, como a la clara luz del despejo y del día, la distinción de su lujo sencillo, el adorno de las paredes, la belleza de los muebles y una decoración incaica armoniosa, muy distinta de la falsificación de los cotorros y «garçonnières» de Buenos Aires.

A la mañana, cuando salí y miré la casa, me llevé una decepción. En vez de la construcción artística exquisita o de aspecto de chalet o castillo que era de esperarse en dueño tan espléndido, me encontré con una serie de piezas muy grandes, que parecían de madera, aunque con algo de color grisáceo y metálico. Conté hasta ocho. Piezas rectangulares de unos doce metros de largo por seis de ancho y otro tanto de alto. Aunque eran bonitas por la feliz disposición y combinación de líneas de los aleros y la colocación de las puertas y ventanas, no se podía dejar de reparar en el extraño gusto, para un dueño multimillonario, de edificar una residencia que más parecía un tren o galpones en fila, que una verdadera casa para placer o veraneo. La yerba fina y untuosa llegaba hasta la misma pared como si ese gran tren inerte se hubiera detenido en una estación proyectada o hipotética y dejado invadir por la vegetación. Todavía no había mirado los alrededores, cuando llegó Morris.

—Ya sé, ya sé —me dijo— que usted no aprueba —y se sonreía—. Ya habrá pensado usted: South America, mal gusto, cualquier cottage de la vieja Inglaterra… etc.

—Pensaba en lo raro…

—No piense, mire alrededor.

Miré. El sol ya se había levantado unos grados, me hizo ver un espectáculo sorprendente: en una pendiente que subía gradualmente en unas partes a unos cien y en otras como a doscientos metros, había una serie de colinas o abolladuras de diferentes tamaños. Muy bien dibujadas y dispuestas en progresión creciente hacia el horizonte. Todas estaban plantadas de árboles y arbustos hermosos y, he aquí lo más extraordinario: todo estaba embaldosado con mosaicos en los que había dibujos que seguían un vasto plan decorativo. ¡Un bosque embaldosado! ¡Y las baldositas circundaban bien los troncos, de modo que no se veía tierra ni raíces! Los dibujos tomaban vuelo en las faldas y ondulaciones de ese terreno quebrado. Todo limpio. El contraste entre el ocre de los troncos y el verde de las copas con el suelo esmaltado era de lo más singular, algo de una preciosidad única y original.

—¡Oh, qué raro! Y ¿por qué lo hizo usted?

—¿No es lindo?

—Es asombroso y me gustaría ver qué efecto hace paseando en él. Debe de haberle costado a usted mucho pero mucho, oro a montones, ¡y la conservación y limpieza!

—Como planeo y realización, sí, y como conservación también; pero el oro… ¡bah! ¿Es cierto que gusta por sí mismo? No concibo ese gusto. Entre un montón de monedas amarillas o billetes todos iguales y feos, o un montón de acciones que representan fábricas y hornos… y esto que usted ve.
—Verdad; además es original. Solo que, en fin… yo soy pobre… no me gustan las cosas demasiado vastas y esforzadas: insultan a la simplicidad.

—Pero más se insulta a Dios teniendo mucho en cajas fuertes y no consumiendo sino una parte mínima de ello. Pero dejemos esto. Ahora va a ver lo más singular que tiene la casa, y es que podemos pasearnos en ella cambiando así de perspectiva.

Me hizo ver unos rieles ocultos en la yerba por los que se deslizaba la casa en cuya primera pieza había un poderoso motor disimulado.

—Disculpará usted la falta de gusto de los cuartos en hilera, pero no había otra forma de viajar y estar quieto. Además, la casa puede marchar hacia el lago, introducirse en él y navegar merced a un amplio y hermético reborde que tienen todas las piezas y que le haré colocar. Hay también un dispositivo para entrar en el lago según el nivel del agua que baja. Se entra en él como a una Estigia. El poder trasladarse con la casa hace que el placer que se goza adentro no tenga la monotonía de un mismo horizonte.

—¿La casa puede moverse, eso tan pesado?

—¿Por qué no?

—Me gustaría verlo.

Morris caminó hacia unos galponcitos que había a cierta distancia. Volvió con un mecánico.
—Es mi piloto —dijo.

El hombre me saludó y dando una carrera se metió por una pequeña puerta del primer aposento-vagón. Al rato se oyó el ruido de un poderoso motor disimulado, ruido que llegaba apagado por dispositivos y acolchamientos especiales, según me dijo, y la casa, con trabajo al principio, se puso en movimiento.

