domingo, 10 de noviembre de 2019

El ángulo del horror, de Cristina Fernández Cubas

Ahora, cuando golpeaba la puerta por tercera vez, miraba por el ojo de la cerradura sin alcanzar a ver, o paseaba enfurruñada por la azotea, Julia se daba cuenta de que debía haber actuado días atrás, desde el mismo momento en que descubrió que su hermano le ocultaba un secreto, antes de que la familia tomara cartas en el asunto y estableciera un cerco de interrogatorios y amonestaciones. Porque Carlos seguía ahí. Encerrado con llave en una habitación oscura, fingiendo hallarse ligeramente indispuesto, abandonando la soledad de la buhardilla tan sólo para comer, siempre a disgusto, oculto tras unas opacas gafas de sol, refugiándose en un silencio exasperante e insólito. «Está enamorado», había dicho su madre. Pero Julia sabía que su extraña actitud nada tenía que ver con los avatares del amor o del desengaño. Por eso había decidido montar guardia en el último piso, junto a la puerta del dormitorio, escrutando a través de la cerradura el menor indicio de movimiento, aguardando a que el calor de la estación le obligara a abrir la ventana que asomaba a la azotea. Una ventana larga y estrecha por la que ella entraría de un salto, como un gato perseguido, la sombra de cualquiera de las sábanas secándose al sol, una aparición tan rápida e inesperada que Carlos, vencido por la sorpresa, no tendría más remedio que hablar, que preguntar por lo menos: «¿Quién te ha dado permiso para irrumpir de esta forma?». O bien: «¡Lárgate! ¿No ves que estoy ocupado?». Y ella vería. Vería al fin en qué consistían las misteriosas ocupaciones de su hermano, comprendería su extrema palidez y se apresuraría a ofrecerle su ayuda. Pero llevaba más de dos horas de estricta vigilancia y empezaba a sentirse ridícula y humillada. Abandonó su posición de espía junto a la puerta, salió a la azotea y volvió a contar, como tantas veces a lo largo de la tarde, el número de baldosas defectuosas y resquebrajadas, las pinzas de plástico y las de madera, los pasos exactos que la separaban de la ventana larga y estrecha. Golpeó con los nudillos el cristal y se oyó decir a sí misma con voz fatigada: «Soy Julia». En realidad tendría que haber dicho: «Sigo siendo yo, Julia». Pero ¡qué podía importar ya! Esta vez, sin embargo, aguzó el oído. Le pareció percibir un lejano gemido, el chasquido de los muelles oxidados de la cama, unos pasos arrastrados, un sonido metálico, de nuevo un chasquido y un nítido e inesperado: «Entra. Está abierto». Y Julia, en aquel instante, sintió un estremecimiento muy parecido al extraño temblor que recorrió su cuerpo días atrás, cuando comprendió, de pronto, que a su hermano le ocurría algo.


Hacía ya un par de semanas que Carlos había regresado de su primer viaje de estudios. El día 2 de septiembre, la fecha que ella había coloreado de rojo en el calendario de su cuarto y que ahora le parecía cada vez más lejana e imposible. Lo recordaba al pie de la escalerilla del jumbo de la British Airways, agitando uno de sus brazos, y se veía a sí misma, admirada de que a los dieciocho años se pudiera crecer aún, saltando con entusiasmo en la terraza del aeropuerto, devolviéndole besos y saludos, abriéndose camino a empujones para darle la bienvenida en el vestíbulo. Carlos había regresado. Un poco más delgado, bastante más alto y ostensiblemente pálido. Pero Julia le encontró más guapo aún que a su partida y no prestó atención a los comentarios de su madre acerca de la deficiente alimentación de los ingleses o las excelencias incomparables del clima mediterráneo. Tampoco, al subir al coche, cuando su hermano se mostró encantado ante la perspectiva de disfrutar unas cuantas semanas en la casa de la playa y su padre le asaeteó a inocentes preguntas sobre las rubias jovencitas de Brighton, Julia rio las ocurrencias de la familia. Se hallaba demasiado emocionada y su cabeza bullía de planes y proyectos. Al día siguiente, cuando sus padres dejaran de preguntar y avasallar, ella y Carlos se contarían en secreto las incidencias del verano, en el tejado, como siempre, con los pies oscilantes en el extremo del alero, como cuando eran pequeños y Carlos le enseñaba a dibujar y ella le mostraba su colección de cromos. Al llegar al jardín, Marta les salió al encuentro dando saltos y Julia se admiró por segunda vez de lo mucho que había crecido su hermano. «A los dieciocho años», pensó. «¡Qué absurdo!» Pero no pronunció palabra.

