miércoles, 17 de julio de 2019

Bienvenido a Marte, de Tom Hanks


 Kirk Ullen todavía estaba dormido en la cama, bajo un edredón y una vieja manta del Ejército. Como siempre desde 2003, cuando él tenía cinco años, su habitación era también el trastero de la casa, de modo que contenía entre otras cosas la lavadora y la secadora Maytag, una vieja espineta desafinada, una máquina de coser que su madre no usaba desde el segundo mandato de Bush y una máquina de escribir eléctrica Olivetti-Underwood que había quedado inutilizada sin remedio desde que él había derramado en sus entrañas un vaso de zarzaparrilla. La habitación carecía de calefacción y estaba siempre helada, incluso esa mañana de finales de junio. Mantenía los ojos entornados y casi en blanco mientras soñaba que estaba todavía en secundaria y que no era capaz de marcar la combinación correcta de la taquilla del gimnasio. Ya iba por el séptimo intento, girando el disco a la derecha, luego dos veces a la izquierda y otra a la derecha, cuando un fogonazo inundó los vestuarios de una cegadora luz blanca. Después, repentinamente también, sobrevino una oscuridad que abarcaba el mundo entero.

Hubo más destellos, como bruscos relámpagos, y otra vez la oscuridad: primero todo blanco, acto seguido una negrura impenetrable, y así una y otra vez. Pero no se escuchaba el fragor de los truenos, los golpes del martillo de Thor resonando como cañonazos lejanos.

—¿Kirk? ¿Kirkwood? —Era su padre. Frank Ullen había estado pulsando una y otra vez el interruptor de la lámpara del techo: su manera «divertida» de despertarlo—. ¿Hablabas en serio anoche, muchacho? —Y canturreó—: «Kirkwood, Kirkwood, dame una respuesta, por favor»[6].

—¿Qué? —graznó Kirk.

—Lo de ir a Marte. Di que no y me largo. Di que sí y empezaremos tu cumpleaños como auténticos Ullen de pelo en pecho, como hombres valerosos y libres.

¿Marte? El cerebro de Kirk accedió a la conciencia. Ahora lo recordaba. Hoy cumplía diecinueve años. Anoche, después de cenar, le había preguntado a su padre si podían salir a hacer surf por la mañana, como habían hecho cuando cumplió diez años y, otra vez, al cumplir los trece. «¡Ya lo creo!», había respondido su padre. Las condiciones en Playa Marte serían ideales. Venía una marejada del sudoeste.

Frank Ullen se había quedado sorprendido por la propuesta. Su hijo no salía al mar con él desde hacía bastante tiempo. El señor Universitario no parecía tan dispuesto a desafiar a los elementos como durante la secundaria. Frank intentó recordar la última vez que habían surfeado juntos. ¿Cuánto hacía? ¿Dos años?, ¿tres?

Kirk tenía que repasar sus horarios del día que estaba a punto de comenzar, lo que resultaba difícil en ese momento, recién salido de la neblina de los sueños. Fuera o no su cumpleaños, debía estar en su trabajo de verano —encargado del minigolf infantil Magic-Putt— a las 10:00. ¿Qué hora era? ¿Las 6:15? Vale, quizá sí era posible. Su padre estaba trabajando en una única obra, el nuevo minicentro comercial de Bluff Boulevard. Sí, era factible. Podían ir a cabalgar las olas durante un par de horas. O al menos, hasta que se dislocaran un hombro.

Sería bueno para ambos volver al agua convertidos de nuevo en los «sumergibles chicos Ullen», Princes de la Mer. El padre de Kirk era un hombre despreocupado cuando salía al mar con su tabla de paddlesurf. En la orilla quedaban aparcados los problemas del trabajo y las riñas en casa: todas esas situaciones familiares difíciles que surgían y desaparecían de forma tan imprevisible como los incendios forestales. Kirk quería a su madre y a sus hermanas con toda su alma, pero hacía mucho que había tenido que aceptar que eran demasiado delicadas para los baches inevitables de la vida cotidiana. Su padre, el jefe de la manada, debía asumir dos trabajos de jornada completa —proveedor y pacificador— sin ningún día de descanso. No era de extrañar que se tomara el surf como un ejercicio tonificante y a la vez como una terapia mental. Para el chico, salir con su padre supondría un vigorizante voto de confianza, una especie de conjura entre hombres, una palmada en la espalda y un abrazo de cumpleaños, como diciendo: «Tú y yo estamos juntos». ¿Qué padre y qué hijo no necesitaban algo así?

