—Oiga —dijo ruidosamente, como suelen hacerlo las personas mayores—. Oiga. Oiga, habla Fleiker. Oiga.
—Cuando oiga la señal…
—Demonios —dijo jadeando—. No he marcado el…
—…serán las…
—¿Diga? —dijo una voz, una voz de mujer de edad indeterminada, pero evidentemente no joven.
—¿Oiga? —dijo él—. Oiga. Walter, ¿por qué no contestas?
—Oh, cuánto me alegro de que me llames —dijo la voz—. Es muy amable de tu parte llamarme.
—¿Quién es? —preguntó él—. ¿Quién es usted?
—Sí, sí, feliz Año Nuevo, Michael. Sí, ha sido un buen año.
—¿Qué insensatez es ésta? —preguntó él airado.
—Un buen año, sí, un año muy bueno…, el mejor desde que me jubilé. El mes pasado fui a la reunión de Denver, antes de Navidades.
—¿Es esto acaso una especie de juego? —preguntó él—. ¿Año Nuevo? ¿Navidad el mes pasado? Estamos en pleno verano.
—¿Oye? Sí, sí, feliz Año Nuevo, querido. Feliz mil novecientos sesenta y tres.
—Cierre el pico de una vez, maldita sea. ¿Qué clase de burla es ésta? Estamos en mil novecientos setenta. Estamos en pleno agosto, con un calor de mil diablos, y si usted no…
—Ha sido muy amable por tu parte, realmente muy amable. Gracias. Muchas gracias.
—Oiga —gritó, perdiendo la paciencia—. Oiga. Oiga. Oiga. Oiga, maldición, oiga…
—Buenas noches. Felices fiestas… Gracias; buenas noches.
—Cállese de una vez —aulló—. No siga. No intente que…
—Cuando escuche la señal, serán las…
—Oiga, oiga —aulló.
Clic…
—…serán exactamente las…
Colgó furiosamente el teléfono temblando, con los ojos empañados por el sudor. El pulso le golpeaba en el cuello por la cólera. Sintió frío en su moteado cuero cabelludo, haciendo que se le erizasen los escasos mechones de pelo que le quedaban.
«Malditos graciosos —pensó airado—. ¿A quién demonios pensaban que iban a engañar?» Detuvo sus maquinaciones, preguntándose quién le habría gastado aquella estúpida broma.
¿El hijo de su sobrino? ¿Ese que tenía los dientes amarillos y la boca llena de manchas blancas, siempre entreabierta, como dispuesta a lanzar una sonrisa de burla?
¿O habría sido Schulz, o Carpenter, o Wilkenson? Lanzó un gruñido ante tales pensamientos. Débiles, inútiles. La idea de que uno de ellos estuviera mejor que él después de todos aquellos años… Aún albergaban el odio que le tenían, incluso después de haber cumplido los ochenta, cuando todos se mostraban afligidos, temiendo que se muriera. O los buitres de los demás, todos sus innumerables parientes, murmurando entre sí: «¿Cómo está hoy? Está bien. Está muy bien», que en realidad significaba: «Es perfectamente justo que se muera ya de una vez y nos deje todo ese dinero. Él ya es demasiado viejo para disfrutarlo o para interesarse por las cosas que la vida puede ofrecerle…»
Solo, dispuesto para la batalla. Sus marchitos labios se fruncieron en un gesto de desprecio. Había crecido, había cortado gargantas y había fracasado mejor que ellos a lo largo de todo el proceso. Que se fueran y trabajaran duro, de la misma forma que había hecho él sin ayuda de nadie. Ni tan siquiera de su mujer, aquel bonito objeto de oropel que él había comprado antes de que ningún otro lo tocara.
Permaneció sentado un buen rato, contemplando el teléfono. Luego, suavemente, descolgó el auricular y, tras consultar su guía de teléfonos (hubo un tiempo en que su memoria había sido enorme e infalible), marcó cuidadosamente el número de su hermano otra vez.
Clic… Clic… Clic…
…escuche la señal, serán exactamente las…
—No —dijo y cortó la comunicación con un dedo. Marcó el número de nuevo.