Carlos se había quedado ensimismado contemplando la fachada de la casa como si la viera por vez primera. Tenía la cabeza ladeada hacia la derecha, el ceño fruncido, los labios contraídos en un extraño rictus que Julia no supo interpretar. Permaneció unos instantes inmóvil, mirando hacia el frente con ojos de hipnotizado, ajeno a los movimientos de la familia, al trajín de las maletas, a la proximidad de la propia Julia. Después, sin modificar apenas su postura, apoyó la cabeza en el hombro izquierdo, sus ojos reflejaron estupor, el extraño rictus de la boca dejó paso a una inequívoca expresión de lasitud y abatimiento, se pasó la mano por la frente y, concentrando la vista en el suelo, cruzó cabizbajo el empedrado camino del jardín.

Durante la cena el padre siguió interesándose por sus conquistas y la madre preocupándose por su mal color. Marta soltó un par de ocurrencias que Carlos acogió con una sonrisa. Parecía cansado y soñoliento. El viaje, tal vez. Besó a la familia y se retiró a dormir.

Al día siguiente Julia se levantó muy temprano, repasó la lista de lecturas que Carlos le había recomendado al partir, reunió las cuartillas en las que había anotado sus impresiones y se encaramó al tejado. Al cabo de un buen rato, cansada de esperar, saltó a la azotea. La ventana de su hermano se hallaba entornada, pero no parecía que hubiese nadie en el interior del dormitorio. Se asomó a la balaustrada y miró hacia el jardín.

Carlos estaba allí, en la misma posición que la noche anterior, contemplando la casa con una mezcla de estupor y consternación, inclinando la cabeza, primero a la derecha, luego a la izquierda, clavando la mirada en el suelo y cruzando abatido el empedrado camino que le separaba de la casa. Fue entonces cuando Julia comprendió, de pronto, que a su hermano le ocurría algo.

La hipótesis de un amor imposible fue cobrando fuerza en los tensos almuerzos de la casa. Una inglesa, una rubia y pálida jovencita de Brighton. La melancolía del primer amor, la tristeza de la distancia, la apatía con la que los jóvenes de su edad suelen contemplar todo lo que no haga referencia al objeto de su pasión. Pero eso fue al principio. Cuando Carlos se limitaba a mostrarse huraño y esquivo, a sobresaltarse ante cualquier pregunta, a evitar su mirada, a rechazar las caricias de la pequeña Marta. Tal vez, en aquel momento, debía haber actuado con firmeza. Pero ahora Carlos acababa de pronunciar: «Entra. Está abierto», y ella, armándose de valor, no tenía más remedio que empujar la puerta.

Al principio no acertó a percibir otra cosa que un calor sofocante y una respiración entrecortada y lastimera. Al rato, aprendió a distinguir entre las sombras: Carlos se hallaba sentado a los pies de la cama y en sus ojos parecían concentrarse los únicos destellos de luz que habían logrado atravesar su fortaleza. ¿O no eran sus ojos? Julia abrió ligeramente uno de los postigos de la ventana y suspiró aliviada. Sí, aquel muchacho abatido, oculto tras unas inexpugnables gafas de sol, con la frente salpicada de relucientes gotitas de sudor, era su hermano. Sólo que su palidez le parecía ahora demasiado alarmante, su actitud demasiado inexplicable, para que pudiera justificarlo en lo sucesivo a los ojos de la familia.

—Van a llamar a un médico —dijo.

Carlos no se inmutó. Siguió durante unos minutos con la cabeza inclinada hacia el suelo, entrechocando las rodillas, jugueteando con sus dedos como si interpretara una pieza infantil sobre el teclado de un piano inexistente.

—Quieren obligarte a comer… A que abandones de una vez esta habitación inmunda.

A Julia le pareció que su hermano se estremecía. «La habitación», pensó, «¿qué encontrará en esta habitación para permanecer aquí durante tanto tiempo?» Miró a su alrededor y se sorprendió de que no estuviera todo lo desordenada que cabía esperar. Carlos, desde la cama, respiraba con fuerza. «Va a hablar», se dijo y, sofocada por la agobiante atmósfera, empujó tímidamente uno de los postigos y entreabrió la ventana.

