miércoles, 24 de julio de 2019

Dos viejos, de Ilya Varshavsky

 


Semako metió los papeles en la carpeta.

—¿Ha terminado? —preguntó Gólikov.

—Me queda todavía un problema, Nikolái Petróvich. Este mes no podremos cumplir el encargo del Comité para la Astronáutica.

—¿Por qué?

—No nos dará tiempo.

—Hay que cumplirlo. El plan debe cumplirse a cualquier precio. En caso de extrema necesidad le mandaré un programador.

—No se trata de un programador. Hace tiempo que le vengo pidiendo una calculadora más.

—Y yo hace tiempo que le pido que se deshaga de su «Torbellino». Usted se da cuenta que este trasto viejo figura en nuestro balance. Tenga presente que allí entienden poco de detalles. Tiene una máquina, y basta. Por segunda vez me recortan los pedidos. ¡«Torbellino»! ¡Vaya nombrecito que le han inventado!

—Usted olvida que…

—No olvido nada —le interrumpió Gólikov—. Hace mucho que han fracasado estas absurdas tentativas de simular el cerebro en las máquinas calculadoras. Nuestra entidad es un Centro de Cómputo y no un museo. Nos visitan comisiones, delegaciones extranjeras. Sencillamente, da vergüenza mostrarles su laboratorio. No puedo comprender, en absoluto, ¿qué ha hallado en este «Torbellino»?

Semako vaciló un instante:

—Verá usted, Nikolái Petróvich, ya son treinta años los que trabajo con el «Torbellino». En su tiempo era la más perfecta de nuestras máquinas. Puede parecer sentimental, estúpido, pero, simplemente, no tengo valor para…

—¡Tonterías! Todo tiene su fin. Algún día, a usted y a mí, estimado Yuri Alexándrovich, también nos van a echar a un lado. No hay nada que hacer, ¡así es la vida!

—Vaya, para usted, al menos, todavía es temprano hablar de eso.

—No —se desconcertó Gólikov—. No me ha entendido. No se trata de la edad. Quince años más o quince años menos de todos modos, el fin es el mismo. Mas nosotros, usted y yo, somos personas, homo sapiens, por decirlo así, y este «Torbellino» suyo, este —perdóneme la expresión— trasto desvencijado, no es sino un frustrado intento de simulación.

—Y, sin embargo…

—Y, sin embargo, tírelo al diablo y en el próximo trimestre yo le prometo una máquina de lo más moderno, del último modelo. Piense en ello.

—Bien, lo pensaré.

—Pero el plan debe cumplirse cueste lo que cueste.

—Lo intentaré.

* * *

Este enorme y fragoroso armario rodeado de bajas máquinas con elementos moleculares y elegantes como panteras, parecía un monstruo prehistórico.

—¿En qué estás ocupado? —preguntó Semako.

El autómata interrumpió la marcha de sus cálculos.

—Sabe, estoy comprobando la solución del problema que resolvió esta… la molecular. Hay que vigilarlas con cien ojos. Realizan los cálculos sin pensar. Aunque con rapidez, pero sin pensar.

Semako levantó el panel y echó una mirada a los datos de entrada. Problema número veinticuatro. Para repetir todos los cálculos el «Torbellino» necesitará por lo menos tres semanas. ¿A santo de qué se le ocurrió hacer esto?

—No vale la pena —dijo él cerrando la tapa… El problema se ha resuelto paralelamente en la segunda máquina y la convergencia es bastante satisfactoria.

—No se preocupe, lo voy a hacer muy pronto —el zumbido de la máquina se transformó en un ensordecedor rechinamiento. Las lamparillas del panel comenzaron a parpadear a una loca velocidad. ¡Si yo sé trabajar tan de prisa!

«¡Crac!» —funcionó el relé de protección térmica. El tabulador borró las cifras del contador.

El autómata, avergonzado, guardaba silencio.

—No hace falta —le dijo Semako—, descansa por ahora. Mañana voy a preparar para ti un problema.

—Sí… ya ves, mi circuito no sirve… de lo contrario yo…

—No te preocupes, viejo. Todo estará en orden. Deja que tus circuitos se enfríen.

—¿Has visto al jefe? —preguntó el «Torbellino».

—Sí, le he visto.

—Y él, ¿habló de mí?

—¿Por qué lo preguntas?

—Estos días pasó por nuestro laboratorio junto con el jefe de la sección administrativa. Y dispuso. A este monstruo hay que tirarlo a la basura, por lo inútil que es. Se refería a mí.

