lunes, 11 de mayo de 2020

Olgoi-Jorjoi, de Iván Yefrémov

 


Por invitación del gobierno de la República Popular de Mongolia estuve trabajando dos años en tareas geodésicas en la frontera sur de Mongolia. Al fin ya no me quedaba más que instalar y calcular dos o tres puntos de observación astronómica en el ángulo suroccidental de la frontera de la República de Mongolia con China. La realización de este trabajo en las arenas resecas, difíciles de atravesar, suponía graves problemas. La preparación de una gran caravana de camellos exigiría mucho tiempo. Por otra parte, viajar en este anticuado sistema me parecía insoportablemente lento, en especial después de haberme acostumbrado a trasladarme de un sitio a otro en coche. Estaba seguro de mi furgoneta «Gaz», de tonelada y media, que me había servido perfectamente hasta ahora, pero claro está, meterse con ella en arenales tan terribles era, sencillamente, imposible. Pero no disponíamos de otro coche adecuado. Mientras el representante del Comité científico de Mongolia y yo nos rompíamos la cabeza para salir del apuro, llegó a Ulán Bátor una gran expedición científica soviética. Sus camiones, nuevecitos, estupendamente equipados, dotados de unos superneumáticos especiales, a propósito para rodar por la arena, asombraron a toda la población de Ulán Bátor. Mi chofer Goyo, jovencito, entusiasmado por las cosas de la mecánica, aficionado a viajes largos, más de una vez se fue al garaje de la expedición, donde con envidia examinaba la última novedad. Fue él quien me sugirió la idea que, puesta en práctica con ayuda del comité científico, permitió a nuestra furgoneta contar con «piernas» nuevas, en expresión de Goyo. Estas «piernas» no eran más que unas ruedas muy pequeñas, quizá menos que los tambores de freno, a las que ponían unos neumáticos extraordinariamente gruesos, con unos salientes muy pronunciados. La prueba de nuestro coche con superneumáticos por los arenales demostró, en efecto, una magnífica capacidad de movimiento. Para mí, hombre de gran experiencia en viajes automovilísticos por diferentes lugares carentes de carreteras, me parecía del todo increíble la ligereza con que el coche se movía por la arena más movediza y profunda. Por lo que se refiere a Goyo, juraba cruzar sin detenerse con los supeneumáticos todo el Gobi Negro de este a oeste.

Los especialistas en automóviles de la expedición nos proporcionaron, además de los supemeumáticos, instrucciones diversas y consejos, aparte de desearnos infinidad de cosas buenas. Pronto nuestra casa con ruedas, despidiéndose de Ulán Bátor, desapareció en una nube de polvo y se lanzó rumbo a Tsetserleg. En la caja, cubierta con una lona a manera de furgón, estaban los superneumáticos, retumbaban los tanques para el agua, y el bidón de reserva para la gasolina. Las numerosas excursiones habían elaborado ya un cuadro exacto para la distribución de las personas y cosas. Yo iba en la cabina con el conductor, tras una mesita abatible especial para la libreta de jalonamiento. Allí iba también una pequeña brújula marina con la cual tracé el rumbo. Por el velocímetro calculaba las distancias que recorría el coche. En las esquinas delanteras de la caja había dos cajones grandes con piezas de repuesto y goma. En ellas se sentaban mi ayudante, el radista y calculador, y el guía Darjin que además cumplía las funciones de traductor. Era un viejo mongol inteligente que había vivido mucho. Estaba sentado a la izquierda para indicar a Goyo la dirección agachándose hacia la ventanilla de la cabina. El radista, tocayo mío, cazador apasionado, iba a la derecha con los prismáticos y el fusil, llevando, además, un teodolito y el universal de Hildebrand… Detrás de ellos la caja iba cuidadosamente llena con las camas plegables, la tienda de campaña, las provisiones y demás cosas indispensables para un viaje.

El camino llevaba hacia el lago Orok-Nor y de allí hacia la parte más meridional de la República, hacia el Gobi Transaltayano, unos trescientos kilómetros al sur del lago. Nuestro coche atravesó los montes Jangái y se metió en la gran carretera. Aquí, en la población de Tatsa-Gol, en un gran garaje, revisamos el coche y nos abastecimos de combustible para todo el viaje, disponiéndonos de esta manera para enfrentarnos decididamente con los espacios arenosos desconocidos del Gobi Transaltayano. La gasolina para la vuelta debían proporcionárnosla en Orok-Nor.