—Julia —oyó—. Sé que no vas a entender nada de lo que te pueda contar. Pero necesito hablar con alguien.

Un destello de orgullo iluminó sus ojos. Carlos, como en otros tiempos, iba a hacerla partícipe de sus secretos, convertirla en su más fiel aliada, pedirle una ayuda que ella se apresuraría a conceder. Ahora comprendía que había obrado rectamente al montar guardia junto a aquella habitación en sombras, actuando como una ridícula espía aficionada, soportando silencios, midiendo hasta la saciedad las dimensiones de la tórrida y solitaria azotea. Porque Carlos había dicho: «necesito hablar con alguien…». Y ella estaba allí, junto a la ventana entreabierta, dispuesta a registrar atentamente todo cuanto él decidiera confiarle, sin atreverse a intervenir, sin importarle que le hablara en un tono bajo, de difícil comprensión, como si temiera escuchar de sus propios labios el secreto motivo de su desazón. «Todo se reduce a una cuestión de…» Julia no pudo entender la última palabra pronunciada entre dientes, a media voz, pero prefirió no interrumpir.

Sacó un arrugado cigarrillo del bolsillo y se lo tendió a su hermano. Carlos, sin levantar la vista, lo rechazó.

—Todo empezó en Brighton, en un día como tantos otros —continuó—. Me eché en la cama, cerré la ventana para olvidarme de la lluvia, y me dormí. Eso fue en Brighton… ¿no te lo he dicho ya?

Julia asintió con un carraspeo.

—Soñé que había concluido los exámenes con gran éxito, que me llenaban de diplomas y medallas, que, de repente, deseaba encontrarme aquí entre vosotros y, sin pensarlo dos veces, decidía aparecer por sorpresa. Me subía entonces a un tren, un tren increíblemente largo y estrecho, y, casi sin darme cuenta, llegaba hasta aquí. «Es un sueño», me dije y, enormemente complacido, hice lo posible por no despertarme. Bajé del tren y me encaminé cantando hacia la casa. Era de madrugada y las calles estaban desiertas. De pronto me di cuenta de que me había olvidado la maleta en el compartimento, los regalos que os había comprado, los diplomas y las medallas, y que debía regresar a la estación antes de que el tren partiera de nuevo para Brighton. «Es un sueño», me repetí. «Figura que he enviado el equipaje por correo. No perdamos tiempo. Luego, a lo peor, la historia se complica». Y me detuve ante la fachada de la casa.

Julia tuvo que hacer un esfuerzo para no intervenir. También a ella le ocurrían esas cosas y nunca les había concedido la menor importancia. Desde pequeña se supo capaz de regir algunos de sus sueños, de comprender súbitamente, en medio de la peor pesadilla, que ella, y sólo ella, era la dueña absoluta de aquella mágica sucesión de imágenes y que podía, con sólo proponérselo, eliminar a determinados personajes, invocar a otros o acelerar el ritmo de lo que ocurría. No siempre lo lograba —para ello era necesario adquirir la conciencia de la propiedad sobre el sueño— y, además, no lo consideraba especialmente divertido. Prefería dejarse embarcar por extrañas historias, como si sucedieran de verdad y ella fuera simplemente la protagonista, pero no la dueña, de aquellas imprevisibles aventuras. Una vez su hermana Marta, a pesar de sus pocos años, le contó algo similar. «Hoy he mandado en mi sueño», había dicho. Y ahora recordaba de pronto ciertas conversaciones sobre el asunto con los compañeros del instituto e, incluso, le parecía haber leído algo semejante en las memorias de una baronesa o condesa que le prestó una amiga. Encendió el arrugado cigarrillo que sostenía aún en la mano, aspiró una bocanada de humo, y sintió algo áspero y ardiente que le quemaba la garganta. Al escuchar su propia tos se dio cuenta de que en la habitación reinaba el más absoluto silencio y que debía de hacer ya un buen rato que Carlos había dejado de hablar y que ella se había entregado a estúpidas elucubraciones.

—Sigue, por favor —dijo al fin.

Carlos, después de un titubeo, prosiguió:

—Era la casa, la casa en la que estamos ahora tú y yo, la casa en la que hemos pasado todos los veranos desde que nacimos. Y, sin embargo, había algo muy extraño en ella. Algo tremendamente desagradable y angustioso que al principio no supe precisar. Porque era exactamente esta casa, sólo que, por un extraño don o castigo, yo la contemplaba desde un insólito ángulo de visión. Me desperté sudoroso y agitado, e intenté tranquilizarme recordando que sólo había sido un sueño.

