viernes, 1 de noviembre de 2019

Invasión, de David Roas

Para Núria Pujol

Agua caliente. Estropajo (de dos tipos: aluminio y fibra verde). Mr. Proper (ahora se llama Don Limpio). Amoníaco. Guantes de goma. Nuria lo tiene todo preparado. Hoy se ha propuesto atacar la mancha que hace unos días apareció en la alfombra por culpa del manazas que derramó su bebida sobre ella.

Había tardado en decidirse a comprarla, por el precio y por sus dudas ante aquel capricho innecesario (en palabras de su madre). El apartamento enseguida se lo agradeció. Desde que la instaló en el salón (término exagerado para calificar sus escasos ocho metros cuadrados) que hace las veces de comedor, despacho y salita para ver la tele, el piso no solo le parecía más amplio sino, sobre todo, mucho más acogedor. Ahora sí le apetecía pasarse horas entre sus estrechas paredes. Sentada en el pequeño saloncito, dejando que la alfombra acariciase sus pies descalzos, Nuria se sentía, por fin, feliz en su nuevo hogar.

Su madre le ha dicho que si quiere limpiarla bien evite mojar mucho la alfombra, que pulverice sobre la mancha una mezcla —a partes iguales— de amoníaco y detergente. Entonces pasas una esponja, pero sin frotar (paradoja que no se atrevió a rebatir). Y sin prisa, que te conozco. Déjala que se seque por sí sola. Ni se te ocurra ponerla al sol.


Descubrió la mancha el lunes pasado. Ese día, al sentarse a desayunar, vio que en la esquina izquierda de la alfombra, la más cercana a la mesita, había un lamparón de color grisáceo de un palmo de diámetro. Nuria pensó enseguida en la noche del sábado: varios amigos habían pasado a verla y estuvieron bebiendo hasta las tantas. Todos habían alabado la alfombra, la misma —no se le ha pasado todavía el enfado— que alguno de ellos acabó saboteando después. No duda (no quiere hacerlo) de que fue un accidente, pero le irrita —aún más— que nadie confesara lo ocurrido. La mancha es demasiado grande para que el autor —o la autora— no se percatase del vertido. Lo raro es que cuando pasó el aspirador a la mañana siguiente, la mancha no estaba ahí. Se hubiera fijado.

La verdad, piensa Nuria, es que podían haber roto la horrible muñeca vestida de sevillana que le regaló su madre y que siempre tiene a la vista para evitar sus protestas. (No se te puede regalar nada, hija mía, contigo no hay manera de acertar). Pero no, tuvieron que joder la alfombra.

Ese mismo lunes tenía que salir de viaje y no pudo limpiarla. Al regresar ayer, Nuria comprobó que la mancha no solo seguía en su sitio (ingenuamente confiaba en que hubiera desaparecido por sí sola), sino que parecía haber aumentado de tamaño y que su tono gris se había oscurecido. Aunque quizá su memoria, después de cinco días sin verla, le engaña.

No le ha dicho a su madre que la mancha lleva ahí casi una semana. No quería escuchar sus reproches, ni su irrevocable oferta: ¿Cómo se te ocurre dejar eso ahí si vas a estar fuera tantos días? Es que eres un desastre, hija. A mí no me cuesta nada acercarme y limpiártela.

De rodillas en el suelo, Nuria prepara la mezcla tal y como le ha indicado su madre. La habitación inmediatamente se inunda del corrosivo olor del amoníaco. El aroma a limón de Don Limpio sirve de poco contra ese tufo. Se pone los guantes y cuando está a punto de atacar la mancha, llaman al timbre.

El cartero.

Un par de minutos después vuelve a estar ante la mancha. Se pone de nuevo los guantes, coge el estropajo y, ahora sí, empieza a mojar la alfombra despacio, delicadamente. Trata de no frotar, pero algún restregón se le escapa. El amoníaco apesta. En esos pocos centímetros por los que pasa el estropajo, la alfombra parece ir perdiendo el feo tono gris oscuro que antes la empañaba. Cuando se seque, podrá comprobar si la pobre ha recuperado su elegante color original.

El sábado tenía que haberla retirado. Demasiada gente, demasiadas copas. Pero Nuria estaba tan feliz con su alfombra nueva que quería que todos la vieran (y aprobaran su buen gusto).

Una felicidad que no había durado más que siete días. Una gozosa semana de convivencia truncada por la torpeza de uno de sus amigos. Pero es una tontería arrepentirse de lo ya ocurrido. Ahora le toca arreglar el desastre. Eliminar la mancha. Recuperar la placidez perdida.

El timbre de la puerta suena de nuevo. Así no hay manera. Deja el estropajo en el barreño, se quita los guantes y va a abrir.

Tarda un buen rato en volver. Dos tipos mal trajeados han intentado convencerla inútilmente de que se pase a Jazztel. Como es habitual en Nuria, les ha dado un ratito de conversación (Pobres, hacen un trabajo tan horrible y mal pagado). Tras despedirse, educada, reemprende su combate con la mancha.
Antes debe cambiar el agua. Con tanta interrupción se ha enfriado. A este ritmo, no va a acabar nunca.

De rodillas de nuevo, se da cuenta de que el tamaño de la mancha se ha reducido. En el rato que ha gastado en atender a esos pesados y calentar el agua, el trozo en el que estaba trabajando debe de haberse secado, ya que la alfombra casi ha recuperado en esa parte su color original. El remedio de su madre parece estar funcionando.

Animada por esa primera victoria, Nuria continúa su tarea. Mueve el estropajo en círculos concéntricos muy pequeños, lentamente (se le acaba de ocurrir como estrategia para no frotar). Despacio, Nuria, que te la cargas.

