miércoles, 13 de enero de 2010

El porqué de la visita, de John Crowley

No era tan alta como yo había supuesto que sería; siempre me había imaginado que sería mucho más alta que yo. Cierto es que siempre la han descrito como «alta», pero también es cierto que quienes son más grandes en nuestra imaginación no pueden nunca serlo tanto en carne y hueso (aunque supongo que, hablando estrictamente, no podía decir que ella estuviera allí en carne y hueso). Las facciones grandes, esculpidas, y las manos largas, la aparente distancia que había entre cada una de sus partes –entre las manos y las muñecas, la frente y la boca, la barbilla y el pecho–, todo me pareció en ella como habría sido en una persona verdaderamente alta, como yo siempre la había imaginado, pero el conjunto era de una escala más pequeña, como si la estuviera viendo a una gran distancia, viniendo hacia mí. 
–Buenas tardes.
–Buenas tardes.

Tuve la presencia de ánimo de recurrir de inmediato a un detalle de cortesía (como estoy seguro que lo habría hecho ella si yo así, de repente, hubiese ido a visitarla), a fin de postergar, por un momento, la embarazosa e inevitable sensación de desconcierto que presentía entre nosotros. Le ofrecí una taza de té, que ella aceptó; pero cuando me siguió a la cocina, maravillándose ya de lo que veía en mis habitaciones (un habitáculo neoyorquino común y corriente), descubrí que sólo me quedaba té instantáneo.
–Sabe mejor helado –dije, tratando de desviar su atención del horrible bote de polvo pardusco. Recuerdo que mi padre intentó en vano introducir el té helado en Inglaterra en el tórrido verano de 1944. Es decir, no lo recuerdo; yo tenía sólo dos años y vivía en Washington Square. Me acuerdo de él contándome la historia. Es agradable con un poquito de ron, dicen.
–¿Helado? –dijo ella, sus ojos de guacamayo muy abiertos. Le expliqué lo del té helado. No podría decir si la expresión de fascinada sorpresa que vi en su rostro encubría un horror genuino, o era horror genuino. La vi sorprenderse cuando la lucecita se encendió en el refrigerador, y cuando exprimí en el té zumo de limón de un limón de plástico. El limón de plástico le pareció enormemente ingenioso. Por un momento sentí una profunda e injustificada piedad por ella. Preparé bocadillos de mayonesa con pan casero Pepperidge.
–Qué extraordinaria variedad de cosas saca usted de botes y botellas –comentó.
Tomamos el té. Yo suponía que ella, por ser la visitante, estaría tímida, no sabría qué hacer o qué decir, y que me correspondería a mí explicar, aclarar misterios, comparar y contrastar. Me había parecido que me correspondía hacerlo con otros visitantes; al doctor Johnson, por ejemplo, le había explicado lo de los ascensores (no pudo comprender que el pequeño cubículo se había desplazado hacia arriba; siguió persuadido de que afuera, mientras nosotros estábamos encerrados en él, iban cambiando velozmente el escenario). Y con Max Beerbohm había tenido que insistir para convencerlo de que me considerarían bien vestido, incluso algo así como un dandy, con mi viejo y amarillento traje tropical y una llamativa camisa hawaiana. Pero aquellos visitantes eran en verdad meras ficciones. Esta era la visita de ella, y ella hacía las preguntas y yo era el tímido.
Ella se interesaba siempre en las situaciones de los demás, en cómo todos se las arreglaban para seguir viviendo. Yo le respondía con cautela, procurando pasar por alto las cosas de mi vida que serían incomprensibles para ella. Ella, tan consciente de no haber tenido una educación universitaria, se asombró de que yo hubiera ido a una universidad decente y no hubiera llegado en mis lecturas más allá de Ovidio, del cual yo no recordaba casi nada, y que, sin embargo, fuera un caso insólito, al menos por haberlo intentado. No traté de explicarle que con todos sus agujeros mi educación era considerada, en mi círculo, lo suficientemente amplia como para ser decididamente esotérica. No quería que me viera como el tonto que yo me sentía ahora.
Apoyándose en mis respuestas, empezó a inventar una vida para mí, como todo el mundo dice que hacía ante personas que acababa de conocer. Sólo que para mí tenía que inventar también una época, y un lugar. El limón plástico y el té instantáneo –«para nada desagradable, de veras», dijo, pero no bebió gran cosa– le sugirieron la idea de que la sociedad estaba preparada ahora para proporcionar una vida sencilla y bohemia a los contemplativos, eliminando la necesidad de sirvientes y relaciones sociales complejas a fin de que otros impulsos pudieran florecer. Hasta sugirió que la luz del refrigerador estaba allí para que un poeta distraído cayera en la cuenta de que lo que miraba era la despensa y no el guardarropa cuando se descubría de pronto, delante del aparato, absorto en sus pensamientos. No intenté explicarle cuan tristemente equivocada estaba. Yo sólo disfrutaba del vívido futuro que ella imaginaba desde su punto de mira en el pasado, un futuro que era inseparable de ese pasado y de ese punto de mira, y que nunca se haría realidad; nunca se había hecho realidad.