—¡Tonterías! Nadie te va a arrojar a la basura.

—Si se hubiera podido arreglar un poco mi circuito y sustituir las lámparas, entonces, yo, ¿sabe cómo?

—Bueno, algo inventaremos.

—Si por lo menos se hubieran podido sustituir las lámparas, pero ¿dónde ahora las consigues? De seguro, hará unos buenos veinte años que ya no se fabrican.

—No importa. Ten paciencia. En cuanto nos desembaracemos del plan te montaré un nuevo circuito a base de semiconductores. Ya esbocé algunas cosas.

—¿De veras?

—Te repararemos un poco y podremos utilizarte para enseñar a los estudiantes, ya que tu trabajo se basa en un principio completamente distinto al de estas, modernas.

—¡Se sobrentiende! Y tú, ¿recuerdas qué problemas solucionábamos cuando preparabas tu primer informe para el congreso internacional?

—Vaya si lo recuerdo.

—Y cuando reñiste con Liúda, te recomendé la táctica óptima de conducta. ¿Te acuerdas? Sucedió en el año mil novecientos… ¿qué año?

—En mil novecientos sesenta y siete. Acabábamos de casarnos.

—Dime… ahora, ¿la echas mucho de menos?

—Muchísimo.

—¡Cómo lo envidio!

—¿Qué es lo que envidias?

—Sabes… —el autómata se calló.

—No te calles. Dilo.

—No sé cómo explicártelo mejor… Es que yo no temo, en absoluto… ese… fin. Únicamente, quisiera que alguien me eche de menos, y no simplemente, así… a la basura, por inútil. ¿Me comprendes?

—Claro que te comprendo. Sentiré mucho tu ausencia.

—¿Es verdad?

—Palabra de honor.

—Déjame calcular algo para ti.

—Mañana por la mañana. Y, mientras tanto, descansa.

—Te lo pido, ¡por favor!

Semako suspiró.

—Ayer ya te ofrecí un problema.

—Yo… yo lo recuerdo mal. Algo pasa con mi línea de retención de la memoria. Y a ti, ¿no te ocurren estas cosas?

—¿Qué cosas?

—Que quieres evocar algo en la memoria y no puedes.

—A veces me sucede.

—A mí ahora esto me pasa muy a menudo.

—No es nada, pronto te repararemos.

—¡Gracias! Entonces repíteme el problema.

—Ya es tarde, de todos modos, hoy no tendrás tiempo de hacer nada.

—Entonces, no me desconectes para la noche. Vendrás por la mañana y el problema ya estará resuelto.

—Está prohibido —dijo Semako—, el servicio contra incendios no permite dejar las máquinas enchufadas.

El «Torbellino» soltó un «hum».

—Tú y yo en nuestra juventud hacíamos cosas mucho más arriesgadas. ¿Te acuerdas cómo trabajábamos sobre tu tesis? Cinco días y cinco noches sin tregua.

—Aquellos eran otros tiempos. Y ahora a descansar. Desconecto la corriente.

—Bueno, ¡hasta mañana!

* * *

Por la mañana, al llegar al laboratorio, Semako vio a tres robustos mozos que sacaban al «Torbellino».

—¿A dónde se lo llevan? —bramó él—. ¿Quién os ha dado permiso?

—Nikolái Petróvich lo dispuso así —sonrió ampliamente el jefe de la sección administrativa que dirigía la operación—. A la basura, por inútil.

—¡Espere! Ahora mismo voy a llamar…

El panel del «Torbellino» chocó contra la jamba de la puerta y sobre el suelo se derramó una lluvia de fragmentos de cristal.

—¡Ay, qué brutos…! —Semako se sentó a la mesa y cerró los ojos con las manos.

Arrastraron la máquina al pasillo.

—¡Zina!

—¡Le escucho, Yuri Alexándrovich!

—Llame a la mujer de la limpieza. Que barra esto. Si preguntan por mí, diga que me marché a casa.

La auxiliar de laboratorio le miró sobresaltada.

—¿Qué le pasa, Yuri Alexándrovich? Está más pálido que un muerto. Ahora mismo llamaré al puesto médico.

—No hace falta. —Semako, con dificultad, se levantó de la silla—. Es que hoy he perdido a mi mejor amigo… Treinta años… Sabe que yo… incluso… hablaba a veces con él… mentalmente… Esa estúpida costumbre de viejos.

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