viernes, 22 de enero de 2010

La espada dormida, de Manuel Peyrou

Un estado de alarma ante el misterio, un agudo sentido de la realidad de lo invisible y, si se quiere, la íntima certeza de que todo enigma es sólo una provocación de la verdad, pudorosa o tiránica, que quiere probar largamente nuestra voluntad de sacrificio antes de entregarnos sus revelaciones, animan la vida de los místicos y la de los detectives. A veces hasta sus procedimientos se confunden, lo que es una prueba de sus afinidades. La historia está llena de místicos con alma de sabuesos, de hombres que olfateaban la eternidad y buscaban las huellas digitales del Señor en los picaportes o en el cristal de las ventanas; a la inversa, tampoco puede negarse la existencia de detectives dueños de revelaciones sobrenaturales, en cuyos éxtasis policíacos aparece en forma concreta el proceso de un crimen, con detalles y evidencias que serán luego desarrollados a priori, hasta llegar a una verdad idéntica a la revelada. Claro es que todo eso no autoriza a conceder crédito al primer investigador aficionado que ponga los ojos en blanco y hable con unción de las latitudes del misterio, o pretenda ordenar sólo intuitivamente un rompecabezas del género policial. Es conveniente desconfiar de la cultura metafísica de esos pesquisantes. 
Pero la mística del delito ofrece a veces casos concretos. Voy a referirme aquí a uno de ellos. Una intención criminal fue transmitida en forma invisible, casi como una revelación colectiva. Tres hombres, el criminal, la víctima y el investigador, concibieron un crimen en forma simultánea, especulando sobre sus consecuencias y obrando en forma sistemática. Con tanto misterio compartido casi pudieron fundar una religión, pero fueron modestos y se limitaron a escribir dos cartas. La primera, aunque firmada por la presunta víctima, contó en realidad con la colaboración del proyectista del crimen, pues allí aparecen sus intenciones. La segunda es obra de detectives, y fue entregada al correo, con la solución, el día antes del suceso. Reservaré, por supuesto la forma en que llegaron a mí poder y me limitaré a transcribirlas, colaborando al final con unos breves párrafos necesarios al relato.


