Todo comenzó con un desmayo en la cola de McDonald’s. Incapaz de decidirme entre el Combo 1 (Big Mac, papas fritas mediana, coca mediana) o el 3 (McDlt, el resto igual), advertí que la pizarra luminosa sobrevolaba amenazadora mi cabeza, que mareada perdió el equilibrio y cayó como pelota al suelo. Lo último que vieron mis ojos fueron las facciones metálicas de Ray A. Kroc y su sonrisa benévola velando sobre mí y sobre un mundo confiable, en cuyos brazos podía desmayarme sin temor.
No desperté en el lugar de mi caída, seguramente me habían corrido hacia el costado para no entorpecer la circulación. Un empleado diligente se afanaba en limpiar con un espeso fajo de servilletas de papel los restos de lechuga y mayonesa de mi rostro y ropas: reconocí los sabores combinados del menú porteño y el Combo 2, que nunca hubiera pedido, y me reconfortó al menos saber que no había caído sin llevarme a varios conmigo. Agradecido me aferré por un momento al brazo de mi salvador, cuyo rostro me sonreía desde el retrato en la pared, campeando sobre la leyenda “empleado del mes”. Varias veces, desde mi mesa de siempre, lo había contemplado en su imperturbable eficiencia, su altiva frente de adulto sobresaliendo sobre las sudorosas nucas de los indiscernibles adolescentes malpagos, como un capitán en la cubierta de un barco arrostrando la tormenta –la tormenta de clientes del mediodía, oleadas, avalanchas, vorágines de clientes abatiéndose sobre las cajas que apenas sostienen sus embates– infundiendo por su sola presencia la serenidad necesaria para salir a flote. Y a pesar de que todo contacto personal entre empleados y clientes estaba vedado –salvo la amabilidad, dulzona como la mayonesa y los pepinillos del Big Mac, que se les debe dispensar a todos los clientes por igual–, a pesar de que haciéndolo desafiaba una prohibición que podía costarle si no su puesto al menos sus honores como empleado del mes desde hace tres meses seguidos y por lo tanto sus chances cada vez más seguras de convertirse en empleado del año, siempre disponía de ese segundo para responder a mi mirada con una sonrisa breve, fugaz, que era casi un guiño de complicidad. Cualquiera puede reconocerse con el mozo en un restaurant tradicional, pero reconocer a un empleado de McDonald’s, y lo que es más, ser reconocido por él, es algo de lo que pocos, creo, pueden jactarse. Su sonrisa me daba todo lo que necesitaba, todo lo que había venido a buscar; me aseguraba que mientras él estuviera allí todo seguiría funcionando como siempre, que aplastando la cara contra el vidrio de los ventanales el mundo impredecible podía hacer muecas y rugir pero aquí dentro estábamos a cubierto, protegidos, salvados en suma. No puedo, parecía decirme, hacerme cargo de lo que suceda allá –la palabra contenía entero el terror vago que debieron sentir los primeros navegantes que se acercaban al horizonte en un mundo plano– pero una vez franqueado el doble arco dorado nada malo puede sucederte. Bastaba sentarme con mi Big Mac y mi Coca-Cola y mis papas fritas en mi mesa de siempre y recibir la bendición de su sonrisa – sólo entonces podía empezar– para que el mundo desde siempre hostil a cualquier sentimiento humano e indiferente a cualquier súplica quedara anulado como por un conjuro que sólo yo, saliendo al exterior, era dueño de romper –las puertas de McDonald’s, como las de una embajada en un país atroz, abiertas a todo refugiado que consiguiera llegar hasta ellas y no quiera volver a salir–.
