jueves, 21 de mayo de 2020

Maldito kayak, de Florencia Abbate

 


10 de febrero

Lionel se había encaprichado en llevar un kayak a pesar de que sólo íbamos a pasar cuatro días. Llegamos a las dos de la tarde. Teníamos que buscar un rancho para alquilar y hacía un calor tremendo. Transpirábamos, él adelante y yo atrás, con las espaldas arqueadas por el peso de las mochilas y las manos en alto, cargando ese maldito kayak como si fuera un techo que se había caído sobre nosotros.

Tardamos casi una hora en encontrar un rancho en alquiler. Lionel se había quedado parado unos metros más lejos con el kayak. El dueño me lo muestra muy rápido y con desgano. Le digo que está ok. Al instalarnos descubrimos que hay telarañas por todas partes, la cocina está repleta de moscas, el cuarto queda en un asfixiante entrepiso y del colchón de la cama sale un olor horrible, a podrido. Lionel me reprocha que no lo haya mirado mejor. No digo nada. Entre los dos levantamos el colchón y lo sacamos al sol.

Lionel abre el bolso de mano y me dice que no está mi cámara de fotos, que debe haberse caído en el barco. Eso me pone de mal humor. Pienso que hasta puede ser posible que lo haya hecho adrede. Siempre se tapaba la cara o se escondía detrás de algo cuando iba a sacarle una foto. Por eso casi no tengo fotos de él. Pero fotografié muchas veces nuestros pies, asomados bajo las sábanas de las camas que compartimos durante casi nueve años.

Atardece. Estamos por entrar el colchón y se acercan los vecinos: un pibe alto y rubio y una chica muy flaca, de pelo lacio y oscuro, que me pregunta si tengo un delineador para prestarle. Se meten en el rancho, nos cuentan que se están preparando para una fiesta de disfraces y nos invitan a ir. Hablan con un acento distinto al nuestro.

—¿Son chilenos?—le pregunta Lionel a la chica.

—El sí. Yo soy de Mendoza… ¡Qué divino!—exclama al verlo en medio del living:—¡Trajeron un kayak!—. Lionel asiente con la cabeza y me mira como diciendo: ¿Viste?

El chileno me dedica una sonrisa furtiva y me convida la mitad de un chocolate como si respondiera a un pedido que no le hice. La mendocina se pinta los ojos con mi delineador y nos ofrece probar una leche que hicieron con ho ngos de la zona.

—No consumimos, gracias.

Tal vez se lo dije con un tono cortante, no sé. Ella sale del rancho y el chileno nos dice hasta luego y la sigue.

Acomodamos el colchón en la cama. Bajamos y nos miramos sin saber qué hacer. Lionel sugiere que vayamos a la fiesta. Estamos casi a oscuras y hay solo dos velas que dejaron los inquilinos anteriores. Me acuerdo de cuando me parecía romántico que en el pueblo no hubiese electricidad. Ahora me parece deprimente. Recuerdo las hermosas fotos que saqué desde la ventana de la cabaña que alquilamos en nuestro primer viaje. Me acuerdo de mi cámara de fotos y pienso que va a ser mejor salir, despejarse.

—Está bien, vamos—le digo.

Ninguno de los dos tiene ganas de disfrazarse así que vamos como estamos. El chileno, a modo de dirección, nos había indicado: “será junto a una especie de taco o toco que hay cerca de donde llega el arroyo”. Lionel dice que el chileno dijo un “taco” y yo un “toco”, pero ninguno de los dos tiene clara la diferencia entre una cosa y otra, ni siquiera sabemos bien qué es cada cosa, así que nos limitamos a buscar algo que imaginamos como un pedazo de madera clavado en algún lado.

Caminamos por la playa hasta que distinguimos a un grupo de personas sentadas en ronda. En el centro hay un tronco cortado con la base enterrada, sobre el cual está sentado un barbudo que les habla a los demás.

—¿Eso será la fiesta?

—Que sé yo...

