—En mis tiempos me llegué a tomar doce paprillas de bario —dijo Noel Sweeny. Sweeny nunca se había sentido verdaderamente bien, y ahora, por si eso fuera poco, tenía noventa y cuatro años—. Doce veces que radiografiaron el estómago de Sweeny… reconozca que es algún tipo de plusmarca mundial.
Sweeny estaba sentado en un banco, junto a una pista de petanca en Tampa, Florida. Charlaba con otro viejo, un desconocido que compartía el banco con él.
Era evidente que el desconocido acababa de empezar una nueva vida en Florida. Llevaba zapatos negros, calcetines negros de seda y los pantalones de un traje de sarga azul. Su polo y su gorra de piloto de caza estaban tan nuevos que brillaban y crujían. Todavía tenía el precio grapado al dobladillo del polo.
—Hum —dijo el desconocido a Sweeny, sin mirarlo. El desconocido estaba leyendo los Sonetos de William Shakespeare.
—«Queremos que propaguen, las más bellas criaturas, / su especie, porque nunca pueda morir la rosa» —dijo Shakespeare al desconocido.
—¿Cuántas veces le han radiografiado el tómago? —preguntó Sweeny al desconocido.
—Hum —contestó el desconocido.
—«Si oírte es una música, ¿porqué la escuchas triste?» —dijo Shakespeare—. «Alegría y dulzura en nada rivalizan».
—¿Puede creer que no tengo bazo? —preguntó Sweeny.
El desconocido no respondió.
Muy considerado, Sweeny se acercó al desconocido y le gritó al oído.
—¡Sweeny no tiene bazo desde mil novecientos cuarenta y tres!
El desconocido soltó el libro y estuvo a punto de caerse del banco. Se encogió y se tapó los oídos, que le resonaban.
—No estoy sordo —dijo con mucho dolor.
Sweeny le apartó una de las manos con firmeza.
—Creía que no mabía oído —insistió.
—Le he oído —afirmó el desconocido, temblando—. Lo he oído todo: las papillas de bario, los cálculos biliares, la anemia y la obstrucción de las vías biliares. He oído hasta la última palabra de lo que el doctor Sternweiss le dijo sobre su esfínter gástrico. ¿Ha pensado el doctor Sternweiss en la posibilidad de hacer música con él?
Sweeny recogió el libro de sonetos y lo puso en el extremo opuesto del banco, fuera del alcance del desconocido.
—¿Ya quiere hacer esa apuestita? —dijo Sweeny.
—¿Qué apuesta? —preguntó el desconocido, muy pálido.
—¿Lo ve? —dijo Sweeny, sonriendo con tristeza—. Yo tenía razón… ¡No mestaba escuchando! Hace un rato le pregunté si quería hacer una apuesta sobre cuántos riñotes tenemos entre los dos… y usted dijo hum.
—¿Cuántos niñotes? —dijo el desconocido, cuya expresión se suavizó. ¡Empezaba a estar vagamente interesado! Le gustaban los niños y la apuesta le pareció encantadora—. ¿Y cómo lo hacemos? ¿Contamos a los nietos y a los bisnietos o…?
—No he dicho niñotes. He dicho riñotes.
—¿Riñotes? —preguntó el desconocido, perplejo…
Sweeny se llevó las manos a los lugares donde estaban sus riñones o, más bien, allí donde habían estado.
—Riñotes —repitió.
El desconocido se quedó decepcionado y molesto.
—Si no le importa, no me apetece pensar en riñones —declaró—. Por favor, ¿podría devolverme el libro?
—Después de la apuesta —contestó Sweeny, astutamente.
El desconocido suspiró y dijo:
—¿Bastaría con diez centavos?
—Claro que sí. El dinero sólo es para hacerlo más interesante.
—Ah —dijo el desconocido, sin emoción alguna.
Sweeny lo observó durante un rato antes de hablar.
—Yo calculo que tenemos tres riñotes entre los dos —dijo al fin—. ¿Cuántos calcula usted?
—Ninguno —contestó.
—¿Ninguno? —preguntó Sweeny, asombrado—. Si no tuviéramos ningún riñot entre los dos, los dos estaríamos muertos. Un hombre no puede vivir sin riñotes. Tiene que elegir entre dos, tres o cuatro.