Se ofrecieron –ya no él, que debía volver a su puesto, sino nuevamente empleados anónimos, indiscernibles entre sí como un McPollo de otro– escoltarme a una mesa y alcanzarme mi pedido, pero les dije que prefería ir a sentarme a la isla de juegos, que era donde más seguro solía sentirme. Había, especialmente, un modelo tamaño natural de Ronald McDonald sentado en un banco, acunando un vacío con forma de niño, pero una niña avispada se me había adelantado acomodándose en el regazo del payaso amarillo y naranja como si se dispusiera a pasar allí el resto de su infancia, levantando cada tanto el rostro hacia el de su amigo para comprobar que le seguía sonriendo. Esa niña, hubiera querido gritarle a la madre que sentada en una mesa vecina apenas miraba cada tanto en su dirección –como si nada malo pudiera pasar entre una mirada y otra, como si no bastara un segundo de distracción para que el payaso muestre los colmillos afilados que su bermeja sonrisa oculta– ocupa un lugar que no es suyo, un lugar que no le pertenece. ¿Por qué traen a sus hijos aquí? ¿Les parece un lugar para venir con niños? Aprovechando una de las siguientes distracciones de su madre –eran predecibles y regulares como el verde del semáforo– y ayudado por la naturaleza resbalosa de las piernas del muñeco, la empujé rudamente y haciendo caso omiso de sus berridos me acomodé como pude en su lugar. No fue fácil, por más que me retorciera buscando posturas mi cuerpo de adulto sobraba por todos lados y rebasaba los brazos de Ronald de modo tal que en lugar de bebé acunado me sentí el Cristo de una versión circense de la Piedad, y decidí bajarme. Además, la madre de la niña desplazada había ido a quejarse a uno de esos bulldogs de manga corta que patrullan los pasillos, y como en un trance así ni siquiera la solicitud del empleado del mes podría salvarme decidí escabullirme hacia algún recodo donde pudiera pasar desapercibido.
No era la primera vez que sufría algún incidente en McDonald’s. Hacía una semana o dos, sin ir más lejos, encontrando que mi mesa de siempre junto a la ventana estaba ocupada por una jovencita rubia con aspecto de morocha teñida, dejé que una de mis manos soltara el extremo correspondiente de la bandeja para que ésta bajara como un puente levadizo, con tanta suerte que el vaso de coca grande cayó sobre la mesa y anegó el contenido de su bandeja. Pretextando una excursión en busca de servilletas al dispenser más cercano apoyé mi bandeja vacía y seca junto a la suya inundada y desaparecí rumbo a las cajas. El empleado del mes, que lo había visto todo, me dedicó una sonrisa cómplice, como si me dijera “sé lo que estás tramando, y no lo de-sapruebo”. Argumentando que la bandeja había resbalado porque estaba mal secada –debido al origen protestante de la empresa aun en los países católicos los gerentes de McDonald’s responden pavlovianamente a la culpabilización individual– obtuve una réplica de mi primer pedido y me dirigí a la mesa, donde apoyé mi segunda bandeja sobre la primera de manera tal que sólo un ojo experto podría haber detectado las dos y sospechar algo. Por suerte al ocurrir la tragedia la joven oficinista no había abierto su cajita de acetato, por lo que su Ensalada del Chef había capeado bien el temporal de Coca-Cola. Los anónimos robots con visera de siempre habían limpiado el suelo, que lucía reluciente como si yo no hubiese pasado por allí.
–¿Te sentís mejor? –preguntó ella cuando me senté. No me había equivocado, mi ardid había dado justo en el centro de su instinto maternal. Podía iniciar el acercamiento erótico con total impunidad.
–¿Cuál es tu hamburguesa preferida? –le pregunté juguetonamente.
–No pruebo las hamburguesas –replicó–. Soy ovolactovegetariana.
–¿Para qué viniste a McDonald’s entonces? –exclamé con un principio de alarma.
–Para salvarte.
–¡Salvarme de qué! –le grité incorporándome como un poseso– ¡Qué te hace pensar que necesito ser salvado! ¡Y qué hacés en mi mesa! ¡Quién te dijo que podés ocupar ese lugar en esta mesa!
Resultó que era evangelista, y que camuflada bajo su ensalada con huevo y queso se infiltraba en el local a repartir folletos. Lo que había hecho conmigo se lo hacía a todo el mundo, en segundos yo había pasado del orden de lo único e individual al orden de lo promiscuo e indiferenciado, y cuando se fue para no volver apoyé la cabeza sobre los brazos y sollocé desconsolado. Quería gritarme, quería gritarles a los ocupantes ciegos y sordos de las mesas vecinas: ¿Qué estamos buscando acá? ¿Para qué venimos? ¿Escapando de una tristeza intolerable sólo para hacerla peor?