El barbudo tiene acento español y habla de lo bien que se puede vivir sin usar dinero, viajando a diferentes sitios donde hay comunidades Arco Iris, que cooperan con el círculo de sanación del planeta y que viven del reciclaje.

Indiferentes a la voz del español, unos artesanos despliegan sus mantas cerca de la ronda. Lionel se acerca a ellos y se pone a charlar. Una artesana histriónica le muestra unas puntas de flechas de las que dice que te llenan de energía. Yo espero, unos pasos más atrás. La hija de uno de los artesanos viene a venderme un juguete. Son dos muñequitos de plástico cuyas cabecitas, al acercarlas, se atraen por unos imanes y dan un beso. Parece fabricado en China. Me da un poco de pena la nena y se lo compro.

La artesana histriónica le pasa a Lionel una jarra con clericó. Los de la ronda se ponen a tocar tambores y panderetas. Un artesano agarra la guitarra. Todos se levantan y empiezan a bailar. Lionel me pasa la jarra y bebo un poco, después otro poco. Unas sombras espectrales emergen del mar y se lanzan corriendo hacia mí haciendo caras raras. Las sombras eran Gatúbela y Aquaman, la mendocina y el chileno. Parece que los hongos les hicieron efecto, no paran de reírse. Me toman de las manos y bailamos. La mendocina se evapora y bailo con el chileno, me mueve de un lado para otro y cada tanto cruza una pierna entre las mías. Estoy mareada. Empiezo a buscar a Lionel con la vista. Tengo una sensación fea, como si hubiera pasado o estuviese por pasar algo grave. Me alivia reconocerlo de espaldas, sentado frente al mar con la cabeza cubierta por la capucha de la campera, cerca de la orilla. Camino hacia él y lo abrazo por atrás. Se da vuelta y sonrío, pero al besarlo me resulta extraño , como si fuera otra de esas personas que acabo de conocer.

11 de febrero

Un zumbido me perforaba los tímpanos mientras todavía soñaba. Habíamos volcado en la ruta, bajábamos y veíamos que las ruedas seguían girando con el auto dado vuelta. Me angustio, abro los ojos y comprendo que lo que me despertó es la alarma de algún auto. Antes nadie venía a este pueblo con autos. Me incorporo y me asomo a la ventana. Hace años que no amanecía con tanta resaca. Intento recordar cómo llegamos hasta el rancho pero no me acuerdo nada. Es evidente que dormí tirada en el piso. Oigo los ronquido s de Lionel y de repente lo veo, hundido en el kayak con todo el cuerpo contorsionado. Me acerco a susurrarle que vaya a la cama. Lionel se despereza y estira una pierna por afuera del kayak. Pasa junto a mí como si no me viera y se mete en el baño.

Escucho el flujo de agua de la ducha y me acuerdo de esas épocas en que a veces nos duchábamos juntos. Días en que la vida era fácil. Desayunábamos con una bandeja en la cama, regábamos las plantas, les dábamos de comer a unos gorriones que habían nacido en un nido en la punta de la terraza; Lionel dibujaba y yo traducía a poetas ingleses del siglo XVIII, de a ratos conversábamos, salíamos a caminar y cuando nos cansábamos nos metíamos en un café viejo, volvíamos y hacíamos el amor; a la noche cocinábamos escuchando música, mirábamos una película o estudiábamos mapas planeando adónde iríamos en enero, a remontar no sé qué río lleno de truchas grandes, hacíamos el amor otra vez, nos quedábamos dormidos y nos despertábamos abrazados.

Lionel sale del baño chorreando agua y saca desordenadamente la ropa de la mochila para buscar su bermuda azul.

—¿Te acordás de los gorriones en la terraza?

Me mira sorprendido.

—Sí, a veces me acuerdo.

Hacia las tres de la tarde nos vamos a la Playa Sur. Un grupo de personas practican yoga en la arena, otras hojean revistas. Dos parejas de hipsters desgarbados y sonrientes se toman fotos entre ellos y se hacen retratar los cuatro por gente que pasa.