—He vivido felizmente desde mil ochocientos ochenta y cuatro sin un mal indicio de riñotes —afirmó el desconocido—. Pero deduzco que usted debe de tener realmente un riñot, lo cual significa que entre los dos sumamos uno. Así que la apuesta termina en tablas… ni usted ni yo perdemos dinero. Y ahora, por favor, ¿sería tan amable de alcanzarme el libro?
Sweeny alzó las manos, bloqueando todos los accesos al libro.
—¿Es que me ha tomado por un panoli? —preguntó.
—He llegado tan lejos como puedo llegar con ese asunto —se defendió el desconocido—. Por favor, caballero… el libro.
—Si usted no tiene riñotes, dígame una cosa.
El desconocido alzó los ojos al cielo y declaró:
—¿No podríamos cambiar de tema? Tuve un huerto en el Norte y me gustaría tener uno pequeño aquí. ¿La gente tiene huertos pequeños en Florida? ¿Tiene usted un huerto?
Sweeny no permitió que desviara la conversación. Le clavó un dedo en el pecho.
—Si es verdad que no tiene riñotes, ¿cómo elimina los residuos?
El desconocido hundió la cabeza y se frotó la cara con exasperación impotente. Soltó unas pedorretas suaves, pero se enderezó al ver que una chica bonita pasaba a su lado y le dedicó una sonrisa benévola.
—Fíjese en esos tobillos tan finos, señor Sweeny… mire esos talones sonrosados. Ah, ser joven… o fingir ser joven, soñando aquí, bajo la luz del sol. —Cerró los ojos, soñador.
—He acertado, ¿verdad? —dijo Sweeny.
—Hum —dijo el desconocido.
—Sólo tenemos tres riñotes entre los dos, y ahora intenta cambiar de conversación para liarme y ahorrarse los diez centavos. Pues bien… no me dejo engañar con tanta facilidad.
El desconocido se llevó una mano al bolsillo, sacó una moneda de diez centavos sin abrir los ojos y se la ofreció a Sweeny.
Sweeny no la cogió.
—No la cogeré hasta que esté seguro de que la merezco —afirmó—. Le doy mi palabra de honor de que sólo tengo un riñot. Ahora, usted tiene que soltar cuántos riñotes tiene y darme su palabra de honor.
El desconocido sonrió con cara de pocos amigos, enseñándole los dientes.
—Le juro por lo más sagrado —dijo, tenso— que no tengo riñotes.
—¿Qué les pasó? ¿La enfermedad de Bright? —preguntó Sweeny.
—La enfermedad de Sweeny —respondió el desconocido.
—¿Se llama igual que yo? —preguntó Sweeny, sorprendido.
—Igual que usted —afirmó el desconocido—. Y es una enfermedad terrible.
—¿Cómo es? —se interesó Sweeny.
—Las personas que sufren de la enfermedad de Sweeny —gruñó el desconocido— se burlan de la belleza, señor Sweeny; invaden la intimidad de los demás, señor Sweeny; perturban la paz, señor Sweeny; destrozan los sueños, señor Sweeny, y espantan todo pensamiento de amor, señor Sweeny.
El desconocido se levantó y acercó la cara hasta escasos milímetros de la cara de Sweeny.
—Las personas que padecen la enfermedad de Sweeny, señor —continuó—, hacen imposible la vida del espíritu por el procedimiento de recordarle a todos que los seres humanos no somos más que un montón de intestinos.
El desconocido hizo sonidos de indignación frenética que se parecían al ladrido de un perro. Agarró el libro de sonetos, se alejó a grandes zancadas hasta un banco que se encontraba a seis metros de distancia y se sentó dándole la espalda a Sweeny. Resopló, bufó y pasó las páginas de mala manera.
—«Así, yo, reprendí, a la primer violeta —le dijo Shakespeare—: Ladrona, ¿dónde hurtaste, el perfume que emites, / sino del dulce aliento de mi amor?». —El entusiasmo de la batalla empezó a amainar en el desconocido—. «La luz púrpura / que tiene tu mejilla, como piel, tú, bien sabes, / que un día la teñiste en venas de mi amor» —siguió Shakespeare, aún reprendiendo a la violeta.