“Señor L. Vane. 
Addington House, Londres.
Querido amigo:
La lectura de su último libro me ha recordado los tiempos de la universidad, cuando usted no soñaba probablemente con llegar a escritor, ni mucho menos yo a lector habitual de sus obras. 
Paseaba al azar hace días buscando algún libro interesante cuando una vidriera atrajo mi atención. Vi su nombre y un título: “El alfanje de plata”. Aunque las historias de misterio no son de mi predilección, he seguido con interés el argumento de su novela, sin negarme al fuerte influjo de esa atmósfera que usted logra alrededor de un nudo que me parece simple, pero efectivo. La historia del collar, la garganta sedosa de la mujer estrangulada, la fría luz nocturna en el jardín, me apasionaron vivamente. El título me parece bueno, pero debo confesarle que no me di cuenta, hasta el final, que se refería a la luna.
Aunque hace cinco años que dejamos la universidad, he conservado más interés, más viviente curiosidad, por todo lo que concierne a mis antiguos compañeros que por las nuevas gentes que he conocido. Se me ha pasado el tiempo en un soplo, como cuando la soledad nos invita a pensar en el pasado y en el futuro, en muchos casos, o cuando una mujer nos impide pensar en nada. A veces, por contraste, me asalta la idea de que el tiempo no ha pasado de modo alguno y que, doblando la esquina, puedo encontrar a usted y pasear de nuevo por las orillas del Ysis, y saludar de nuevo a Miss Cynthia o a Miss Ellen. 
Ya veo que está usted arqueando las cejas y mascullando un “hum…” dubitativo. —Es que le extraña mi estilo sentimental, sabiendo que está muy lejos de mi costumbre. Sin embargo, me han ocurrido en los últimos tres meses cosas tan extrañas, me encuentro rodeado de una atmósfera tan curiosa de misterio y de atracción a la vez, que no puedo menos que sentirme como el que arregla sus maletas antes de un viaje azaroso.
Usted ha oído hablar posiblemente del matrimonio Bernard. Él es un hombre severo, encanecido en el estudio de la filología, con vastos conocimientos literarios y un renombre de ensayista que ha traspuesto los límites del país. Pero no es el tipo del escritor común, tal como lo concebimos nosotros. Una de las paradojas de su vida, por ejemplo, es que ha alternado con su sedentario oficio tiempos de acción y de aventura en varias partes del mundo. Confieso que tenía de su persona una idea errónea: creía que de tal modo vivía dedicado a estudiar la raíz de las palabras que se había olvidado de pronunciarlas al oído de su mujer. No hay tal cosa. Hice el descubrimiento un día en que advertí que era celoso; lo confirmé, después, tratando de penetrar su modalidad. Sin embargo, debe usted saber que, por lo que a mí respecta, esos celos carecen de fundamento. Admiro a Aline con el respeto y la imparcialidad con que se admira, por ejemplo, una obra pictórica: no tengo ningún interés en llevarme el cuadro a casa, o de observarlo a menor distancia de la que permite una visión integral y serena.
El hecho es que estando en casa de don José del Carrillo, ese ricachón sudamericano, cuyas cenas serían perfectas si no hubiera que escuchar sus opiniones, se inició el tema que ha provocado el conflicto en que me encuentro. Estábamos en la sala de armas. Se la describiré. Ha sido formada en la planta baja, con dos ventanas que dan al jardín, un jardín heteróclito, que no responde a las normas corrientes en nuestro país. No es precisamente un jardín de curé, como decimos aquí. Es algo más pretencioso. Junto a un almendro, por ejemplo, están los rosales, y en el cantero hay un árbol americano, o indio, no sé bien, que parece cubierto por pequeños copos nevados. Observando bien, se nota que es algodón, aunque no estoy seguro de que sea hidrófilo, ni de que sirva para restañar la sangre…
Ese desatino estilístico, que debe haber sido cometido cuando Carrillo adquirió la propiedad no altera, sin embargo, la belleza del conjunto. Yo me pasé ayer varias horas contemplando el jardín. Nunca me ha parecido más hermoso, nunca la palidez de la mañana primaveral ha acentuado mejor el suave contraste del verde con el rosa, con el morado, y con el viejo musgo de las paredes. Es curioso cómo, en los momentos de peligro, nos asalta un sincero amor a la naturaleza. Puedo decir, como un personaje de novela, que si salgo con vida de este lance no desearé otra cosa en mi existencia que sentarme a contemplar el almendro.
Pero volvamos al salón. Tiene unos diez metros de largo por cuatro o cinco de ancho. En un rincón hay un billar y una pequeña mesa con sillones. El resto está ocupado por la pedana. Los muros están cubiertos por armas de todas clases y tiempos, pues Carrillo es un coleccionista pacífico de instrumentos guerreros. Pero el sitio de honor está ocupado por la espada de Luis Bernard, famoso duelista que después de numerosos lances dio en obsequiarla al anfitrión, estipulando que la retiraría sólo para realizar el último duelo de su vida. De modo que esa espada duerme ahora un momentáneo y decorativo sueño en la panoplia. Y casi me estremezco al pensar que despertará en el brazo de uno de los esgrimistas más hábiles de Europa…