Lionel está cautivado por un libro sobre kayakismo. Tirado en la esterilla, lee desde que llegamos. Le ofrezco un mate y mueve la cabeza.

—Tengo ganas de ir al rancho—le digo.

—Todo bien.

Paso por el almacén a comprar comida, papel higiénico, velas y un bidón de agua. Un viejo del pueblo me ve demasiado cargada y se ofrece a llevarme las bolsas. Se llama Popeye. Me cuenta que era lobero hasta que en la zona prohibieron matar lobos marinos. Ahora se dedica a la pesca. Me asegura que buena parte de los turistas son gente despreciable.

—Además, fuman y se creen chamanes.

Al llegar encuentro a Lionel acostado en la hamaca paraguaya, con las manos anudadas tras la cabeza. Me informa que se tapó el pozo ciego. Me dice que trató de revolver con un alambre los agujeritos del desagote pero no hubo caso. No queda otra opción que ponernos a desagotar con baldes el contenido del pozo. Atardece mientras nosotros vamos y venimos con los baldes, rodeados de moscas, medio descompuestos. Los vecinos nos observan desde el porche de su casa mientras toman unas latas frías de cerveza. Ya no soporto más el olor ni la escena.

Entro a buscar un abrigo, me llevo por delante el kayak y me golpeo la pierna.

—¿Podés acomodar esa cosa en algún lado?

Preparo unos ravioles, cenamos y nos vamos a acostar temprano. Me intriga el libro de Lionel y en la cama lo espío mientras lee: “La finura en la ejecución se va adquiriendo con la práctica. Todo kayakista está continuamente retocando el rumbo, pero el arte del experto consiste en que no se note”. “Tendrá que desarrollar la sensibilidad que permite sentir la desviación antes de que se haga aparente, y automatizar los mecanismos de corrección de manera de hacerlos sin llegar a ser conscientes”.

Despierto a medianoche asediada por mosquitos. Me pongo repelente y trato de seguir durmiendo. Recuerdo haber soñado que tenía que buscar a Lionel en medio de un tsunami, nadando entre miles de equipajes que flotaban a la deriva. Todo se perdía en la corriente pero yo me encontraba con gente que no lo percibía como una catástrofe sino como una situación milagrosa. Cuando el mar se retiraba un poco, caminaba por un sendero que conducía a una choza donde sentía que Lionel me esperaba. Todo tenía un halo de tristeza: a medida que avanzaba me agachaba a levantar hojas muertas, caídas de los árboles, y trataba de revivirlas.

12 de febrero

Me despiertan unos golpes contra las chapas del techo del entrepiso. Al parecer unos pájaros. El ruido me obsesiona y ya no puedo volver a dormir. Bajo a preparar un mate. Salgo a la puerta, me siento en el escalón y encuentro su libro: “El kayak es una embarcación que se lleva puesta. Más que ir en el kayak somos parte de él y él es parte de nosotros, lo que nos convierte en un ser flotante”. “Hay que aprender a apoyarse en el agua”. “El giro escorado es muy útil para suaves correcciones de rumbo y para compensar la tendencia del viento y las corrientes a desviarnos. El paleo sigue siendo normal y los dos brazos se mueven con idéntico esfuerzo. Es la cintura la que hace el trabajo”. Noto unas débiles gotas sobre la página del libro. Entro al rancho. Al rato parece como si estuvieran arrojando bolsas de piedras sobre el techo, que empieza a crujir y a moverse hasta que toda la estructura se sacude violentamente, como un barco en una tempestad. Lionel se asoma desde arriba como si no entendiera en dónde está. Le pregunto si quiere algo.

—Últimamente lo único que quiero es dormir.

Me acuerdo del día que decidió que no iba a pintar más y se deshizo de todo. Lo vi rasgar los lienzos de sus propios cuadros con una navaja; después sacó las carpetas de dibujos, collages y serigrafías a la calle para que se las llevaran los cartoneros. A sus espaldas logré rescatar algunas pocas obras. En esos días les anunció a sus alumnos que no iba a dar más clases y les regaló los materiales que tenía. Me acuerdo cuando le pregunté: ¿Y qué pensás hacer con tanto tiempo libre? Y me dijo: Absolutamente nada. Desde entonces su mirada parece haber perdido alguna paz.