Carlos se cubrió la cara con las manos y ahogó un gemido. A su hermana le pareció que musitaba un innecesario «hasta llegar aquí…» y revivió, con cierta decepción, la transformación a la que había asistido días atrás en la puerta del jardín. «De modo que era eso», iba a decir, «simplemente eso». Pero tampoco esta vez pronunció palabra. Carlos se había puesto en pie.

—Es un ángulo —continuó—. Un extraño ángulo que no por el horror que me produce deja de ser real… Y lo peor es que ya no hay remedio. Sé que no podré librarme de él en toda la vida…

Los últimos sollozos la obligaron a desviar la mirada en dirección a la azotea. De repente le incomodaba encontrarse allí, sin acertar a entender gran cosa de lo que estaba escuchando, sintiéndose definitivamente alarmada ante el desmoronamiento de aquel ser a quien siempre había creído fuerte, sano y envidiable. Quizá sus padres estuvieran en lo cierto y lo de Carlos no se remediase con atenciones ni confidencias. Necesitaba un médico. Y su labor iba a consistir en algo tan sencillo como abandonar cuanto antes aquella habitación asfixiante y unirse a la preocupación del resto de la familia. «Bueno», dijo con decisión, «había prometido llevar a Marta al cine…» Pero enseguida reparó en que su semblante desmentía su fingida tranquilidad. Las gafas de Carlos la enfrentaron por partida doble a su propio rostro. Dos cabezas de cabello revuelto y ojos muy abiertos y asustados. Así debía de verla él: una niña atrapada en la guarida de un ogro, inventando excusas para salir quedamente de la habitación, aguardando el momento de traspasar el umbral de la puerta, respirar hondo y echar a correr escaleras abajo. Y ahora, además, Carlos, desde el otro lado de los oscuros cristales, parecía haberse quedado embobado escrutándola, y ella sentía debajo de aquellas dos cabezas de cabello revuelto y ojos espantados dos pares de piernas que empezaban a temblar, demasiado para que pudiera seguir hablando de Marta o del cine, como si aquella tarde fuera una tarde cualquiera en que importaran Marta o la vaga promesa de llevarla al cine. La sombra de una sábana agitada por el viento le privó por unos instantes de la visión de su hermano. Cuando de nuevo se hizo la luz, Julia reparó en que Carlos se le había aproximado aún más. Sostenía las gafas en una mano y mostraba unos párpados hinchados y una expresión alucinada. «Es maravilloso», dijo con un hilo de voz. «A ti, Julia, a ti aún puedo mirarte». Y de nuevo esa preferencia, esa singularidad que le otorgaba por segunda vez en la tarde, terminó con sus propósitos con inverosímil rapidez. «Está enamorado», dijo durante la cena, y comió sin apetito un plato de insípidas verduras que olvidó salar y sazonar.

No tardó en darse cuenta de que había obrado de forma estúpida. Aquella noche y las que siguieron a la primera visita a la buhardilla. Cuando se erigió en mediadora entre su hermano y el mundo; cuando se encargó de hacer desaparecer de su alcoba los platos intocados; cuando reveló a Carlos, como la fiel aliada que había sido siempre, el diagnóstico del médico —depresión aguda— y la decisión de la familia de internarlo en una casa de reposo. Pero ya era demasiado tarde para volverse atrás. Carlos acogió la noticia de su inmediato internamiento con sorprendente dejadez. Se caló las gafas oscuras —aquellas gafas impenetrables de las que sólo en su presencia osaba desprenderse—, manifestó su deseo de abandonar la buhardilla, paseó del brazo de Julia por algunas dependencias de la casa, saludó a la familia, contestó a sus preguntas con frases tranquilizadoras. Sí, se encontraba bien, mucho mejor, lo peor había pasado ya, no tenían por qué preocuparse. Se encerró unos minutos en el baño de sus padres. Julia, a través de la puerta, oyó el clic-clac del armarito metálico, el chasquido de un papel, el goteo del agua de colonia. Al salir le encontró peinado y aseado, y le pareció mucho más apacible y sereno. Le acompañó hasta su cuarto, le ayudó a echarse en la cama y bajó al comedor.
Fue algo después cuando Julia se sintió súbitamente asustada. Recordó la cerradura de la buhardilla arrancada de cuajo por su padre hacía ya unos días, la preocupación de su madre, el gesto significativo del médico al declararse incompetente ante los dolores del alma, el clic-clac del armarito metálico… Un armario blanco y ordenado en el que nunca se le había ocurrido curiosear, el botiquín, el orgullo de su madre, nadie en tan poco espacio podía haber reunido tal cantidad de remedios para afrontar cualquier situación. Subió los escalones de dos en dos, jadeando como un galgo, aterrorizada ante la posibilidad de nombrar lo que no podía tener nombre. Al llegar al dormitorio empujó la puerta, abrió los postigos y se precipitó sobre el lecho. Carlos dormía plácidamente, desprovisto de sus inseparables gafas oscuras, olvidado de tormentos y angustias. Ni todo el sol de la azotea que ahora se filtraba a raudales por la ventana, ni los esfuerzos de Julia por despertarle, consiguieron hacerle mover un músculo. Se sorprendió a sí misma gimiendo, gritando, asomándose a la escalera y voceando los nombres de la familia. Después todo sucedió con inaudita rapidez. La respiración de Carlos fue haciéndose débil, casi imperceptible, su rostro recobró por momentos la belleza reposada y tranquila de otros tiempos, su boca dibujó una media sonrisa beatífica y plácida. Ahora ya no podía negar evidencias: Carlos dormía por primera vez desde que regresara de Brighton, aquel 2 de septiembre, la fecha que ella había coloreado de rojo en su calendario.