El desconocido intentó sonreír con un gesto de placer puro y fuera del tiempo y del espacio, pero no lo consiguió. El todopoderoso aquí y ahora se mostraba con demasiada energía.
El desconocido se había mudado a Tampa por una sola razón: porque sus viejos huesos lo habían traicionado. Su hogar del Norte significaba mucho para él, pero eso carecía de importancia. Florida no significaba nada para él, pero eso carecía de importancia. Sus viejos huesos habían gritado que no soportarían otro invierno de nieve y frío.
Mientras acompañaba al Sur a sus viejos huesos, se había visto a sí mismo como una nube silenciosa e inocua de contemplación. Pero ocho horas después de su llegada a Tampa, se había convertido en el autor de un ataque salvaje a otro anciano. La espalda que había dado a Sweeny veía bastante más que sus ojos. No podía fijar la vista. Su libro era un borrón.
Su espalda notó claramente que Sweeny, un hombre amable y solitario de placeres sencillos, estaba destrozado. Sweeny, un hombre que quería seguir viviendo aunque sólo tuviera medio estómago y un riñón; Sweeny, cuyo entusiasmo por la vida no se había apagado ni un ápice después de perder el bazo en mil novecientos cuarenta y tres.
Pero Sweeny ya no quería vivir. Sweeny ya no quería vivir porque un viejo del que había intentado hacerse amigo lo había tratado de forma mezquina y despiadada.
El desconocido había descubierto algo espantoso: que un hombre al final de sus días era capaz de infligir tanto dolor como el joven más estridente y menos curtido. Con tan poco tiempo por delante, el desconocido había sumado un artículo más a su larga, larga lista de pesares.
Exprimió su mente en busca de mentiras intrincadas que sirvieran para que Sweeny recobrara el deseo de vivir. Por fin, llegó a la conclusión de que lo único que podía hacer era presentarle una disculpa directa, arrepentida y digna de un hombre.
Volvió con Sweeny y le ofreció la mano.
—Señor Sweeny —dijo—, quiero pedirle mis más sinceras disculpas por haber perdido los estribos. No tengo excusa. Soy un viejo cansado y de cólera rápida. Pero hacerle daño a usted es lo último que desea mi corazón.
Esperó a que el fuego regresara a los ojos de Sweeny, pero no regresó ni la más leve de las chispas.
Sweeny suspiró con languidez.
—No importa —dijo. No aceptó la mano del desconocido. Evidentemente, quería que se marchara de nuevo.
El desconocido mantuvo la mano extendida, rogando a Dios para que lo ayudara a encontrar las palabras adecuadas. Si abandonaba a Sweeny en aquel estado, él también perdería la voluntad de vivir.
Sus ruegos tuvieron respuesta. Se puso radiante incluso antes de hablar, porque estaba seguro de que sus palabras iban a ser las correctas. Al menos, podría borrar un pesar de su pizarra.
Alzó la mano extendida y la colocó como si fuera a pronunciar un juramento.
—Señor Sweeny, le doy mi más solemne palabra de honor de que tengo dos riñones. Si usted tiene uno, harán tres entre los dos.
El desconocido le dio una moneda de diez centavos y añadió:
—Usted gana, señor Sweeny.
Sweeny recobró la salud al instante. Se levantó de un salto y le estrechó la mano.
—Supe que era un hombre de dos riñotes en cuanto lo vi. No podía ser nada más que un hombre de dos riñotes.
—No sé qué me ha llevado a intentar fingir otra cosa —declaró el desconocido.
—Bueno, a nadie le gusta perder —dijo Sweeny con alegría. Miró la moneda una vez más y se la guardó en el bolsillo—. De todas formas, ha recibido una lección barata. No apueste nunca al juego de otra persona. —Dio un codazo suave al desconocido y le guiñó un ojo—. ¿Cuál es su juego?
—¿Mi juego? —preguntó el desconocido. Lo pensó unos momentos, afablemente—. Supongo que Shakespeare.
—¿Lo ve? Si usted se hubiera acercado a mí y me hubiera propuesto una apuestita sobre Shakespeare… —Sweeny sacudió la cabeza con expresión de astucia—, yo no la habría aceptado. Ni siquiera le habría prestado atención.
Sweeny asintió y se fue.
Traducción: Jesús Gómez Gutiérrez
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