viernes, 15 de mayo de 2020

El torneo de febrero, de Marina Arias

 


El primo fue el primer varón al que Maru vio en boxer.

A los ocho años y quince antes que al segundo.

No porque ella haya tardado tanto en estar con un hombre, sino porque fue recién entonces que los boxers se pusieron de moda. Pero el primo no necesitó más que entrar en la adolescencia para avivarse de que los boxers eran una prenda infinitamente más sentadora que los slips.

Los usaba blancos y de algodón puro. Se paseaba en ellos por la casa como Richard Gere en “Reto al Destino”. Maru nunca supo dónde los conseguía.

Así de vivo era el primo de Maru. Además era un gran conversador, con la astucia para incluir en el momento justo palabras encantadoras como “chafar”, “mamporro” o “chingar”.

Y un gran deportista.

Las dos primas de Maru también.

Teté, tres años menor que Maru, se defendía. Pero Euge, la mayor de todas, descollaba: en gimnasia artística era la más grácil, en cincuenta metros de lo que fuera era la más veloz y nadie encestaba tanto como ella cuando se armaba un veintiuno en el playón del club.

El club era de barrio. Y el barrio, el de los tíos de Maru.

Maru era tan socia como sus primas pero no dejaba de sentir que estaba de prestado. Aunque verano tras verano sacara temporada completa para la pileta y la madre la llevara en su Renault 12 todas las mañanas desde la localidad en la que vivían ellas, una localidad de corte más popular, de la que ninguno de los chicos del club conocía siquiera el nombre, algo que a Maru en lugar de molestarle la avergonzaba. Aunque durante el invierno acudiera puntualmente dos veces por semana a patín artístico, danza jazz, handball o lo que tocara ese año. Porque el presupuesto del club era tan acotado como el entusiasmo de los socios: ninguna actividad sobrevivía más de nueve meses. Los profesores terminaban consiguiendo un trabajo mejor remunerado o las clases se suspendían por falta de alumnos.

La única excepción era Jorge, el profesor de natación, quien reaparecía a principios de diciembre y se convertía en el principal centro de atención. Apenas cruzaba la ligustrina de la entrada, las chicas que andaban cerca corrían a darle un beso. La mayor parte de las veces Jorge llegaba en cuero y ojotas. Ninguna madre podía evitar sonreírle mientras avanzaba decidido por el camino de piedritas anaranjadas, y en su trayecto, más de un pibe recibía en la cabeza un golpe amistoso del cuaderno que llevaba enrollado en una mano. Antes de entrar al vestuario de hombres pitaba el silbato metálico que llevaba siempre colgado al cuello y gritaba desaforadamente el nombre de la categoría que iba a tener clase en cuanto se deshiciera del pantalón de acetato y reapareciera en su estrecha malla reglamentaria.

Las clases de Jorge eran gratuitas para todos los chicos que iban a la pileta. Y obligatorias. Al menos para quienes no habían cumplido los quince. A los mayores el profesor los dejaba tranquilos. De todos modos, salvo para Chichita, que andaba cerca de los dieciocho pero como había nacido seismesina era un poco lerda, a esa edad el club se convertía en un lugar en el que no había nada para hacer. Era rarísimo ver algún adolescente.

En la pileta siempre había una veintena de pibes. La mitad jugaba al marcopolo, al zorro, a bucear cosas en lo hondo o a desafiarse en el trampolín, siempre liderados por Marianito Martins, Diego Suarez y Euge, quien además de ganar en todo tenía la potestad de decretar cuándo habían empezado a aburrirse y era momento de cambiar de actividad.

Maru siempre era parte de la otra mitad: la de los que miraban desde el borde del solario. De a ratos Teté se sentaba con ella. Hasta que Teté era convocada nuevamente por el otro grupo, siempre mediante alguna broma a los gritos que ella compartía con una sonrisa. Entonces volvía a la pileta.