—De acuerdo —dijo Kirk estirándose y bostezando—. Vamos.

—Tampoco está prohibido quedarse entre las sábanas.

—No, no. Vamos.

—¿Seguro?

—¿Intentas escaquearte?

—Ni hablar, cabeza hueca.

—Entonces yo soy tu hombre.

—Perfecto. Estará a punto un desayuno digno de un camionero ante un viaje de larga distancia. Dentro de doce minutos. —Frank desapareció, aunque dejó finalmente la luz encendida y a su hijo guiñando los ojos.

El desayuno fue una auténtica delicia, como siempre. Frank era un maestro de la cocina mañanera; lo tenía todo cronometrado: las salchichas kielbasa llegaban calientes a la mesa, los bollos, pasados por la sartén, estaban blanditos y a punto para untarlos con mantequilla, la cafetera era de ocho tazas (una vieja Mr. Coffee) y los huevos —nunca demasiado hechos— tenían las yemas líquidas y doradas. Preparar la cena, en cambio, sobrepasaba sus posibilidades. Andar esperando a que se asara un jarrete de buey o que se cocieran unas patatas le venía cuesta arriba. No, ni hablar. Frank Ullen prefería la inmediatez pispás del desayuno —cocinar, servir y comer—, y había convertido esas comidas matinales en toda una diversión cuando los niños eran pequeños y la familia seguía unos horarios estrictos. Las conversaciones resultaban entonces tan densas y acaloradas (a veces, demasiado) como el chocolate caliente con unas gotas de café que él les servía desde que cursaban primaria. Pero, actualmente, mamá se quedaba en la cama hasta muy tarde y nunca aparecía en el desayuno; Kris se había escapado a San Diego, donde vivía con su novio; y Dora había anunciado hacía mucho que ella entraba y salía a su antojo, según sus propios horarios. Así pues, ese día estaban ellos dos en la cocina; llevaban sudaderas holgadas y ni siquiera se habían afeitado. ¿Para qué, si iban a meterse enseguida en el agua?

—He de hacer unas llamadas a las ocho y media. Chorradas de negocios —dijo Frank sirviendo unos bollos en un plato—. No tardaré mucho. Te dejaré el agua para ti solo una hora más o menos.

—Si tienes que hacerlo, tienes que hacerlo —replicó Kirk. Como siempre, se había llevado un libro a la mesa y estaba absorto leyéndolo. Su padre se le acercó y se lo quitó de las manos.

—¿Arquitectura de los años 20? —preguntó Frank—. ¿Para qué lees esto?

—Por los pasajes picantes —dijo el chico mojando un bollo en la grasa de la salchicha y en la yema de huevo—. En la Era del Jazz, antes de la Depresión, hubo un boom en la construcción. La ingeniería y los materiales de posguerra cambiaron el paisaje urbano en todo el mundo. Lo encuentro fascinante.

—Esas estructuras reforzadas exteriormente permitieron construir los edificios tipo pastel de boda: más pequeños a medida que aumenta la altura. ¿Has estado alguna vez en las plantas superiores del Edificio Chrysler?

—¿En Nueva York?

—Serás tonto. No va a ser en Texas.

—Papá, tú me criaste, ¿recuerdas? ¿Cuándo me llevaste a Nueva York a ver las plantas superiores del Edificio Chrysler?

Frank cogió dos tazas de tapa hermética del estante.

—La parte superior del Edificio Chryler es un jodido laberinto, como una madriguera de conejo.

El café restante fue a parar a las dos tazas. Frank las colocó en el salpicadero de la caravana mientras Kirk sacaba su tabla de dos metros del cobertizo y la arrojaba en el interior del vehículo, donde la tabla de paddlesurf de su padre —el Buick, la llamaban— ocupaba con sus tres metros y medio casi todo el espacio.

Seis años antes, la caravana estaba nuevecita. La habían comprado para unas vacaciones muy especiales: una ruta de tres mil kilómetros a lo largo de la costa de Canadá, cruzando por la autopista la Columbia Británica, Alberta y Saskatchewan hasta Regina. Era una expedición que los Ullen habían planeado desde hacía mucho tiempo y salió tal como habían previsto, al menos a lo largo de los primeros doscientos o trescientos kilómetros. Entonces mamá había empezado a opinar y a hacer comentarios sobre modales y comportamientos. Quería imponer sus propias normas en la carretera y se puso a dar órdenes. Así pues, sonó la campana de inicio y dio comienzo el primero de una larga serie de duros asaltos. Las discrepancias se convirtieron en serias controversias y degeneraron en mezquinas discusiones a voz en cuello en las que por fuerza tenía que salir vencedora la madre de familia. Kris, como de costumbre, intensificó su rebeldía unos grados de más. Dora abocó su rectitud en un silencio ceñudo, interrumpido por breves estallidos de una causticidad digna de Shakespeare. Frank, al volante, dando sorbos de café frío o de Coca-Cola tibia, actuaba como árbitro, terapeuta, verificador y policía, dependiendo del argumento formulado o de la ofensa recibida. Kirk, en actitud defensiva, sacaba un libro tras otro y leía como un fumador empedernido provisto de un cartón de mentolados. Para él, el psicodrama se diluía gradualmente en un ruido de fondo no muy distinto del zumbido de la caravana sobre el asfalto.