—¿Qué tal?

—¡Oh, oh! ¡Bien, bien! Felicito a usted, Mr. Morris.

Sinceramente pensé que este hombre gastaba, pero sabía hacer las cosas. Al mirar de nuevo la casa, reparé que los grandes cuartos estaban unidos por unas plataformas donde había aparatos de enganche como en un tren. Pero la plataforma que separaba el primer aposento de los restantes era mucho más larga que las otras, lo que daba lugar a que pudiera encajarse allí una especie de aeroplano, o más bien cabeza de aeroplano, provista de una hélice muy potente. El todo miraba hacia la hilera de aposentos-vagones y formaba parte de ese bloque. Delante de esta hélice, había tres enormes copas de bronce en forma de grandes cálices. Estaban cinceladas con arte, y, lo que hubiera quedado bien frente a una construcción severa, de piedra, allí desentonaba por la hélice y la falta de arquitectura. También entre los otros vagones había más copas, pero de menor tamaño.

—¿Y eso, qué significa? —pregunté.

—Son símbolos.

—¿Alguna tradición peruana, del antiguo Cuzco?

No me contestó, y después de suspirar, dijo al rato:

—También es el lugar de los pebeteros y perfumes, y la hélice la encargada de hacerlos recorrer las dependencias.

—A todo esto oímos un ruido y algazara. Risas de mujeres y el bordoneo de las voces masculinas. Un montón de muchachos, entre los que había algunas mujeres, se nos acercaron. Fui presentado a algunos, porque eran muchos. Casi todos tenían apellidos dobles, cosa que es costumbre lujosa en Sud América, y yo, al saludarlos, les daba las dos manos.

—¿Por qué? —pregunté.

—Una por el padre, y otra por la madre que los tiró al mundo… Bueno; como les contaba —dijo Mr. Cunningham—, Morris anunció que el baile de trajes no podía realizarse antes del último día de carnaval, por algunos inconvenientes en la fabricación de trajes y otras cosas que había ideado, y que estaban terminando unos obreros en aquellos galponcitos, y señaló unas construcciones bajas que estaban a cierta distancia. Nos rogó que nos entretuviéramos mientras tanto con las damas. (Había tantas como hombres, mujeres casi todas francesas y, como adivinarán ustedes, de alquiler). El aposento-bodega, la despensa y cocina, estaban a nuestra disposición. Había allí cuanto pudiéramos desear. Fuimos a visitar esas dependencias, y, en efecto, estaban provistas regiamente de vinos, licores de marca y provisiones.

En este ir y venir, mis ojos descubrieron otros bellos y tristes, y, como no huyeran, me acerqué. Me presenté. Ella se llamaba Angelina, era suave y reservada y a poco de tratarla, descubrí la gracia y buen gusto de un espíritu afectado quizá de un modo muy hondo por la tristeza. ¡Oh, impresiona más que en otros casos, la tristeza y reserva de una mujer por cuyo desdén llorarían hombres afortunados! ¿Por qué no deciros que instantáneamente me enamoré, sin que entrara para nada en esas circunstancias el deseo de posesión? Era más bien una reverencia de mi alma a una criatura delicada y selecta, y, luego ¡esos ojos que parecían violetas, y, a veces, una llama de alcohol detrás de un vidrio azul!

Salimos a recorrer el bosque embaldosado con mosaicos.

—¿Cómo ha sido tratada por los hombres y las cosas? —pregunté, tomándole una mano con la delicadeza con que se toma la mano de una enferma querida.

—Pas mal, para mi condición —sonrió; rió después, con una risa histérica—. ¡Muchas adoraciones! ¡Oh!, acá hay muchos poetitas inflamados, muy eróticos, indios muy vestidos y sensibles, llorones tropicales. Se creen buenos por eso.

No pude menos que reírme ante un juicio tan justo.

Caminamos; de pronto echó a correr en un espacio libre de árboles. Me senté y acondicioné la pipa para aspirar el aroma del Virginia. Y… un rato después oí un grito. Acudí. Angelina me mostraba horrorizada un tigre en acecho. Pero ya su expresión era de duda. Me acerqué. En un repecho del mosaico se figuraba la fiera con un propósito decorativo, de un modo admirable, con pequeñas baldositas y esmaltes. Por los ojos del tigre salía una llama sangrienta. Un triunfo de artista. Nos reímos.

