miércoles, 21 de agosto de 2019

Baby Götterdämmerung, de Ariel Urquiza

Hace unos años, en un curso de primer año de alemán conocí a una chica que quería estudiar el idioma de Nietzsche para leer sus obras prescindiendo de las traducciones. Usaba remeras de Rammstein, tenía media docena de piercings en cada oreja, varios tatuajes por todo el cuerpo y la cara más hermosa que he visto. A veces, con los compañeros de alemán solíamos ir a tomar algo a la salida de la clase, pero a ella empezaron a evitarla porque decía cosas como que tenía un tío millonario que le había comprado una isla en la Polinesia, o que podía leer doscientas páginas en una hora, o que durante un verano en California se había entrenado con los Marines. A mí, los comentarios extravagantes que hacía no llegaron a disuadirme. Un día me dejé tentar por sus tremendos ojos verdes y la invité a tomar algo. Después de varias cervezas fuimos a su loft en Palermo. La pared junto a la cama parecía la del cuarto de una adolescente, a pesar de que andaba cerca de los treinta. Estaba cubierta de afiches de bandas de rock, de El anillo del nibelungo en la Ópera de Viena, de Nietzsche en sus últimos años, cuando ya no había navaja de afeitar que se atreviera a medirse con su bigote. También había un retrato de ella. Alguien la había dibujado desnuda junto a un dragón. Le pregunté quién había hecho el dibujo. Pasó por alto el nombre, pero me contó que al terminar, el tipo se había arrancado los ojos y se había tirado al vacío. Me lo dijo señalándome una ventana y soltando una de sus típicas carcajadas que tenían algo de infantil pero que también eran muy sensuales.


Nunca me había acostado con una mujer tan alta. Tampoco tan flaca. Verla caminar desnuda me producía una sensación similar al vértigo. Esa noche me quedé horas estudiando sus tatuajes mientras le acariciaba el cuerpo. Animales mitológicos, palabras escritas en letras góticas. Me señaló un tribal que tenía en la pantorrilla, tatuado por un Gurkha en Katmandú, y un pentagrama en el omóplato, que se lo había hecho en Viena cuando estudiaba para soprano, antes de que una enfermedad extraña estropeara sus cuerdas vocales para siempre, y adquiriera la voz bronca que yo le conocí.

A mitad de la noche sonó el teléfono. El contestador pidió que dejaran un mensaje. Hola, putita, ¿estás ahí? ¿Otra vez no me vas a atender, mal parida? Le pregunté quién era. Mamá, dijo, sin abrir los ojos. Cuando el mensaje terminó, me contó que el padre se había ido de la casa cuando ella tenía catorce, y que unos años después la mamá había conocido a otro hombre, Horacio, que con el tiempo se había ido a vivir con ellas. El tipo había resultado macanudo, nada que ver con su padre, que era un hijo de puta. Horacio era tierno, me dijo, inteligente, divertido y se llevaban muy bien. Tan bien se llevaban que surgió algo entre ellos, y antes de que pudiera darse cuenta, esas fueron sus palabras, le había quitado el novio a su mamá. Incluso se habían ido juntos a Rosario y habían convivido un par de años hasta que finalmente rompieron. La mamá no se lo perdonaba, estaba claro. O al menos yo pensaba que estaba claro.

A la mañana siguiente me despertó la música a todo volumen. Una ópera. De Wagner, creo. Desde la cama la busqué con la mirada. La encontré haciendo ejercicios de estiramiento en el otro extremo del loft, algo a lo que después me acostumbré porque lo hacía todas las mañanas. Era muy elástica. Su cara aparecía sonriente por entre sus piernas, y yo me preguntaba si estaría condenado a amar a esa loca por el resto de mi vida.
Esa mañana me enteré de que escribía poesía. Me contó que escribía siempre de pie. Como Hemingway, le dije. Como Goethe, me retrucó. A pesar de que insistí, no me quiso mostrar siquiera un verso. Fue necesario que entráramos un poco más en confianza para acceder a sus poemas.

Cuando le comenté que yo también escribía, me pidió que le pasara algo por mail. Le envié un cuento y unos días después me dio su veredicto: estaba bien, pero no era verosímil.

En la clase de alemán se destacaba. Decía correctamente oraciones enteras, mientras que los demás rara vez acertábamos la declinación de un adjetivo. Cuando le pregunté si practicaba mucho me dijo que no. Me aclaró que, a diferencia de nosotros, ella no estaba aprendiendo alemán sino recordándolo de una vida anterior.

