El jefe tenía la costumbre de rezar. Se trataba de algo que no hacía con una frecuencia establecida, ni en un lugar concreto, cada noche antes de acostarse o en la iglesia. El momento venía dictado en cada caso por las circunstancias. Y en cuanto al lugar, este importaba poco, siempre que el jefe se hallara a solas y tuviera la certeza de que nadie podía interrumpirlo.
No confiaba en obtener respuesta a sus rezos. Ni siquiera era creyente. No acudía a los oficios. Tampoco conocía las oraciones del catecismo. La letanía que desgranaba era fruto exclusivo de su invención, depurada por la práctica de años y años.
Rezar lo ayudaba a definir sus deseos y necesidades, a valorarlos, a establecer una adecuada jerarquía entre ellos.
Había rezado antes de lograr su cargo en la Compañía, al frente de uno de los departamentos de mayor relevancia. Medio centenar de personas a su cargo. Un presupuesto anual cuyo desglose cubría más de mil páginas de papel reciclado. Toda una planta en la sede de la Compañía; una planta alta, elevada sobre los edificios circundantes. En los días nublados, al otro lado de las ventanas solo era posible distinguir una tupida masa gaseosa que dejaba el mundo reducido al espacio que ocupaban aquellas oficinas.
Casi un año después, cuando se acercaba su primera Navidad en el puesto, el jefe rezó de nuevo. Había organizado una fiesta para su gente, en la oficina; contribuiría a estrechar lazos. No es que esto fuera de veras necesario, opinaba él. Se llevaba bien con todos, conocía sus nombres, si estaban casados o solteros, algún detalle personal de la mayoría de ellos… Pero también era cierto que existían tiranteces. Casos aislados. Lo que se puede esperar en cualquier lugar, se decía a sí mismo. Siempre hay elementos que prefieren guardar las distancias, con estilos propios de actuar.
Mediante su rezo concluyó que deseaba, de veras, que la fiesta saliera bien.
Escogió un viernes para la celebración, que tendría lugar a media mañana. Contrató un servicio de catering. Se hizo con un equipo de música. Adquirió de su bolsillo un presente para cada uno de los empleados a su cargo: un llavero de plata para los hombres; un monedero de piel, repujado con una filigrana vegetal, para las mujeres. Se reprendió por sentar tal precedente. En las Navidades siguientes, predijo, esperarían una atención similar, si no mejor.
Pero a pesar de ello cedió a la tentación del derroche. Quería impresionarlos.
Trató de mantener la celebración en secreto. Y lo consiguió hasta que los del catering lo telefonearon al trabajo para aclarar una duda sobre el menú y una de sus secretarias contestó la llamada. Cuando todavía faltaba una semana para la fiesta, todo el mundo se encontraba ya al tanto. Las agendas se reordenaron a fin de liberar la mañana del viernes.
Al principio todo marchó bien, tal como el jefe había planeado, e incluso mejor. Recibió agradecimientos por los regalos. Se desplazó de un grupo a otro, charlando con todos y deseándoles unas felices fiestas. Acogió con risas los comentarios jocosos sobre la ausencia de alcohol en el surtido de bebidas. Todos parecían felices y satisfechos.
La celebración aún mejoró. En lo más alto de la fiesta, la esposa del jefe hizo aparición al frente de una columna de empleados del catering cargados con bandejas de dulces. Llevaba un abrigo de piel sobre los hombros y la rodeaban los olores de la peluquería. Por delante de ella, a modo de pajes, desfilaron sus hijas gemelas de cinco años, ataviadas con vestidos a juego y zapatos de charol, quienes lo contemplaban todo entre admiradas y sobrecogidas. Durante años persistiría en ellas la idea de que en el lugar donde su padre trabajaba, la gente lucía a diario gorritos de fiesta, sonaba la música y adornos navideños pendían de las lámparas y coronaban los ordenadores.
Empleados de otras plantas del edificio se unieron a la celebración. Cada vez había más gente. Resultaba complicado hacerse oír entre el vocerío. Por eso en un primer momento casi nadie prestó atención al grito lanzado por una de las secretarias. Luego este se repitió, multiplicado al sumarse a él nuevas voces, y las conversaciones comenzaron a enmudecer, con lo que los gritos pudieron por fin ser oídos claramente, y las miradas se dirigieron hacia el centro de la conmoción. El jefe, sosteniendo un vaso en la mano, se abrió paso a codazos hasta allí. La gente había retrocedido despejando un círculo.
