viernes, 11 de octubre de 2019

La verdulería de enfrente, de Griselda Gambaro

Siguieron al camión de la mudanza en el auto. Hacía calor pero en el auto se estaba bien con las ventanillas abiertas que Matilde prefería al aire acondicionado. Su marido conducía de manera tranquila, manteniendo siempre la misma distancia con el camión. De vez en cuando Matilde lo miraba, apreciando sus rasgos, sus manos seguras en el volante, esa sensación de eficiencia que él transmitía en sus menores gestos. La compañía en la que se desempeñaba como jefe de ventas había decidido trasladarlo a Buenos Aires, y si bien La Plata no quedaba lejos, distintas razones aconsejaron la mudanza. Aunque sabía que no habría grandes diferencias, Matilde consideró el cambio con agrado. Unos días antes, había conocido el nuevo departamento, le gustó, sobre todo por el amplio ventanal que daba a un balcón sobre la calle. Mauro solucionaba los problemas, él se había encargado de buscar departamento, había tratado con la inmobiliaria las condiciones de alquiler, y ella solo había tenido que aprobar porque las condiciones eran óptimas, el departamento cómodo, el barrio apacible. Sentía cierta admiración por su marido que siempre le aligeraba la vida mientras ella no podía hacer lo mismo. Él sí tenía preocupaciones, con el inglés, por ejemplo. Su inglés no era bueno y esto lo mortificaba.

Después del trajín de los primeros días, acomodando muebles, disponiendo la vajilla en los estantes, la ropa en los cajones y roperos, acostumbrándose a que el baño estuviera a la izquierda y no a la derecha como en la casa que habían dejado, Matilde retomó su rutina. Era una rutina muy simple que resultaba placentera, aunque la aburriese un poco. Hacía dos años había perdido su empleo a raíz de una reorganización en la empresa, y a pesar de sus esfuerzos no había conseguido otro. Mauro decía que no debía insistir, él ganaba bien y por suerte no padecían necesidades. Pero Matilde no estaba de acuerdo, incluso pensaba qué agradable habría sido trabajar en la verdulería que veía enfrente, cuando se asomaba al balcón, y que abría muy temprano en la mañana.


En Buenos Aires ella no conocía a nadie, así que fue dos o tres veces a La Plata para reunirse con sus viejas amigas de adolescencia. Al cabo se dio cuenta de que le faltaban temas de conversación, como si el traslado hubiese cortado lazos, intereses comunes. Se extrañó, pero no le concedió importancia, solo espació sus visitas hasta interrumpirlas del todo. Se entretenía mirando por el balcón, observaba, varios pisos debajo, la verdulería de enfrente, las clientas que entraban y salían, la aparición esporádica del verdulero en la puerta.

En junio, Mauro viajó a Córdoba para una convención de la empresa y a su regreso decidió tomar clases de inglés. Se había sentido disminuido porque los norteamericanos enviados por la casa matriz hablaban demasiado rápido y en ocasiones él no había podido seguirlos. En otras ocasiones, ya en charlas más informales, él había tenido que repetir lo dicho ante los rostros en blanco o las cejas enarcadas con expresión interrogativa. Entonces, muy inquieto, temió por sus perspectivas en la firma. Ahora, diariamente, asistía a sus clases, y cuando regresaba, se dedicaba después de la cena, a sus libros y videos. Poseía una gran capacidad de trabajo. Matilde se acostaba y antes de dormirse, oía su voz proveniente del cuarto contiguo que hacía las veces de escritorio. Intentando mejorar su pronunciación, Mauro repetía obstinada y aplicadamente durante horas sus frases en inglés. Era un hombre para quien contaba el futuro y ella lo admiraba.

Durante su ausencia en la convención, Matilde bajó a la verdulería situada en la vereda de enfrente, a comprar lechugas y tomates. Hasta ese momento, había hecho sus compras en otro negocio más distante y si le hubieran preguntado las razones, no habría sabido explicarlas. O habría dicho que esa verdulería de enfrente, de tanto mirarla desde su balcón, la conocía de memoria. Aquel día se le antojó una ensalada y como ya era mediodía y ella no tenía ganas de caminar, entró a la verdulería con una mirada hosca para la que tampoco habría encontrado explicación. El verdulero era un hombre no muy alto, de frente estrecha y ojos un poco ausentes, bondadosos. Ella pagó su compra y se marchaba, cuando descubrió una hilera de apios apoyada verticalmente en la pared, sobre un estante. Eligió el más verde, que le pareció majestuoso con su corona de hojas en la cima del tallo. El verdulero ya atendía a otras clientas y le dirigió una mirada fugaz. —Espero, espero— dijo Matilde. Vio que los gestos de él eran lentos y percibió su voz, muy grave y al mismo tiempo ligera. Una de las clientas, que sostenía un bebé en brazos, le hacía bromas sobre su soltería y él pesaba las frutas, entregaba las verduras y se limitaba a mover la cabeza con una sonrisa secreta, como si su soltería fuese un bien al que no pensara renunciar.