Porque ésta es la verdad que aquí me dispongo a confesar públicamente (la oxigenada evangelista tenía razón: sí necesitaba ser salvado): yo era un adicto a McDonald’s. Cada vez que se acercaba la hora de comer caminaba con sudoración nerviosa las calles diciéndome hoy no, hoy voy a ir a un restaurant normal, donde un mozo de blanco con moño negro se acercará a servirme, me enfrentaré con valor a un menú impredecible y afrontaré la zozobra de elegir, esperaré minutos largos como días a que llegue el pedido, un pedido del que cabe esperar cualquier cosa, un pedido cuya coincidencia con idénticos pedidos en distintos restaurantes no irá a veces más allá del nombre, y llegado a este punto la angustia podía ser tal que mis ojos saltaban sobre las copas de los árboles en busca del doble arco dorado, como los peregrinos buscarían en el horizonte el primer asomo de la aguja de la catedral. Y aun así al llegar podía pasar una, dos, tres veces por delante de la puerta hasta atreverme a entrar, pugnando luego por adelantarme en la cola con una impaciencia rayana en el frenesí, insultando mentalmente a los adolescentes dubitativos o deliberativos y a los empleados lentos como personas, no pudiendo a veces esperar la mesa para dar el primer mordisco en la masa gomosa y blanduzca, experimentar por un segundo el intenso placer de la abstinencia satisfecha que antes ya de tragar se troca en decepción y relajo. Sí, no tengo empacho en confesarlo: mi conducta era pegajosa y adictiva como el sabor dulzón del pepinillo y la mayonesa y el pan de sésamo del Big Mac. Apenas uno hinca en él los dientes, antes incluso de empezar a masticar, la mente ya te está preguntando cómo puede ser que hayas caminado especialmente veinte cuadras o aun dos para comer esto, te mentirá economía y rapidez (aunque un choripán es más barato y veloz) y dejarás un último mordisco en el envase reciclable de cartón jurando es la última vez, esta sí que es la última vez, pero mañana al mediodía o a lo sumo pasado nuevamente el raro anhelo inexplicable de pararte impaciente en la cola buscando el cambio exacto para tardar menos, la aventura de procurarte vos mismo la pajita gruesa como un caño y las esponjosas servilletas en los respectivos dispensers y sin detenerte un segundo encarar bandeja en mano la aventura de conseguir mesa. Era un hambre como ninguna otra, una debilidad que me hacía despreciarme y odiar su objeto, como la sed de Coca-Cola que cuando te agarra ni el agua más pura ni la cerveza más helada pueden saciar; una memoria molecular atávica quizá de la época en que llevaba cocaína en la fórmula y que todas las billones de botellas embotelladas en el mundo desde entonces guardan en la sangre burbujeante como un inconsciente colectivo de la marca. Ningún padre de familia saliendo al anochecer de su encuentro con un travesti –llamó a casa para avisar que iba a salir tarde de la oficina– se alejó jamás de la saciedad insatisfecha de su placer culposo con más vergüenza que la mía al empujar cada noche la puerta de McDonald’s para salir a la vereda y perderme entre la gente normal. Y eso en los días mejores, en los que no me acometía el anhelo de hurgar en los ángulos recónditos de la Cajita Feliz. La Cajita Feliz está supuestamente reservada a los niños, o sea, no hay edictos en las paredes ni a uno le piden el documento para comprobar la edad pero esa es la costumbre, una costumbre que goza de consenso a lo largo y a lo ancho del curioso planeta que circundan los dobles arcos de McDonald’s, que va más allá de las leyes nacionales y las idiosincrasias étnicas y religiosas. ¿Cómo podía yo, entonces, satisfacer mi anhelo malsano por la Cajita Feliz, cómo justificarlo? Sobre todo desde que su contenido (una hamburguesita de niño, unas papas fritas de niño, una Coca-Cola de infeliz) se veía enriquecido por los personajes de la última película de Disney, que los niños habrán visto y pedirán a los padres con esa monótona desesperación que sólo los niños se atreven a manifestar sin vergüenza. Hasta hacía unos meses habían sido los del Rey León, un leoncito que pierde al padre en una estampida de ñúes de la que se siente de alguna manera culpable, y como ya había logrado sacarlos todos, durante algunos meses mi fiebre se aplacó. Pero ahora habían llegado los del Jorobado de Nôtre Dame, y ansiaba sobre todo poseer la imagen votiva del mítico mostrenco para que pudiera con su tullida alegría y su sonrisa de dentista medieval albergar un poco de mi alma jorobada y contrahecha.