–Como su ensayo sobre el vuelo en un aeroplano por encima de Londres –dije.
–Aja. ¿Y por qué eso?
–Cuando se revela al final que usted nunca llegó a volar, que sólo lo imaginó.
–Ah. ¿Y era acertada mi descripción de la sensación de volar?
–No, no del todo.
–Oh, caramba.
Se hizo un silencio, y ella lió un cigarrillo. La diferencia entre los visitantes imaginarios y los reales consiste en que con los imaginarios uno puede en seguida hacer pie en lo que haya ocasionado la visita, sin preámbulos ni confusión; el ascensor motivó a Johnson, y cuando le dio una explicación, y él la rechazó en favor de la suya propia, la visita había concluido. Pero ella y yo debíamos enfrentarnos ahora en un silencio embarazoso, con todo un mundo que nos circundaba y reclamaba ser explicado, o pasado por alto, como nosotros quisiéramos. Cuando se reclinó, el mimbre de la chaise longue crujió levemente. Metió una hermosa mano en el bolsillo de su viejo cardigan gris. El moño del pelo estaba empezando a soltársele. A mí me llamaba la atención que el brillo de las medias de seda, un detalle tan hipnótico en las fotografías, fuera igual al brillo de las medias de seda en la realidad; y a la vez tan distinto. Ella había empezado vaga, especulativamente, a preguntarse el porqué de la visita.
Su teoría –muy natural por cierto– era que ella había escapado de su momento histórico a su propia Inmortalidad, a su urna funeraria. De una locura inminente, de la febril desintegración que siempre coincidía con la terminación de uno de sus grandes libros, había escapado a la serena inmutabilidad que ese mismo libro conquistaría en parte para ella. El país: éste; la época: la presente; nada de todo eso tenía importancia. –No hasta que la lámpara haya quedado hecha añicos –dijo– y las páginas todas y en todas partes herméticamente encerradas en moho, pero entonces uno dejaría de ser, ¿no es cierto? Hasta ese momento, inmutabilidad, simplemente. Qué delicioso reposo. Eso es lo que uno anhelaba, ¿verdad que sí? Era aquello para lo que uno siempre se había preparado y que siempre había procurado encontrar, lo que uno había inventado a partir de todas los terribles anhelos e insatisfacciones, sin saber nunca que eso era exactamente lo que uno estaba inventando, y sin haber tenido, sin embargo, ninguna otra razón, todo el tiempo, salvo ésta. Qué grato y extraño que tuviera que ser así...
Sin embargo, ella no estaba serena. Su reposo era ese reposo enormemente activo que muestra en tantas fotografías, esa calma como la de la llama de una vela por un momento inmóvil. Sus ojos luminosos y valientes recorrían los lomos de mis libros, pero aquellos que ella tenía todo el derecho de esperar ver allí, no los encontraría. Esa era la dificultad: yo a ella la conocía, la conocía de un modo profundo, íntimo; mucho menos conocía sus libros. No recuerdo si llegué alguna vez al faro; si hubiera llegado, supongo que lo recordaría. Lo que yo había leído eran los ensayos, y las pequeñas biografías, y las memorias de Leonard; las cartas y diarios y artículos periodísticos. Yo era un amigo de ella, no un admirador. Su inmortalidad –esta visita a mí, en todo caso– no residía en las urnas perfectas que ella había emplazado en el único gran columbario sino en su antigua mortalidad.
–Bueno, lo que en verdad adoro son sus «Vidas obscuras» –dije–. Las releo una y otra vez.
–¿Sí? Fue divertido escribirlas.
–Pienso que en cierta forma son lo mejor que ha escrito.
–¿No las novelas? 
–Bueno, en realidad no estoy, me temo, familiarizado con toda su obra. 
–Comprendo.
Supongo que me ruboricé. Ella seguía pareciendo cortésmente interesada, enormemente comprensiva, pero ahora era sólo una máscara instantánea, puesta allí en un abrir y cerrar de ojos, de terrible decepción.
¡Oh, esos antiguos buenos modales perdidos! No había ninguna razón para que yo me sintiera un torpe patán delante de ella, que no supiera qué hacer, medido por la altura y el ancho y la profundidad de su calibrada sociabilidad, y hallado en falta. Sé demasiado bien que nada se pierde sin que se lo reemplace por algo de igual valor, por diferente que sea; sé que mi vida rebosa de satisfacciones que ella no puede imaginar. Pero a la nostalgia –a ese dolor que yo sentía– nada de eso le interesa; sólo sufre, siempre, por una pérdida irremediable, especialmente la pérdida de lo que uno nunca ha tenido del todo. ¡Sí! Empecé a comprender el porqué de la visita.
–La pequeña biblioteca provinciana a la orilla del mar –dije– donde usted encontraba esas biografías y memorias. Vacía; unas pocas personas inclinadas sobre el Wesleyan Chronicle mientras a través de la ventana llega el pregón del hombre que vende sardinas en la calle adoquinada. Estúpidamente ordinario. Pero no comprende usted, no ve que la pequeña biblioteca ha desaparecido ahora, y todas las demás semejantes a ella. Ninguna de esas cosas sobrevive en mi mundo. Y no obstante yo la veo; la siento; la huelo. Toco la madera encerada y oigo el rumor de las páginas al volverse. Me siento tan transportado a esta biblioteca por esas breves e intrascendentes frases suyas como usted a las viejas casas parroquiales y los caminos campestres en esas memorias.