—¿Cuánto es? —preguntó Matilde, cuando las mujeres se marcharon después de esas charlas que ella oyó con impaciencia. Él se lo dijo, ella pagó y se llevó su apio.

Se preparó la ensalada y la comió en la mesa de la cocina. No usó el apio, que colocó en un jarrón con agua, asperjando las hojas hendidas que comenzaban a languidecer. Lavó su plato y lo acomodó en su lugar. No sabía por qué, quizás porque el apio lucía como una flor abierta, se sintió extrañamente a gusto. La cocina era nueva, azulejada hasta el techo, con una ventanita que daba a un pozo de aire. Hacia el atardecer, colgó allí una cortina blanca de tela transparente, con un bordado en el centro, completamente inadecuada para los vapores de la comida y la intensidad del sol en el verano. Pero ella consideró que transformaba la cocina en un lugar de belleza.

Mauro regresó tarde en la noche. Tenía ojeras de cansancio. Comieron juntos, él vio un poco de televisión y luego se dedicó a sus libros y videos en inglés. Si no mejoraba, nunca lo enviarían a Estados Unidos, y esto era lo que más deseaba en el mundo.

Ella siguió viendo una película en un pequeño aparato del dormitorio y se acostó antes de que terminara. Registró, ya adormecida, que le faltaban cebollas y ajíes.

El verdulero la atendió a la mañana siguiente sin ninguna sonrisa de reconocimiento. Ella pensó: vine ayer y no me recuerda. Pero sus ojos bondadosos eran un poco ausentes. Al darle el vuelto, él preguntó:

—¿Salió bien el apio? —Ella tuvo una sonrisa feliz.

—Exquisito —dijo, y él aprobó gravemente con la cabeza.

El domingo, Mauro y Matilde almorzaron afuera, caminaron un rato por el centro y luego fueron a La Plata para una corta visita a los padres de Mauro. Él rechazó una invitación a cenar, quiso regresar temprano porque buscaba reponerse el domingo del trajín de la semana. No tocó los libros ni videos en inglés, y se durmió en seguida, con el diario abierto sobre la cama.

Una semana después participó durante tres días en una nueva convención en Mar del Plata. El sábado, a las nueve de la noche, mientras aún duraba su ausencia, Matilde sintió un leve dolor de oídos. Revisó el botiquín, tomó una aspirina. Pensó si el verdulero, que vivía en los fondos del negocio, en una vivienda con entrada aparte, tendría algo más efectivo. Se abrigó y bajó. Cruzó la calle desierta y tocó el timbre. Pasó tanto tiempo que ella creyó que él había salido. Retrocedió unos pasos dispuesta a regresar a su casa, cuando finalmente él abrió. Parecía distinto, tenía el pelo mojado y una camisa clara. La miró en silencio, con sus ojos ausentes. Ella dijo:

—Me duele el oído —y le salió una voz de niña. Él movió la cabeza sin decir nada. —Mi marido no está—. Entonces pensó que podía ser interpretada equívocamente y agregó: —Me duele mucho—. Él dejó transcurrir unos instantes, se alisó el pelo mojado y luego dijo: —Puedo llevarla al hospital.

Detuvo un taxi y en el trayecto al hospital ninguno de los dos habló, ella permaneció arrinconada contra la puerta del auto con la mano puesta sobre el oído. Él pagó el taxi. En el hospital, le revisaron el oído y le instilaron unas gotas. El médico de guardia pergeñó una receta. La despidió recomendándole consultar a un especialista, una sonrisa perturbada en su rostro muy joven, como si él mismo desconfiara de su diagnóstico. Ella compró el remedio en una farmacia abierta toda la noche, cerca del hospital.

—¿Está mejor? —preguntó el verdulero que la esperaba en la calle.

—Sí. —Las gotitas la habían aliviado.

—Bueno —dijo él—. La llevo a su casa.

Ella sintió una súbita timidez:

—No se moleste. Vuelvo sola.

—Bueno —dijo él y estornudó porque había refrescado.

—No, venga conmigo.