Atravesaron Canadá entre discusiones y luego, al dirigirse hacia el sur, continuaron por la gran pradera norteamericana: una extensión tan llana e interminable que, según decían, algunos de los primeros colonizadores se habían vuelto locos. La familia Ullen perdió claramente la chaveta en Nebraska cuando Kris le compró maría a un tipo que vivía en su coche en un camping de la cadena KOA. Mamá quería llamar a la policía y denunciar tanto al camello como a su propia hija. Y se puso frenética nivel 4 cuando papá se lo impidió tomando la simple decisión de hacerles subir a la caravana, enfilar la carretera y huir del escenario del crimen. El ambiente en el interior del vehículo se volvió completamente gélido, como unas amargas Navidades en pleno mes de julio. Nadie se hablaba con nadie, y Kirk, mientras tanto, se terminó todos los libros de William Manchester sobre Winston Churchill. Cuando llegó el momento de girar hacia el oeste en Tucumcari, Nuevo México, todos estaban deseando dejar la carretera, salir de la caravana y alejarse de los demás. Kris amenazó con tomar un autobús Greyhound para hacer el restante trayecto hasta casa. Pero papá se empeñó en hacer camping en el desierto, y así lo hicieron no sin protestar. Kris pilló un colocón bajo las estrellas; Dora se iba sola de excursión hasta después de anochecer, y papá se acostaba fuera, en la tienda. Mamá dormía en la caravana, asegurándose de que se quedaba sola, al fin en paz, cerrando la puerta con cerrojo. Lo cual constituía un problema, porque impedía el acceso al baño. Así fue como concluyeron las últimas vacaciones en familia de los Ullen. O mejor dicho: su última actividad de cualquier tipo en familia. La caravana quedó enganchada a la camioneta King Cab, y le servía a Frank como oficina móvil y almacén de surf, aunque no había pasado por una limpieza a fondo desde hacía treinta mil kilómetros.

En su juventud, Frank Ullen había sido un auténtico surfista errante y desgreñado. Después maduró, se casó, tuvo hijos y creó una empresa de instalaciones eléctricas que prosperó. Desde hacía un año había empezado a salir otra vez antes de que nadie se despertara para surfear en el rompiente de Playa Marte: una comprometida ola de derecha con una alzada de metro o metro y medio. Cuando Kirk era un crío y, a ratos, un experto, padre e hijo aparcaban en el arcén de la autovía y bajaban con sus tablas a Playa Marte por un sendero trillado. Para el chico, cargado con su primera tabla de espuma, la playa parecía entonces tan rocosa y remota como el fondo de los Valles Marineris del planeta rojo. Los años del boom económico habían alterado radicalmente el lugar. Ahora había apartamentos de lujo en lo que antes eran puras marismas; y cinco años atrás el Estado había pavimentado un trecho de tierra y maleza, y montado un aparcamiento a tres dólares el vehículo. La playa ya no era gratis, pero sí resultaba cómodamente accesible; los surfistas se dirigían hacia la izquierda al llegar a la arena; los bañistas doblaban a la derecha, y los socorristas del condado mantenían separados a unos y otros.

—Esto aún no lo has visto. —Frank estaba saliendo de la autovía en la zona recreativa del parque Deukmejian. Kirk alzó la vista del libro. Lo que antes era un simple campo había sido allanado y señalizado; ya estaban plantados los postes indicadores, y un cartel anunciaba el solar de una futura sucursal de Big-Box Mart—. ¿Te acuerdas de cuando el garito más cercano era una taquería en Canyon Avenue? Bueno, pues ahora es un Chisholm Steakhouse.

—Me acuerdo de una vez que estuve cagando entre las matas —dijo Kirk.

—No digas groserías delante de tu padre.

Frank entró en el aparcamiento y estacionó en una plaza libre a una fila de la verja del sendero.