Le han bastado treinta minutos de ininterrumpido fregoteo para pasar del entusiasmo al desengaño, pues ya no percibe ningún cambio en la alfombra.

Suena el teléfono. Mientras busca el móvil, intuye que es su madre. Debe haber olfateado su fracaso.
Hola, hija, ¿has podido quitar la mancha?

Todavía no, mamá.

(La confesión, como siempre, ha sido inmediata. Mientras habla con su madre, Nuria sigue pasando el estropajo).

¿Has usado la mezcla de Mr. Proper y amoníaco que te dije?

Sí, mamá.

¿No habrás frotado la alfombra, verdad?

No, mamá.

¿Seguro? Que eres muy desastre, hija.

(Nuria restriega cada vez con más fuerza).

Seguro, mamá. He seguido tooodas tus sabias indicaciones.

No hace falta que te pongas borde. No sé para qué te digo nada.

No me pongo borde. Pero ahora no tengo tiempo de hablar, la mancha me espera.

En el fondo, hija, es que no quieres que te ayude.

Adiós, mamá.

Ya me buscarás.

Nuria cuelga irritada y, desoyendo los consejos de su madre, echa un chorreón de amoníaco directamente sobre la mancha. Cambia el estropajo de fibra verde por el de aluminio y se pone a frotar con rabia. Hoy acabo con ella, como sea.

En pocos minutos, una densa espuma cubre esa parte de la alfombra. A Nuria le escuecen los ojos y la garganta. Empieza a dolerle la cabeza. Lo mejor será descansar. Y también dejar reposar la alfombra (antes funcionó). Coge una cerveza de la nevera y sale al balcón a fumar un cigarrillo.

Acodada en la baranda, vuelve a lamentarse por aquel acceso de vanidad, por haber permitido que sus amigos pisotearan su alfombra nueva. Pensar en la reacción de su madre si no consigue borrar el maldito lamparón la exaspera todavía más.

Tras la breve pausa, el examen de la mancha le revela algo sorprendente. Aunque su tamaño parece haberse reducido un poco, da la impresión de que ahora es más compacta (no se le ocurre una palabra mejor para describirla). Como si la misma cantidad de mancha se hubiera concentrado en un espacio más reducido. No solo su tono ha pasado del feo gris a un marrón sucio que desluce aún más su pobre alfombra, sino que, lo que todavía es más raro, parece haber aumentado de grosor.

Se agacha y acerca todo lo que puede sus ojos a la alfombra. El olor a amoníaco sigue siendo muy fuerte. Aguanta la respiración. Entonces se da cuenta de que no es una simple mancha de bebida, pues le parece percibir una ligera agitación, como si algo muy pequeño se moviera entre sus fibras. En lo primero que piensa es en una repugnante colonia de ácaros. Va a su escritorio en busca de una lupa.

Los pocos aumentos de esta le dejan ver que se trata de una legión de minúsculos seres aparentemente antropomorfos, de gran cabeza y color marrón. La lupa no le permite ver sus rasgos, pero sí cómo se mueven amenazadores por las fibras de su alfombra.

Se la están comiendo, piensa alarmada. Lo que me faltaba. Mientras empieza a dar fuertes manotazos sobre la alfombra, se arrepiente de haber pensado mal de sus amigos. La culpa no es de una bebida derramada, sino de un montón de asquerosos bichejos. ¿Cómo habrán llegado hasta ahí?

Tras apalear un buen rato la falsa mancha, vuelve a mirar a través de la lupa. No percibe movimiento alguno. Deben de estar muertos. Acerca un dedo para tocarlos, aplastando a unos cuantos. Entonces, todos se incorporan, levantando sus minúsculas cabezas. Un instante después, empiezan a moverse perfectamente agrupados en una misma dirección. Nuria los sigue con la lupa. Cuando aparta la mirada de la lente, se da cuenta de que la mancha está cambiando de forma. Sobre la alfombra se dibuja en letras marrones un inequívoco no que Nuria lee espantada.

Inmediatamente, la mancha cambia de nuevo y aparece otro mensaje imposible: por favor.

La nube tóxica que cubre la alfombra —y que su olfato, empachado, hace rato que no debe percibir— le está haciendo desvariar. Nuria no podía imaginar que el cóctel de amoníaco y Don Limpio pudiera ser alucinógeno.

Se tapa la nariz y la boca con un trapo y vuelve a arrodillarse sobre la mancha. Los parásitos permanecen inmóviles. Deben de estar esperando —se ríe al pensarlo— mi respuesta. Vuelvo a delirar. Pero escriban o no mensajes, son ellos los que han estropeado la alfombra. No puedo ser clemente. Si le contara esto a mi madre, me haría encerrar.

En el mismo momento en que piensa en ella, suena el teléfono. Esta vez no lo coge. Aunque sabe que eso no la detendrá. Enseguida volverá a llamar. Y cuando se harte de marcar su número, optará por el ataque directo. Pronto sonará el timbre de la puerta y allí estará ella, con su bolsa del súper llena de fantásticos productos con los que obrar el prodigio y dar una lección a su díscola hija.

Pero Nuria aún no se ha rendido. Va a la cocina a buscar más amoníaco. Y un cepillo de raíces.

En su ausencia, los bichejos han dibujado un nuevo mensaje sobre la alfombra, amiga, que Nuria, al volver, observa sin inmutarse.

Después de vaciar la botella de amoníaco sobre los invasores, se sienta ante la mancha con cara de triunfo.

El pedazo de alfombra burbujea. Casi le parece escuchar sus gritos mientras se achicharran.

Un nauseabundo olor se extiende por toda la casa.

Llaman a la puerta.

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