miércoles, 30 de octubre de 2019

Una hoja escrita a mano, de Carolina Sanín Paz

Leí una hoja escrita a mano en la que se decía que el universo entero, con su polvo, su gente, sus animales y sus plantas, piedras y metales, y aun con cosas que no son estrellas ni se mueven y que no sabemos lo que son, ni si son ya cosas o no lo son todavía, está contenido o representado o comprendido en cada hombre. Creo que en la hoja se entendía hombre como hombre y mujer, o sea, que se sugería que aparte de las letras y los ángeles, de la suerte y la basura, en el hombre está también comprendida la mujer.

En las hojas, según se decía en la hoja escrita, están los árboles; no solo el árbol del que la hoja cae, sino también los demás árboles: el genealógico, el del bien y el mal y aquellos que no tienen hojas y de los que cuelgan los ahorcados. En la hoja se decía que cada parte del ser humano (su nariz, su cansancio, el diente que se le afloja en un sueño y el que muda cuando niño) puede traducirse como una parte de la ciudad, una parte del país y una parte del mundo. Se decía que el corazón es como el sol o, mejor dicho, que decir corazón es decir sol, y que el corazón y el sol también son el león. Se decía que el corazón, el león y el sol son lo mismo que el oro. Y que cuando uno dice “oro”, “león”, “corazón” o “sol”, también está diciendo “rey”.


La hoja se titulaba Teoría de las equivalencias entre lo grande y lo pequeño. Me la dio en Bogotá, en Colombia, la señora Zambrano. Yo estaba en un paradero del centro, esperando el colectivo que iba hacia el embarcadero, cuando apareció la mujer con un vestido que le quedaba holgado, estampado de flores rojas sobre fondo negro, y con un niño alzado a la cadera. En el pecho tenía prendida una escarapela de las que usan las personas en los congresos. “Sra. Zambrano”, aparecía en la escarapela, pero no porque ella fuera muda. Sé que no lo era porque me dijo: “Tenga, léase esta hoja”.

En el paradero había otros cuatro o cinco que, como yo, esperaban el colectivo que iba al mar. La señora Zambrano les entregó otras copias de la hoja. Doblé la mía en cuatro partes y me la metí en el bolsillo de atrás de los bluyines. En el colectivo me senté junto a una ventanilla y junto a un hombre, encima de la hoja escrita a mano.

Con su hablanza sobre el cuerpo y la insistencia en el corazón, la hoja me hizo pensar en el dicho “Hacer de tripas corazón”. No solo pensé en el dicho por ella, sino también porque es algo que las personas se aconsejan para consolarse, y yo había estado sin consuelo desde la primera hora del día y ya eran las cuatro de la tarde. Esa mañana, tan pronto como abrí los ojos, recordé que me había quedado sola y se me vino encima el desconsuelo. Al mismo tiempo vi que estaba recuperando el mundo tras el sueño, y una alegría empezó a empujarme. Entendí que esa vida sola era la que existía, y ninguna otra, pero de repente recordé la compañía, la otra vida, y el consuelo se ahogó antes de surgir. La alegría se quedó sin fuerza y no supe cómo aconsejarme. Tan larga y grande era la noticia de mi soledad que pensé que si me envolvía en ella podía llegar a tener una idea del infinito.

Para explicar lo sola que me sentía, yo podría aparecer como la señora Zambrano, con una escarapela sobre el lugar del corazón, pero no con mi nombre sino con la palabra “Sola”. Entonces le daría a usted una hoja que no estuviera escrita a mano sino impresa y que no contuviera la teoría de las equivalencias sino algo que yo no hubiera leído antes ni fuera a leer después de entregarlo impreso en la hoja.

Me aconsejé hacer de tripas corazón mientras descubría que no sabía qué significaba el dicho. ¿Uno debía poner, para evitar la desesperación, las tripas en el lugar donde tenía el corazón o la escarapela con su nombre? Volví a pensar en la hoja escrita a mano: si uno ponía las tripas en el lugar del corazón, ¿qué pasaba con el lazo que la hoja tendía entre el corazón, el sol y el oro?

Me distraje cambiando las vísceras de lugar, pero diez calles más allá volví a sentirme acongojada: ¿para dónde iría yo, tan firmemente sola en el colectivo, sin un hombre que contuviera a la mujer como disponía la gramática de la hoja? Me repetí que esa mañana había sentido, por un lado, que estaba sola y sin esperanza, y por otro, que estaba donde podía estar. Luego me pregunté si de verdad había sentido una cosa por un lado y la otra por otro lado; si no sería que las dos estaban en el mismo lado y juntas formaban el consuelo. Una cosa era la otra: la soledad era el despertar, la alegría era la ausencia de esperanza, las tripas eran el corazón, y fui quedándome dormida a pesar de los bandazos y frenazos que daba el colectivo de camino hacia el embarcadero, las olas, las islas y los continentes.

Enseguida volví a despertarme como me había despertado esa mañana, para volver a recordar y a entristecerme. En vez de preguntarme más por el consuelo, le hice una pregunta a la hoja que me llenaba el bolsillo: ¿Y el mar? Si el hombre contiene todo y cada parte suya puede traducirse como una parte del mundo, ¿a qué parte del hombre corresponde el mar? No se me ocurría que una parte del hombre o la mujer pudiera ser más o menos mar que otra. Quizá la hoja implicaba u omitía que el hombre es un mundo incompleto —sin mar—, o un mundo desordenado —con el mar regado por todas partes—, o ambas cosas: desordenado e incompleto. Tal vez incompleto y desordenado son lo mismo, pensé. Luego creí descubrir que lo que pasaba era que la hoja hablaba solo del hombre vivo: él contenía las cosas de la tierra y el cielo, o era las cosas, la tierra y el cielo. El mar, en cambio, estaba en el hombre muerto. El mar correspondía a la muerte o, como habría dicho la hoja con sus equivalencias, decir la muerte era decir el mar.

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