De regreso ya se vio que la invitación a la despensa, bodegas y cocina no había sido vana. Mucha alegría y taponazos, mucho escanciar, mucho apurar los vasos, porque esos indios elegantes saben beber, y luego ¡son tan apasionados!…

Varios días pasaron en una orgía extraordinaria, durante los cuales se dormía poco y se hacía toda clase de desgastes nerviosos, erotismo, juegos,locuras, y nadie se daba por vencido, aunque muchos ya estaban demacrados y vacilantes. Parecía aquello una puja por sobresalir en goces y delirio, y los únicos que nos manteníamos algo apartados, sin participar a cuerpo entero en la alegría tumultuosa, éramos Morris, yo y la bella Angelina.

Pero llegaba ya el último día de carnaval. Todos fuimos alejados en una excursión larga, para dar tiempo y permitir la preparación de decoraciones y trajes sin que nuestra presencia y tumulto molestaran a los obreros.

Fue una excursión compensadora de la locura de placeres de días anteriores. Los aficionados a lo natural hallaron un placer que no esperaban después de un ritmo tan apresurado y saciaron su apetito con simples meriendas campesinas que les sentaron muy bien y repararon el estrago que empezaba a sentirse por la emulación en el abuso y la jactancia, que suelen ir muy juntas.

Volvimos todos a las primeras horas de la noche de ese día. Lo primero que nos llamó la atención al arribar, fueron los aposentos-vagones iluminados con una luz roja intensa. Morris nos dijo que la entrada en ellos la efectuaríamos a las doce de la noche, hora en que empezaba el baile, pero que si la comida nos demoraba, lo haríamos más tarde. Eso sí, a las doce de la noche estaban listos todos los preparativos. Desde esa hora en adelante podíamos acudir los contertulios a voluntad. Morris iba y venía, se atareaba pero a pesar de todo no dejaba de beber. Cenamos entretanto opíparamente en los galponcitos donde se habían trabajado y cosido los trajes y decoraciones y que estaban libres y bien arreglados como para una cena delicada. Esta fue larga y ruidosa, muy bien regada por los Graves y los Sauternes, los Chiantis y los Laffites, y la sobremesa fue larga y durante ella se mezclaron por igual en las bocas el sabor de los besos y la brasa delicada de los licores fuertes.

Unos treinta y cinco o cuarenta jóvenes, entre los que había algunas mujeres y algunos hombres maduros, fueron a uno de los aposentos-vagones a vestirse para la mascarada. Quedamos en la mesa varios: Angelina, Morris y yo y algunos otros, todos los cuales éramos más bien espectadores… Aunque yo, a decir verdad, hacía rato que era un espectador bastante indiferente de lo que no fueran los ojos de Angelina. Vi que Morris le demostraba también interés y le dedicaba lo más rendido de su admiración, pero en sus ojos se leía que otra cosa lo preocupaba y por encima de todo en aquel momento: el baile y disponer las cosas para su realización. Conversando, no advertimos que había desaparecido. Nos demoramos mucho, de modo que cuando llegamos a la fiesta, hacía rato que había comenzado.

Al entrar en los aposentos no pude reprimir del todo mi disgusto. La visión que ofrecían las piezas en hilera era la de una vasta capilla ardiente. Gran profusión de paños y colgaduras de colores negros y oscuros con franjas plateadas y lágrimas de plata. Crespones fúnebres, candelabros y vitraux color escarlata. Pero nada de pacotilla. Nada de esas «galas» ordinarias y vulgares que deben durar un día o dos y después tirarse… Paños con esos tonos sombríos y profundos de la seda y del damasco. Colgaduras y paramentos de ébano lustrado, lacas en las que parece verse más allá de su superficie un espacio misterioso. Abundancia de espejos circundados de crespones y terciopelos. Un lujo de lo lúgubre. La música marcaba el ritmo de melopeas y se oía el sonido de las quenas.