Clic…
—Cuando escuche la señal…
Levantó bruscamente la mano.
—Espere, no cuelgue. ¿Quién es usted?
Oprimió fuertemente el auricular contra su oreja, mientras su aliento siseaba entre los agujeros de la boquilla del auricular.
—Le he preguntado que quién es usted. Puedo oír su respiración…
—¿Oiga? ¿Por qué me molesta? Son las dos de la madrugada —dijo una voz.
—Mentiroso —dijo él—. Son las seis de la tarde, a plena luz del día, en el mes de agosto, y el sol es tan brillante que no se puede mirar el asfalto sin gafas oscuras y…
—No, no grites, Jimmy. No te pongas nervioso…
—Yo no me llamo Jimmy —dijo él, intentando controlar su voz.
—No, es la política de la dirección, y si ellos quieren que me retire…
Se dio cuenta de que era la misma voz. De mujer…, probablemente de mediana edad. Una voz muy agradable, pensó, y luego apartó de sí aquel pensamiento con fastidio. No tenía ningún sentido pensar de ese modo a su edad.
—Oiga, ¿quién es usted?
—Lo sé, en junio… Bueno, ha sido un año… Siempre así desde que acabó la guerra, desde que regresaste de Corea.
—¿La guerra? —gritó él—. ¿La guerra de Corea? En nombre de Cristo, la guerra se terminó hace más de diecisiete años. De mil novecientos cincuenta y tres a mil novecientos setenta hay diecisiete años. ¿No sabe usted contar?
—Gracias, gracias —dijo la voz. De mediana edad, pero con acentos juveniles. ¿A quién conocía que tuviera una voz como aquélla? Alguien, alguien, alguien… Pero ¿quién?
—Espere —le rogó él—. No cuelgue.
—…serán exactamente las seis y cuarenta minutos…
Clic…
—Maldita sea —dijo con una voz estridente y quebrada. Se le llenaron los ojos de lágrimas. Era ridículo. No había llorado desde hacía veinte años, cuando murió su mujer, y sólo por pura formalidad. Podría haber llorado así por la muerte de uno de sus perros de caza favoritos o por la muerte de cualquier desconocido en cuyo cortejo fúnebre se había metido por equivocación. Entonces las lágrimas eran fáciles, porque se tiene fuerza y resultan incontenibles.
Era demasiado viejo para llorar. Tenía ochenta y dos años y solamente una vaga sensación cálida de vida le animaba todavía con el recuerdo de años en los que la vida podía haber tenido algún significado. Ahora no le quedaba más que el silencio de su habitación, oculta entre muchas habitaciones, con unos criados que sólo hablaban entre susurros y que se movían como fantasmas en la oscuridad, unos sobrinos jóvenes y estúpidos como bueyes y unas sobrinas de ojos vidriosos, todos ellos esperando que emitiera el último suspiro, y sumido en unos pensamientos que le llevaban a desear desgarrar aquella esclavitud, el dinero y otros símbolos vacíos para un hombre de ochenta y dos años.
«Qué horrible —pensó—. Qué horrible, qué horrible, qué horrible…»
¿Horrible? ¿Qué era horrible?
Hacerse viejo. Marchitarse y resquebrajarse como una vieja película cinematográfica. Las imágenes que están grabadas en ella se van rompiendo y haciéndose polvorientas. Se arrojan al fuego, se retuercen y chisporrotean durante un instante antes de extinguirse y luego desaparecen convertidas en una simple bocanada de humo de la última llamarada que aún lanzan las cenizas.
Pero la edad no es algo tan dramático… ni tan siquiera tan importante. Él, sencillamente, iría apagándose, dejaría de moverse, se quedaría quieto y los hombres oscuros que revoloteaban sobre él llegarían y harían cosas secretas con su cuerpo, de forma que su cara se convertiría en una máscara de cera y talco y afeites olorosos, y su cuerpo se encogería en majestad marchita, en secreto, dentro de la mortaja.
Y los jóvenes, ebrios con los fragmentos negociables de su vida, apenas recordarían que una vez él existió.
