Domínguez llegaba recién de las lagunas cortadas, con la ración para el caballo. Era su única tarea. Iba allá todos los días a recoger gramilla de superficie, y hojas de parietaria de los troncos podridos de los sauces, para darle a su viejo caballo. Era este un animal sin dientes, bichoco y con los ojos opacos de nubes lechosas. Pero era también la única cosa viva que tenía Domínguez, para ocuparse de algo en la vida. Después de alimentarse él, no tenía nada, absolutamente nada de qué ocuparse. Estas hierbas que Domínguez traía a su caballo eran el único alimento que el pobre animal podía comer. Enflaquecía a ojos vistas y era seguro que no salvaría con vida el invierno que comenzaba.
Ahora que había terminado con la tarea de racionar el caballo, Domínguez acercó la silla petisa, de asiento de cuero de vaca, hasta las tunas, se sentó y empezó el mate dulce. Era el desayuno. Pero no tenía azúcar. Hacía dos días que desayunaba, almorzaba y cenaba con mate dulce y el azúcar se había terminado.
Pensó si iría a lo de un sobrino que tenía del otro lado del pueblo a procurarse algún alimento.
No tenía deseos de ir, porque el sobrino, junto con algún trozo de carne, gustaba de darle consejos. Siempre le decía que parecía mentira que siendo tan viejo no hubiera aprendido a vivir. Y Domínguez se tenía que olvidar de sus canas y sujetarse las manos para que no se le estrellaran en los cachetes del mocoso.
Sí. No deseaba ir. Pero dos días sin comer ablandaban el cogote... Tal vez podía pedir fiado en el boliche nuevo. Pero a lo mejor el bolichero nuevo estaba avisado por los bolicheros viejos... a los que Domínguez tenía marcados y contramarcados. Y no es que fuera mal pagador. Lo que pasaba es que la pensión era muy chica. Y que cuando él cobraba se olvidaba que debía y se iba a comprar al centro con la plata en la mano.
Además por tres o cuatro días le gustaba ver vino, queso y dulce en la mesa.
Fue entonces que oyó el tambor y el clarín del circo. Un payaso jinete en un elefante andaba por las calles anunciando la función de la noche. Recordó enseguida que el hijo menor de Umpiérrez había pasado por allí, arrastrando una bolsa de gatos —una gata parida con seis gatitos— camino del circo.
—¿Qué herejías le andás haciendo a esos bichos? —le preguntó.
—Los llevo al circo. Compran gatos, perros y caballos, para dar de comer a las fieras.
Domínguez miró al fondo del terreno donde estaba el caballo viejo.
Que el animal estaba cerca del fin no había duda.
«Habrá que enterrarlo», pensó. Sacarlo de allí en una rastra. Pagar por ese trabajo. La policía siempre aparecía en esos casos. El rancho estaba en la planta urbana. Un caballo muerto es un problema bárbaro. Si no estuviera en la planta urbana se muere y se lo comen los cuervos. Pero... Lo volvía a mirar y lo hallaba cada vez más flaco.
Se paró con la yerba del mate sin mojar todavía. Se acercó al animal. Sobre los ojos tenía dos pozos como dos nueces. En el hocico empezaba a prosperar una granazón como una eczema fina y supurante. De noche tosía como un hombre. Algunos días ni las yerbas de la laguna comía. Pensándolo bien, con matarlo se le hacía un favor, porque era evidente que se estaba muriendo en pie.
Pero morirse porque a uno le llegó la hora, o porque quién sabe quién lo ordena, es una cosa, y que a uno lo maten para dar de comer a los bichos que hacen prueba es otra cosa...
Está bien.
El caballo viene hacia él. Siempre hace así. Se queda al lado hasta que él se vuelve hacia el rancho y entonces lo va empujando cariñosamente con la cabeza calzada en sus espaldas.
Es lo que hace ahora.
De tardecita salió. Ya había resuelto todo.