Baja las escaleras y me acepta un mate. Escuchamos la lluvia y el rumor del mar. Sé que está angustiado y quisiera acercarme con dulzura pero no me sale. Esa angustia que hace años me hacía sentir que era profundo, hoy me molesta. Pienso que si tuviéramos hijos o más responsabilidades no tendría tanto tiempo para angustiarse. Estoy como hastiada de toda esa lucha consigo mismo que transcurre en su cabeza, en su imaginación. Ese es su campo de batalla, lejos de mí.

Para la tarde se habían formado unos charcos en el living y arriba en el dormitorio. Hacemos unos bollos con diarios viejos y con ellos rellenamos los agujeros del rancho. Al rato, la lluvia para. Me tiro en la cama y hojeo una vez más el libro sobre kayakismo: “El viento es un gran enemigo a veces invisible, que entra de golpe y pone las cosas complicadas”. “Los dos principales peligros que acechan al kayakista son la falta de aire (ahogamiento) y la pérdida de temperatura (hipotermia)”. Me parece estar leyendo un manual de autoayuda para parejas. Le devuelvo su libro y retomo el mío. Se acuesta a mi lado y me pide que le lea un poema. Elijo uno al azar:

Yo deseaba

conocer todos los huesos de tu columna,

todos los poros de tu piel

los rulitos de tus vellos

Dejar

que toda mi piel, mis manos

tobillos, hombros, tetas

y hasta mi sombra

quedaran para siempre impresos

en eso de vos, lo que sea,

que siempre será desconocido para mí

Para acunar tu sueño.

Lionel sonríe y busca su teléfono para poner música. Escuchamos Elegiac Cycle. Todo lo que dura el disco es un remanso. Aunque él parezca concentrado solamente en el piano, estamos más cerca.

Tenemos que salir a cargar la garrafa de gas antes de que se haga de noche. Por el camino nos cruzamos a la artesana histriónica, que nos cuenta que van a hacer contact en la playa y nos invita a ir. El español de los Guerreros Arco Iris va con ella. Mira a Lionel y le dice que es un Guerrero Rojo, por el color de su pelo. Lionel me mira y levanto al mismo tiempo las cejas y los hombros.

Hacemos unas compras para la cena y esperamos en la puerta del almacén mientras cargan la garrafa. La gente que pasa le deja billetes en la gorra a un flaco que toca la guitarra y canta pésimo. Lionel dice:

–Desgraciadamente no todos los artistas viven del arte, ni todos los que viven del arte son artistas.

Volvemos al rancho de buen humor. Lionel tiene ganas de ponerse a cocinar y además me prometió mi plato favorito, la porrusalda a la vasca. Va a la cocina y yo me siento en el escalón de la casa para seguir leyendo a Denise Levertov. Después de tanta lluvia, la noche está despejada y se ven preciosas las estrellas. Me acuerdo del primer verano que pasamos juntos en el Cabo. Mi cuerpo dolorido, como sacudido por corrientes de alto voltaje, no daba más. Ya había perdido la cuenta de la cantidad de días que llevábamos encerrados, amándonos como adictos, de sol a sol, comiendo puñados de frutas secas y extrañándonos cuando nos separábamos sólo para ir al baño a salpicar con agua fría nuestros cuerpos transpirados.

Lionel sale a avisarme que pronto va a estar lista la cena. Lo veo radiante, orgulloso de su obra culinaria, con la cara al rojo vivo por el calor de las hornallas, a tono con su pelo. Nos miramos con ternura y siento una compasión infinita por él y por mí, y en este instante lo amo profundamente.