—Oh, no —dijo suavemente—. Oh, no, no, no, no, no, hay alguien. Hay alguien. O había alguien. Tiene que haber habido alguien.
Pero no podía recordar a ninguno… ni tan siquiera su hermano Walter, a quien había alimentado, vestido y cuidado y cuya abundante progenie de mediana edad revoloteaba sobre el límite de su existencia, en círculos, como buitres. Walter ni tan siquiera respondía al teléfono.
Si al menos pudiera contar con alguien, en algún lugar. Si al menos en algún momento de su vida hubiera encontrado a alguien que se hubiera cuidado de él, se hubiera preocupado de él, le hubiera querido y hubiera llorado por él. Pero no había tenido a nadie así y ahora ya no existía siquiera la posibilidad de que…
Se cortó. ¿La posibilidad? Vagamente, de forma oscura, la posibilidad. Sólo que ya era tarde y la vida perdía sus detalles en la masa amorfa de los años que se habían desperdiciado, desvanecido, haciendo tu cuerpo más viejo, más cansado, más arrugado y rígido y tu mente difusa e incoherente.
Pensó en Walter. Había estado intentando hablar con Walter, que era el único eslabón que le unía con la vida, la única persona que le quedaba de su propia sangre. (Olvidaba conscientemente a aquellos seres que pululaban en el piso inferior y que habían sido engendrados fuera, a partir de algún fermento que no formaba parte de él.)
Sus dedos, rígidos por el dolor y la calcificación, marcaron el número y esperó, oyendo el rítmico sonar del timbre al otro lado.
—Cuando escuche la señal…
—Maldita sea —gritó—. Maldita sea. Maldita sea. Maldita sea…
Clic…
Cuidadosamente, pacientemente, fijándose bien en cada cifra con una precisión deliberada, volvió a marcar los siete números.
Cuando marcaba la sexta cifra el sonido del timbre… no el suave sonido habitual, sino uno agudo y estridente, comenzó a escucharse como si repiqueteara en una habitación totalmente metálica.
—¿Diga? ¿Dígame? —dijo la voz.
—Oiga —dijo él—. ¿Quién…?
—Oh, eres tú. Había estado deseando que fueras tú de nuevo —dijo la voz de mujer.
—Sí, soy yo. Soy yo —dijo él brutalmente—. Soy yo, Mark Fleiker, ¿y quién diablos es usted?
—Sí, ya sé que eres tú, Mark. ¿Cómo podría olvidar esa voz?
—¿Olvidar qué voz? —preguntó él.
—Después de todos esos años, ¿cómo podría olvidar esa voz?
—Yo no he hablado nunca antes con usted —gritó él por el auricular.
—Todas esas veces —murmuró ella—. Tan poco tiempo, sin ni tan siquiera verte o tocarte y sabiendo que estabas lejos, en algún lugar. Trataba de imaginar dónde estabas durante la guerra…
—Señora —dijo él pacientemente—. Señora, ¿qué especie de juego está usted jugando con un viejo?
—¿Viejo? —dijo ella—. ¿Eres realmente viejo?
—Soy viejo, viejo, viejo, viejo —dijo él—. Estoy sentado aquí, en el interior de una casa, contemplando a los chacales dispuestos a saltar sobre mis huesos.
—Es la guerra —dijo ella—. Esta horrible guerra. Parece que todos estamos sumidos en una especie de histeria. Esta horrible guerra sangrienta…
—Odio pensar en la guerra —dijo él—. Es una guerra idiota. No se acaba nunca, y toda esa sangre, esos muertos, esta devastación, ¿para qué?… No ha sido nunca nuestra guerra…
—No —dijo ella con dulzura—. Puede que hayas perdido a alguien muy querido en ella, pero es nuestra guerra. Es nuestra guerra, aunque esté a punto de terminar.
—No va a terminarse nunca —replicó él.
—Es cuestión de días —dijo ella—, y entonces podremos respirar en paz y quedar realmente liberados de todos esos horrores. Han cruzado el Rin y…
—¿Han cruzado el Rin? —gritó él—. ¿Está loca?