La segunda vez que fui a su departamento, me había invitado a cenar. Preparó un plato japonés que, según ella, le había enseñado una geisha a la que había conocido en Kyoto. Comimos sentados en el piso, con palillos y música oriental. Después de la cena me mostró una katana con una hoja muy filosa. Me contó que había pertenecido a uno de los últimos samuráis y que se la había regalado su tío, el hermano de su mamá ¯el mismo que le había comprado una isla en la Polinesia¯. También me dijo que, en otros tiempos, con esa espada era capaz de cortar un poste de madera con un solo movimiento, pero que había perdido la práctica. Me habrá visto un poco nervioso, porque se ofreció a hacerme unos masajes que le había enseñado la geisha. No sé quién le habría enseñado esos masajes en realidad, pero eran buenos. Eran más que buenos: eran increíbles. Mi espalda siempre está llena de nudos y en ese momento sentía que ella los iba desatando, y que con cada nudo me sacaba un peso de encima. Esos pesos que cargamos en la consciencia y que con el tiempo nos producen una joroba invisible.

Los masajes no era lo único que le había enseñado su amiga, me aseguró, y quiso demostrármelo. Eran las dos o tres de la mañana y estábamos en lo mejor cuando llamó su mamá. ¿Me atendés, querida? ¿A qué hora te tengo que llamar? Sabés que estoy con los horarios cambiados, ¿o te olvidás que vivo arriba de un avión? Dale, mi amor, atendeme. Finalmente, cortó. Le pregunté si la mamá llamaba todos los días y a toda hora, y me dijo que no, que daba la casualidad que últimamente llamaba cuando estaba yo. Llegué a sospechar que su vieja era capaz de oler a la distancia a los hombres de su hija. Le pedí que le sacara el altavoz al contestador. A ninguno de los dos nos gustaba escuchar esos mensajes, pero a pesar de mis explicaciones no quiso saber nada. Esperaba una llamada muy importante de Kuala Lumpur, y por la diferencia horaria era probable que la llamaran en medio de la noche. Me explicó que no podían llamarla al celular: los teléfonos de línea son más seguros y tenían que pasarle información secreta. Le pregunté de qué se trataba, y me contestó qué entendía yo por secreto. En eso, el teléfono volvió a sonar. Nena, ¿estás por ahí? Es tarde, ya tendrías que estar en tu casa. Nena. Dale, sacate la pija de la boca y atendeme. Cuando se convenció de que su mamá se estaba poniendo pesada, se levantó corriendo y desconectó el teléfono. Se puso a criticarla, lloró, yo la consolé, así hasta que nos dormimos. No por mucho tiempo. Soñé que su mamá irrumpía en el departamento y que una katana volaba directo hacia mi cabeza. Me desperté sobresaltado y sin querer la desperté también a ella. Nos levantamos y nos pusimos a bailar un vals de Strauss iluminados por la luz roja que entraba por la ventana proveniente de un puticlub.

Esa mañana no me despertó Wagner sino una banda de metal sinfónico. Una batería con doble bombo a toda velocidad, una guitarra que dibujaba arpegios frenéticos sobre el machaque de otra guitarra, un cantante con voz de castrato. Durante el desayuno le pregunté nuevamente por sus poesías y esa vez accedió a leerme un par. Le dije que me gustaban y que me llamaba la atención que no usara ningún tipo de metáforas. Detesto las metáforas, sentenció. No sé si sus poemas eran buenos, no leo mucha poesía. Pero a mí realmente me gustaron. Eran crudos y de vuelo rasante, sin ninguna artificialidad.

No le gustaba ir a mi departamento. En los seis meses que salimos, habrá ido dos o tres veces, y siempre la notaba incómoda. Nunca pude llegar a conocer el motivo. En una ocasión arreglamos que ella iría a cenar. Cociné una comida especial. Digo especial porque era comida vegetariana, una cazuela de verduras con salsa de hongos. Por entonces yo creía que ella no comía carne. Eso me había dicho y nunca se me ocurrió ponerlo en duda, al menos hasta el día en que encontré en su heladera un shawarma a medio comer. La cazuela de verduras me salió bastante bien pero no la probó: esa noche no fue a mi casa. Llevaba una hora de retraso cuando empecé a llamarla, y ya bien entrada la noche decidí ir a buscarla. Estuve un buen rato tocando el portero eléctrico sin que me contestara nadie. Entonces apareció el encargado del edificio.