A primera vista no había nada anormal. Una mesa, una silla…, el puesto de trabajo de alguien. Pero bajo la mesa había una papelera y esta se hallaba volcada. Su contenido, incluido un canapé de la fiesta a medio comer, estaba en el suelo. Y una rata mordisqueaba los restos del canapé. Y la rata era grande. Y ante el griterío y los dedos que la señalaban se alzó sobre sus patas traseras para hacer frente a la congregación. Y la rata llevaba un primoroso lazo rojo en torno al cuello. Como un regalo de Navidad.
Luego el roedor echó a correr y se zambulló en la maraña de pies. Se produjeron nuevos chillidos y varias personas se encaramaron a mesas y sillas. La carrera del animal permitió que fueran muchos los que pudieron verlo con sus propios ojos, y también el lazo rojo que lo adornaba y probaba que su presencia allí no se trataba de algo casual.
Finalmente la rata quedó acorralada en una esquina y de nuevo se irguió en actitud retadora, como si hubiera sido adiestrada para resistir hasta el final. Pero eso no la salvó. Uno de los empleados se adelantó decidido y le lanzó, a modo de red, la funda de un monitor de ordenador. Y una vez atrapada acabó con ella mediante un pisotón. El sonido hizo estremecerse a quienes estaban más cerca.
Las conversaciones habían concluido. La esposa del jefe trataba de tranquilizar a sus hijas, a las que el griterío y la confusión habían hecho llorar. Sin despedirse de nadie las tomó de la mano y desapareció camino de los ascensores.
La misma persona que había terminado con la rata la alzó del suelo sirviéndose de la funda de monitor, que oportunamente mantenía el cuerpo sin vida fuera de la vista. Por debajo del envoltorio oscilaban el largo rabo rosado y un extremo del lazo.
Sosteniéndolo todo lejos de sí se dirigió al cuarto de la limpieza mientras decía:
Ya está. Ya está. No pasa nada. Tranquilos.
Sobre la moqueta quedaron una mancha de sangre y un amasijo de restos blandos, entre rojo y gris.
Tras lo ocurrido, el ambiente se enfrió con rapidez. Alguien desconectó el equipo de música. Los grupos se disolvieron. Cada empleado regresó a su puesto de trabajo. Se observaban entre ellos de reojo, comenzando ya las conjeturas. Los del catering empezaron a recoger las mesas.
Solo, en el centro de donde unos minutos antes la gente había estado comiendo, bebiendo y conversando, quedó el jefe, todavía con su vaso en la mano, mirando aturdido a su alrededor y preguntando a quien quisiera escucharlo a dónde habían ido su mujer y las niñas.
Así concluyó su fiesta de Navidad, por cuyo éxito y consecuencias beneficiosas él había rezado.
Hubo consecuencias, por supuesto. La aparición de una rata con un lazo alrededor del cuello era algo demasiado jugoso para dejarlo correr o que se olvidara en poco tiempo. Nunca había ocurrido algo semejante en la Compañía, ni siquiera que se le aproximara. Alguien tenía que haber llevado la rata hasta allí. Se había tomado la desagradable molestia de capturarla, la había adornado con el lazo, la había introducido en la fiesta y la había soltado teniendo la precaución de que nadie se percatara de ello.
¿Quién lo hizo?
Nadie lo sabía.
Los empleados bromeaban señalándose unos a otros como culpables, aunque tenían buen cuidado de cerrar la boca si el jefe estaba cerca.
De modo casi inmediato, la noticia se había propagado por todo el edificio y también fuera de él, hasta la última sucursal de la Compañía.
El jefe tuvo que soportar comentarios sarcásticos con motivo del insólito invitado a su fiesta. Comentarios que provenían de sus superiores e iguales, y también de los empleados a su cargo. Empleados que nunca antes se habían atrevido a bromear con él, pero a los que el incidente de la rata parecía haber dotado de coraje.