Todo iba perfectamente en esta excursión. Hasta el Orok-Nor encontramos algunos tramos arenosos difíciles, pero con la ayuda de los maravillosos superneumáticos, los atravesamos sin apuros graves y al atardecer del tercer día vimos la superficie lisa del monte Ije, bañada por una luz rojiza. Como alegrándose por la frescura de la tarde, el motor resoplaba animoso en las subidas. Decidí aprovechar el frío de la noche y corrimos a la luz inquieta de los faros casi hasta el amanecer, hasta que observamos desde la cima de una colina arcillosa la franja obscura de unos matorrales a la orilla del Orok-Nor. El guía y Miguelito, que dormitaban arriba, saltaron del coche. Encontramos un sitio para dejar el coche, recogimos leña y todo nuestro equipo se recostó sobre un fieltro al lado de la furgoneta para tomar un té y estudiar el plan de futuras actividades. Aquí empezaba nuestra ruta a lo desconocido. Querían examinarla en sus comienzos y establecer un puesto de observación astronómica verificando las indicaciones de Vladímirtsov, que me parecían sospechosas. El chofer quería comprobar y preparar adecuadamente el coche. Miguelito se fue en busca de caza. El viejo Darjin se puso a charlar con los ganaderos locales acerca del itinerario. Con aprobación general se aceptó mi propuesta de quedarnos un día entero.

Viendo de qué lado y en qué dirección podía el coche defendernos mejor de los rayos solares de la mañana, nos echamos junto a él sobre un amplio fieltro. El vientecito húmedo apenas hacía susurrar los juncos y el aroma especial de alguna hierba se mezclaba con el olor del coche caliente, mezcla de olores y gasolina, aceite y caucho. ¡Así se acostumbra a estirar las piernas cansadas y a mirar, tumbado tripa arriba, el cielo luminoso! Me dormí en seguida, pero antes pude escuchar a mi lado la respiración regular de Goyo. El guía y el ayudante cuchichearon largo rato de algunas cosas. El calor me despertó. El sol, que había invadido buena parte de la sombra, me calentaba las piernas. El chofer, inquieto junto a las ruedas delanteras, canturreaba a media voz. Miguelito y el guía no estaban. Me levanté, me bañé en el lago y, tras beber buena cantidad de té que yo mismo había preparado, me puse a ayudar al chofer.

Los disparos que resonaban a lo lejos aseguraban que Miguelito tampoco perdía el tiempo inútilmente. Al atardecer terminamos los trabajos con el coche. Miguelito trajo unos ánades, algunos muy bonitos, de una especie que yo desconocía. El chofer se puso a preparar el potaje. Miguelito plantó la antena de campo y sacó la emisora de radio, dejándola dispuesta para la recepción nocturna de las señales meteorológicas. Anduve vagando alrededor del campamento y escogí un punto para observación astronómica y colocación del poste. Me acerqué al coche y vi que la comida estaba preparada. El guía, que ya había vuelto, contaba algo al chofer y a Miguelito. Al llegar yo el viejo se calló. Goyo, riéndose suelto y despreocupado, me dijo:

—Darjin nos asusta. Dice claramente que no tenemos salvación, Miguel Ilích. ¡Dice que mañana nos meteremos derechos en la boca del diablo…!

—¿Qué es eso, Darjin? —pregunté al guía sentándome junto al perol colocado sobre la lona extendida.

El viejo mongol miró indignado al chofer y con aire adusto masculló algunas palabras sobre la burla y la poca perspicacia de Goyo:

—Goyo no hace más que reírse y no comprende la desgracia…

La risa alegre de los jóvenes que siguió a estas palabras hizo que el viejo se enfadara mucho. Yo tranquilicé a Darjin y me puse a preguntarle sobre el viaje de mañana. Resultaba que él había recibido información detallada de los mongoles de la zona. Con una varita seca, Darjin trazó en la arena unas cuantas líneas finas que representaban las distintas agrupaciones de montañas y en las que se dividía aquí el Altái Mongol. Por un valle ancho, más al oeste del Ije-Bogdo, nuestra ruta iba derecha hacia el sur por el antiguo camino de las caravanas, a través de la llanura arenosa, al pozo Tsagan-Tologoi, hasta el cual, según los informes de Darjin, había cincuenta kilómetros. Desde allí el camino era bastante peor, por salinas arenosas, en una extensión de unos doscientos cincuenta kilómetros, hasta la baja cadena montañosa de Noin-Bogdo. Tras estos montes hacia el oeste iba una franja ancha de arenas terribles, no menos de cuarenta kilómetros, de norte a sur —el desierto de Dolon-Jali-Gobi- y a continuación, hasta la misma frontera de China, se extendían los arenales del Gobi Djungar. Estos arenales, en palabras de Darjin, carecían de agua por completo, y estaban totalmente despoblados. Entre los mongoles tenían fama de lugares de mal agüero: venir a parar allí sería peligroso. Exactamente la misma mala fama tenía el ángulo occidental del Dolon-Jali-Gobi. Traté de convencer al viejo de que con la rapidez de nuestro coche, cosa que pudo comprobar durante el viaje, las arenas no supondrían ningún peligro. y no nos íbamos a detener en ellas mucho tiempo. Simplemente miraría las estrellas y de vuelta en seguida. Darjin meneó la cabeza silencioso y no dijo una palabra. Pero no se negó a seguir con nosotros.