»Ya ve usted, las cosas han cambiado tan de prisa. Lo sé: usted las sentía cambiar con una velocidad vertiginosa. Pero créame, el ritmo se ha acelerado. De manera inimaginable. El mundo físico íntegro, o al menos la parte creada por el hombre, parece alterarse totalmente cada pocos años. De modo que su vida, su lugar en el tiempo y las sensaciones de ese tiempo, la constelación de sentimientos suscitados en usted por el mundo son ahora lo más distante que yo pueda captar completamente. Están un pelo más allá de mi alcance; sin embargo me parece que aún puedo sentirlos. Pero puesto que el mundo cambiaba tanto más despacio en su juventud, su sentido del pasado, su vivencia de sensaciones experimentadas en el pasado, fue más larga que la mía, usted llegó más lejos. Usted podía tocar con las manos cien años atrás, no apenas treinta o cuarenta. Y puesto que cien años antes que usted la rueda giraba tan, tan lentamente, los hechos físicos del mundo cambiaban también de manera imperceptible... quiero decir que un fuego encendido en el locutorio de una vicaría en 1820 olía igual que la misma habitación en 1720, o 1620... esas manos que usted tocaba tocaban manos que podían tocar manos que se habían enlazado en el viejo, viejísimo e inmutable círculo alrededor del antiguo fuego primordial.
Ella no había interrumpido esta intempestiva parrafada; parecía distante. Las manos, las manos blancas, largas, le descansaban ahora en el regazo. Rosamond Lehmann decía que cuando Virginia levantaba las manos delante del fuego para calentárselas, parecían casi transparentes, como si pudieran vérsele los huesos delicados a través de la piel. Pero aquí no había ningún fuego.
No dijimos nada más. Al cabo de un rato Leonard, temeroso de que pudiera fatigarse en exceso, vino a recogerla.
No obstante, después de que se hubo marchado, su perfume persistió durante largo rato en la habitación, un perfume escogido casi al azar en Jermyn Street; un perfume escogido por su bonito nombre, no por su fragancia, que ella no quiso que el empleado le hiciera probar en la parte interior de la muñeca donde late la vena azul. Además, ella tenía que llegar antes de la hora de cierre a un comercio cercano, si podía recordar la calle y en qué esquina exactamente se cruzaba con ésta, donde vendían plumas, y donde ella podría precisar más sus exigencias: es decir, donde ella tendría exigencias. De pie en Oxford Street, extrañamente vivificada por la primera ráfaga de incipiente otoño que desgarraba el aire londinense como una pluma nueva la hoja de papel de grano grueso, pensó repentinamente en telegrafiar a Leonard para decir que después de todo había decidido quedarse en la ciudad y asistir a la fiesta de Lady Colefax; la imaginaba, una larga conversación a la luz de una lámpara en una habitación de obscura madera artesonada, esa vasta sala y los jóvenes idénticos y seguros de sí mismos en traje de etiqueta, el pelo y los ojos negros y suaves como sus solapas de satén. Pero... imagina ahora el gentío alrededor de ella, haciendo un rodeo para esquivarla como una corriente de agua que esquiva una piedra, con las mismas disculpas susurrantes... y eso implicaría tener que enfrentar la taquilla en la oficina de telégrafo, el acusador formulario en blanco, y ella nunca sabía explicarse con claridad en los telegramas. No; volvería este mismo largo anochecer a Rodmell, como había prometido. Aún habría luz cuando hiciera el camino desde la estación; las rosas que en tan conmovedora profusión habían persistido hasta tan avanzado el año en los muros del Monasterio dejaban caer los últimos de sus pétalos innumerables en el camino que ella recorrería hasta el portal donde brillaba la luz de la lámpara. Y mañana vendrían Vanessa y los chicos y leerían los periódicos del domingo en el jardín mientras Leonard escardaba concienzudamente las malas hierbas, y habría cartas que escribir, y un libro nuevo materializándose «en esa hora entre el té y la cena, cuando tantas cosas parecen no sólo posibles sino ya cumplidas». La Estación Victoria, entonces, el vasto espacio humoso, y el pequeño billete de cartón, y el compartimiento con olor a rancio tal vez vacío.
Volvió la cabeza para orientarse. Al hacerlo, sintió el Tiempo como una enorme espiral cónica. Sintió que se cerraba a medida que subía, se cerraba y apretaba ascendiendo hacia una furiosa estasis de inmediatez. El Tiempo podía comprimirse; en realidad, era muy sencillo, y ella podía comprimirlo hasta transformarlo en un punto. Podía comprimirlo hasta que cupiera, todo, en el espacio más diminuto: en un día, en una noche... no, en una hora, incluso en el movimiento de una cabeza, la simple media vuelta de una cabeza de ojos grandes.

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