miércoles, 28 de agosto de 2019

El pasajero compasivo, de Evelyn Waugh

Cuando el señor James salió de su casa por la puerta lateral, de cada una de las ventanas brotaba música de radio. Agnes tenía una emisora sintonizada en la cocina; su esposa, que estaba lavándose el pelo en el cuarto de baño, tenía sintonizada otra.

Los programas rivalizaron para seguirlo hasta el garaje y luego por el camino particular.

Eran casi veinte kilómetros hasta la estación, y los primeros ocho condujo de un humor aciago.

Se tomaba la mayoría de las cosas con buen talante; es decir, todas excepto una: no soportaba la radio.

Era algo más que el nulo placer que le proporcionaba; de hecho, le producía un dolor físico y, con el paso de los años, había llegado a pensar que el artefacto había sido inventado expresamente para fastidiarlo a él, fruto de una conspiración de sus enemigos para amargarle lo que debería haber sido la plácida recta final de su vida.


No era ni mucho menos un hombre viejo; de hecho, estaba en la cincuentena. Se había jubilado joven, de manera casi precipitada, gracias a una pequeña herencia. Toda su vida había sido amante de la quietud.

La señora James no compartía esta preferencia. Actualmente vivían en una pequeña casa de campo, a casi veinte kilómetros de un cine apropiado.

La radio, para la señora James, era un vínculo con las limpias aceras y los animados escaparates, una comunión con millones de seres humanos.

También el señor James lo veía así. Era precisamente eso lo que más le preocupaba: la violación de su intimidad. Se puso a pensar con creciente resentimiento en la vulgaridad del género femenino.

En eso estaba cuando divisó a un hombre corpulento más o menos de su misma edad, que le hacía señas desde la cuneta para que parara. Se detuvo.

—¿Por casualidad no irá usted hacia la estación? —preguntó educadamente el hombre con un tono de voz grave y un tanto melancólico.

—Hacia allí me dirijo; tengo que recoger un paquete. Suba.

—Gracias. Muy amable.

El hombre montó al lado del señor James. Llevaba las botas cubiertas de polvo y se hundió en el asiento como si viniera de lejos y estuviera fatigado.

Tenía unas manos enormes, feas, el pelo gris cortado muy corto, y la cara huesuda y un poco hundida.
No dijo nada en un par de kilómetros, y, de repente, preguntó:

—¿Tiene radio, este coche?

—Por supuesto que no.

—¿Para qué es ese mando? —El hombre empezó a examinar el salpicadero—. ¿Y ese otro de ahí?

—Uno es el estárter. El otro se supone que sirve para encender cigarrillos, pero no funciona. Mire —continuó, con un tono áspero—, si me ha parado confiando en oír la radio, lo mejor será que se baje usted y pruebe suerte con otro automovilista.

—Quite, quite —dijo el pasajero—. Si yo detesto esos aparatos…

—Lo mismo le digo.

—Caballero, es usted uno entre millones. Permítame decirle que me siento muy honrado de haberle conocido.

—Gracias. La radio es un invento abominable.

Los ojos del pasajero brillaron de apasionada solidaridad:

—Yo diría más. Es diabólico.

—Muy cierto.

—Sí, literalmente diabólico. Es el demonio quien ha traído la radio para destruirnos a todos. ¿Sabía usted que puede propagar las más terribles enfermedades?

—No estaba enterado, pero me lo creo.

—Provoca cáncer, tuberculosis, parálisis infantil… y el resfriado común. He podido comprobarlo.

—Que provoca dolor de cabeza, eso desde luego —dijo el señor James.

—Nadie ha sufrido peores jaquecas que yo, se lo aseguro —dijo el pasajero—. Han intentado matarme a jaquecas, pero fui más listo que ellos. ¿Sabía usted que la BBC tiene su propia policía secreta y sus propias cárceles con cámaras de tortura?

—Lo venía sospechando desde hace tiempo.

—Pues yo lo sé con la certeza que da la experiencia personal. Ha llegado el momento del desquite.
El señor James miró un tanto inquieto a su pasajero y aceleró.

—Tengo un plan —prosiguió el hombretón—, ahora me dirijo a Londres para ponerlo en práctica. Voy a matar al director general. Los pienso matar a todos.

Continuaron en silencio. Cuando se aproximaban a las afueras de la ciudad, un coche grande conducido por una joven los adelantó tras recorrer unos metros a su altura. Del interior les llegó el inequívoco sonido de una orquesta de jazz. El hombretón se incorporó de golpe, rígido como un perro de caza.

—¿Oye usted eso? La chica tiene una. Rápido, sígala.

—Es inútil —dijo el señor James—. Nunca podría alcanzar a ese coche.

—Vamos a intentarlo al menos. Es preciso intentarlo, a no ser… —añadió con un tono nuevo y más siniestro—, a menos que usted no quiera.

El señor James hundió el pie en el acelerador, pero el cochazo se había perdido casi de vista.

—Una vez me engañaron —dijo el pasajero—, hace tiempo. La BBC mandó a uno de sus espías. Era un hombre como usted. Se hizo pasar por uno de mis seguidores, dijo que me llevaba a la oficina del director general. Pero lo que hizo fue llevarme a la cárcel. Ahora, si me encuentro con un espía, lo mato —añadió, inclinándose hacia el señor James.

—Le aseguro, caballero, que soy su más leal partidario. Esto es una cuestión de motores, nada más. Mi coche no puede alcanzar al de esa chica. Pero estoy seguro de que nos la encontraremos en la estación.

—Eso lo veremos. Si no es así, sabré a quién agradecérselo y cómo darle las gracias…

Estaban ya en la ciudad, camino de la estación. El señor James miró con desesperación al guardia de tráfico, pero éste le hizo un gesto displicente para que siguiera adelante. Una vez en la explanada de la estación, el pasajero empezó a mirar a su alrededor.

—No veo el coche —dijo.

El señor James abrió con cierta dificultad la portezuela y salió disparado del coche.

—¡Socorro! —gritó—. ¡Auxilio! Aquí dentro hay un loco.

Con un rugido de ira, el corpulento pasajero rodeó el coche por delante y fue a por él.

En ese momento tres hombres de uniforme llegaron corriendo del interior de la estación. Se produjo un breve forcejeo y, finalmente, con gran destreza, consiguieron maniatarlo.

—Pensábamos que iría hacia el andén —dijo el jefe de los uniformados—. Habrá tenido usted un viajecito apasionante, caballero…

El señor James apenas podía hablar.

—La radio —dijo, o más bien susurró.

—Ah, conque le ha estado hablando de eso, ¿eh? Entonces ya puede dar gracias de estar aquí para contarlo. Es como una fobia que tiene, ese hombre. Supongo que no le habrá llevado usted la contraria.

—Oh, no —dijo el señor James—. Al menos, al principio.

—Pues ha tenido más suerte que otros, se lo aseguro. Ese tipo se pone como una fiera cuando sale el tema de la radio. Qué digo, ha matado ya a dos personas y a la última por poco la mata también. Bien, muchas gracias por el detalle de ponerlo a nuestra disposición. Ahora nos lo llevaremos a casa.

«A casa». El señor James regresó por la carretera de siempre.

—Caramba —le dijo su esposa al verlo llegar—. Qué rápido has ido. ¿Y el paquete?

—Se me habrá olvidado.

—Qué raro en ti. Oye, tienes muy mal aspecto. Voy a ir corriendo a decirle a Agnes que apague la radio. Seguro que no te ha oído entrar.

—No, no la apaguéis —dijo el señor James, dejándose caer pesadamente en una silla—. Me gusta. Es tan hogareña

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