Los temas se fueron sucediendo y al final comenzamos a hablar de riesgos y ganancias. Le referiré esta parte del diálogo con la mayor exactitud a fin de que usted trate de comprender los motivos que tuvo Bernard para invitarme a un desafío tan extraño. 
—Las apuestas están en decadencia —dijo Bernard con un aire pontificial que lo hace a veces muy irritante—. Ahora es común ver dos caballeros impasibles esperando que una mosca se pare en tal o cual terrón de azúcar. Esto no es digno, ni para los caballeros ni para la mosca. Antes, los motivos empleados ayudaban a dignificar la apuesta.
—¿Los motivos empleados? —interrogué.
—Sí; los motivos importaban riesgo, o el precio de la apuesta eran la vida o el honor, o algo parecido. Por ejemplo, si yo fuera un caballero feudal apostaría a conquistar tal o cual dama y el riesgo sería un lance de vida o muerte…En ese momento me miró con cierta insistencia.
—No es usted felizmente un caballero feudal —contesté, por decir algo—. Por otra parte, si lo fuera tendría que admitir que otros caballeros aplicaran la misma teoría y pretendieran hacer una apuesta sobre su propia mujer.
Bernard me miró con anhelosa expectativa y reflexionó un instante.
—Si usted pretende… Si usted piensa que puede existir ese caballero…
Sólo entonces me di cuenta de que había cometido una indiscreción. Me acordé que justamente en esos días se rumoreaba que la señora Bernard pensaba divorciarse. Lo peor es que se mencionaba mi nombre como la causa de tal decisión. Como usted comprenderá, esto no es más que una habladuría de gente ociosa. Me quedé confundido y vacilante.
—Si usted piensa que es posible tal apuesta —dijo Bernard, ya con gesto agresivo— estoy dispuesto a concertarla. Usted comprenderá el absurdo de la situación, agravada en lo que a mí respecta por el hecho de que Bernard me observaba como si me considerara culpable de algo. Sin saber cómo, me ruboricé. Usted sabe cómo ocurren esos equívocos. Uno de los circunstantes me miró. Eso hizo pensar a otro que yo estaba complicado en algo. Me entraron deseos de aceptar la apuesta para perderla y disuadir a Bernard de sus sospechas.
—Podríamos concertar esa apuesta… —dije, sin convicción.
—Sólo que… —cortó él, sin dejarme proseguir— sólo que, en tal caso, ya que actuamos como caballeros, el riesgo debe ser equivalente al asunto debatido y en ese caso el único riesgo es un lance de honor.
Hice un gesto afirmativo.
—Perfectamente —dijo Bernard—. Usted tiene un mes para cortejar a Aline. Si dentro de un mes ella no ha iniciado nuestro divorcio…
—Sí; ya comprendo —contesté con alivio, pensando que se me ofrecía la oportunidad de desligarme de tan molesto compromiso—. Ya comprendo —repetí, pensando que bastaría no preocuparme de Aline para perder la apuesta y rehuir el lance.
—Efectivamente —continuó Bernard—. Si dentro de un mes Aline no me ha abandonado, paga usted el precio de la apuesta, es decir, el riesgo de batirse conmigo.
El horizonte se me oscureció.
—Sin embargo —objeté con timidez—, opino que en caso de que Aline optara por mí tendría yo que ofrecer una reparación…
— ¿Sí? —contestó Bernard con sarcasmo—. ¿De modo que usted se casa con mi ex esposa y además tiene la oportunidad de matarme? No, señor mío; hemos hablado de una apuesta. Usted debe pagar si pierde, y perderá si Aline continúa conmigo.
No sé qué extraño fenómeno conmovió mis nervios. Algo sordo, insistente, un rumor como un trémolo sacudió mis nervios y concebí una violenta indignación contra ese hombre que estaba jugando con mi honor y mis sentimientos. Sin embargo, una lucidez que nunca me abandona en los momentos de apuro dirigía mis pensamientos. Decidí, pues, aceptar el desafío, a pesar de conocer sus riesgos; Bernard, como ya le he explicado, tiene fama de terrible espadachín y se habla de varios lances que sostuvo en la época en que era estudiante en Heidelberg.
Ha pasado un mes; Bernard ha estado ausente y yo ni siquiera he visto a Aline. Debo, pues, pagar el precio de esta ridícula apuesta y designar mis padrinos. Éstos se reunirán con los de Bernard, y mañana, seguramente, se efectuará el lance.
Esta carta, como usted comprenderá, no implica un llamado de auxilio, que sería, por otra parte, inútil al llegar a su poder demasiado tarde. Le he escrito confiando en nuestra antigua amistad y en espera de que usted, que tantos misterios ha esclarecido, ahonde las extrañas causas de la actitud de Bernard y las participe a las autoridades, en caso de que algo me ocurra, o me las comunique a mí, si por algún azar resulto ileso.
Con renovada amistad, lo saluda su antiguo condiscípulo, René Florey.”