Tenía mi sistema, es verdad, desarrollado a lo largo de febriles noches de insomnio en las que me imaginaba abriendo la Cajita de Pandora de la que todo podía salir, incluso el sueño. Una vez más, me armé de valor y una Cajita Feliz pedí mirando, por encima de mi hombro y de la cola de adolescentes potencialmente burlones que se había formado detrás de mí, hacia el sector de mesas para dar a entender que estaba pendiente de los niños y no les quitaba un ojo de encima, poseído de histrionismo triunfante habré incluso impostado con ojos y boca un par de gestos imperativos que no pasaron desapercibidos a la joven cajera (un pleonasmo, no hay viejos cajeros en McDonald’s) que sonriendo me preguntó “¿y para usted, señor?” y supe que a ella también la había engañado, los había engañado a todos, en verdad, excepto por supuesto al empleado del mes, que desde su caja alejada (no había querido poner a prueba nuestra tácita amistad yendo directamente a la suya) derramaba su sonrisa de siempre sobre la agraciada soltura de mi ardid. Con mi Cajita Feliz sujeta firme en una mano y tambaleando en la otra el menú porteño que era lo más barato que podía pedir “para mí” sin despertar sospechas, y lo más fácil también de deslizar dentro de la ranura del tacho cuando los encargados de limpieza se distrajeran, finalmente llegué a mi mesa de siempre y me dispuse a abrir la Cajita temblando de incertidumbre. Era Quasimodo, finalmente. Casi con rabia acometí la pálida hamburguesa, me atraganté con las burbujas de la Coca-Cola. Este es el problema, mascullé para mí, con la felicidad; sólo consiste de cosas previsibles, cuando llega después de tanto esperarla la desazón de no saber qué hacer con ella impide cualquier disfrute. Si ofrecieran la Cajita Desgraciada, ahí sí que la cosa andaría: el que anticipa desdichas nunca se decepciona. Como siempre hacía, junto con los restos semiterminados de alimento me deshice del muñeco en uno de los contenedores sin forma, no fuera a quedar al alcance de los niños que sin vigilancia alguna pululaban en el local.