Porque desde el primer instante todos habían dado por sentado que la rata iba dirigida a él, al jefe: un regalo; o mejor: un mensaje. Había alguien entre ellos que no solo no le profesaba respeto, sino que albergaba algo contra él. Aquello no se trataba tan solo del trabajo de un bromista. Alguien se había tomado numerosas molestias para sabotear el que debía haber sido uno de los momentos álgidos del jefe. Y lo había logrado con creces, de un modo tan sencillo como efectivo: una rata y un lazo. Y esto —la meditada elaboración—, unido a que ninguno de los empleados supiera, que ni siquiera pudiera sospechar respaldado por un mínimo grado de certeza, quién había sido el culpable, que todos pudieran serlo —todos—, les hacía pensar que quizás el saboteador había obrado impulsado por motivos legítimos, que quizás el jefe se lo merecía, que detrás de la fiesta, de los regalos, del desempeño correcto aunque no brillante de su cargo, de su familia salida de un anuncio de mobiliario de gama alta, de todo el conjunto de su persona, había algo turbio que justificaba un ataque semejante, algo que estaba ahí pero que hasta la fecha solo esa persona desconocida había tenido la perspicacia de apreciar. Y si era así, la rata ya no era un regalo, ni siquiera un mensaje. Era un castigo.
Mientras todos llegaban a tal conclusión, la historia de la rata iba creciendo, ganando en detalles, sin que tampoco nadie supiera de dónde estos surgían, y sin que a nadie le importara si eran ciertos o falsos.
Cuando apareció en la fiesta de Navidad, la rata presentaba muy buen aspecto. No parecía una vulgar rata de alcantarilla.
Había sido alimentada.
Había sido desparasitada.
El lazo que portaba tenía un ribete dorado.
La rata había sido lavada.
La rata había sido perfumada.
El perfume que llevaba era el mismo que el de la mujer del jefe.
Así, fragmento a fragmento, la historia se desarrolló, asegurándose la pervivencia, pasando a formar parte de la mitología de la Compañía.
Solo faltaba una pieza más para completarla. La más importante de todas. Y esta también terminó por llegar; al igual que las anteriores, sin que se supiera quién la había descubierto. Alguien había oído un nombre, y se lo deslizó a otro alguien, que a su vez se lo dijo a otra persona, y esta a otra, y esta a otra…
Y así hasta que una mañana todos los empleados del departamento, en una planta elevada del edificio, con el sol matutino entrando oblicuo por las ventanas, volvieron la cabeza, estiraron el cuello, se pusieron en pie, para ver cómo el saboteador, el dueño de la rata, entraba en la oficina como cualquier otro día y tomaba asiento en su puesto. En apariencia indiferente a la atención que despertaba.
Un hombre introvertido, de escasas palabras pero de trato amable, buen trabajador, eficiente. Nadie habría creído que pudiera tratarse del culpable. Habían sospechado de él lo mismo que habían sospechado de todos los demás. Pero las sospechas habían pasado sobre su persona sin detenerse.
El autor era un buen hombre. Intachable.
Luego era cierto, pensaron todos.
Un castigo.
La rata se trataba de un castigo.
La puerta del despacho del jefe se abrió y este se asomó. La noticia también lo había alcanzado. Ante la expectación de los presentes, los dos intercambiaron una breve mirada. Luego la puerta volvió a cerrarse.
Y el jefe volvió a rezar. Porque detestaba a aquel hombre y deseaba que desapareciera. Lo quería en un lugar lo bastante alejado como para que ni él ni nadie en toda la Compañía lo recordara.
No.
No es así.
Lo quería reducido.
Lo quería humillado.
Claro que no podía hacer nada al respecto. Carecía de pruebas en su contra. No existían más que rumores, que nadie —y menos aún el presunto culpable— iba a encargarse de confirmar. Aunque esto no resultaba necesario. Todos sabían lo que había ocurrido y quién era el protagonista. Y si todos pensaban igual, era cierto.
Cierto, pero el jefe continuaba sin poder hacer nada.
Y aunque hubiera podido hacerlo, tampoco habría dado ningún paso al respecto. Tomar medidas contra el empleado, trasladarlo a otro puesto, incluso aumentar su carga de tareas, incluso adoptar con él una actitud que fuera tan solo un poco menos amigable, un poco más exigente, habría significado el reconocimiento definitivo de que aquella rata iba, en efecto, dirigida a él.
Luego no podía hacer más que soportar su presencia.
Y rezar para que el culpable desapareciera —del modo que fuese—, y —por encima de todo— para que no surgieran más ratas con lazos.