—Bueno —repitió él.

Tomaron otro taxi y esta vez pagó ella. En la puerta del edificio de departamentos, Matilde le tendió la mano. —Buenas noches, le agradezco mucho.

—No ha sido nada —contestó él, con una voz sin acento.

Matilde subió al octavo piso. Cuando colocaba las llaves en la cerradura, oyó el timbre del teléfono. Corrió y levantó el tubo, pero la comunicación se cortó en ese instante. Llenó un vaso de agua y mientras tragaba un comprimido, el teléfono sonó nuevamente. —¿Dónde estabas?— preguntó Mauro. Su voz se oía contenta, casi excitada. Le contó que su inglés había mejorado y había podido sostener conversaciones sin dificultades. Ella no le habló de su dolor de oídos.

A la mañana siguiente, Matilde compró lechugas, tomates, alcauciles. Compró más de lo que necesitaba. El verdulero la atendió como de costumbre y ella miró la balanza pero él nunca sobrepasaba el peso justo, y esta actitud, no sabía por qué, le provocaba una gran decepción.

Cuando estaba por marcharse, él preguntó:

—¿Su oído?

—Casi no me duele. —Y era verdad, solo sentía un dolor cada vez más atenuado.

—Me alegro —dijo él, y se inclinó para acomodar unas manzanas, lustró algunas en su pulóver. En seguida, entró una clienta y él se volvió hacia ella, y a Matilde se le antojó que su sonrisa era inusualmente cordial y que sus modales perdían cierto envaramiento.

En la cocina, Matilde vio que su heladera estaba llena de verdura que comenzaba a marchitarse; en un cesto las papas tenían largos brotes blancos. Pero de igual manera bajó al atardecer, compró papas, un trozo de zapallo, espárragos y naranjas. Cuando él recibía su dinero, ella preguntó bruscamente:

—¿Cómo se llama?

—¿Yo? —preguntó él a su vez, sorprendido.

—Sí. —Ella harto conocía su nombre porque otras clientas lo llamaban familiarmente por la abreviatura.

—Nicolás —dijo, y ella lo oyó ofendida, ya que con ese Nicolás, y no con el Nico acostumbrado, él parecía querer poner distancia.

Con cierta culpa, arrojó las papas brotadas al tacho de residuos y acomodó las nuevas en el cesto. Sacó las naranjas de la bolsa y al disponerlas en el estante bajo de la heladera, encontró una cuya cáscara había virado al marrón, una naranja vieja e inservible, tan reseca como un pergamino. Sintió que le faltaba el aire, le temblaron las piernas. Bajó y cruzó hacia la verdulería. El local estaba desierto. Él tomaba mate detrás del mostrador. Sin una palabra, Matilde colocó allí la naranja reseca. Luego retrocedió y lo miró con expresión mortificada. Él tardó en reaccionar, dejó el mate y se pasó la mano por el rostro. —Lo siento— dijo después en voz baja. Ella dio media vuelta y se marchó sin esperar que le restituyera una fruta con otra.

No volvió a la verdulería en varios días pero tampoco acudió al negocio más distante. Cuando disminuyó el agravio que la humillaba fuera de toda razón, regresó con su bolsa de compras, el gesto adusto. Él dijo:

—Espero que no se haya molestado por la naranja.

—No —dijo ella secamente.

Controló la balanza pero él no se excedió en el peso, y esto lo registró como un agravio más. Recordó que él no había inquirido por su nombre, devolviéndole la pregunta. Cualquiera lo habría hecho con inofensivo interés. Él no.

En agosto, Mauro vino muy feliz, tarde en la noche, porque lo habían ascendido y habían dispuesto nuevamente su traslado a La Plata. —¿No estás contenta?— preguntó ante su rostro melancólico. Ella sonrió: —Sí, mucho— dijo.

Ella compró pocas cosas en la verdulería, unas lechugas, unos tomates. Cuando él depositaba los tomates en la bolsa, ella dijo:

—Nos mudamos.

Él se detuvo un momento. —Ah— dijo. Y luego agregó—: ¿Algo más?

—Naranjas.

Podía comprar naranjas en cantidad porque las consumía en jugos más rápidamente que otras frutas. Él las eligió con cuidado, las acumuló en el plato de la balanza sin darse cuenta de que sobrepasaban el peso. Matilde, que siempre había estado alerta, observaba abstraídamente hacia la calle. En la puerta de entrada, una mujer, a pesar de la prohibición de tocar visible en un cartel, manoseaba con aire crítico unos zapallitos verdes. Se le agregó otra y la mujer de los zapallitos se los señaló reprobadoramente.