No tuvo tiempo para lamentarse de su estúpida actuación ni para desear con todas sus fuerzas que el tiempo girase sobre sí mismo, que todavía fuera agosto y que ella, sentada en el alero del tejado, esperase ansiosamente, junto a un montón de cuartillas, la llegada de su hermano. Pero cerró los ojos e intentó convencerse de que era aún pequeña, una niña que durante el día jugaba a las muñecas y coleccionaba cromos, y que, a veces, por las noches, sufría tremendas pesadillas. «Soy la dueña del sueño», se dijo. «Es sólo un sueño». Pero cuando abrió los ojos no se sintió capaz de continuar con el engaño. Aquella terrible pesadilla no era un sueño ni ella poseía poder alguno para rebobinar imágenes, alterar situaciones o lograr siquiera que aquel rostro hermoso y apacible recuperase la angustia de la enfermedad. De nuevo la sombra de una sábana agitada por el viento se señoreó unos instantes de la habitación. Julia volvió la mirada hacia su hermano. Por primera vez en la vida comprendía lo que era la muerte. Inexplicable, inaprehensible, oculta tras una apariencia de fingido descanso. Veía a la Muerte, lo que tiene la muerte de horror y de destrucción, de putrefacción y abismo. Porque ya no era Carlos quien yacía en el lecho sino Ella, la gran ladrona, burdamente disfrazada con rasgos ajenos, riéndose a carcajadas tras aquellos párpados enrojecidos e hinchados, mostrando a todos el engaño de la vida, proclamando su oscuro reino, su caprichosa voluntad, sus inquebrantables y crueles designios. Se restregó los ojos y miró a su padre. Era su padre. Aquel hombre sentado en la cabecera de la cama era su padre. Pero había algo enormemente desagradable en sus facciones. Como si una calavera hubiese sido maquillada con chorros de cera, empolvada e iluminada con pinturas de teatro. Un payaso, pensó, un clown de la peor especie… Se asió del brazo de su madre y una repugnancia súbita la obligó a apartarse. ¿Por qué de repente tenía la piel tan pálida, el tacto tan viscoso? Salió corriendo a la azotea y se apoyó en la balaustrada.

—El ángulo —gimió—. Dios mío… ¡he descubierto el ángulo!

Y fue entonces cuando notó que Marta estaba junto a ella, con uno de sus muñecos en los brazos y un caramelo mordisqueado entre sus dedos. Marta seguía siendo una criatura preciosa. «A ti, Marta», pensó, «a ti todavía puedo mirarte». Y aunque la frase le golpeó el cerebro con otra voz, con otra entonación, con el recuerdo de un ser querido que no podría ya volver a ver en la vida, no fue esto lo que más la sobresaltó ni lo que le hizo echarse a tierra y golpear las baldosas con los puños. Había visto a Marta, la mirada expectante de Marta, y en el fondo de sus ojos oscuros, la súbita comprensión de que a ella, Julia, le estaba ocurriendo algo.

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