–¿Buscás a la rubia del sexto? ¿A la actriz?

Estaba por decirle que no cuando me di cuenta de que era cierto que buscaba a la rubia del sexto. Que no fuera actriz era solo un detalle. De hecho, sabía que no era actriz pero no estaba seguro de a qué se dedicaba. Me había dicho que escribía para una revista online llamada Hacker Hegel, revista que nunca llegué a comprobar que existiera.

–Busco a la chica del sexto, sí –le dije al encargado–. ¿La vio salir?

–Se tomó un taxi temprano, como a las cinco –me dijo–. Vos sos el director de cine, ¿no?

En un primer momento, la pregunta me dio por el lado de los celos, pero después entendí que si ella era actriz, yo bien podía ser director.

–Tengo una sobrina que quiere ser actriz –me comentó–. Es muy buena, no sabe cómo imita a la abuela. ¿No le podría tomar una prueba?

Le dije que sí, que encantado, que me lo recordara en otra ocasión. Me subí al auto y volví a casa. En el camino la llamé otra vez al celular, pero me atendió el contestador.

Al día siguiente, cuando finalmente contestó a mis llamados, me dijo que no podía explicarme por teléfono lo que había pasado, que era peligroso para los dos, y me invitó a su departamento. Allá me explicó todo, lo cual era mucho más simple, según ella, de lo que parecía. Simple pero peligroso, me aclaró.

Me contó que, la tarde anterior, caminaba por el microcentro cuando notó que un par de tipos la seguían. Para tratar de sacárselos de encima se había metido en un bar, pero ellos habían entrado detrás de ella y se habían sentado en la mesa de al lado. Asustada, se había ido sin pagar y se había tomado un taxi hacia mi departamento, pero al ver que la seguían en un Mercedes Benz negro, le había pedido al taxista que la llevara a un shopping y ahí había entrado a ver una película. No quería que esos tipos supieran dónde vivía ella o dónde vivía yo. Estaba segura de que eran de la CIA. La perseguían por una investigación que estaba haciendo para Hacker Hegel, una investigación sobre planes secretos del gobierno de los Estados Unidos.

Las cosas siguieron así por un tiempo. Llegó un punto en el que me acostumbré a escucharla contar historias delirantes. Me acuerdo que por entonces, durante una clase de alemán, dijo que en una vida pasada había sido Cósima Liszt, la hija del compositor, esposa de Wagner y, algo no comprobado por la historia pero que ella recordaba muy bien, amante de Nietzsche. Nadie dijo nada, pero escuché algunas risas. No sé por qué, pero a mí esa parte de su personalidad en general no me molestaba. Creo que en el fondo me gustaba pensar que la realidad pudiera ser más blanda, más maleable de lo que yo, acérrimo escéptico, siempre había creído. Pero una noche en la que estábamos en su departamento, me agarró de mal humor y ante la primera historia imposible de creer que deslizó, decidí que esa vez no lo iba a dejar pasar, que esa vez iba a ir hasta el hueso. Hice un comentario cínico que nos llevó a una discusión, y en medio de mi enojo le eché en cara todas sus mentiras. Le dije que dejara de fantasear, que en los meses que llevábamos juntos no había hecho otra cosa que inventar historias. Se quedó paralizada. Después la vi caminar hacia la puerta de entrada del departamento, como para irse, pero se habrá dado cuenta entonces de que el departamento era de ella y no tenía ganas de echarme sino de dar un portazo, así que se metió en el baño y cerró la puerta con todas sus fuerzas. La puerta del baño era la única puerta del loft además de la de entrada.

Mientras esperaba que se le pasara el berrinche, me puse a revisar su biblioteca. Tenía en mis manos lo que parecía ser una pésima traducción de los Sonetos a Orfeo cuando llamó su mamá. Hola, ¿estás ahí? Bueno, era nomás para recordarte que me arruinaste la vida. Últimamente no estoy pudiendo dormir, sueño todo el tiempo con el pasado. Necesito dormir para poder rendir en el trabajo, ¿entendés? Me da tanta bronca que seas así, siempre te las diste de víctima. Que papá me hace esto, que papá lo otro. Y yo te vine a creer, qué me iba a imaginar que tan chiquita… Ella salió del baño y corrió hacia el teléfono, pero mientras tanto la mamá seguía: Y al final, después hiciste lo mismo con Horacio. O me vas a decir que Horacio también te obligaba.