La noche pasó tranquila. Con dificultades y sin ganas me levanté antes del amanecer. Fue Darjin quien me despertó. El motor zumbaba ruidosamente en el silencio prematinal despertando a las aves que aún dormían. La frescura fría de la mañana producía un ligero temblor, pero me calenté en la cabina y bajé el cristal. El coche corría raudo balanceándose fuertemente. El paisaje no llamaba la atención en absoluto, por lo que pronto comencé a dormitar. Se duerme bien cuando se saca el codo doblado por la ventanilla y se apoya la cabeza en el brazo. Me despertaron unas fuertes sacudidas, miré la brújula y de nuevo me quedé traspuesto hasta que me pareció haber dormido lo suficiente. El conductor detuvo el coche. Me puse a fumar, ahuyentando las últimas señales de sueño. Nos encontrábamos justo al pie de unas montañas. El sol quemaba ya con fuerza. Los neumáticos se habían recalentado tanto que no se podían tocar los dibujos de la goma negra. Todos saltamos del coche para: estirar las piernas. Goyo, según su costumbre, examinaba su «cochecito» o su «maruja», como llamaba también a la intrépida furgoneta de tonelada y media. Darjin observaba las abruptas pendientes rojizas de donde llegaban a la estepa las colas largas de los corrimientos de tierras. Los rayos solares caían paralelos a la línea de los montes y cada hundimiento de los precipicios castaños o rojo carmín, cada vallecito o barranco se veían cubiertos de espesas sombras azules que formaban los dibujos más fantásticos.

Me entusiasmó el colorido caprichoso y por vez primera comprendí de dónde, sin duda, venía el rameado rojoazulado de las alfombras mongólicas. Darjin señaló a lo lejos, hacia un costado, un valle amplio que cortaba transversalmente la cadena montañosa. Cuando nos sentamos cada uno en su sitio, el chofer giró a la derecha el coche ya frío. El sol continuaba abrasando el capó y la cabina. La potencia del motor disminuía al calentarse y, hasta en las pendientes suaves, había que meter la primera. El rugido casi continuo del coche atormentaba visiblemente a Goyo. Más de una vez sorprendí sus gestos de reproche, pero sin decírselo, en la esperanza de llegar a un sitio donde hubiera agua, para no gastar la muy buena que teníamos del lago. Mis esperanzas no se vieron frustradas. A la izquierda apareció el tajo profundo de un desfiladero, con hierba en el fondo, el mismo desfiladero por el que teníamos que penetrar. Unos minutos de descenso y Goyo, sonriendo con ganas, detuvo el coche en la hierba fresca. Bajo la escarpadura de las rocas, por las características del lugar, debía haber algún manantial. Las rocas abruptas proporcionaban una sombra excelente. Su manto azulado nos protegió de la furia del rey implacable del desierto, el sol, y nos pusimos a tomar el té al pie de las rocas.

Apenas el calor comenzó a «aflojar», todos nos echamos a dormir para recuperar fuerzas con vista al recorrido nocturno. Dormí largo rato y apenas abrí los ojos escuché el grito sonoro del chofer:

—¡Mire en seguida, Miguel Ilích!

Temía que durmiese y no lo viera… Como entre sueños llegué a asustarme. No podía entender nada. ¡Todo un incendio alrededor!

Me levanté sin darme cuenta de nada y al punto quedé estupefacto.

En efecto, el paisaje que nos rodeaba parecía un sueño fabuloso. Las escarpaduras verticales de las rocas coloradas a nuestra izquierda y a nuestra derecha flameaban con verdaderas llamas bajo los rayos del sol poniente. La sombra azul, profunda, se derramaba todo a lo largo del pie de la montaña hasta el fondo del desfiladero, igualando los pequeños desniveles y proporcionando al lugar un tinte sombrío. y sobre todo esto se elevaba una pared compacta de fuego escarlata en donde las formas caprichosas de la erosión producían hendiduras azules.

De las quebradas surgían torres, terrazas, arcos y escaleras que también resplandecían brillantes: toda una ciudad fantástica de fuego. Justo enfrente de nosotros, a lo lejos en el desfiladero, se juntaban dos paredes: a la izquierda, de fuego, y a la derecha, azul negruzco. El espectáculo resultaba tan sobrecogedor que nos quedamos pasmados en un silencio involuntario.