Maru estaba acostumbrada a sentirse invisible en el club. Al menos ser la prima de Euge le garantizaba no ser el centro de las burlas como le había pasado a Lorena Polito durante dos temporadas seguidas; hasta ella, que en su casa había aprendido a condenar ese tipo de crueldades, no había podido evitar sentir una especie de alegría triunfal cuando corrió la voz de que la hija de los almaceneros finalmente se había borrado del club.

En la pileta todos tenían la edad suficiente para que los padres los dejaran solos pero no la necesaria para hacer lo que quisieran. Quizá por eso aceptaban el totalitarismo fraternal que Jorge aplicaba con el argumento de que por seguridad ninguno podía dejar de aprender a nadar bien.

Teté era la inventora de todo tipo de tácticas para zafar, sobre todo cuando Maru y ella se hicieron un poco más grandes y les empezó a tocar la clase de las cinco de la tarde, un horario en el que la pileta quedaba cubierta por la sombra de la casona inglesa en la que funcionaban la administración y el buffet, y de lo único que tenían ganas era de echarse boca abajo en el solario tibio. Pero la estrategia de Teté siempre era ingenua: esconderse debajo de un toallón, o irse al vestuario en el momento en que Jorge pitaba el silbato. Teté siempre terminaba alzada por el profesor e impiadosamente lanzada en la parte honda de la pileta, de donde salía a la superficie más ahogada por la risa y las protestas exageradas que por el agua.

El correctivo físico del profesor era siempre exclusivo para ella: a Maru sólo le dedicaba un gesto de falsa amenaza para inmediatamente señalar con firmeza la tarima donde reunía a los alumnos al inicio de cada clase. Probablemente no fuera porque sospechara que sus maneras no terminaban de convencerla sino porque el ser una nadadora mediocre la convertía en alguien insignificante.

Euge, por su parte, era la preferida de Jorge.

Desde que el primo había abandonado el club para dedicarse por completo al rugby en uno más grande, se había convertido en la única estrella del equipo de natación. Año tras año le sacaba las papas del fuego en el torneo que él organizaba contra un club vecino el último sábado de febrero: en la carrera de relevos, que era el broche de la competencia y determinaba cuál de los dos clubes era el campeón de la temporada, Euge hacía una diferencia de tiempo que a los contrarios les resultaba imposible de salvar.

Dos semanas antes del torneo, Jorge comenzaba a incentivar a los chicos con alegorías orientales y consejos de la revista Selecciones. El día del torneo llegaba temprano. Mandaba a un par de varones a traer al solario una sombrilla con base de cemento que le prestaba el concesionario del buffet. Después, iba él mismo a buscar el megáfono que había comprado la Comisión Directiva a su pedido y que el resto del año permanecía guardado bajo llave en una vitrina de la Tesorería.

El torneo del último sábado de febrero era, además, la única ocasión en que aparecía por el club la mujer de Jorge. Siempre con algún hijo a la rastra y con un gesto en el rostro que no concordaba con los escasos años que evidenciaban su figura, resaltada por algún vestido playero que se adhería a su piel y a su bikini.

Maru siempre se preguntó para qué se pondría malla si ni siquiera se acercaba al borde de la pileta.

Jorge le daba un beso seco en los labios, alzaba al nene y los llevaba hasta la sombrilla donde la mujer, bajo la mirada expectante de su marido y con la sonrisa más amable de la que era capaz, saludaba a Enríquez, el presidente de la Comisión Directiva, quien ya estaba instalado en una de las sillas. Cuando empezaban las carreras el gesto de Enríquez se tornaba solemne: el torneo de natación era el orgullo de todos, el único rato en el que podían sentirse parte de algo más que un club que, aunque pretendieran exclusivo y de excelencia, sabían no era más que un lugar dedicado a la pacatería y a los chismes.