—Bueno, bueno —dijo, como siempre—. ¡Bienvenido a Marte!

Al otro lado de la autovía, habían ido instalando una serie de tiendas de techo bajo con aspecto de construcción mexicana de adobe. Había un centro de equipos de surf, una nueva sucursal de la ubicua Starbucks, un local de sándwiches, un supermercado Circle W y la oficina de un agente de seguros llamado Saltonstall, que había sentado allí sus reales para poder surfear cuando no sonaba el teléfono. También había una franquicia en construcción de AutoShoppe/FastLube&Tire en el extremo sur del supermercado.

—Un cambio de aceite mientras practicas el surf —observó Kirk—. Integración ambiental a tope.

—Vamos de mal en peor —dijo Frank.

En el aparcamiento había una colección de vehículos toscos y avejentados: rancheras y modelos familiares cargados de herramientas, cuyos dueños solían ser obreros de la construcción que salían a pillar unas olas antes de empezar su turno. Había viejas camionetas y furgonetas VW pintadas de colores por los propios surfistas que pernoctaban allí pese a los rótulos de PROHIBIDO ACAMPAR. Cuando los alguaciles del condado iban periódicamente a desalojar a los surfistas ambulantes, siempre se producían largas discusiones legales sobre la diferencia entre «acampar» y «esperar el amanecer». También los abogados surfeaban en Marte, así como los ortodoncistas y los pilotos de aviación: sus Audi y sus BMW llevaban baca en el techo para las tablas. Igualmente había mamás y esposas en el agua, buenas surfistas y, además, educadas. Las peleas a puñetazos habían sido frecuentes en una época, cuando las grandes olas atraían a los excéntricos de todos lados. Ese día, sin embargo, era laborable y, además, no todas las escuelas habían cerrado aún, así que Kirk sabía que la tropa sería tranquila y manejable. A lo cual había que añadir que los marcianos, como se llamaban a sí mismos, se habían vuelto más viejos y sosegados. Dejando aparte a un par de abogados gilipollas.

—Buenas olas esta mañana, Kirky —dijo Frank, observando el mar desde el aparcamiento. Ya había más de una docena de surfistas, observó, y las grandes olas —la marejada— iban tomando forma a intervalos regulares más allá de la línea de rompiente. Abrió la puerta de la caravana, sacaron las dos tablas y el remo de Frank y los dejaron apoyados contra la carrocería mientras se ponían los trajes de neopreno de verano, con perneras cortas.

—¿Tienes cera? —preguntó Kirk.

—Ahí dentro, en un cajón —le indicó Frank. Como su tabla de paddle tenía una goma antideslizante, ya no usaba cera, pero siempre guardaba un poco para quienes necesitaran aplicarla en sus tablas para ganar adherencia. Kirk encontró una pastilla en un cajón lleno de cachivaches, incluyendo rollos de cinta adhesiva medio agotados, viejas ratoneras, una pistola de cola caliente sin ningún cartucho, cajas de grapas y un juego de llaves ajustables que se oxidaría por la acción del aire marino.

—¡Eh! Pon mi teléfono en el congelador, ¿quieres? —le dijo su padre pasándole el móvil.

—¿Por qué ahí? —preguntó Kirk. Ese congelador hacía años que no funcionaba.

—Si reventaras la puerta de esta caravana para robar algo de valor, ¿mirarías dentro de un congelador estropeado?

—Cierto. Ahí me has pillado, papá.

Al abrir la puerta del armatoste, lo invadió un olor a cerrado a causa del desuso, pero además vio una cajita envuelta en papel de regalo.

—Feliz cumpleaños, hijo —le dijo Frank—. ¿Cuántos has dicho que cumples?

—Diecinueve, pero tú me haces sentir como si fueran treinta. —El regalo era un reloj sumergible de deporte, un modelo más nuevo que el que llevaba Frank: un resistente cronómetro militar, negro por completo y metálico, que ya tenía ajustada la hora y todo. Al abrochárselo a la muñeca, el chico se sintió como si estuviera a punto de subir a un helicóptero militar para matar a Bin Laden—. Gracias, papá. Con este reloj parezco aún más guay de lo que soy. No creía que fuera posible.

—El gran tontorrón, júnior.

Mientras bajaban las tablas por el sendero, el padre volvió a repetirle:

—Ya te lo he dicho, he de hacer unas llamadas hacia las ocho y media. Te daré un grito cuando salga del agua.

—Vale. Yo te haré una seña.