¡Esa gente ebria y harta encontraba un placer en ese remedo anacrónico del romanticismo y de la moda poético-sepulcral de 1830 en adelante y varios lustros después!… ¡Tolderías que remedan imaginaciones europeas con largos años de atraso! Una luz color de sangre iluminaba pequeñas comparsas y máscaras aisladas. Casi todos se bamboleaban y gesticulaban. Junto a mí pasaba el disfrazado de calendario; llevaba uno grande en la espalda y proponía a todos: «¿Sácame una hoja?»; y cuando le sacaban decía: «Sacas la última tuya». Vete y «baja» con ella. El disfrazado de espejo que se empañaba lo seguía. El cuerpo del hombre semejaba el mango y de su espalda, como de un asta de bandera, salía un espejo que, a ratos, se empañaba. En el marco tenía dos inscripciones: «Por el cielo pasan nubes y agonías», «Quietos estanques de agua que reflejan el cielo son los muertos». Estaba tan bien la máscara, que casi no es máscara; la desempeñaban algunas señoritas con certificado de defunción prendido en el talle, buenas muchachas que todavía no vivieron vida mundana y amorosa, que se esforzaban por lucir sus «toilettes» de entrada en sociedad, dar un paso de danza, o responder a un «Dites nous quelque chose, mademoiselle». Tenían actitudes graciosas algo trabadas; pero una risa amarga, un rictus les paralizaba y helaba todo impulso, porque se «sabían incomunicables» y que solo vivían en algún sueño, evocación o recuerdo. Entre ellas andaba un poeta cuyas guedejas de sauce caían en llanto negro sobre su cara enflaquecida. En la espalda llevaba algo como una caja plana, de cartón, que imitaba una losa sepulcral, con esta inscripción: «Bajo su sepulcro está mi alma. Yo, yo, su prometido». Iba musitando: «Era débil la pobrecita, era bonita y delicada. Un día se hizo hacer una ondulación permanente y, al otro día, se murió. Sabía que no podía durar y quiso arreglar su rostro y cabeza como se arregla un cuadro. ¿Verdad que es conmovedor en las muchachas eso de creerse obra artística aunque no lo son?… y ahora, como orquídeas en la oscuridad, los rizos de su ondulación permanente, velando una expresión inmóvil».

Hacía rato que la casa se había puesto en movimiento, lo que acentuaba la confusión y el bamboleo. Las horas pasaban y entre los aromáticos cigarrillos que se distribuían se había deslizado el perverso haschich, que aumenta los goces de los sentidos, pero también los terrores. Vi a Morris taciturno y los ojos le brillaban como si tuviera fiebre.

Entrábamos en el lago. Salí a una de las plataformas para ver el paisaje, si se podía. Comprobé que nadie se interesaba por esto último y continuaban su orgía como si tuvieran anteojeras. Pude observar este cuadro: La luna roja iluminaba un tajo profundo, una especie de cañón algo sinuoso que cada vez se ahondaba más, hasta tomar las aguas del lago. En ese punto el cañón era muy profundo y, por consiguiente, las paredes altas en proporción. Sus bordes altos no eran parejos sino dentados y tenían también unas crestas muy grandes, lo que daba a todo el conjunto un aspecto salvaje, imponente y al mismo tiempo melancólico. Me acordé del dicho de Morris: «Entramos al lago como a una Estigia». Pensé: «En verdad, parece que dejamos el mundo de los vivos. Dentro de poco seremos sombras del lago. Pero los locos van a las tinieblas con su cabeza loca que parece una llama de alcohol».

El movimiento, la trepidación de la casa se hicieron blandos; flotábamos. Morris parecía ahora nervioso y excitado. La casa aumentaba gradualmente la velocidad.

Nuevas máscaras aparecieron: los hombres de frac que con un ensanchamiento en forma de trapecio en la espalda y los faldones del frac, vistos de atrás, completaban un ataúd perfecto. Los enterradores con carretillas llenas de cocos a los que habían puesto ojos humanos imitados y que gritaban: «A comprar, a comprar cráneos con muchas hectáreas de espacio y con mucho tiempo “a priori” y con garantía. Con muchas construcciones. Seña 10%, comisión 2%».

Yo estaba cerca de Morris, que hablaba en ese momento con una mujer. Sonó un toque de campana musical y se apagaron las luces. Fue un minuto de pavor. Oyéronse aullidos. Las luces volviéronse a encender, pero mucho más débiles. Unos hombres pasaban echando un líquido en las copas de bronce. Luego que llenaron todas, una especie de diablo ágil que corría y gesticulaba pasó blandiendo una antorcha encendida, con la que tocaba cada una de las copas. De todas ellas brotaban llamaradas, lenguas rojoazuladas que se retorcían. Y los reflejos producían un efecto fantasmagórico, transformando a todos en verdaderos espectros. Las sombras que se multiplicaban en los espejos y lo desmesurado que pone la droga, empezaron a asustar a aquellos héroes de la simulación de la muerte.
Oí un diálogo rápido entre dos máscaras:

—Ya no me está gustando esto. ¡Morris parece un demente, y estos son juegos peligrosos!