Vuelve a la cocina y entonces me doy cuenta de que no tenemos mesa para comer afuera. Se me ocurre usar el kayak. Lo saco, lo doy vuelta y coloco unos buzos en la parte de abajo, rellenando los huecos para que quede más estable. Compruebo que está firme y despliego el mantel, traslado las velas y pongo la mesa. Lionel se acerca con la cacerola caliente. Quiero ayudarlo. Se la quito de las manos y la apoyo. Apenas lo hago, Lionel se agacha a levantar un buzo suyo de abajo del kayak.

—¡Cuidado!— grito, pero es tarde.

Todo se viene abajo en tres segundos. Las velas se caen y queman el mantel. La porrusalda a la vasca con salmón blanco se desparrama por todas partes. Las copas se hacen añicos contra el piso. Y la única botella de vino que teníamos se vuelca, como si fuera sangre que desdibuja un paisaje de ensueño en una foto instantánea.

—¡A quién se le ocurre! Un kayak no sirve para mesa.

—Tu kayak no sirve para nada—digo y me aguanto las lágrimas.

13 de febrero

Me despertaron otra vez los persistentes rasqueteos en el techo de los pajaritos. Lionel ya estaba levantado. Había abierto las ventanas. Era un día de sol. Nuestro último día en el Cabo.

Fue un poco como entrar en un cine con la película por la mitad e intentar adivinar el argumento. Había guardado las cosas en las mochilas, había barrido la arena de la casa y se veía distinto. Se había afeitado.

—Ponete la bikini. Vamos a la Playa Norte. Llevo el kayak.

En Playa Norte encontramos al chileno tirado panza arriba sobre la arena. Lionel apoya el kayak para descansar. Yo clavo la sombrilla y me siento. El chileno nos cuenta que discutió con su chica y que ella se fue, y que ya debe estar esperando el micro en la intersección con la ruta a Montevideo. Lionel se saca la remera y camina hacia la orilla.

—Pablo—se presenta el chileno.

—Briana.

Me pregunta que a qué me dedico.

—Soy traductora.

—¿Y tu pareja?

—Artista.

—¿Qué hace?

—Absolutamente nada.

Me cuenta que él es antropólogo y que dirige un equipo de investigación académica sobre juventud y políticas públicas. Lo escucho en segundo plano mientras miro con atención a unos chicos jugar en la orilla: una nena y un nene construyen meticulosamente un castillo de arena, grande y sofisticado, con varias rampas y entradas. Me fascina la seriedad con que lo hacen.

Lionel vuelve de la orilla con las manos llenas de caracoles, desparrama su botín y se dedica a limpiarlo, pensativo. Unas nubes cubrieron el cielo. Pasa un hombre a dejarnos un volante de alquiler de caballos. Pablo dice que estaría bueno ir. No le cuesta demasiado tentarme.

—Vayan, yo me quedo en la playa—dice Lionel. Levanta el kayak y camina hacia el mar. Lo miro alejarse, pensando que es hermoso. Al viento, su cabello rojizo parece un incendio bajo el cielo nublado.

Pablo me pide que le sacuda la arena de la espalda y se pone la remera. Subiendo las dunas, me cuenta que está harto de Chile y que por suerte le aprobaron un proyecto para irse afuera:

—Una universidad norteamericana me beca para que me dedique a cuestionar los fundamentos del capitalismo.

—¿Dónde?

—En un campus que fundó un esclavista—dice y se ríe.

Durante el resto del trayecto me explica toda clase de cosas relacionadas con la equitación. Hasta me hace sentar a horcajadas en una piedra para enseñarme lo que tengo que hacer si el caballo se desboca. Nos paramos de reírnos durante toda la caminata.

Al ver a los caballos nos miramos decepcionados. Lucen sofocados y viejos. Nos atiende una mujer mayor, con botas altas y pantalones ajustados, que habla con los caballos como si fueran ellos los que nos van a alquilar a nosotros, les dice que se queden tranquilos. Nos miramos haciendo un esfuerzo para evitar la carcajada.