La resolución era esta: iría al boliche nuevo a pedir fiado. Si el hombre le fiaba, bien. Si no, iría al circo. ¿Qué iba a hacer?
—Bueno —le dijo al bolichero—, yo soy Domínguez, el que vive en el rancho aquel. Soy pensionista pero todavía no vino el pago... Necesito gastar dos o tres pesos. Y agregó solemne:
—Si quiere saber cómo cumplo mis compromisos, pregunte en los otros boliches... Cuido más mi nombre que mi ropa. Y tengo fama de aseao.
Sonrió y esperó la respuesta. Pero el otro también era especial. Le dijo lo siguiente:
—Mire, señor Domínguez, siento mucho no poderle fiar, porque usted se ve que es bueno derecho, y porque es pensionista además... A mí la gente pensionista me gusta mucho. Pero mi capital son cien pesos. Cuando tenga más capital venga no más..., ¿oyó?
Se dio vuelta y se fue.
«Si algún día tengo plata —se dijo—, lo que es a este no le compro nada. Se ve que es un desconfiado número uno.»
Entre aquel olor a pasto, orines y carne podrida estaban las jaulas.
Él iba por el corredor a oscuras. Las jaulas estaban a los lados. Se sentían movimientos y quejidos y ronquidos, pero no se veía nada. Solo cuando se paró a hablar con el hombre vio ocho o diez puntos azules, como botones con luz, que sin duda serían los ojos de los leones o de los tigres.
—Vengo a vender un caballo. Medio grande —dijo.
—¿Gordo?
—No. Viejo... Caballo viejo gordo no hay. Pero es un caballo sano.
—Ocho pesos —contestó el otro.
Domínguez preguntó:
—Dígame una cosa: ¿cuánto vale un cuero?
—¿Usted viene a vender un cuero o un caballo?
—Un caballo.
—Bueno, si quiere lo trae sin cuero. Y ocho pesos. Y hoy, tiene que ser hoy. Pasado mañana nos vamos.
—¿Ustedes lo van a buscar?
—No, lo trae usted, hoy. Pasado mañana nos vamos.
Lo trajo. Venían despacio. Muy despacio. Casi nadie se daba cuenta de que caminaban. Iban en la oscuridad como otra oscuridad que caminaba.
El caballo le había calzado la cabeza en la espalda, como empujándolo, pero sin duda para no perderse.
Domínguez sentía la cabeza en la espalda como un dolor que le llegaba del caballo.
Entró. Los bichos parecieron enloquecerse. Sabían que aquello era la comida.
Lo entregó allí en el corredor lleno de olores ácidos y rugidos.
—¿Cómo lo matan? —preguntó.
—Con eso. —El hombre, con una pequeña linterna, señaló un marrón enorme lleno de sangre y pelos.
—¿Ahora?
—Sí, antes de la función. Los leones son viejos. Matamos el caballo delante de ellos y no les damos de comer... Cuando entran al circo parecen leones jóvenes.
Le dio los ocho pesos.
Domínguez empezó a caminar por el corredor a oscuras como borracho.
Salió a la noche. Estaba enfermo. Con náuseas.
Entró en el primer boliche, tomó dos o tres cañas y después rumbeó hacia el mercado. Al fin llegó al rancho.
En medio de la noche sentía los ecos de la banda. Después los rugidos y aplausos y música otra vez. En el cielo la estrella de luces del circo se levantaba como un barco detenido.
Era muy tarde. Ahora ya no sentía nada ni estaba la estrella de luces. La noche se había vaciado de golpe y en ella quedaba solamente él, al lado de las tunas, con un fuego apagado y un asado que no había comido, esperando que amaneciera.
No fumaba, no pensaba, no estaba triste, no hacía nada más que estar en la noche, hasta que se dio cuenta de que era una bobada esperar que amaneciera.
No tenía nada que hacer. Ni traer pasto de la laguna. Ya nunca, nunca, lo que se dice nunca, tendría más nada que hacer.
Nada. Nada.
Entonces se puso a llorar.
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