Quizá por eso el verano en que ya había cumplido catorce, Euge empezó a recibir un trato preferencial: a las seis, cuando el bañero arriaba a Maru y a todos los menores de dieciocho a los vestuarios, a ella se le permitía quedarse entrenando con Jorge en la pileta vacía.

Después de ducharse, Maru y Teté se iban al buffet. Se compraban un pebete de jamón y queso, y se sentaban frente a un ventanal que daba a la pileta. Maru no podía dejar de observar al profesor y a su prima: nadaban un rato a la par y después se instalaban en un rincón de la parte honda, porque a esa hora la temperatura era más agradable bajo el agua. Colgados del pasamanos y hombro contra hombro, los labios de Jorge se movían en lo que Maru suponía una nueva indicación para la brazada de mariposa de su prima o una sugerencia para potenciar aún más su vuelta americana.

Aunque por momentos le parecía que se trataba de otra cosa.

Entonces llegó el último sábado de febrero. A las tres menos cuarto, la madre de Maru le deseó suerte y la dejó en la puerta del club. Nunca se quedaba al torneo. Maru decía que su presencia la ponía nerviosa. E intuía que para su madre era un alivio no tener que presenciar su desempeño anodino.

Frente al ventanal del buffet estaba su tío mirando la pileta. La saludó con la cabeza y Maru siguió avanzando por el camino de piedritas anaranjadas. El otro club ya había llegado. Todos los chicos estaban ablandando en la pileta. Inclusive Euge. Por primera vez, Jorge no la había llevado aparte a ayudarlo con las planillas del torneo.

Bajo la sombrilla, la mujer de Jorge asentía ante cada comentario de Enríquez mientras disimuladamente pero con firmeza trataba de que un hijo se soltara de sus piernas.

Maru se puso la malla de competición que la madre le había comprado unos días antes y se quedó sentada tras la cortina de uno de los cambiadores del vestuario hasta que escuchó que Teté la estaba llamando.

Megáfono en mano, Jorge inauguraba la competencia con un discurso sobre el valor del deporte y la amistad entre los dos clubes, un discurso en el que no faltaron los chistes, y los guiños hacia las mujeres presentes. Al final estalló un aplauso y se escucharon varios gritos de júbilo.

Durante la primera hora y media, Euge ganó dos carreras por casi media pileta. Las dos veces Maru miró hacia el ventanal del bufett. El tío se mostraba inmutable. Aunque un rubor en sus mejillas delataba su orgullo. Euge parecía ocupada en recibir las felicitaciones de sus compañeros, pero Maru sabía que esa aparente indiferencia era parte de un código entre ella y su padre.

Teté consiguió el segundo puesto en dos carreras, y las dos veces saludó alegremente hacia el ventanal. El padre levantó las manos para que viera sus aplausos.

Maru salió tercera en los cincuenta metros pecho, la única categoría en la que participaba año tras año. Esa vez al menos logró no salir última: la perdedora fue Chichita, a quien Jorge, con el consentimiento del otro profesor, había hecho participar en la carrera a pesar de ser seis años mayor que el resto.

Al subir por la escalerita de aluminio, Maru sintió en la mirada de Jorge un reproche por no haberse dejado ganar por Chichita.

Se envolvió con la toalla y se sentó en un borde del solario.

Entre las madres y hombres que se asomaban por detrás de la pared que daba a los vestuarios distinguió a su primo. Estaba con un amigo e intentaba señalarle a sus hermanas mientras respondía los saludos de quienes lo iban reconociendo.

Maru buscó su mirada y el primo le guiñó un ojo.

Después, los más chiquitos de los dos clubes dieron una exhibición de pataleo y flotación bastante caótica, y Diego Suarez perdió los cincuenta metros de crol de los cadetes.