Ayer, o quizá fue anteayer, aquí dentro los días son tan iguales como las mesas, escuché un par de adolescentes hablando a mis espaldas y el chico ruliento y tatuado le decía a la chica de pelo corto y aro en la nariz “a mí no me jode lo que haga, como diche Niche lo que no me mata me hace más fuerte” y yo apenas pude aguantar las ganas de darme vuelta y sacudirle las trenzas rastafari de un sopapo pendejo de mierda qué sabés vos de la vida, porque no caíste todavía en la tumba pensás que no vas en camino, te están empujando adentro y vos te sentís más fuerte que nunca cuando tus talones están mordiendo el borde del pozo; que mires para el otro lado sólo quiere decir que vas a caer de culo. ¿O vos te creés que el boxeador que a la larga siempre nos tira no sabe demorar la última trompada, la que nos saca fuera del ring, sólo por el placer de vernos caer a sus pies y arrastrarnos de rodillas, que mientras el referí cuenta los meses o los años no se ríe a carcajadas, señalándote, de esa nueva fuerza que acabás? Hubiera querido pararme sobre la mesa y gritarles a todos: ¿No lo ven? ¿No lo ven? Creen que están a salvo porque no son capaces de imaginar una vida menos afortunada que ésta, el reverso oscuro y revuelto de todo lo que aquí dentro está parcelado y ordenado –en cunetas de acero pulido el Big Mac, el Cuarto de Libra con Queso, el McDlt, el Mc Pollo, cada uno en su caja de cartón que lo identifica– nunca la sorpresa de abrir la caja del Mc Pollo y encontrar dentro un Cuarto de Libra con Queso, por ejemplo, la gaseosa en tres tamaños, chico mediano grande como vienen la ropa y las personas, al igual que las papas fritas todas con la misma forma y tamaño como cortadas no sólo por la misma máquina sino de la misma papa, los helados soft con sus volutas programadas, las ensaladas eternamente frescas y rozagantes en sus sarcófagos de celuloide transparente. Todo esto como venía diciendo conforma el lado tranquilizador y digamos diurno del mundo. Pero puertas afuera, en la noche indistinta, acecha una realidad intestinal y temible, dejada de la mano de Kroc. Allí, en profundas y gruesas bolsas de polietileno que podrían acomodar un cadáver, se mezclan horriblemente el pastelito de manzana mordido con la ensalada mustia, se derraman de su cartucho rojo las papafritas exangües en la boca abierta del vaso grande destapado, ensopándose de espesa gaseosa negra; usurpa el lugar de la mayonesa entre las tres tapas de pan el fluido del helado soft derretido, entre las paredes de telgopor prensado del vaso con restos de café se produce el inconcebible encuentro del pollo semimasticado del McPollo con el McTostado mordido y abandonado. A la hora en que se activan los ejércitos de la noche el McDonald’s luminoso cierra sus puertas delanteras y otro McDonald’s, nocturno y tenebroso como el polietileno del fondo de las bolsas, abre las traseras. En ese McDonald’s de las tinieblas seres rotosos y desharrapados se agolpan manoteando los nudos de las bolsas apenas el empleado las deposita con insolencia en la vereda, enuncian su pedido con gruñidos y lo reconocen al tacto, sus mesas ocupadas son un dintel o un escalón o el cordón de la vereda, sus combos impredecibles y sujetos a lo que palpando a tientas su mano pueda encontrar. Y en esa realidad paralela, en ese reverso de sombra ése, ése que se aleja exultante sosteniendo en alto para que no se lo arrebaten el tesoro improbable de un McPollo intacto de esos que pasados diez minutos de preparado un mandamiento de Kroc obliga a tirar si nadie consume, preservado en su envase de cartón inviolado, un recuerdo que atesorar para noches menos afortunadas, ése que una vez a salvo lo abre bajo la luz pobre del alumbrado público y da gracias a Kroc, ése podés ser vos. No es tan difícil que llegues a conocer ese otro McDonald’s, apenas un firulete soft del destino, una pirueta ni siquiera osada, una pata que Niche puso en tu camino para hacerte más fuerte.
–¿Va a pedir algo más, señor? –el empleado se había acercado a mis espaldas, subrepticiamente, y su pregunta en mi oído me sobresaltó.
–¡Esta es mi mesa, no van a sacármela! –le respondí aferrándome a sus bordes de fórmica como un surfista arrastrado al mar abierto a su tabla de surf.