Desconectó el teléfono y fue a tirarse a la cama. Le acaricié el pelo mientras trataba de armar un nuevo mapa en mi cabeza. Todo se había desacomodado y yo estaba juntando las partes para poder entender. Ella se dejaba acariciar pero se notaba que estaba lejos. Creo que fue esa noche que la perdí.
En un momento se levantó, puso un disco y volvió a acostarse. Cuando estaba melancólica ponía una canción con una base monótona, minimalista. A veces la ponía dos o tres veces seguidas. Para hablar de algo, para tratar de borrar los ecos de la voz de la mamá que todavía flotaban en el ambiente, le pregunté cómo se llamaba la canción. Baby Götterdämmerung, me contestó.

Nos quedamos callados escuchando la canción, o haciendo como que la escuchábamos. Me di cuenta de que quería decirme algo, que estaba buscando las palabras para darme una explicación que yo no necesitaba. Mamá no puede separar una cosa de la otra, me dijo finalmente. Pone todo en la misma bolsa. No es capaz de distinguir entre el cielo y el infierno. Fue todo lo que dijo sobre el tema, ya no volvió a mencionarlo. Había usado un tono que apenas si le había escuchado un par de veces. Ahora pienso que era el tono con el que pronunciaba la verdad, la terrible verdad que había preferido abandonar, porque era escaparse o la oscuridad absoluta.

Me quedé a dormir para hacerle compañía, pero prácticamente no me habló. A la mañana me desperté solo. Me había dejado una nota: había salido a correr.

Más tarde, ese mismo día, nos vimos en la clase de alemán. Ella llegó tarde, y los más jóvenes de nuestros compañeros la recibieron entonando “La valquiria”. De vez en cuando hacían eso o decían “ahí viene la mujer de Wagner”. Ese día se quedó parada en medio del salón, como si considerara irse de la clase. Después puso su mejor cara y se sentó sola, lejos de todos nosotros. Solía llevar el pelo, larguísimo y de un dorado apagado, recogido en un rodete. En ese momento se lo soltó y lo extendió como si fuera la cola de un pavo real. Supongo que eso la hizo sentirse más segura, su pelo largo y espeso le brindaba algún tipo de protección. Había algo en la forma en que reaccionó que me llevó a pensar que estaba acostumbrada a esa clase de humillaciones. Me imaginé que algo similar le pasaría en todos los ámbitos de la vida. Durante el tiempo que salimos, viéndonos varios días a la semana, no le conocí ninguna amiga.

Fui a sentarme con ella para practicar los diálogos, pero se mostró distante y antes de que termináramos se fue. Más tarde la llamé pero no me contestó. La semana siguiente no fue a la clase, y tampoco la otra. Insistí con el teléfono pero parecía tenerlo apagado. Cuando me decidí a pasar por su departamento, el encargado me contó que la había visto salir hacía varios días con dos valijas. Le prometí un papel protagónico para su sobrina en mi próxima película si me daba algún otro dato. El teléfono de algún pariente, por ejemplo. Pero ya debía de estar al tanto de que yo no era director, porque me miró mal y me dejó hablando solo.

Pasaron varios meses sin noticias de ella. Como no podía olvidarla, la busqué en Internet y me encontré con la sorpresa de que había un blog con su nombre. El blog tenía una sola entrada. Una foto de ella y debajo, unas palabras: ¡Soledad, patria mía! Firmaba Baby Götterdämmerung. Era una selfie tomada en una playa desierta de arenas blancas. Se me ocurrió que bien podía ser la playa de una isla privada de la Polinesia y por un instante me replanteé mi escepticismo. Imaginé una geisha dueña del secreto para descontracturar espaldas, un tatuador en Katmandú atesorando un mechón de pelos rubios, los ojos de un dibujante flotando en un frasco de formol al lado de una katana, un agente de la CIA siguiendo mis pasos sin que yo lo notara.

Más allá de esa entrada en el blog, no había ninguna pista que me pudiera acercar a ella. Ningún mail, ninguna cuenta con su nombre en alguna red social. Seguí buscando por un tiempo hasta que un día me di por vencido. Entendí que por alguna razón no había querido dejar ningún rastro. Poco a poco me acostumbré a su ausencia y fui aceptando que el mundo volviera a ser un lugar más coherente, más previsible y, paradójicamente, más absurdo.

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