Entonces Euge empezó a caminar por el borde de la pileta a la par de los nadadores. Alentaba a sus compañeros a los gritos. Cada vez que ganaba alguno del otro equipo se ponía un poco más rabiosa. En los veinticinco metros de mariposa de los cadetes varones se enfrentó con el profesor del otro club asegurando que el ganador había caminado en los últimos metros. Se acercó a Jorge y le exigió que la respaldara de un modo que hizo que la mujer de Jorge se moviera incómoda en la silla y desprendiera con demasiado fastidio la mano de su hijo del bretel de su bikini.

Maru miró hacia donde estaba su primo: seguía atentamente la escena entre su hermana y el profesor. También estaba pendiente de los movimientos de la mujer de Jorge.

Al final Jorge le dijo a Euge de un modo cortante que se uniera al resto de sus compañeros. Levantó el megáfono y anunció que en minutos se venía la carrera de relevos.

Euge, Marianito Martins, Diego Suarez y Jimena Bataglia, una piba que había llegado al club recién ese año pero que había sido inmediatamente integrada por su capacidad natatoria, se reunieron junto a una tarima y dijeron la frase de la suerte.

Marianito Martins dijo algo más por lo bajo y Euge soltó una carcajada.

Después se pararon detrás de la tarima en el orden que había establecido Jorge una semana antes.

El otro club se alineó en silencio en el andarivel de al lado.

Jorge empuñó el megáfono y dio la largada más enérgica de toda la tarde.

Entonces pasó lo inesperado: al salir de la vuelta americana, Euge levantó la cabeza y miró hacia donde estaba Jorge. Fue sólo un segundo pero bastó para que una flacucha a la que nadie le había prestado atención le sacara medio cuerpo de ventaja.

A pesar del esfuerzo de Jimena Bataglia y de los dos varones la diferencia resultó insalvable.

Cuando Jorge anunció por el megáfono que estaban todos invitados a tomar un refrigerio antes de la entrega de premios, Euge seguía colgada del pasamanos con la vista clavada en el fondo de la pileta. Rechazó el brazo que desde el borde le ofrecían Marianito Martins y Diego Suarez, y trepó por las suyas. Se arrancó la gorra y se sentó en una tarima.

Recién entonces levantó los ojos y Maru se dio cuenta que estaba buscando la mirada de su padre del otro lado del ventanal.

Pero el tío de Maru sonreía rígidamente hacia la sombrilla, donde ahora Jorge estaba intentando que Enríquez se sumara a los chistes que intercambiaba con el profesor del otro club.

Al final Jorge logró que Enríquez se riera.

El tío de Maru asintió divertido, como si fuera parte del grupo de la sombrilla, y se apartó del ventanal. Maru supo que para cuando terminaran de cambiarse el tío ya se habría ido a la casa.

Sin dejar de bromear, Jorge alzó al hijo de la falda de su mujer, y empezó a caminar hacia los vestuarios con paso firme y rápido. Cuando pasó junto a Teté la empujó a la pileta y siguió caminando con una sonrisa falsamente reprimida.

Euge lo miró irse. Después se escurrió el pelo y buscó sus ojotas.

Ese año, la Comisión Directiva estuvo generosa: cada nadador, además de un vaso de gaseosa y un pancho, recibió un alfajor de dulce de leche.

La mesa resultó corta para la treintena de chicos que habían participado en el torneo. Maru comió su pancho contra una pared y le cedió el alfajor a Teté que parecía haber olvidado completamente la derrota final.

Euge se quedó en segunda fila y comió en silencio. En un momento Chichita se acercó a decirle que igual seguía siendo la mejor. La mirada que le dirigió Euge convenció al resto de que lo más conveniente era no decirle nada.

Entonces Maru se acordó de su primo y lo buscó entre la gente que se amuchaba a la entrada de la galería. Dejó el vaso en la mesa y pidiendo permiso logró abrirse camino hasta el patio.

Ahí estaba.

Apoyado en la pared que daba a los vestuarios.

Pegadito a la mujer de Jorge que lo escuchaba, y por primera vez parecía divertida.

Así de vivo era el primo de Maru.

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