Matilde abonó su compra. El verdulero se alejó para buscar el vuelto y cuando regresó, ella le tendió la mano. Él dijo, mientras se la estrechaba:

—Suerte.

Ella desechó el ascensor, dobló por el pasillo, atravesó una puerta que conducía hacia las escaleras y peldaño tras peldaño subió hasta el octavo piso, quizás para cansarse. Ya estaban las cajas y cajones de la empresa de mudanzas apilados en un rincón y los muebles amontonados en otro. Dejó la bolsa sobre la mesa de la cocina y comenzó a envolver vasos y copas en papel de diario y a colocarlos dentro de las cajas. Le pareció que le dolía el oído. De pronto se encontró sin ánimos para seguir, como si algo en ella se hubiera roto. Fue hasta la cocina y encerró una naranja entre las manos. Se sentó en un banquito y permaneció así, apretando la naranja, desasosegada e inquieta, hasta que se echó a llorar. Por el dolor de oídos, pensó.

En La Plata, Matilde reinició su vida de siempre, como si nunca se hubiera marchado. Tenían más dinero, cambiaron el coche. Mauro estaba ausente la mayor parte del día, regresaba tarde, le hablaba de su trabajo. Los domingos visitaban a los padres de Mauro y los días de semana ella se encontraba con sus amigas y asistía a un curso de inglés que él le había recomendado. Sus progresos eran lentos y difíciles.

Una noche miró a Mauro, él se traía trabajo a casa y estaba concentrado en sus papeles. Los ascensos habían significado nuevas obligaciones. —Mauro— dijo, y él levantó la cabeza distraídamente y le dirigió una vaga sonrisa. Ella lo vio tan desprevenido que no tuvo valor, devolvió la sonrisa y ocultó que había imaginado otra vida donde él no figuraba con su presencia constante.

Meses después repitió —Mauro— y creyó estar preparada para confesar esa decisión que a él le costaría entender. Los rasgos demudados, él preguntó: —¿Por qué?— con un acento de total estupor. Comenzó a llorar, y ella no soportó las lágrimas en el rostro de un hombre tan seguro. Entonces rechazó la imagen de alguien con ojos un poco ausentes que la asaltaba con frecuencia y trató de ser la mujer que Mauro esperaba porque no es fácil hacer sufrir.

Un año más tarde, Mauro regresó del trabajo con expresión jubilosa. Bailó en la pequeña cocina. Viajaría un mes a los Estados Unidos enviado por la empresa. Matilde sonrió con nostalgia, respiró profundamente y se dijo: es el momento. No pensó que era cruel o inoportuna; empañar la alegría con el inevitable sufrimiento sería mejor que provocarlo cuando faltara.

—Mauro —dijo y sus primeras frases destruyeron la expresión de júbilo. Él experimentó un fuerte choque, porque había borrado la humillación de sus lágrimas y estaba tan desprevenido como la primera vez. Pero el trabajo había sido importante en su vida y la inminencia del viaje lo ayudó a sobrellevar el sufrimiento. Agregó después la decepción y el encono.

Mauro partió hacia su vuelo un lunes a la mañana, muy temprano. Alzó su valija y su portafolios y se marchó sin despedirse.

Esa misma mañana, Matilde aguardó el mediodía, se vistió y tomó el tren a Buenos Aires. Se metió en un cine y luego en un bar. Bebió un té y comió un sándwich. Compró una revista y la leyó en otro bar. Al anochecer llegó a la calle del departamento en el octavo piso. Pensó en la cortinita blanca de la cocina que los vapores y la fuerza del sol habían quemado. La verdulería de enfrente ya estaba cerrada. Cruzó la calle y tocó el timbre. Después de mucho tiempo, él abrió. Durante ese lapso, ella pensó: si no me reconoce, ¿qué haré? Y le parecía que no podría hacer nada, vivir nada.

Cuando él apareció en la puerta tenía el pelo mojado y una camisa clara, como en aquella noche de su dolor de oídos. No forzó la vista para reconocerla, los ojos un poco ausentes brillaban en la oscuridad. Le tembló la barbilla y después de un momento que a ella se le antojó infinito, tendió una mano y le rozó el rostro en un tanteo incrédulo. Por fin, por fin —exclamó él de pronto, sofocándose. Abrió los brazos y continuó murmurando por fin, interminablemente por fin, con una voz tan cargada de dolor antiguo que aún la intensa alegría de ahora lo recordaba.

No hay comentarios:

Publicar un comentario