—¡Bueno, bueno…! —dijo Goyo, que fue el primero en volver en sí—. Vete a contar estas cosas en Ulán Bátor y las chicas dejarán de pasear contigo diciendo: «Menuda filomena ha cogido el mozo…» Llegamos a unos sitios que parece que Darjin tenía razón…

El mongol no replicó al sentirse aludido. Sentado inmóvil sobre el fieltro, no apartaba los ojos del desfiladero en llamas. Los colores ígneos se fueron obscureciendo hasta ponerse azules. No sé de dónde empezaba a llegar la frescura. Era hora de ponerse en marcha. Fumamos, nos bebimos cada uno un bote de leche condensada y otra vez el techo de la cabina me ocultó el cielo. El camino corría y corría por el borde del radiador y la aleta del coche. El faro, cuya nuca hinchada con su cable anillado estaba enfrente de mí, miraba atento hacia adelante, temblando con el fuerte traqueteo. Antes de obscurecer habíamos llegado al pozo de Bor-Jisuty, que no era sino un manantial protegido con piedras y de agua un tanto amarga. Delante se perfilaban unas colinas, cuyo nombre ignoraba Darjin.

Se hizo de noche. Los rayos cruzados de los faros corrían delante de la furgoneta, agigantando con su luz sesgada, deslizante, las pequeñas irregularidades del camino. La obscuridad se iba haciendo más densa y más fuerte la sensación de haber sido arrancado de este mundo… Precisamente delante de nosotros se alzaba e iba creciendo una masa obscura de contornos indefinidos, seguramente algunas colinas. Era momento de parar y descansar hasta el amanecer. En las colinas podía haber barrancos y sería peligroso conducir de noche por allí. Pronto en el cielo purpúreo se dibujaron con claridad las cimas redondas de las colinas: la cima de Noin-Bogdo en este punto se ve muy rebajada. Salvando aprisa el desfiladero, nos paramos a la salida de un espacioso valle para poner los superneumáticos: entrábamos en el Dolon-Jali-Gobi. El desierto extendía ante nosotros su alfombra monótona de color gris rojizo. A lo lejos, en la brumosa niebla, apenas se adivinaba la franja de los montes. Estos montes, que en la antigüedad se llamaron «Koisi-Kara», eran, precisamente, el objetivo de mi viaje. Quería poner el punto de observación en una cadena montañosa baja que dividía dos llanuras arenosas del Gobi Djungar. Si encontráramos allí agua, entonces, utilizando los superneumáticos, se podrían cruzar las arenas del Gobi Djungar aproximadamente antes de la frontera china y volver a observar desde allí. De todas formas había que darse prisa. Las probabilidades de encontrar agua en lugares desconocidos para el guía no eran grandes, pero desviarse de la ruta no dejaba de tener sus peligros por el inevitable gasto de combustible. Salimos, a pesar de que sobre la arena temblaba ya la bruma de la niebla abrasadora. A nuestro encuentro venían olas y más olas del sofocante mar de arena que se helaba. El color amarillo de la arena a veces se tornaba rojizo o gris. Los variados tornasoles del fuego solar corrían por las pendientes de los cerros arenosos. A veces, en las crestas de las dunas, se agitaban unas hierbas secas y duras, mísero brote de vida que no podía imponerse a la impresión general de tierra muerta…

La arena, finísima, penetraba por todas partes, pegándose en forma de polvo mate al hule negro del asiento, al ancho borde superior del cuadro delantero, al cuaderno de notas, al cristal de la brújula. La arena rechinaba en los dientes, arañaba el rostro encendido, ponía áspera la piel de las manos y cubría todo lo que había en la caja de la furgoneta. En las paradas saltaba del coche, trepaba a las dunas más altas, intentando ver con los gemelos el límite de los terribles arenales. Nada se veía a través de la bruma pajiza. El desierto parecía infinito. Mirando el coche parado, inclinado hacia un lado, con las puertas abiertas como alas, procuraba dominar la angustia que de vez en cuando me invadía. Realmente, por muy buenos que fueran los neumáticos, quién sabe lo que puede ocurrir con el coche. En caso de avería grave que no se puede arreglar sobre el terreno, eran escasas las probabilidades de salir de estas tierras despobladas… ¿No habré pecado de temeridad al meterme en el interior de estos arenales arriesgando la vida de unos hombres que se habían fiado de mí? Ideas semejantes cada vez me atormentaban más en las arenas de Dolon-Jali. Pero yo me fié de mi coche. También el viejo Darjin me servía de tranquilizante. Su cara de «Buda» casi inmóvil estaba completamente tranquila. Mis compañeros jóvenes no pensaban demasiado en posibles peligros.

Me confundía el hecho de que tras un recorrido de cinco horas, seguía sin verse por delante ningún tipo de monte. En el kilómetro 67 las olas de arena empezaron a hundirse visiblemente y al mismo tiempo comenzaron a levantarse. Comprendí de qué se trataba cuando después de unos cinco kilómetros atravesamos un pequeño escalón arcilloso y Goyo al punto frenó. Las arenas de Dolon-Jali llenaban una vasta depresión llana y, al encontrarme yo en el fondo de esa depresión, naturalmente no podía ver los montes alejados. Apenas subimos al borde de la depresión y nos encontramos en una elevación lisa como una mesa, llena de piedras y cantos, inesperadamente, los montes surgieron justo hacia el sur, a unos quince kilómetros de nosotros. Los guijos brillantes que cubrían todo el espacio que se dominaba alrededor, eran de color chocolate obscuro, en ocasiones casi negros. No se puede decir que esta llanura negra y desnuda produjera una impresión agradable. Pero la salida a un camino regular y firme nos causó auténtica alegría. Hasta el imperturbable Darjin se atusaba con los dedos la barba rala, sonriendo satisfecho. Dejamos los superneumáticos descansar en la caja. Tras la marcha lenta por los arenales, la velocidad a que corrimos hasta las montañas parecía extraordinaria. Hubo que andar vagando de una parte a otra mucho tiempo al pie de los montes en busca de agua.