—…Sólo cuestión de días… —dijo la voz, haciéndose repentinamente muy débil.
—¿Qué tiene que ver eso de cruzar el Rin con ese país asiático, cuyas cuatro quintas partes son jungla, donde la muerte se enseñorea de todo…, en donde ha muerto mi sobrino, el único ser bueno que ha salido de mi carne?
—…Los nazis —dijo ella—. Los horribles nazis…
Luego se produjeron una serie de extrañas interferencias en el teléfono y…
—Cuando escuche la señal, serán exactamente…
Colgó violentamente el teléfono, respirando agitadamente, y se tumbó sobre la cama. Así permaneció, débil y asustado.
La sensación de estar extremadamente solo volvió a apoderarse de él. Solo, solo, solo… Las palabras golpeaban contra las paredes, se hacían pedazos en el interior de sus oídos, se repetían como un eco en los pasadizos interiores de su ser.
Solo.
A excepción de la voz de una loca procedente de no sabía dónde, que creía que el mundo todavía estaba sumido en una guerra, que se estaba cruzando el Rin, que seguían existiendo nazis malvados… una voz que le reconocía con placer.
Con placer, pensó sorprendido…, pero era sólo una voz. La gente no solía acogerle con placer. Lo fingían, claro está, y pensaban que él no podía ver a través de sus transparentes estratagemas destinadas a atraerse su amistad. Lo sabía. Sabía. Sabía. Lo mismo que sabía lo que querían decir los médicos que le contaban que no había nada que funcionara mal dentro de él.
—No tiene ninguna enfermedad, señor Fleiker. Edad, sí, con todas las pequeñas degeneraciones que ello implica, pero está tan sano como un dólar.
—Eso no es estar muy sano —replicaba él agriamente.
—Bueno, usted ya sabe lo que quiero decir.
—Me estoy muriendo —decía él.
—Piensa que se está muriendo —solían contestarle los médicos delicadamente.
—Es lo mismo.
—Tal vez —fruncían los labios—. Tal vez. Tal vez.
¿Qué pensarían ahora? El delirio final. Oír voces por el teléfono que le dicen que están hablando desde el año de la guerra de Corea. ¿1953 o 1954? ¿Cuándo cruzaron el Rin los aliados? ¿En 1945? Una voz que le conocía. Que le hablaba cariñosamente. (La gente apenas solía hablarle cariñosamente, ni tan siquiera su difunta esposa, que, en realidad, sencillamente apenas le hablaba.)
Su viejo corazón brincó por un instante. Su corazón de ochenta y dos años de edad pesó por un instante y su cabeza cayó sobre la almohada, la sangre corrió por las finas venas de su rostro, haciendo que su nariz, labios y mejillas enrojecieran y cobraran un inesperado calor.
—Dios mío —dijo—. Dios mío, jugar conmigo de forma tan irónica.
Dios cruel, vicioso. (Todos los dioses son crueles y viciosos. Tú has adorado a muchos de ellos.) Dios cruel y vicioso.
Sus temblorosos dedos encontraron el teléfono. Marcó. Colgó. Marcó de nuevo. Aproximó el auricular a su oreja.
Esperó.
Clic…
—Cuando escuche la señal, serán…
Sollozó. Presionó el botón. Marcó de nuevo. Esperó. Respiraba anhelante.
—¿Diga?
—Hola —dijo excitadamente—. Hola. ¿Eres tú? ¿Eres tú?
—Mark —dijo ella—. ¿Eres tú? Después de ocho años. ¿Eres tú?
—Sí —dijo él—. Sí, Mark. Mark.
—Pensé que ya no volvería a escuchar tu voz nunca más. Después de tantos años escuchar tu voz de nuevo…
—Soy Mark —dijo con voz ahogada.
—Parece que no te encuentras bien —dijo ella.
—No me encuentro bien —convino él.
—Si pudiera ir a tu lado aunque sólo fuera una vez.
—Si pudieras —dijo él—. Si pudieran hacer aunque sólo fuera eso.
—No sé ni tan siquiera tu apellido. Hemos hablado tantas veces y sin embargo no sé tu apellido.