Pagamos, los montamos y salimos. Queremos galopar pero hagamos lo que hagamos los caballos no dejan de trotar lentamente en fila india. Cada tanto se paran a mordisquear los arbustos a un lado u otro del camino o se distraen a beber en el arroyo. De todos modos el paisaje es bello. Atravesamos un bosque de eucaliptus y en el tímido reflejo de unos rayos en los árboles todavía mojados se ven espirales de colores que evolucionan en círculos. Estar presente, ir a caballo sin más tiempo que el ahora, nada fuera del momento: ni pensamientos ni recuerdos ni expectativas. Por fin disfruto algo .

Los caballos acceden a galopar. Pablo y yo nos reímos y gritamos excitados.

—¡Ahora no quiero parar!—dice—¡No quiero parar nunca!

Pero ya nos acercamos al punto de partida. Divisamos a la señora que aguarda expectante a sus caballos. Pablo me ayuda a desensillar y emprendemos la caminata de regreso.

Subimos un médano y pone su mano en mi espalda, giramos al mismo tiempo y nos abrazamos, como si entre nosotros se hubiera creado un campo magnético o unos imanes nos hubieran atraído. Me aprieta contra él y de repente, como si algo me hubiera apagado en el momento previo a cruzar un umbral, tomo distancia.

—Gracias por esta hermosa tarde.

—Gracias a vos.

Pablo camina en dirección a los ranchos y yo bajo a la playa.

Nuestra sombrilla todavía estaba ahí, pero a Lionel no lo veía por ningún lado. Comencé a caminar hacia zona de las rocas.

Al llegar distinguí entre las olas los colores del kayak.

—¡Lionel!—grité varias veces.

Noté que me miró unos segundos y siguió remando.

Las nubes parecían absorber todo el sonido, incluso el de las olas. El eco de mi voz resonaba en el vacío y me sentí ridícula.

Me senté sobre las frías piedras blancas, contemplaba la rompiente y sentía que algo fluía y se esfumaba, como si las imágenes de nuestra vida desfilaran por delante de mí y se precipitaran barranca abajo, hacia la oscuridad, indiferentes como el agua. Lionel se alejaba con el kayak, su imagen se volvía cada vez más pequeña, y yo lo vi irse hasta que supe, como si al fin comprendiera el sentido del viaje, que nuestra relación había terminado, que lo había perdido.

Debo haber permanecido un largo rato en la misma posición. Mucho después, oí que alguien se quejaba del viento y sólo entonces advertí que estaba helada. La playa se había puesto oscura. Sentía un latido irregular en el pecho, como si un pájaro atrapado en mi caja torácica se golpeara la cabeza.

Me levanté para irme y vi una esfera sobre el mar, amarilla o naranja y que luego se hizo roja. De golpe pareció hundirse en el mar, desapareció y se formó un arco iris. Fue un fenómeno atmosférico extraño. Soplaba un viento fuerte. Caminé hasta la bajada en donde habíamos dejado nuestras cosas. Vi que los niños destruían su magnífico castillo de arena y se alejaban corriendo y salpicando, despreocupados. Miré nuestra sombrilla, a punto de volarse, y me fui tras ellos.

El resto

Esperé un par de horas en el rancho. Luego anduve dando vueltas por el pueblo preguntando en todos lados si te habían visto. El periplo terminó con mi llanto en la puerta de la comisaría. Cerca de medianoche comenzó el operativo de rescate. A la mañana siguiente un helicóptero se había sumado a la tarea. Yo lo observaba sobrevolar el mar, absorta, como si mirara una película, preguntándome adónde estarías a esa hora y por dónde te habrías escapado. El mal tiempo complicaba la búsqueda y el fuerte oleaje dificultaba la visibilidad. Hubo un intenso rastrillaje del personal de la Prefectura, pero nada. Así pasaron cinco días. Jamás podré olvidarme de la cara del jefe del equipo de rescate cuando me dijo: “Se acabó”.

Dos semanas después me llamaron. Tuve que avisarle a tu mamá que un buque pesquero había descubierto mar adentro un cuerpo flotando, que había sido remitido a la Morgue Judicial de Rocha, en donde nos citaban para su identificación. Dijeron que quizás ella tuviese que someterse a un análisis de ADN a cotejar con el del cadáver, “a los efectos de establecer si se trata del muchacho que se encuentra desaparecido”. Tal como intuí, no eras vos.

