lunes, 4 de noviembre de 2019

Eso, de Antonio Pereira

El caballero se apeó de la acera. Unos pasos le bastarían para cruzar la calzada. Enfrente se medio abría la puerta del bar, lo justo para anunciarse con una huella de luz eléctrica sobre el empedrado. El caballero se acercó al resplandor amigo que lo atraía con el poder de la costumbre. Abrió la puerta del todo y un momento se detuvo en el umbral, antes de descender los dos escalones que remediaban el desnivel del establecimiento con la calle. Le gustaba aparecer así, en aquella altura relativa, dominando al cónclave de habituales. Y deprisa le hacían hueco: en un lugar sin corrientes, eso por descontado; pero también a su autorizada palabra, en la ronda de la conversación. Y era justo, pues ciertamente los conocimientos de don Ventura parecían manar de un pozo inagotable.

En aquella ocasión, don Ventura se quedó perplejo bajo el dintel: el pequeño bar, por rareza, estaba vacío de parroquianos. Bajó la breve escalera pina y fue a sentarse en un lugar a salvo de aprensiones, junto a la estufa donde bien olían las hojas del eucalipto. Sobre una banqueta tosca dejó caer el cuerpo cansado.

—¡Asco de domingos…! —refunfuñó, sin siquiera mirar para el hombre que estaba detrás del mostrador.


Pepe, el patrón del bar, se acercó sin pronunciar palabra, llevando un frasco de vino rojo; aún mudo, solemne, limitose a llenar el vaso que acompañaba a la botella, pero antes pasó el paño una y más veces, con parsimonia, sobre el redondel mellado de la mesa.

Por un buen rato se prolongó el silencio.

Con el pensamiento desdeñaba don Ventura al domingo: «Ese día infeliz en que sale el rebaño a divertirse. ¡Divertirse!». Lo que menos podía aceptar era hacer de número. Jamás había votado. Y habría sido objetor de conciencia si se estilase en su mocedad. Bueno, don Ventura Fidalgo era mozo todavía, en la acepción de soltero, y la edad no la confesaba por mero escrúpulo a que le dijeran sexagenario. Estaba del corazón, que se le había puesto grande y veleidoso, pero más que la caducidad física lo desazonaban el nombre y los sobrenombres de la vejez: una vez, en la biblioteca del Casino, hallábase curioseando en los Abecés amarillentos de la colección cuando dieron sus ojos con «Ayer por la mañana, en la Puerta del Sol, sufrió un síncope el transeúnte Abilio Estepa Redondo, de 51 años de edad, natural de Grijota (Palencia), sin que nada pudiera hacerse para salvar la vida del infortunado anciano». Bien sabía don Ventura que en tiempos se era anciano por menos de nada, hasta gente tan curada como la de Palencia, pero aun así no había dejado de impresionarse.

Cuando Pepe repitió sin que se lo hubieran pedido, ahora ya con sifón, don Ventura profirió colérico, golpeando sobre la mesa inocente:

—¿Pero dónde, si se puede saber, dónde pastan ahora los borregos de este pueblo?

El caballero estimaba el don de la vida. Y aquél sería un día perdido en la vida del caballero si no encontraba a quién enseñar. Pues ya se sabe: si el río amenaza crecida, don Ventura conoce mejor que nadie cómo hay que reforzar las «burras»; hay quema y don Ventura dice por dónde hay que sacrificar las vigas; sabe la lista de las obras que escribió aquel Shakespeare, de cada veneno su contrario, de cualquier país sus estadísticas, de injertos y capaduras entiende.

—¿Y el Secre? —que se pasaba la vida en el bar—. ¿Pero es que ni siquiera ha venido el Secre?

Pepe tenía la voz neutral:

—El Secre… qué sé yo.

Don Ventura sabía que estando a solas con Pepe no le valdría lucirse, porque Pepe es un filósofo íntimo que se alimenta de ciencia propia. En cambio hay de bueno que uno puede estarse dos horas con él sin hablar, sintiendo pasar por debajo, como un Guadiana enterrado, el río de la amistad. Cuando abrió el negocio, va para treinta años, los amigos le estuvieron apuntando nombres y más nombres. Don Ventura propuso el Parnaso, el Olimpo y el Pámpano de Oro. Otro que Bar Azul, que Bar Imperio. Oía Pepe, y callaba. Cuando le entregaron el local, limpio y oloroso a pintura, decidió que le pondría Bar Pepe. Ahora, cualquiera; pero había que ser muy listo y muy Pepe para verlo, entonces, así de claro.

Don Ventura estaba reflexionando para sus adentros, pero luego volvió al consonante:

—¡Y toda la culpa la tiene eso!

—Sí —admitió el del bar—, ya se sabe. Pero eso tiene que pasar.

Don Ventura contó: había matado las primicias de la tarde en el Casino, como siempre, y no se le había dado mal —ni bien— la correlativa: tres horas, y total apré. Luego a estirar las piernas, a mirar el río desde el puente.