—Claro que lo sabes —dijo él—. Es Fleiker. Mark Fleiker.
—Eso no puede ser cierto —dijo ella—. Hubo un Mark Fleiker que fue consejero presidencial. Le vi una vez… en una recepción. Era muy guapo… pero tan duro.
—Ése era yo… hace años —dijo él.
—No, no, no eres el mismo —dijo ella—. Qué sentido del humor el tuyo, Mark. No eres el mismo.
El tono de su voz fue primero de enfado…, luego tina caricia.
—Eso fue hace muchos, muchos años —dijo él—. Precisamente antes de la guerra.
—¿Habrá una guerra? —preguntó ella—. Ruega a Dios para que no haya una guerra.
—Fue un año antes de que los japoneses bombardearan Pearl Harbour —dijo él—. En mil novecientos cuarenta y uno, poco antes de lo de Pearl Harbour.
—Mark, no te entiendo —dijo ella.
Sabía que la conexión iba a cortarse de nuevo.
—No te vayas —gritó él.
—Mark —dijo ella—. No puedo oírte. No entiendo.
—No te vayas —gritó él—. Te quiero. No te vayas.
—Mark… —Hubo una interferencia—. Mark, sabes que ahora es mil novecientos cuarenta y uno, seis de diciembre, sábado, y el colegio está cerrado. Sabes que…
Clic…
—Cuando escuche la señal…
¡6 de diciembre de 1941! ¡Cuando escuche la señal… será… el 6 de diciembre de 1941!
Sus manos se aferraron a las sábanas hasta que las uñas se clavaron en ellas. ¿Qué era ella? ¿Dónde estaba? ¿Quién era?
Ni tan siquiera sabía su nombre. Una voz sin forma, sin cuerpo, sin cara, sin nombre. En algún momento debieron encontrarse brevemente. Tal vez se estrecharon la mano. Hacía tanto tiempo y él no se había dado cuenta.
En ese instante, la sensación de soledad, de estar perdido en el límite del tiempo-espacio, le había hecho decir «Te quiero» Aquella emoción desconocida había aparecido en el interior de su vieja estructura, se había extendido a través de su sangre, aquella sangre que transcurría lentamente por su interior, y súbitamente lo supo. Y ese conocimiento le produjo a la vez miedo y esperanza e ira y la sensación de la última pérdida.
¿Amor?
El amor no llega de esa forma, se dijo a sí mismo. Nadie se enamora de un fantasma, de algo que no es más que una débil imagen proyectada a través del tiempo desde el pasado a este presente que agoniza. La juventud es la edad del amor. No era amor. No ahora. No ahora. Y menos de un fantasma. «No de esa cosa —pensó—, destinada a torturarme en mis últimos momentos. Oh, no, Dios, eso no, eso no, eso no.»
Los oyó moviéndose por el pasillo y se dio cuenta de que respiraba fatigosamente. Los buitres estaban esperando. Habían percibido su pesada respiración y se habían aproximado. Oyó que el picaporte giraba y la puerta comenzó a abrirse silenciosamente.
—Que no entre nadie —gritó—. Maldita sea, que no entre nadie. Ya os lo diré cuando quiera que vengáis. Fuera.
La puerta se cerró y se encontró solo de nuevo. Solo, como lo había estado siempre. Solo, con la excepción del recuerdo de una voz que le llegaba a través de años y años desde el pasado y que pertenecía a una mujer que no conocía y que no conocería jamás.
Qué maravillas, qué magia, dijo la parte de muchachito que tenía su viejísima mente. Eran magia aquellas corrientes eléctricas que a través de cables de cobre recorrían distancias… y años. Alexander Graham Bell, un mago. El señor… (¿cuál era su nombre?), el señor Watson, un aprendiz de brujo. Medio siglo antes, esos dos, con unos calderos, ojo de salamandra, cable de cobre, aceite de vitriolo y una discreta cantidad de partículas de carbón y…
Y ni tan siquiera sabía su nombre.
Una voz delicada, una voz llena de ternura, un objeto místico y jamás visto. ¿Amor? Nadie ama una voz ni puede colmar su ideal con una simple voz.