Al esconderse el sol nos encontrábamos en el lado meridional, donde descubrimos un manantial en una quebrada honda que daba a un gran desfiladero. Ya estábamos abastecidos de agua. Sin esperar al té, me fui con Miguelito a una cumbre cercana para llegar con tiempo antes de la noche y buscar un lugar adecuado como punto astronómico. Las montañas no eran elevadas, sus cimas desnudas se alzaban unos trescientos metros. La cadena tenía forma caprichosa de un creciente lunar abierto hacia el sur, hacia los arenales del Gobi Djungar, y la parte convexa, con pendientes abruptas, miraba hacia el norte. Por el lado sur del arco montañoso, entre los cuernos de la media luna, se extendía en línea recta un despeñadero que caía hacia las dunas altas del mar arenoso. En lo alto había una meseta lisa, cubierta de hierba alta y áspera. Por tres lados limitaban la meseta unas cumbres conoidales con remates agudos desportillados. Los montes, mutilados por los vientos, parecían poco acogedores. Un sentimiento terrible, como de haberme perdido, me invadió al mirar hacia las infinitas llanuras del sur, del este y del norte. Solo a lo lejos, en occidente, se veía aún confusamente alguna cima, tan pequeña, tan sin color y tan solitaria como ésta, desde donde yo estaba mirando.

La meseta dentro de la media luna era un sitio ideal para la observación. Por eso trasladamos allí la emisora y los instrumentos. Luego se vinieron también el chofer y el guía, trayendo las camas y la comida. Allá abajo, lejos, estaba nuestro coche, que desde aquí parecía un escarabajo gris. Un silencio de muerte en los montes sin vida, interrumpido sólo por el apenas perceptible susurro del viento, sin querer, nos dejó a todos pensativos. Mis compañeros se echaron sobre el fieltro a descansar. Sólo Miguelito unía tranquilamente los contactos de unas pilas secas. Yo me acerqué al despeñadero y largo tiempo miré hacia abajo, al desierto. Las rocas, con la superficie cavada por la erosión, se alzaban sobre un claro ralo ligeramente plateado. La monótona lejanía se iba hacia la bruma rojiza de occidente. Detrás aparecían salvajes y taciturnas las crestas puntiagudas en forma de sierra. Una infinita tristeza de muerte, un silencio que nada espera flotaban sobre esta isla semiderruida de montañas que se desmoronan convirtiéndose en arena para fundirse en las dunas anónimas al comienzo del desierto. Contemplando este cuadro me representé la cara del Asia Central como una enorme franja de tierra antigua, cansada de vivir, de desiertos abrasadores sin agua que atraviesan la superficie del continente. Aquí terminó la lucha entre las fuerzas cósmicas y la vida, y sólo la materia inmóvil de las rocas montañosas mantienen todavía su combate silencioso con la destrucción… La inefable tristeza del ambiente llenó mi alma.

Así pensaba yo cuando de pronto el silencio sofocante se retiró ante los acordes alegres de la música. El contraste resultó tan inesperado y fuerte que parecía como si el mundo circundante se hubiera quebrado. Al punto no pude entender que el radista había sintonizado correctamente alguna emisora. Y aquellos hombres, animándose de improviso, empezaron a meter prisas con la comida y el té. Miguelito, satisfecho de la impresión que había producido, mantuvo un buen rato todavía tenso el hilo invisible que enlazaba a unos exploradores perdidos en el desierto con el latido vivo y caliente de la vida humana remota.

Como siempre, la noche era clara. Aquí, en lo alto de la meseta, hacía fresco. La bruma del aire caliente no dificultaba, como de ordinario, las observaciones. Sólo Miguelito y yo no dormíamos. Pero ahora mi atención se lanzó a puntos tan lejanos, que ante ellos cualquier paisaje de la Tierra parecía sombra pasajera: encima de mí estaban las estrellas. A ellas dirigí mi aparato. Una estrella lucía como un fueguecito brillante, cogida en el cruce de los hilos. El limbo brillaba como la plata en el cristal débilmente iluminado del nonio. Por los círculos horizontal y vertical de los oculares lentamente se alternaban las rayitas en la escala, al tiempo que en los auriculares de la radio llegaban las señales acompasadas, un tanto roncas, del tiempo.