El empleado regresó a las cajas, contestando apenas con un encogimiento de hombros la mirada inquisitiva del último gerente de la noche. El local se había casi vaciado, los empleados se veían sudorosos y desaliñados y atendían de favor, ni molestándose en ofrecer, como están obligados a hacer durante el día, lo que nadie les ha pedido (¿No prefiere el Combo Grande por cincuenta centavos más? ¿Le gustaría agregar un helado soft a su pedido?). Sólo el empleado del mes, con su imperturbable sonrisa, permanecía fresco e incólume, como si su turno recién empezara –por algo había mantenido invicto su puesto tres meses seguidos, y la corona anual era prácticamente suya–. Sin disculparse siquiera pasaban los encargados de limpieza sus estropajos empapados de detergente por debajo de mi mesa, obligándome a levantar los pies, otro había retirado rudamente mi bandeja, sin preguntarme esta vez, y ya se acercaba el momento más temido de cada noche, cuando me viera nuevamente obligado a enfrentar la promiscua oscuridad que comenzaba más allá de las puertas y el doble arco dorado que las flanqueaba. Entonces sucedió, sucedió lo que tantas noches había temido o anhelado, sin saberlo. El empleado del mes se limpió las manos limpias en su inmaculado delantal, se lo desabrochó y dejándolo sobre la caja cerrada salió de la zona de cajas y vino a sentarse a mi mesa. Nos miramos unos segundos en silencio, él sonriendo amigable, yo aterrado. Naturalmente, fue él quien comenzó.
–Usted sabe, acá viene toda clase de gente. Un local de McDonald’s abierto hasta altas horas de la noche es como un faro en la tormenta, un oasis en el desierto, un templo de la fe en tierra de infieles. Tratamos de dar a todos lo suyo: comida al hambriento, líquido al sediento, calor al aterido, un lugar limpio y bien iluminado para todos los que temen volver a una casa vacía. Y todo lo que pedimos a cambio es una pequeña contribución, simbólica de tan exigua. Y a cambio de eso los recibimos a todos, sin distinción: ricos y pobres, sucios y limpios, felices o desdichados, solos y acompañados, y a todos los atendemos por igual, sin importarnos su actitud a veces altiva, sus injustificadas quejas, los escándalos con los que pretenden alterar nuestra preciosa calma, sus exigencias desmedidas, su descortesía, su ingratitud. Muchos vienen a nosotros sin saber lo que están buscando, y nos culpan por no otorgárselo. También están los que vienen a buscar algo, y en lugar de encontrarlo lo pierden. Sin ir más lejos, acá en la vereda. La niña se había escapado de la isla de juegos, nadie sabe cómo, es algo que en teoría no puede suceder. Sospechamos que nunca estuvo en la isla de juegos en primer lugar, pero el padre porfió, llegó incluso a iniciarnos juicio por negligencia. Se habrá creído que estamos en los Estados Unidos. Estaba sentado en esta misma mesa, y desde acá lo vio todo.
Asentí, y con dedos temblorosos saqué un cigarrillo del paquete y conseguí sostenerlo entre mis labios. Me lo sacó de la boca antes de que pudiera encenderlo.
–Esta es una mesa de no fumadores. No es frecuente que las motocicletas suban a la vereda, es un barrio tranquilo, y hay vigilancia; pero a veces sucede lo inesperado, sobre todo si se trata de jóvenes. Jóvenes que suben a la vereda en motocicleta, que la policía logra detener a las pocas cuadras, menores de edad que al poco tiempo salen en libertad y ahora mismo estarán en otras motos, subiendo a otras veredas. Pero el padre de la niña intenta hacernos juicio, a nosotros, se tira un lance, quiere sacar una tajada. Claro, los jóvenes son pobres, insolventes. Por eso apunta a nosotros, abusando de la misericordia de Kroc. A nosotros, que fuimos los primeros en auxiliarlo cuando gritaba arrodillado sobre la vereda, arrancándose mechones de la barba. Luego se la afeita, y piensa que por eso no lo reconoceremos. Debería haberse afeitado los ojos más bien, aunque difícilmente podrá borrar lo que vieron.
En un arranque de vergüenza me cubrí el mentón y las mejillas desnudas con las manos como si se tratara de mis genitales descubiertos.
–Como le decía, acá viene gente de todo tipo, y encuentra siempre nuestras puertas abiertas. Pero todo tiene un límite. Los que lo han perdido todo ya no tienen derecho a nada. Mire a su alrededor: en nuestro local sólo hay lugar para rostros felices. Le voy a decir la verdad: estamos cansados de su dolor. Lléveselo a otra parte. En pocos minutos vamos a cerrar nuestras puertas. Le agradeceremos que salga por ellas, y que no vuelva.
No hay comentarios:
Publicar un comentario