Sólo él lo había hecho. En un momento imposible, como un loco producto de la química de su cuerpo anciano.
Y ni siquiera sabía su nombre.
Dejó que transcurrieran bastantes minutos mientras permanecía tumbado, mirando el teléfono. Pensaba, imaginaba, temía, esperaba, soñaba. Luego… no pudo contener el impulso. No pudo impedir a su temblorosa mano, de dedos grisáceos, cobrar vida, fuerza, adquirir un propósito y descolgar el teléfono… mientras la otra mano marcaba un número con movimientos seguros. Era un número cualquiera. Eso era lo de menos. Cualquier número valía. Entretanto pensaba en su… nuevo amor. ¿Por qué no? ¿Por qué no? El mundo está loco y agoniza y yo estoy loco también…, pero repentinamente, terriblemente, increíblemente, mucho más vivo.
Clic…
—Cuando escuche la señal, serán las…
Clic, Clic, Clic.
—Diga —la voz que respondió era firme, vigorosa y joven. Amable, fuerte.
—Soy Mark —dijo él.
—¿Mark? ¿Mark? —dudó ella.
—Mark —repitió él.
—Oh —dijo ella—. Ya recuerdo. Ha pasado mucho tiempo.
—Para mí sólo han sido unos minutos —dijo él.
—No comprendo —respondió ella.
—¿En qué año estamos? —le preguntó él.
—Mil novecientos treinta y tres —contestó ella—. Lo sabes de sobra.
—Escúchame —dijo él excitadamente—. No estoy loco, aunque sé que tú vas a creerlo así…, pero escúchame. Aquí es mil novecientos setenta.
—Oh, vaya —dijo ella—. Qué juego tan curioso.
«No se ha enfadado —pensó él—. Ni siquiera se aburre. Maravilloso.»
—Créeme —dijo él—. Aquí es mil novecientos setenta. Te he estado llamando…, he estado hablando contigo toda la tarde. Sólo para que tú estés cada vez más atrás en el tiempo.
—Qué extraño. Qué idea tan encantadora —dijo ella.
—Es real —le aseguró él—. Es real.
—Es una idea extraña. Pero bella —dijo ella.
—Es horrible. Nunca podré verte.
—No debería hacerlo —dijo ella—. Pero voy a verte.
—No puedo —dijo él—. No puedo. No puedo. ¿No lo comprendes? No se trata de grandes distancias.
—¿Dónde estás? —preguntó ella.
—En San Francisco. En Twin Peaks.
—Eso está a sólo unas manzanas de mi casa. ¡La calle Jones! Nob Hill —dijo ella—. He vivido aquí desde hace muchos años. Y antes vivió mi familia. Sólo a unas manzanas de distancia.
—A años de distancia —replicó él.
—En tu voz leo una gran frustración —dijo ella.
—Estás tan lejos de mí —dijo él.
—Pareces tan… No debería hacerlo, pero…
Comenzó a sonar otra vez la interferencia.
—¿Cómo te llamas? —le preguntó él.
Interferencia.
—¿Tu nombre? —rogó—. Tu nombre.
—Angela, ya lo sabes. Un perfecto nombre Victoriano. Angela…
—¿Angela qué?
Interferencia.
—Cuando escuche la señal, serán…
Clic…
Sollozó…
Sus dedos se pusieron a marcar frenéticamente un número. Un número cualquiera. Un número cualquiera.
Clic…
Clic…
—¿Dígame? —Era una voz joven.
—¿Angela? —preguntó él.
—Sí. ¿Quién habla?
—Mark —respondió él.
—Qué nombre más bonito —dijo ella—. Pero yo no conozco a ningún Mark.
—¿Cuál es tu apellido? —preguntó él.
—No recuerdo haber conocido nunca a ningún Mark.
—Nos hemos conocido —le dijo él—. Pero no sé tu apellido.
—Tienes una voz tan agradable —dijo ella—. Tan joven. Oh, bueno, no debería decir estas cosas…
—Tu apellido —le suplicó.
Interferencia.