Dos veces más repetí las observaciones, cambiando el procedimiento para conseguir una determinación absolutamente cierta. Ya tardará alguien en llegar hasta aquí para repetir y verificar mis datos y durante mucho tiempo los cartógrafos se apoyarán en este punto de referencia que ahora tiene un lugar concreto en la superficie del globo terrestre… Por fin apagué la lamparita y me fui a dormir. Una estaca pequeña quedó allí hasta la mañana para indicar el punto donde mis ayudantes clavarían y sujetarían con cemento una barra de hierro con una chapita de cobre. Una elevada pirámide de piedras amontonadas señalará desde lejos un punto de observación astronómico en este rincón olvidado. Naturalmente, esto será un buen recuerdo para mí y una buena muestra del trabajo creador a favor del bien común.

En el aire fresco y puro de la meseta, bajo las estrellas diminutas, dormí estupendamente largo rato, y así me desperté temprano. El vientecito vino frío al amanecer. Ya estaban todos en pie y se ocupaban en levantar la columnita de hierro. Me desperecé y decidí quedarme un poco más fumando y preparando nuestra ruta próxima. Tenía previsto, si las arenas del Gobi Djungar parecían difíciles para nuestro coche, no correr riesgos persiguiendo la línea mítica de la frontera entre las arenas del desierto. De todas formas, antes de volver atrás, a la vida verde del distrito de Orok-Nor, pensé internarme un poco en las arenas para hacerme una idea de este desierto. A lo lejos distinguía una elevación insignificante. Hasta allí quería llegar y ver con los gemelos el desierto más allá, hacia el sur, hacia la frontera de China.

Andando despacito, se me acercó Darjin. Al ver que yo no dormía, se sentó a mi lado y me preguntó:

—¿Qué has decidido? ¿Vamos a través del Gobi Djungar?

—No, he decidido que no —contesté (el rostro del viejo se estremeció, sus ojos estrechos brillaron de alegría)—. Pero iremos un rato en aquella dirección —me apoyé sobre el codo y señalé con el brazo hacia una colina lejana. Tras aquel cono obscuro se extendía otra cadena de montes más altos.

—¿Para qué? —dijo el mongol extrañado—. A un sitio malo lo mejor es no ir, el camino de vuelta será mejor…

Me levanté listo del fieltro y con ello corté el refunfuño del viejo guía. Todavía el sol no había calentado la arena cuando nos metimos con los superneumáticos, derechos al interior del desierto, manteniendo el rumbo hacia el grupo de colinas. El chofer canturreaba una canción alegre ahogada por el rugido de la furgoneta. Como siempre el balanceo comenzó a producir su efecto en mí, meciéndome e incitándome al sueño. Pero incluso como adormecido me daba cuenta del tono inusitado de las arenas del Gobi Djungar. La luz, brillante ya, del sol que calentaba con fuerza, coloreaba las pendientes de las dunas de un tinte violeta. A esta hora las sombras habían desaparecido y la iluminación abigarrada de las arenas se reflejaba produciendo sólo un matiz que era más o menos mezcla de rojo. Este extraño color subrayaba más aún la palidez cadavérica del desierto.

Parece que, sin darme cuenta, me dormí por unos minutos, pues me despertó el silencio del motor. El coche estaba en una duna, dejando caer la parte delantera en la pendiente hundida de la arena movediza, por la cual aún rodaban asustados los granitos de arena. Levanté el picaporte, empujé la portezuela de la cabina y desde el estribo me puse a mirar alrededor.

Delante y por los lados se alzaban dunas gigantes de tamaño nunca visto. El juego falaz del sol y de las corrientes de aire me hizo tomarlas por montes lejanos. Ahora mismo no acierto a comprender cómo pude equivocarme. Sólo unos pocos minutos antes hubiera estado listo para jurar que veía con claridad un grupo de colinas. Hundiéndome en la arena, trepé a una de las dunas más agrandes y me quedé mirando el mar arenoso hacia el sur. El mongol se vino adonde yo estaba. Una chispita de malicia brillaba en sus ojos obscuros. Estaba claro que un nuevo avance hacia el sur carecía de sentido, ya que no había ni colinas ni montañas a lo lejos. Darjin aseguró que los mongoles le habían hablado de arenas que llegaban hasta la misma frontera. Se podía volver atrás. Mis compañeros se alegraron visiblemente con esta decisión. Las arenas silenciosas nos dejaban a todos oprimidos. La canción ruidosa del motor de nuevo se impuso sobre la tranquilidad de la arena. El coche se inclinó y deslizándose por la pendiente orientó sus faros otra vez hacia el norte.

Doblé y metí el cuaderno de notas, cerré la brújula y me dispuse a continuar el sueño interrumpido.

—Bueno, Miguel llích, pisaremos fuerte y llegaremos a Orok-Nor o por lo menos hasta los montes encendidos —dijo Goyo enseñando el brillo de sus dientes iguales.