*


“Sr. Inspector Don Pablo Courvoisier.
París.
Mi viejo rival y amigo:
La invitación al crimen, El retorno de la espada, La sangre en el jardín, o cualquier otro epígrafe policiaco merece la historia que voy a relatarle. Se desprende de ella una nueva manera de hacer matar, una nueva forma de turismo eterno. Muchas veces la averiguación de un misterio nos ha encontrado juntos; ésta es la primera en que yo le transmito el resultado por correspondencia. En cierta ocasión, ante una vacilación suya, yo afirmé con excesiva crueldad que usted era un detective por correspondencia. Perdóneme. Ahora el azar quiere que yo resulte un agente postal de misterios. Si este ensayo tiene éxito instalaré una oficina dedicada a resolver, mediante el pago de una módica suma, crímenes por carta certificada, enigmas contra reembolso, y coartadas a precio de costo; los laberintos por vía aérea, naturalmente, pagarán doble tarifa.
El caso es, bromas aparte, que he recibido una carta de mi antiguo condiscípulo de la Universidad de Oxford, René Florey. De ella se desprende que este joven inexperto se ha dejado llevar a una situación que casi equivale al suicidio. Para mejor comprensión, le envío una copia y le enuncio las observaciones que me sugiere.
Debo advertirle, de inmediato, que nunca me he considerado un amigo íntimo de René Florey. Fui su compañero en la universidad, pero nos dejamos de ver y escribir apenas concluidos nuestros estudios. Su mensaje confidencial, pues, me sorprende un poco; lo considero, sin embargo, producto de un espíritu exaltado que en un momento de peligro no ha sabido a quién confiarse. Por otra parte, y me permito subrayarlo, es completamente absurdo aceptar una apuesta como la indicada en esa carta. Si René Florey es un hombre normal debió tomar a broma las provocaciones un poco pueriles de Luis Bernard; debió, en todo caso, solicitar explicaciones por sus sospechas, pero nunca prestarse al juego de hacer una apuesta sobre tal asunto. Si Bernard se había vuelto loco, René no tenía por qué seguirlo en su locura. Sin embargo, dejaré por el momento esta parte del problema y me concretaré a estudiar lo que a primera vista sugiere la carta.
En primer lugar, es evidente que el llamado Luis Bernard ha iniciado la conversación de las apuestas, de los caballeros feudales y de la conquista de las damas para provocar a René Florey, a quien sospechaba como admirador de su esposa y posible candidato a marido en caso de que ella se divorciara. Esto no es nada extraño, puesto que yo mismo he leído en las revistas comentarios sobre la amistad de Aline Bernard y René Florey.
En segundo término, usted habrá notado que el hecho de plantear una apuesta de esta índole es el mismo caso de Cymbeline, de Shakespeare, pero sólo inicialmente, porque Bernard se inspiró probablemente en esa obra para realizar una especie de ajedrez mental que le facilitara la posibilidad de cometer el crimen.
Quizás en esos días estaba leyendo esta obra y se le ocurrió realizar algo parecido para deshacerse de René. No voy a entrar en detalles literarios que a usted poco interesarían. El caso es que en Cymbeline dos hombres hablan de la posibilidad de conquistar a la mujer de uno de ellos. Hacen la apuesta: Si el presunto rival la conquista, gana una joya (solución curiosa, porque hace suponer que la mujer era tan insignificante que era necesario completarla con un premio); si no la conquista debe responder en pelea, puesto que su pretensión, por infundada, ha constituido un insulto. El galán de 
Cymbeline termina por mentir que ha conquistado la dama para cobrar la joya y evitar el duelo. Bernard se entretuvo en imaginar cuál sería la actitud de Florey ante una apuesta semejante. Buscó las posibles variantes. Pensó que si en Cymbeline un hombre puede aceptar la apuesta de conquistar a una dama, es justamente porque aún no la ha conquistado. Pero cuando un hombre normal ya está seguro del amor de una mujer, no confesará tal hecho si debe mantener el secreto hasta que la justicia le permita casarse con ella. Bernard explotaba la segura negativa de Florey a toda actitud que implicara un reconocimiento de sus pretensiones hacia Aline. Estaba seguro de que René negaría, puesto que tenía la certidumbre de que había un entendimiento entre ambos. Pensando en todo esto insistió en hacer una apuesta y en que el pretendiente debería pagar con el riesgo del lance si no obtenía éxito. Estaba seguro de que Florey se conduciría en forma totalmente contraria a la del personaje de la obra inspiradora. La única posibilidad en contra era la de que Florey se acobardara y confesara públicamente sus amores con Aline.
Con este madurado plan, Bernard conseguía matar en duelo a Florey e impedir el divorcio de su esposa. Mi amigo, por otra parte, se condujo con imperdonable inseguridad, facilitando las maniobras de su enemigo. Dijo dos o tres cosas que constituían una provocación, cuando justamente Bernard esperaba una provocación. Por otra parte, Florey conocía la fama de espadachín de su rival, pero no podía rehuir el lance sin perder la estimación de Aline. De acuerdo. Con todo esto, a estas horas René Florey habrá sido legalmente asesinado por Luis Bernard, salvo que…”.