Ya en la arena de Marte, observaron las olas mientras se ataban las correas de las tablas a los tobillos con cinta Velcro. Había una docena de grandes crestas rizadas antes de que el oleaje amainara, lo que le permitió a Kirk meterse corriendo en el agua, subir de un salto a la tabla y remar hacia dentro, cruzando agazapado las olas pequeñas que iban rompiendo sobre él. Fue a situarse justo después de la línea de rompiente con los surfistas más jóvenes, los que surcaban la pared de todas las olas que Poseidón ponía en su camino.

Para practicar el paddlesurf, Frank iba a buscar olas más grandes lejos de Marte, las que se alzaban más allá de la línea de rompiente. Allí, junto con otros surfistas de remo, esperaba las oleadas más voluminosas, las generadas por las tormentas del Pacífico Sur que iban ganando masa a medida que se acercaban. Al poco rato, entró con facilidad en la pared de una ola y, elevándose unos dos metros desde la base, la surcó dando amplios y elegantes giros. Como era el surfista que estaba más cerca de la cresta, la ola era suya con todo derecho y los demás marcianos se quitaron de en medio para dejársela a él. Cuando la ola se cerró, saltó de la tabla y se mantuvo en los bajíos hasta que la serie acabó de pasar. Entonces volvió a subirse a la tabla, abriendo las piernas y colocando los pies a la anchura de los hombros, hundió el remo en el agua y fue surcando las crestas hasta salir a mar abierto.

El aire y el agua estaban fríos, pero Kirk se alegraba de haberse levantado de la cama. Reconoció a algunos viejos marcianos como Bert el Mayor, Manny Peck, Schultzie y una tal señora Potts: los veteranos del surf con tabla larga. También había algunos chicos de su edad, compinches con los que se había criado y que ahora iban a la universidad, como él, o que ya trabajaban. Hal Stein estudiaba en una escuela de posgrado en California, Benjamin Wu era ayudante de un concejal del ayuntamiento, Stats Magee estaba sacándose el título de contable y Buckwheat Bob Robertson era todavía, como él, un simple universitario y seguía viviendo en casa.

—¡Eh, Spock! —gritó Hal Stein—. ¡Creía que te habías muerto!

Los cinco esperaban en círculo entre surfeada y surfeada, comentando las impresiones y recuerdos que conservaban desde la adolescencia. Kirk cayó en la cuenta de lo mucho que le había dado Marte. Vivir a tan poca distancia de sus olas le había permitido acceder a un mundo propio. En ese lugar había aprendido a familiarizarse con el poderoso oleaje del mar. Era ahí donde se había probado a sí mismo y había llegado a destacar. En tierra, no pasaba de ser una simple medianía, un punto insignificante en medio de una campana de Gauss: ni un negado ni un alumno modélico, ni un número uno ni tampoco un cero a la izquierda. Dejando aparte a un par de profesores de Literatura Inglesa, a la señora Takimashi (la bibliotecaria de la escuela) y a la preciosa, salvaje y rubia Aurora Burke (antes de que su nuevo padrastro se la llevara a vivir a Kansas City), nadie había considerado jamás a Kirk Ullen un chico especial. En las aguas de Marte, en cambio, se sentía como el amo y señor en sus propios dominios. Se alegraba de haber estado yendo a esa playa durante años y también de haber ido el día en que cumplía los diecinueve.

Después de surfear tantas olas que ya había perdido la cuenta, estaba hecho polvo y decidió descansar un rato en la rompiente. Al salir el sol, divisó los techos de las furgonetas y de la caravana de su padre en el aparcamiento, así como las tejas de las tiendas del otro lado de la autovía y las laderas rocosas cubiertas de maleza que se alzaban a lo lejos. Con el agua azul bajo un cielo cada vez más iluminado, Marte te recordaba una fotografía sepia de alguna leyenda del surf de Hawái o de Fiyi: una imagen descolorida que hubiera adquirido con los años una pátina de color ámbar, convirtiendo las tonalidades verdes de las montañas en franjas amarillentas y pardas. Si entornaba un poco los ojos, las tiendas de estilo mexicano parecían bures en un trecho de playa: chozas nativas de algún atolón situado en mitad del Pacífico. Una vez más, Marte se convertía en un mundo diferente y Kirk, allí, era el rey.

Al cabo de un rato, oyó que su padre le gritaba desde la playa. Había dejado su tabla en la arena y plantado el remo al lado como si fuera una bandera, y estaba haciendo ese gesto universal que significa: «Voy a hacer una llamada».