Un ruido fuerte que se nos metía en la cabeza nos hizo estremecer. Era el radista que golpeaba en el techo de la cabina. Inclinado sobre la ventanilla pretendía acallar el ruido del motor con sus gritos. Con la mano señalaba hacia la derecha.

—¿Qué les pasa a ésos? —dijo el chofer con enfado, reduciendo, pero luego frenando de repente me gritó:- ¡Mire en seguida! ¿Qué es eso…?

La ventanilla de la cabina quedó tapada un momento al dar el salto el radista. Con la escopeta en la mano derecha se fue corriendo a la pendiente de una gran duna. En el claro que había entre dos cerros se veía una duna baja y llana. En su superficie se movía algo con vida. Aunque lo que reptaba estaba muy cerca de nosotros, ni el chofer ni yo pudimos distinguirlo de momento. Se movía a impulsos convulsivos, ya doblándose casi hasta la mitad ya enderezándose con rapidez. A veces cesaban los impulsos y el animal simplemente rodaba por la pendiente arenosa. Luego se hundió la arena, pero el bicho salió del hoyo.

—¿Qué milagro es éste? Algún chorizo —me susurró al oído el chofer, como temiendo asustar al bicho desconocido.

Efectivamente, en el animal no se distinguían ni patas ni siquiera boca ni ojos. Posiblemente, éstos pudieran no apreciarse a distancia. El bicho se parecía más bien a un trozo de salchichón gordo de un metro de largo. Los dos extremos eran chatos y no podíamos explicar dónde estaba la cabeza ni dónde la cola. Un gusano enorme y gordo, habitante desconocido del desierto, se retorcía en la arena violácea. Era algo repugnante y a la vez imponente con sus movimientos torpes y lentos. Aunque no soy experto en zoología, sin embargo, al punto imaginé que teníamos delante un animal completamente desconocido. En mis viajes frecuentemente tropecé con los tipos más diversos del mundo animal de Mongolia, pero jamás había oído hablar de nada semejante a este gusano gigantesco.

—¡Vaya bicho más abominable! —gritó Goyo—. Voy a cogerlo, pero me pondré los guantes. ¡Me da asco! —y saltó de la cabina, cogiendo los guantes de piel que llevaba en el asiento—. ¡Espera, espera! —gritó al radista que apuntaba desde la cima de una duna—. ¡Vamos a cogerlo vivo! Mira, apenas se arrastra.

—De acuerdo. Pero, mira, su compañero —replicó Miguelito dejando el fusil en la cima de la duna.

En efecto, por la pendiente arenosa rodaba hacia abajo un salchichón semejante, quizá un poco más grande. En ese momento se oyó en la caja el llanto penetrante de Darjin. Al parecer, el viejo dormía profundamente y acababan de despertarle las carreras y los gritos. El mongol gritaba algo incomprensible, algo parecido a un «oy, oy, oy». El chofer ya había subido a la duna y bajaba con el radista. Los jóvenes corrían aprisa. Todo lo que ocurrió después fue cosa de un minuto. Salté apresurado de la cabina, pensando tomar parte en la caza de aquellos seres extraños. Pero apenas me separé del coche, el mongol saltó de la caja como una peonza a la arena y me agarró con sus manos. Su rostro normalmente tranquilo quedó desfigurado por un miedo salvaje.

—¡Haz volver a los chicos…! ¡De prisa! ¡Es la muerte! —dijo jadeando y gritando de nuevo con voz fuerte—. ¡Oy, oy, oy!

Los dedos fuertes de Darjin casi me arrancan las mangas.

Más bien sorprendido que asustado por la conducta inexplicable del viejo, grité al chofer y a Miguelito que se volvieran. Pero ellos continuaban corriendo tras los animales desconocidos y no me oían o no querían oír. Yo iba a dar un paso hacia ellos, pero Darjin me tiró hacia atrás. Soltándome de las manos atenazadoras del guía, al punto corrí tras los animales. Mis ayudantes se acercaban ya a ellos, el radista delante y Goyo un poquito más atrás. De repente los gusanos se enroscaron formando sendos anillos. Al punto, su color, de gris amarillento se volvió obscuro repentinamente hasta convertirse en azul violáceo y por los extremos intensamente azul. Sin gritar, el radista se derrumbó de la manera más inesperada cayendo de boca sobre la arena y quedándose inmóvil. Oí la exclamación del chofer que entonces acudía en auxilio del radista, que yacía a unos cuatro metros de los gusanos. Un segundo y también Goyo se dobló de la misma extraña manera y cayó de lado. Su cuerpo dio la vuelta y rodó al pie de la duna, perdiéndose de vista. Libre de los brazos del guía eché acorrer, pero Darjin con la agilidad de un mozo me cogió como atenazándome por los pies y juntos rodamos por la arena suave. Luché con el mongol, procurando liberarme de él. Casi sin sentido cogí el revólver y apunté al mongol. Sonó el seguro al quedar libre y sólo entonces me soltó el guía. Puesto de rodillas, el viejo me tendía las manos. Un suspiro ronco acompañado del grito:

—¡Muerte, muerte! —se arrancó de su pecho.