—Y a recorrer las estaciones… ¿Sabes que pusieron bandera en lo del Marqués?

Ya en estos tiempos el Marqués no alza bandera para guerrear, sino un trapo blanco que anuncia la puesta en venta de su cosecha, al menudeo. Pepe había entendido. Repuso:

—Este año menos grado, pero no está mal de paladar.

—¡Pues ni un alma, ni un alma con quien hablar! ¡Lo que se dice un alma!

—Será que no lo saben.

—¡Que no lo saben!, ¡que no lo saben! La culpa la tiene eso, nada más que eso… ¿Y qué me dices en lo de la Viuda? ¡Como un cementerio! En cambio pasa por delante del Miami, anda, pásate por el Miami. Por los cristales puedes verlo: lleno hasta los topes, pero nadie habla, nadie juega, nadie se mira. Todos a una están vueltos para el mismo sitio, como ovejas. Y si ves que uno se ríe, pues cuenta que todos enseñarán los dientes, y si hay susto o pena o cachondez en una jeta, pues ahí tienes en el mismo instante otras cien jetas que copian como espejos bobos los mismos sentimientos. Como bobos. ¡Si hasta acabarán perfumándose los sobacos, de tanto verlo en los anuncios!

—Pero eso ilustra, don Ventura.

—¡A los rebaños no los ilustra nadie! Y a quienes no quieren ser rebaño lo que los puede ilustrar son otras cosas: el pensar; y los libros; y la conversación, naturalmente, la conversación… Oír a quien sabe más que ellos, y aprender.

Volvió don Ventura a sus secretos: en el fondo, ¡allá la bodega del Marqués y lo de la Viuda! Pero aquel último reducto, el Pepe, la tribuna del Pepe…

Suspiró.

Quiso el otro consolarlo:

—Le digo yo que pasará. ¿Se acuerda usted de cuando vinieron las primeras radios? Pues igual.

Don Ventura, abatido sobre la banqueta, movía la cabeza con desaliento.

Decidió marcharse.

Era cierto que las calles estaban silenciosas, casi desiertas. El vaho humano del pueblo se había concentrado en el interior del Miami. «¡El Miami, el Miami…! ¡Valiente ridiculez de nombre en una tierra de secano!», solía criticar don Ventura. Allí en la cafetería nueva, hacinados entre palmeras enanas de escayola, los rostros en serie contemplaban algo que desde fuera no podía verse, aunque se sospechaba.

Llegó a su casa el caballero; subió a su habitación; anduvo en los libros amigos. Entonces cayó en que había perdido las gafas, seguramente olvidadas sobre la mesita del bar. Y rehízo el viaje con resignación.

Otra vez empujó la puerta de cristales marrones, casi opacos. Seguía vacío el establecimiento, pero él se demoró unos instantes en el umbral, ¡tanto manda la costumbre! Luego cogió la funda de cuero ajado.

Durante la corta ausencia de don Ventura, Pepe, que solía aprovechar los claros para sus pequeños arreglos, había descolocado unas filas de botellas de marca como si pensara colocar las bebidas por su clase, o por el color de las etiquetas, o simplemente a capricho, de manera que un amplio lugar vacío podía verse ahora en la estantería, justo enfrente del lugar donde se colocaban los habituales. El hombre pasaba allí el paño con obstinación. Sin dejar de hacer, empalmó con el asunto de antes:

—Ya vendrán, don Ventura, ya vendrán. Ahora convido yo. Tómese la rúbrica.

Don Ventura rehusó con apatía, palpó las gafas en el bolsillo del gabán y anduvo penosamente la calle costanera que lo lleva a casa.

Allí quiso un libro largo de discursos. Leía en voz alta, para darse más compañía: «Ser o no ser: ¡He aquí el problema! ¿Qué es más levantado para el espíritu: sufrir los golpes y dardos de la insultante Fortuna, o tomar las armas contra un piélago de calamidades y, haciéndoles frente, acabar con ellas? ¡Morir… dormir…!».

Leía el solitario, pero el pensamiento seguía mal las razones del libro. Le era una sensación difícil de explicar, como si algo estuviera luchando por abrirse paso a través de las nieblas de su cabeza.

Fue entonces cuando asaltado por una luz repentina y cruel, calculó mentalmente la capacidad de aquel espacio recién creado en los anaqueles del bar; y de inmediato lo asoció con eso: ¡sí!, con un aparato de los que llaman de 23 pulgadas…

El libro resbaló sin ánimo hasta dar contra la madera del piso, y don Ventura Fidalgo no volvió a hablar en este mundo. Fue una decisión precipitada, la del corazón del caballero, porque Pepe era inocente. Muchos lo podemos jurar: los que seguimos yendo cada noche a beber el vino de la casa, frente a la estantería en que nos miran, desde su sitio inviolado, las botellas.

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