—¡El «perro de Morris»! ¡Siempre le he desconfiado! ¡Esto ya pasa de grotesco! ¿Qué busca ese loco? ¿Si lo interpeláramos?…

Alcancé a Morris, que iba hacia el primer departamento.

—¿Qué pasa, Morris?, ¡hay algo raro en todo esto!

Me miró, y lo vi transfigurado.

—Ya di las órdenes —me dijo—: todo está listo.

Sus ojos fríos y su expresión triunfante me sobrecogieron.

—Venga, usted, vamos —y me agarró brutalmente de un brazo, mientras me decía—: Ya no soy un hombre. ¡Soy «El Vengador»!; el que se venga es un semidiós antiguo, ¡un Dios!… ¿no ve mi cara?… ¿tengo cara de hombre?

Me arrastraba a mi pesar, y eso que yo era fuerte. Iba diciendo:

—Los mando al infierno, como ellos, sus parientes o secuaces mandaron a mi hermano. ¡Represalias! ¡Que paguen…! ¡Para mí no hay cosa más divina que cobrar estas deudas!

—¡Por Dios, Morris, por Dios!

Ya estábamos en el primer departamento vagón.

—Morris, déjeme tiempo para…

—Nada, nada, todo está previsto, ya están avisadas las mujeres.

Antes que yo pudiera reaccionar, se oyó un poderoso toque de silbato y todas las mujeres vinieron corriendo al primer aposento. Hubo en los hombres expectación y duda: ¡el hombre reacciona más lentamente que la mujer!

En un instante quedó cortado el tren de aposentos, y separado el primero de los demás. Y la hélice del aeroplano, volteando furiosa, a dos mil revoluciones por minuto, volcaba con su ventarrón el inflamable encendido de las copas, que se pegaba en grandes motas azul-doradas a las maderas y colgaduras. Se oyeron gritos lamentables y chisporroteo furioso… Pero yo no comprendía bien… ¿qué había hecho de mí el haschich? Recién pensé dónde estaría Angelina. Miré rápidamente entre las mujeres y no estaba. Los gritos continuaban. ¡Ah!… Se olvidan presto frente a la muerte todas las veleidades y fantasías macabras. Pero… ¿Angelina?

El primer aposento derivó y se puso frente a los restantes como si se acomodara en una platea. El fuego era un soplete que todo lo destruía. Morris, borracho, vociferando, y con una pistola en una mano, no podía saberse si dirigía el salvamento u ordenaba la catástrofe. Yo pude observar, seminarcotizado como estaba, que ninguno de los que optaron por tirarse al agua era socorrido. Morris era interpelado por la tripulación y echado al agua por la fuerza de una puñalada.

Pero… ¿esto es verdad o sueño?, me autointerrogaba, porque uno de los efectos del haschich en mí es dividir mi personalidad, mi yo en dos, como si cada hemisferio cerebral fuera autónomo y pensara por su cuenta. Y en ese sueño-realidad, la vi a Angelina en el peligro.

Y ella, ¿qué hacía?…, estaba allí extática y lejana, con ojos que parecían más tristes que nunca, más indiferentes, más vidriosos, como si una «Presencia» enorme le quitara el sentido de la realidad… ¡Angelina!, ¡huye, ven pronto!… Pero ella seguía mirando el abismo con un interés terco que era un suicidio. Corrí… creía correr, porque a duras penas me movía. Alguien me detuvo. Y Angelina seguía allí quieta, pero se veía que era una mujer de porcelana que lamían y resquebrajaban las llamas. Cayó con un ruido de estatua. ¡Oh!… ¡yo estaba loco!

Pero… ¡ella renunciaba a la vida!… ¿por no querer sacudir un puro ensueño de felicidad, o porque tenía adentro suficiente desengaño como para hacer la suprema renuncia con sonrisa indiferente…?

Mr. Cunningham nos dijo después:

—Yo no sé si la habrá recibido Dios, pero si es así que le destinó un lugar, que se acuerde de este pobre inglés que se enamoró «con patas y todo»… y me reciba también a mí, dondequiera que sea, en cualquier infierno… pero cerca de ella… Porque si alcanzara un gran amor, hubiera sido su purificación. Pero basta de historias. Son las cuatro de la mañana.

Nos levantamos y salimos rápidamente. En el coche esperábamos a Mr. Cunningham, que venía tratando de encender la pipa.

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