—¿Por qué no? No veo nada malo en decírtelo. Es Haym…
Interferencia… Clic…
—Cuando escuche…
—Oh, Dios mío —dijo en voz alta. Sólo un segundo más y lo habría sabido. Sólo un segundo más. Dedos marcando frenéticamente.
Clic…
—Cuando escuche…
Clic…
—¿Diga?… ¿Diga? —Era la voz de un hombre, profunda, resonante.
—Oiga —gritó él.
Un gruñido de disgusto.
—Oiga —gritó.
—Señor Watson —dijo la voz—. Venga. Le necesito.
Después se produjo un silencio. Un largo, largo, largo silencio de muerte. Ni tan siquiera el ruido de una interferencia. Ni tan siquiera un clic.
Sólo silencio.
Colgó el teléfono, sintiéndose cansado y viejo, y dispuesto a cerrar los ojos y no abrirlos nunca más.
Era demasiado tarde. Mejor dicho, demasiado pronto. Había llegado al principio, y más atrás de ese año, de ese día, de ese momento, no habría nada. El antiguo cobre estaría muerto porque antes del instante en que el señor Bell hubiera gastado el ácido de la batería y le hubiera llamado en su ayuda, no habría nada. Ni voces, ni Angela, ni esperanza… nunca más.
Se sintió como si estuviera llorando, pero aquello requería mucha energía. Y le quedaba poca. Estaba tumbado en la cama, mirando a la pared y escuchando los susurros de los médicos y las insípidas preguntas de sus innumerables sobrinos, sabiendo que los días se le acortaban sin esperanza, sin forma, sin piedad.
Angela Haym, no sé qué. Una sílaba. ¿O dos sílabas? Ni siquiera estaba seguro de haber captado correctamente la primera. Había mucha electricidad estática y la calidad de la transmisión desde los teléfonos primitivos era muy mala.
Tomó la guía telefónica y buscó en la H. Imposible. Haymaker… Hayman. (Ver también Heyman… Heiman… Heimann; Heymann… Hyman.) Luego Haymend, Haymer, Haymond. Una labor imposible. Los contó. Trece, sin contar los nombres comerciales alineados bajo Hyam, Heym, Heim…
Setenta y ocho. Imposible.
Ni siquiera sabía si ella estaba todavía viva. O en la ciudad. Ni si seguía conservando su antiguo apellido. Podía haberse casado. No lo estaba cuando la llamó por primera vez. Al menos, no le había parecido una mujer casada. Más bien una maestra de escuela.
Había que hacer memoria. ¿Qué era lo que había dicho? ¿Después de la jubilación? Había ido a una reunión. ¿En Denver?
Sus dedos se agarraron a las páginas amarillas, esperanzadoramente. Miraría en las asociaciones. Universidad de Denver. Asociación de alumnos… Una posibilidad remota.
Llamó. Le respondió una mujer. Se inventó una historia. No podía recordar exactamente su apellido. ¿No podría ella ayudarle? Después de esperar un rato consiguió tres nombres entre los que podía estar el de ella.
Comenzó a telefonear, rezando.
Cuando llamó al tercer número le respondió una voz y él preguntó casi sin aliento:
—¿Angela Haymeyer?
—Sí —dijo la voz.
—Soy Mark Fleiker.
—¿Quién?
El corazón le dio un salto. Aquél era el último nombre. No había más. ¿Qué podría hacer?
—Mark Fleiker —repitió cansado.
—Oh, Mark —dijo ella—. Después de tantos años. Después de tantos años.
Sintió un nudo en la garganta y un pánico repentino.
—Angela —dijo él—. ¿Puedes dedicarle un rato a un caballero que te llama por teléfono? Un viejo amigo.
—¿Después de tantos años? ¿Un viejo amigo?
—Un viejo amigo —repitió él.
—¡Será un placer!
—Lo será —dijo él, sintiéndose súbitamente vivo, un viejo-joven… vivo—. Será un gran placer, después de todos estos años —repitió él.
Y sin esperar que sonara el clic, colgó el auricular y comenzó a vestirse.
—Después de tantos años —dijo en voz alta a la habitación vacía, y se sintió muy, muy bien.
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