*

El inspector Courvoisier interrumpió la lectura ante la llegada de su ayudante Durand, que entró estrepitosamente seguido de varios periodistas.
—Señor inspector —dijo Durand con agitación—, ha sido muerto en duelo el conocido…
—Sí —interrumpió Courvoisier con suficiencia—; ha sido muerto el famoso duelista Luis Bernard.
El inspector Pablo Courvoisier contuvo un gesto de asombro. Miró nuevamente la carta que tenía en la mano, y después de vacilar un instante, continuó leyendo:
“…salvo que, como muchas veces ocurre, el presunto asesino no haya previsto ese pequeño detalle que generalmente pierde a los de su clase. El detalle en este caso es el siguiente: si se trata de un desafío, la elección de armas corresponde al ofendido. Pero aquí no existe ofensor ni ofendido. Bernard mismo había insistido en que se trataba de una apuesta. En este caso, si René Florey no es tan ingenuo como quiere hacerlo creer en su carta y conserva la inteligencia que nunca le discutimos cuando era nuestro compañero en la universidad, ha intuido que se trataba de obligarlo a llegar al desafío, se ha plegado al juego de su enemigo, ha dejado llegar las cosas hasta el último momento y ha instruido a sus padrinos para que exijan que la elección de armas se deje librada a la suerte. El motivo de esa maniobra es evidente. Si se elige un arma que no sea la espada, en la que Bernard tiene una superioridad reconocida, todas las otras permiten a René una relativa igualdad de condiciones. Bernard, ante este inconveniente imprevisto, no ha sabido qué argumentar. Y ha terminado por sacrificar la seguridad de su triunfo en aras de una solución inmediata. Y si después de todo esto la suerte ha favorecido a René, es decir, si el lance se efectúa a pistola, a estas horas el joven habrá eliminado seguramente el último obstáculo que se oponía a su casamiento con Aline. Y la espada de Bernard continuará durmiendo en la colección de don José del Carrillo.
Quedan por aclarar los motivos que lo indujeron a escribirme la carta y las causas que motivaron su aparente pedido de auxilio. Yo creo que es una coartada inútil, producida por un exceso de precauciones. Si yo me hubiera engañado con la carta le habría escrito a usted diciendo que Florey era víctima de las maquinaciones de un bandido. Yo soy amigo de René, pero también soy amigo de la verdad. En todo caso, ésta no puede perjudicar a Florey puesto que no ha hecho sino utilizar el mismo juego de su contrario.
Lo saluda con afecto su colega amateur, L. Vane.”

El inspector Courvoisier dobló despacio la carta de su amigo londinense, la guardó en el bolsillo interior del saco y, tomando sus anteojos, los limpió maquinalmente mientras reflexionaba. Después de una breve vacilación se compuso el pecho y dijo:
—Señores de la prensa; voy a relatarles un suceso sin precedentes en los anales policíacos: un crimen que fue minuciosamente preparado por la propia víctima…
Los periodistas extrajeron sus lápices y rodearon al infalible Mr. Courvoisier.

No hay comentarios:

Publicar un comentario