Él le respondió con una seña en el preciso momento en que la señora Potts gritaba: «¡Vamos allá!». En efecto, se estaba formando una marejada a lo lejos, con unas olas que recordaban las ondulaciones de una tabla de lavar y que rompían al menos cincuenta metros antes, lo que permitía docenas de largas y agresivas surfeadas. Todo el mundo se puso a remar furiosamente. Kirk estaba cansado, pero no iba a perderse una tanda semejante. Remó con ritmo y energía hasta que la experiencia le indicó que diera media vuelta y empezara a remar hacia la playa. Pilló la tercera ola que venía en su dirección.

Mientras se elevaba sobre la masa de agua, el instinto le dictó cuándo debía ponerse de pie para dejarse caer en el seno de la ola. Esta era impresionante; una ola bien formada, de pared lisa. Y era enorme. Monstruosa. Kirk salió del seno y subió disparado por la pared, justo por delante de la cresta de espuma, notando una ráfaga de viento en la espalda. Viró a la izquierda y bajó en perpendicular por la curva, dobló a la derecha en la base y de nuevo ascendió por la pared. Llegó a la cúspide de la cresta, se deslizó a lo largo del labio y volvió a lanzarse por la pendiente, retardando la velocidad para permitir que la espuma lo alcanzara. Se agazapó todo lo posible en la tabla hasta que el agua empezó a curvarse sobre su cabeza y se metió en el tubo de la ola. La cascada de agua la tenía a la izquierda, el espejo liso de la superficie, a la derecha. Deslizó los dedos de la mano libre por la pared verde como si fuese la aleta de un delfín, un cuchillo surcando el agua.

Como siempre, la cresta se fue cerrando sobre él hasta que el agua le dio en la cabeza y lo derrumbó. Nada grave. Dando tumbos entre la espuma, se relajó y se dejó arrastrar, tal como había aprendido hacía mucho, aguardando a que la ola pasara de largo y le diera tiempo de salir a la superficie y llenar otra vez los pulmones. Pero el agua es una amante voluble, indiferente a los esfuerzos del hombre. Notó que una correa se le tensaba alrededor del tobillo. Entre el caos de espuma, la tabla rebotó y se le clavó con fuerza en la pantorrilla. El impacto fue tan brutal como el golpe que Kris le había dado una vez con el mazo de croquet mientras jugaban en el patio trasero: un golpe que lo mandó a él al médico y a su hermana a su habitación. Kirk supo sin más que ya estaba arreglado para el resto del día.

Tocó la arena del fondo, consciente de que la siguiente ola monstruosa estaba a punto de aplastarlo. Se lanzó hacia la superficie para respirar, para tomar una bocanada de aire, y vio cómo se desplomaba sobre él una masa rugiente de dos metros de agua blanca. Se agachó bajo la ola, tanteó a ciegas el Velcro de la correa y se lo arrancó del pie para que la tabla fuera arrastrada hacia la orilla, lejos de su cuerpo.

Flotó a la deriva, sin sentir pánico pese al dolor de la pierna. Cuando volvió a notar la arena del fondo, ya estaba mucho más cerca de la playa y pudo apoyarse en un pie para sacar la cabeza. La siguiente ola lo acercó aún más a la orilla; luego vinieron otra y otra más. Salió del agua a rastras y llegó a la playa.

—Gilipollas —se dijo a sí mismo. Se sentó sobre la arena; tenía un corte tan profundo en la pierna que se veía el tejido blanco entre la carne desgarrada y la sangre que salía a borbotones. Iba a necesitar unos puntos, eso seguro. En una ocasión, recordó, cuando tenía trece años, un chico llamado Blake se llevó un golpe similar con su propia tabla y lo sacaron inconsciente del agua. El impacto lo había recibido en el maxilar y se pasó meses sometido a un tratamiento de reconstrucción dental. Esta herida no era ni mucho menos tan grave, y él ya se había hecho unos cuantos chichones en su momento, pero ese trozo de pantorrilla arrancada bien merecía una medalla al valor, un «corazón púrpura».

—¿Estás bien? —Ben Wu había salido del agua, después de recoger la tabla suelta de Kirk. —¡Joder! —exclamó al ver el corte—. ¿Quieres que te lleve al hospital?

—No. Mi padre está por aquí. Ya me lleva él.

—¿Seguro?

El chico se puso de pie.

—Sí, sí. —Sentía dolor, y la sangre le resbalaba por la pierna, salpicando de gotas rojas la arena de Marte, pero rechazó a Ben con un gesto—. Todo controlado. Gracias.