En ese viaje me visitaron el Teniente Walter García y el Coronel Wilson Sánchez, miembros de la Fuerza Aérea Uruguaya y agentes de CRIDOVNI. (Comisión Receptora e Investigadora de Denuncias de Objetos Voladores No identificados). El Teniente me explicó las tareas de ese organismo estatal, creado el 7 de agosto de 1979, con la función de estudiar y evaluar las denuncias de avistamientos en el espacio aéreo uruguayo. El Coronel asintió con la cabeza y sacó de una carpeta verde un expediente con el rótulo de "reservado". Figuraba la fecha de tu desaparición, 13 de Febrero, y contenía testimonios de turistas, un croquis y una foto de aquella luminosa esfera roja que había aparecido sobre el mar, y que yo estoy segura de que fue un fenómeno atmósferico. “En base a nuestro análisis científico”, admitió el Teniente, “la Fuerza Aérea no descarta una hipótesis extraterrestre como causa de la desaparición de tu marido". Los miré perpleja e indignada. Esa era la absurda explicación que le daba el Estado a nuestra separación.

No sé cuál era la historia verdadera, pero sin dudas tampoco debió ser la que adoptaron algunos habitúes del Cabo. La había propagado el español, que aquel día me buscó para decirme que el arco iris es el signo de la unión entre todos los seres como una gran familia, y que vos eras un Guerrero Rojo que había cruzado el puente hacia la edad de oro, mitad persona y mitad barco, como un centauro. Su grupo estaba convencido de que fuiste “un enlazador de mundos”, que logró atravesar el portal Arco Iris hacia “una dimensión de Convergencia Armónica”.

Poco antes de irme del Cabo para siempre, entré al almacén a comprar aspirinas. Adentro estaba Popeye conversando con otros lugareños: “¿El kayakista argentino estará muerto?”, le preguntaba uno cuando entré. “Más muerto que mi abuela”, le dijo Popeye.

En el viaje de vuelta no pude ni hablar con tu mamá. No aguantaba su llanto y no veía la hora de bajar del barco. En un momento me dormí y soñé que habían demolido absolutamente todas las construcciones del Cabo. Varias casas habían ardido. Y unas tablas carbonizadas pertenecientes a nuestro rancho, altas y relucientes, se inclinaban sobre los escombros donde unos niños hacían malabares con naranjas. Soplaba un viento helado y los parlantes del balneario trasmitían modulaciones extrañas. Una voz que sonaba un poco a música en un disco rayado y que luego se convirtió en una risa que enseguida reconocí. Como si hubiera llegado a la baranda de algún mirador, me incliné hacia tu risa con el cuerpo todavía estremecido por los últimos vértigos: un rayo de sol, una nube cuya sombra súbita cae en el agua y la noche en donde surgen, sin sentido, los jeroglíficos rotos de las estrellas.

Durante todo este tiempo mi intuición amorosa fue más poderosa que cualquier nostalgia. Nunca me abandonó la confianza en que estabas sano y salvo, y en que aquel accidente había sido la excusa para una vacación impredeciblemente prolongada. Algo de eso me permitió impedir el avance en apariencia inexorable de la tristeza, aunque ciertos días la haya visto instalarse como un polvillo que se desparrama sin aviso y cubre todas las cosas. Me consuela pensar que sos feliz y te atreviste a dejar que el pasado se disuelva, con inocencia, sin vuelta atrás. No pregunto por la historia verdadera. Pero hay días en que veo alguna foto de nuestros pies en la cama y aborrezco el misterio, o encuentro por azar algún dibujo tuyo guardado en un libro y la imagen me perturba, o pongo aquel disco y escucho tu risa esparcida en las notas del piano, como el fantasma de una vida anterior.

Queda el anhelo de saber cómo es que las cosas llegan a ser lo que no siempre fueron. Maldito kayak, maldito amor.

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