Corrí hasta la duna empuñando el revólver. Los misteriosos gusanos habían desaparecido. Los cuerpos inmóviles de los compañeros yacían en la arena marcados con las huellas de los bichos repugnantes. El mongol venía detrás de mí y, cuando vio que ya no estaban los gusanos, corrió conmigo en ayuda de los compañeros. Una pena terrible me oprimió el corazón cuando, inclinado sobre los cuerpos inertes, no pude captar la menor señal de vida. El radista estaba con la cabeza caída, los ojos medio abiertos, la cara tranquila. Goyo, al revés, tenía el rostro desfigurado por la mueca de un dolor terrible, repentino. Los dos tenían la cara azul, como de ahogo.

Todos nuestros esfuerzos, fricción, respiración artificial, incluso la prueba realizada por Darjin de extraerles sangre, todo resultó inútil. La muerte de los compañeros era evidente. Nos dejó como atontados. Todos nosotros, en todo este tiempo que pasamos juntos, habíamos hecho amistad, habíamos intimado. La muerte de los jóvenes era para mí una pérdida terrible. Por otra parte, me atormentaba la conciencia de culpa, por no haber detenido la insensata carrera tras los bichos desconocidos. Perplejo, casi sin ideas, seguía en silencio, mirando a todas partes con la vana esperanza de ver de nuevo los malditos gusanos y meterles un cargador. El viejo guía, echado en la arena, sollozaba débilmente y yo, sólo después pensé cuántas gracias tenía que dar al viejo, que me salvó de la muerte…

Llevamos los dos cuerpos y los pusimos en la caja de la furgoneta, sin valor para dejarlos en las terribles arenas violáceas. Acaso en lo más íntimo de nosotros latía la esperanza de que eso no era aún la muerte y que nuestros amigos, aturdidos por una fuerza misteriosa, de repente volverían en sí. Ni una palabra intercambiamos el guía y yo. Los ojos del mongol me siguieron preocupados hasta que ocupé el puesto de Goyo y puse el motor en marcha. Al meter la velocidad eché una mirada atrás, la última, hacia aquel lugar que en nada se diferenciaba del resto del desierto, en donde perdí la mitad del equipo. ¡Qué bien y qué alegre estaba una hora antes y qué solo me sentía ahora…! El coche arrancó. El triste gemido de los piñones en primera me parecía insoportable. Darjin, sentado en la cabina, miraba cómo me desenvolvía con el coche y, convencido de mi capacidad, se animó un poco.

Ese día llegamos sólo a la parada de la noche anterior. Allí enterramos los cuerpos de nuestros amigos, cerca del punto de observación astronómica, bajo un elevado montón de piedras. Los cuerpos empezaban a corromperse y con ello perdimos la última esperanza de «resurrección».

Incluso ahora no puedo recordar tranquilamente aquella noche silenciosa en las montañas de arena. Casi sin esperar el amanecer, metí el coche por entre guijarros negros lo más rápidamente que pude. Cuanto más nos alejábamos del temido Gobi Djungar, más tranquilos nos sentíamos. Para cruzar las arenas de Dolon-Jali-Gobi, trabajo duro para un conductor no experimentado, tuve que poner los cinco sentidos y tratar de eludir el pensamiento triste de la muerte de los compañeros.

Al descansar junto a las rocas de fuego, le di las gracias sinceramente al mongol. Darjin estaba conmovido.

Sonrió y dijo:

—¡Yo grité «muerte» y tú no hacías más que correr. Entonces te cogí: el jefe muere, todos mueren. Y tú por poco no me pegas un tiro…

—Yo corría a salvar a Goyo y a Miguelito —dije yo—, de mí ni me preocupaba.

Toda la explicación a este suceso que pude recoger del guía y de cuantos conocen Mongolia, es que, según antiquísimas tradiciones, en los desiertos más inhóspitos y faltos de vida, habita un animal llamado «olgoi-jorjoi». Este nombre era lo que en los gritos precipitados de Darjin me pareció la simple repetición de un «oy-oy».El «olgoi-jorjoi» no cayó en manos de ningún explorador, en parte porque vive en las arenas resecas, en parte por el miedo que los mongoles sienten hacia él. Este miedo, según creo firmemente, está bien fundado: el animal mata a distancia e instantáneamente. Cuál sea la fuerza misteriosa que posee el olgoi-jorjoi, no me atrevo a opinar. Quizá una descarga eléctrica de fuerza poderosa o un veneno pulverizado por el animal, no lo sé…

La ciencia dirá la última palabra sobre este extraño animal, cuando exploradores más afortunados que yo, tengan la suerte de encontrarlo.

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