jueves, 28 de enero de 2010

El engaño, de Pedro Orgambide

No tengo nombre. Soy lo que soy: las cosas. Mi oficio, señor, es el de contador mayor y tesorero del reino. Sí, soy Quipucamayoc. Añudo, ñudo, anudo el quipo. Un quipo, un hilo de color. Y otro. Y otro. Y otro. Los dedos se deslizan entre los hilos torcidos, retorcidos, de lo que es para mí (para los míos) el lenguaje y el número. No, no puedo revelarle este secreto. Lo siento, señor. Soy fiel al Inca. Los quipos son las cosas. Pero también la gente. Ellos son lo que cuento, estos hilos de colores que no significan nada para usted, señor del arcabuz. Usted no sabrá nunca que el primer hilo señala la presencia de los viejos, de sesenta años para arriba; el segundo, el lugar y el número de los hombres maduros, de cincuenta años para arriba; y así, de diez en diez años, hasta llegar al que acaba de nacer. Pero a usted ¿qué le importa?… usted pretende descifrar el lenguaje y el número (la decena de millar en el hilo más alto, hasta llegar a la unidad) sólo para contar el botín. Se le ve en los ojos, señor, en el cuerpo enfermo de ambición y de sífilis. Me pregunta por la ciudad de la plata y del oro; quiere que lo lleve hasta allí. Me niego, y por eso amenaza con cortarme la lengua. Es un hombre muy torpe. Pero está decidido a matar. También eso se le ve en los ojos. No le hablaré de Cuzco, la ciudad edificada piedra a piedra por orden del inca Pachacati. No diré el lugar. En cambio, lo veré enloquecer de codicia al oírme nombrar el templo de paredes cubiertas de oro. Diré su nombre, sí: Qori Kancha. No, nada significa para el hombre del arcabuz, para el blanco que se acerca tratando de comprender el idioma que no entiende. Qori Kancha, digo, el recinto de oro donde solíamos honrar a Viracocha. Se molesta. No entiende. No entiende. Por eso grita, blasfema, me impide pronunciar los nombres sagrados de Inti. Kolla y Koyllín.

-¿De quién hablas, perro? -pregunta, mientras acerca el puñal a mi garganta.
-Hablo del sol -le digo- y de la luna y las estrellas.
No miento. Pero el hombre sospecha que oculto algo; se enfurece y comienza a golpearme.
Es muy estúpido, en verdad.
-Salvaje; sólo hay un Dios, sólo hay un cielo -dictamina, tranquilizado con su convicción.
Quipacamayoc sabe lo que sigue: horas o días más tarde, el hombre empezará a delirar con el oro. Como todos: viejos famélicos y jóvenes y tullidos y oficiales de coraza y sacerdotes y tiradores de ballesta. Como todos, sí. Soñadores del oro. Indigno del guano de las aves marinas. Enfermos, locos. Gobernadores, bachilleres, tocadores de címbalos, escribas, alcahuetes. Soñará con el oro. Suplicará un dato, una señal para llegar hasta él. Prometerá a Quipacamayoc el perdón y el olvido. Se humillará ante el indio, aunque lo desprecie. Sé que es así, señor del arcabuz, sé que lo harás. Entonces, el hombre que teje los quipos, el que anuda los nombres y las genealogías, bajará la cabeza, aceptará su destino de traidor. Prometerá guiar al blanco hasta la ciudad que brilla como el sol.
El señor del arcabuz, el barbado de la piel amarillenta, el de los rasgos hundidos hasta el hueso, piensa que llegó, que su destino es éste. Soy lo que miro, todo lo que miro. En nombre de Dios. De mi Rey. Esto me pertenece. Orgulloso, camina por el patio central. Se desliza entre el resplandor aúreo que confunde con su propio cielo. Ya no teme morir. La eternidad es ésta: esta luz de los muros que se prolonga más allá del santuario. No extraña el mar. Hace rato que olvidó su pueblo. Esto es suyo, por fin. Nunca más la pobreza ni el vértigo del océano ni los ayes de los moribundos, víctimas del escorbuto y del vómito negro. Se terminó. Entonces el blanco mira su propia sombra en el patio central, donde está, según dicen, el centro del universo, el ombligo del mundo.
-Ahora yo soy el amo.
Quipucamayoc, el que teje los nombres y los números, asiente inclinando la frente, arrodillándose en señal de obediencia. Otros lo hicieron. Atahualpa lo hizo. No noy nada, nadie. Soy lo que soy: las cosas. Ellas suceden, continuarán sucediéndose, junto a las noches y los días, cuando se pudran los hilos y los huesos. Por eso le digo al forastero que mire, que vea lo que un día fue nuestro: estas fuentes, este jardín con canaletas de oro y también las plantas artificiales, de pura pedrería. Ellas se disfrazan de humildad; simulan ser hojas y mazorcas de maíz. Pero son de oro, señor, y diamantes. A través de Quipucamayoc, el otro ve la grandeza del Imperio; ve el dibujo perfecto de los puentes, de los regadíos; la distribución de los bienes, los socavones y túneles de las minas de plata, los peldaños de piedra entre las nubes y terrazas de Machu Pichu; ve la ciudad de cien mil almas y la fortaleza de Sacasayhuamán.
-Todo es suyo, señor -murmura el contador mayor y tesorero del reino.
Seré su guía, su esclavo, su lazarillo de ciego caminante. Iré donde usted diga, señor. Usted manda. Sí, salgamos de aquí, todo está oscuro. Hay mucho por caminar todavía, hay mucho para ver. Olvidaré mi lengua. La arrancaré, si es necesario, antes de injuriar a personas tan respetuosas como usted, señor. Ya es tarde. Los últimos guerreros que combaten en las pircas, morirán, seguramente. No, no hay rebeliones, que yo sepa. Todo está en orden.
-¡Quiero tocar el oro! -ordena el invasor.Quipucamayoc, entonces, articula la mariposa de oro que vuela entre los ojos del alucinado. El blanco, el señor del arcabuz, echa a correr por la ciudad del sueño. En su idioma, se otorga títulos, privilegios, poderes. Se ve el dueño de todo.
-¡Por aquí, señor, por aquí!
El hombre corre, sin darse cuenta que el traidor lo lleva lejos de la ciudad, hasta los cerros.
-¡Por aquí!
El español confunde una estrella con la mariposa de oro; no ve el abismo.
Cuando cae, cuando se despeña, se dice que está soñando, que no puede morir así, que no es justo.

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