Cogió la tabla y subió cojeando por el sendero hacia el aparcamiento.

—Necesitarás ahí unos cuarenta puntos de sutura —gritó Ben antes de volver a meterse entre las olas con su tabla.

Kirk notaba que la pantorrilla le palpitaba al ritmo de sus pulsaciones. Subió renqueante, arrastrando la correa de la tabla por la arena del sendero. Habían llegado otros bañistas, y más de la mitad del aparcamiento estaba lleno. Por suerte, su padre había estacionado cerca de la verja. Esperaba encontrárselo dentro de la caravana, charlando por teléfono frente a la mesa cubierta de documentos de trabajo. Pero cuando rodeó el vehículo, descubrió que la puerta trasera estaba cerrada. A su padre no lo veía por ninguna parte.

Dejó apoyada la tabla contra la puerta y se sentó en el parachoques para examinarse la pierna, que ahora parecía como una salchicha kielbasa que hubiera explotado. Si la tabla le hubiera golpeado un poco más arriba, podría haberle destrozado la rótula. Se sentía afortunado, aunque le convenía llegar a un servicio de urgencias lo antes posible.

Su padre debía de estar al otro lado de la autovía, comprando bebida o quizá una barrita proteínica, con la llave de la caravana en el bolsillo de su traje de neopreno. Kirk no quería cruzar la autovía cargado con la tabla, pero tampoco dejarla ahí en el aparcamiento para que se la llevara algún ladrón. Echó un vistazo en derredor para cerciorarse de que nadie miraba, se subió al parachoques con la pierna buena y colocó la tabla sobre el techo de la caravana. Desde el suelo, no se veía nada. La correa había quedado colgando; la enrolló haciendo un ovillo embarullado y la lanzó también al techo. Ya había tomado suficientes precauciones, pensó, y se dirigió hacia la autovía.

Un gran arbusto le proporcionó un poco de sombra mientras aguardaba a que se abriera un hueco entre el tráfico matinal. Cuando se presentó la ocasión, se puso en marcha y cruzó renqueando los cuatro carriles. Echó un vistazo en el Subway y el Circle W a través de los cristales, pero no vio a su padre. La tienda de surf tenía más lógica. Quizá se estaba comprando un filtro solar. En el interior atronaba una música de heavy metal, pero no había nadie.

La última y quizá la mejor posibilidad era el Starbucks, que se hallaba al final de la serie de tiendas en dirección norte. En las mesas y bancos exteriores había clientes leyendo el periódico y trabajando en portátiles mientras tomaban café. Pero Frank no estaba entre ellos; y nadie le prestó atención ni hizo comentarios sobre su herida abierta. Entró en el local, confiando en encontrarlo allí y decidido a arrancarlo de su conversación telefónica para salir a toda prisa y recibir la atención médica necesaria. Pero tampoco estaba en el Starbucks.

—¡Madre Santa! —dijo la camarera al verlo ahí en medio, sangrando—. Caballero, ¿se encuentra bien?

—No es tan grave —respondió Kirk. Varios clientes levantaron la vista de sus cafés y sus portátiles, pero ninguno reaccionó.

—¿Llamo a emergencias? —preguntó la camarera.

—Ya me van a llevar al hospital. Mi padre. ¿No ha estado aquí un tal Frank, pidiendo un café largo con moca?

—¿Frank? —La mujer pensó un segundo—. Una señora ha pedido hace poco uno largo con moca y un descafeinado con leche de soja. Pero no recuerdo a ningún Frank.

El chico se dio media vuelta.

—Tenemos un maletín de primeros auxilios —dijo la mujer.

Afuera, recorrió con la vista el aparcamiento y la acera frente a las tiendas, pero seguía sin ver a su padre. Por si había mesas al otro lado del Starbucks, aunque era poco probable, dobló la esquina y echó una ojeada. Nada: ni mesas, ni Frank. Solamente varias plazas vacías bajo unos eucaliptos.

Había un único coche, un Mercedes, al otro lado del grueso tronco de un árbol. Kirk veía el morro y una parte del parabrisas. Distinguió unas tazas —un par— encima del salpicadero. Desde el asiento del copiloto, una mano masculina cogió una de las tazas: debía contener, dedujo, un café largo con moca, porque reconoció en el acto la correa negra del cronómetro de estilo militar de su padre, un reloj como el que ahora llevaba él en su propia muñeca. Las ventanillas del Mercedes estaban bajadas, lo que le permitió oír el gorjeo de una carcajada femenina junto con la risa ahogada de Frank.