En la oficina le parecía que se topaba con él en todo momento. Lo veía en la sala de descanso, junto a la máquina de café, siempre rodeado por otros empleados que lo escuchaban atentamente. El jefe nunca era capaz de averiguar lo que les estaba diciendo. Lo veía salir a la hora del almuerzo, de nuevo en compañía, a aquel hombrecillo callado que antes siempre comía solo en su mesa mientras leía una novela de bolsillo.
Pensaba en él los fines de semana en que, junto a su mujer, visitaba almacenes de materiales procedentes de derribos y seleccionaba antiguos ladrillos árabes, puertas de cuarterones y columnas de fundición con que decorar su nueva casa, adquirida gracias al incremento de ingresos que acompañaba el cargo al frente del departamento. Una casa que iba a parecer un palacio. Y un cargo para el cual —a decir de algunos— él no era la persona idónea.
Y en particular, pensaba en él cuando se reunía con sus superiores y apreciaba en ellos una desconfianza hasta entonces nunca demostrada, como si de veras creyeran que existía en él un motivo de sospecha, que era merecedor de un castigo. Las señales eran sutiles, pero estaban ahí. Saludos esquivos. Un especial escrutinio de las actividades de su departamento. Petición de aclaraciones ante sus informes de resultados.
Y a medida que su popularidad disminuía, la del manipulador de ratas crecía sin cesar. En este caso las señales no eran sutiles, sino evidentes. O al jefe así se lo parecía. El respeto que los demás empleados le profesaban de repente. El aire desenvuelto con que se movía por la oficina. Su imborrable sombra de sonrisa cada vez que el jefe se dirigía a él. Cada vez.
La situación se mantuvo así, uno bajando, el otro subiendo, durante varias semanas, hasta que el verdadero responsable de llevar la rata a la fiesta de Navidad decidió que ya era suficiente.
Una tarde aguardó en un rincón del garaje del edificio, fuera del alcance de las cámaras de seguridad, hasta que el hombre introvertido, de escasas palabras pero de trato amable, buen trabajador, eficiente y que estaba gozando del beneficio de algo que no había hecho, y que tampoco se le hubiera ocurrido nunca hacer, pues carecía de la imaginación y mucho menos aún del impulso necesarios para ello, apareció al final de la jornada camino de su coche.
El garaje estaba desierto salvo por ellos dos.
Entonces el verdadero responsable salió de su escondrijo, y antes de que el otro alcanzara a tener un atisbo de su rostro lo golpeó en la cabeza con una llave inglesa. No demasiado fuerte. Solo lo justo para darle una lección. Porque él sí era de veras eficiente, además de cuidadoso. Y cuando el farsante cayó al suelo, todavía lo castigó con varias patadas y nuevos golpes de llave, en el rostro y el cuerpo, dando desahogo al resentimiento acumulado a lo largo de todos los días y semanas anteriores, cuando en la oficina, desde una mesa cercana, lo veía alardear y alardear a diario. A diario.
A continuación se guardó la llave inglesa en el bolsillo, comprobó que continuaban solos y sin mirar atrás desapareció a paso ligero.
Fue el jefe quien momentos después, también de camino a su coche, encontró el cuerpo. Sangraba por la cabeza. Balbuceaba. El jefe corrió hacia él, sin saber de quién se trataba. Intentaba levantarse y él se lo impidió, manchándose a su vez de sangre.
Aguarde. No se mueva, dijo. Pediremos ayuda.
Fue entonces cuando lo reconoció, al hombre de la rata.
Tenía la nariz rota y la cara machacada. Había dos dientes sobre el pavimento del garaje.
Y mientras seguía diciéndole, ordenándole, ahora en un tono más frío, y también perplejo, que no se moviera hasta que llegara la ayuda, el jefe oyó unos pasos que se aproximaban.
Eran tres, también empleados de la Compañía. Altos cargos. Antes comía con ellos y tomaban una copa juntos después del trabajo. Ya no.
Se detuvieron al unísono cuando lo descubrieron junto al cuerpo ensangrentado. Los miraron, boquiabiertos. Sus miradas saltando de uno a otro. Y parecieron querer retroceder cuando el jefe se irguió, apretó los puños y se dirigió a ellos diciendo:
¿Y cuál es vuestro problema, eh? ¿Cuál es? Venid si os atrevéis. De uno en uno.
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