El muchacho dejó de sentir el dolor de la pierna. Ya no le dolía nada mientras se acercaba al árbol y atisbaba la parte delantera del coche, así como la cara de una mujer, de larga melena negra, que sonreía a su padre. Este estaba vuelto hacia ella, de modo que Kirk solo le veía la nuca. Le oyó decir: «Será mejor que regrese». Pero no se movió. Por su tono tranquilo y relajado, estaba claro que no pensaba ir a ninguna parte.

Retrocedió muy despacio hasta la esquina, volvió al Starbucks y entró otra vez en el local.

En la pared opuesta a la entrada, los ventanales de las tres mesas del fondo daban a las plazas vacías situadas a la sombra de los eucaliptos.

Se acercó al ventanal y estiró el cuello. Vio a la mujer de la melena negra. Tenía el brazo apoyado en el hombro de Frank y jugueteaba con su pelo lleno de salitre. Él daba vueltas a la taza entre sus manos. Estaba sentado sobre una toalla que cubría todo el asiento, como si su traje de neopreno aún no se hubiera secado. La mujer dijo algo y volvió a soltar una carcajada. Su padre se rio también. El chico raramente lo veía reír así, mostrando toda la dentadura, con la cabeza echada hacia atrás y los ojos entornados. Era como una película muda, porque el diálogo quedaba silenciado por los cristales del Starbucks. Kirk no oía nada más que un murmullo de dedos tecleando en los portátiles y las voces de los pedidos en el mostrador.

—¿Por qué no se sienta? —Era otra vez la camarera. Se llamaba Celia, según la chapa, y se aproximaba con un maletín metálico de primeros auxilios—. Al menos puedo ponerle una venda.

Obedeció, y ella le envolvió la pierna con una gasa, que enseguida se tiñó de rojo. Cuando volvió a echar otro vistazo por el ventanal, la mujer de la melena negra se estaba echando hacia delante con la boca entreabierta y la cabeza ladeada de ese modo universalmente conocido como el preludio de un beso. Su padre se inclinó hacia ella.

Kirk volvió a cruzar la autovía completamente aturdido, aunque se acordó de recoger la tabla del techo de la caravana. Bajó otra vez a Marte por el sendero. La zona de rompiente seguía llena de surfistas, aunque la marea alta estaba a punto de iniciar el largo retroceso hacia la línea de bajamar. Se sentó sobre la arena, junto a la tabla y el remo de su padre. Tenía la boca seca, la vista nublada, los oídos sordos al fragor de las olas. Miró el vendaje ensangrentado de su pantorrilla, recordando que se había hecho un profundo corte con su propia tabla… Pero ¿cuándo había sido? Parecía que hiciera semanas.

Despegó lentamente el esparadrapo que le rodeaba la pierna y desenvolvió la gasa manchada de rojo y la estrujó con una mano. Cavó un hoyo en la arena, un hoyo profundo, metió dentro el gurruño pegajoso y volvió a echar arena encima. La herida enseguida empezó a sangrar otra vez, pero él no hizo caso, ni tampoco del dolor ni de la hinchazón. Permaneció allí sentado, confuso, repentinamente enfermo, sintiendo ganas de llorar. Pero no lo hizo. Cuando su padre regresara, lo encontraría así, recuperándose de un accidente de surf, esperando a que terminara sus llamadas para que lo llevara al hospital y le pusieran cuarenta puntos al menos.

Nadie pasaba por su lado, ni saliendo del agua ni bajando del sendero desde el aparcamiento. Estuvo allí solo, deslizando los dedos por la arena como con un rastrillo, durante quién sabía cuánto tiempo. Le habría gustado tener un libro a mano.

—Pero, qué coño… —Frank se acercó a grandes zancadas mirando con los ojos muy abiertos la herida de su hijo—. ¿Qué te ha pasado en la pierna?

—Ha sido con mi propia tabla —le explicó Kirk.

—¡Joder! —Frank se arrodilló en la arena y examinó el corte—. Habrás pegado un buen grito.

—Ya lo creo.

—Herido en el frente de batalla.

—Un regalo de cumpleaños del carajo.

Frank se echó a reír, tal como se reiría cualquier padre al ver que su hijo se ha llevado un buen golpe y que él mismo le quita importancia bromeando con estoicismo.

—Bueno, vamos al hospital para que te lo limpien y te cosan la herida. —Recogió la tabla y el remo—. Te va a quedar una cicatriz muy sexy.

—Sexy a tope.

Siguió a su padre por el sendero, alejándose de la línea de surf y abandonando Marte por última vez, para siempre.

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