lunes, 11 de noviembre de 2019

Sangre Correr, de Laura Rodríguez Leiva

La sangre que sale de la nariz choca contra la porcelana del lavamanos. Mientras tanto, Mabel ve las gotas y recuerda aquella vez en la clase del colegio. Todos los vestidos de baño eran iguales y las niñas del curso tampoco se diferenciaban mucho entre sí: eran bajitas, rozagantes y con los ojos alegres por estrenar el uniforme de natación que, como era inicio de año, no tenía el color mareado que solía tener en julio o agosto. Había un ambiente jovial que el profesor trataba de manejar con seriedad porque la clase de natación, decía, «no se trataba de entrar en la piscina por diversión, como si estuvieran en paseo familiar».

Tal como dispuso el profesor, Mabel respondió al llamado de la lista y se sentó en el borde de la piscina a chapalear. Luego, entró al agua y siguió el calentamiento de los músculos y los ejercicios de respiración. El profesor anunció que se harían unas cortas tandas de competencia por estilos durante la última parte de la clase. Mabel estaba alegre, se sentía la mejor en apnea. Entonces, llegada la hora, se sumergió con entusiasmo.


Le salía muy bien el estilo, incluso tenía el movimiento corporal de los profesionales: una ligera ondulación desde la nuca hasta los dedos de los pies que le permitía fluir a pocos centímetros del suelo enchapado de la piscina. La cara de Mabel era plácida, había rebasado la mitad de la piscina olímpica y estaba segura de que nadie la superaría en tiempo. Miró sutilmente hacia atrás, solo como un gesto de confirmación de su triunfo, y la vio. Era Marina, la hija del profesor, parecía haber usado la piscina durante las vacaciones y la acechaba a toda velocidad. Mabel volvió la mirada al frente y aceleró la brazada: estaba a diez baldosas de llegar, Marina no podía alcanzarla.

Mabel calculó que le faltaban dos brazadas para la meta, hizo la primera de ellas y se estiró; una más y tocaría el vértice formado entre la pared y el suelo de la piscina. Con este, ella se impulsaría para salir a la superficie. Cerró los ojos, siempre lo hacía para hacer la última brazada, y sintió el golpe en el gemelo derecho. Se contrajo, se abrazó el gemelo; la posición corporal, de rollito, la elevó a la superficie donde se oían gritos y el barullo de aquellas que se apresuraban a salir del agua. Mabel estiró el brazo para tocar el borde de la piscina, se agarró con ambas manos a la orilla y levantó el pecho para apoyar el abdomen en el piso exterior, solo así pudo quitarse las gafas y ver con claridad. La piscina estaba roja, totalmente teñida con el líquido borgoña que emanaba de su entrepierna. Volvió a sumergirse en el agua turbia y se dijo: «aquí me quedaré para siempre». Solo su mamá, que pidió permiso en el trabajo y atravesó la ciudad para llegar al colegio, pudo sacarla de la piscina ese día.

La cara de Mabel tiene un gesto de rabia porque el tapón del lavamanos no ajusta y detesta perder sangre. Piensa que en esa clase de natación, así como durante toda su infancia, perdió demasiada sangre solo porque nunca tuvo una ayuda verdadera. Sus profesores, más por asco que por preocupación, la dejaban ir a la enfermería cuantas veces quisiera para que le regalaran toallas higiénicas «ultra», «extra» o «súper» y, así, evitar un «accidente» sobre algún pupitre del salón. Ellos creían innecesario inmiscuirse en esos «asuntos de mujeres». Entonces, Mabel les seguía la cuerda y se salía de clase cuando se aburría, aun cuando sabía que no se trataba de un asunto de precocidad hormonal, ni falta de conocimiento respecto a los métodos para asumir la menstruación.

Con un nudo hecho con el trozo largo de un guante de goma roto, Mabel asegura el desagüe y piensa «siempre es mejor mantenerla adentro del cuerpo». Así, viendo que la sangre no se filtra, endereza el tronco y tira la cabeza hacia atrás. El ardor que siente cuando la sangre pasa por la garganta, le recuerda las ocasiones en que se provocaba el vómito durante la adolescencia. Tose chispas rojas y no tiene otra alternativa que volver a inclinarse sobre la poceta. La gotera se engrosa. Mabel, agachada, se humedece el entrecejo y aprieta sus lagrimales en la parte más delgada de la nariz. Esto, según el otorrinolaringólogo que publica tutoriales en YouTube, disminuye la hemorragia «solo en los casos en que la hemorragia se ha iniciado por factores externos; quiero decir, un cambio abrupto en el clima o una rasquiña prolongada», recuerda Mabel que le ha escuchado decir, con su acento españolete, en la publicación que hizo el martes pasado.

Como el sangrado no se detiene, Mabel decide tomar medidas extremas: usar papel higiénico. Pero solo un tubito de cartón se encuentra en el puesto de lo que, días antes, había sido un esponjoso rollo. «Mierda», dice. De inmediato, estira la pierna izquierda y, con ella, se agarra del soporte de la toalla, esto le sirve para no perder la posición de su cabeza sobre el lavamanos; así, extiende el brazo derecho. El brazo recorre el pasillo, dobla a la derecha por la columna que divide el comedor de la cocina, gira la perilla de la puerta, entra a la cocina, hala el cajón de la alacena y saca el empaque nuevo de rollos de papel higiénico. Con el paquete sin abrir sostenido por la mano derecha, Mabel, en el baño, asegura el brazo izquierdo a la manija de la puerta de la ducha y estira la pierna derecha. La pierna hace el mismo recorrido a través del apartamento y llega a la cocina para ayudar a romper el recubrimiento plástico del empaque. Las dos extremidades abren un hueco en el paquete para sacar un rollo. El pie lleva, con premura, el papel higiénico al baño y la mano se queda en la cocina acomodando la alacena, la cierra y aprovecha para sacar de la nevera varias frutas y verduras. Después de perder tanta sangre, a ella se le antoja un licuado que evitará el mareo.

Mientras la mano derecha licúa las verduras en la cocina, Mabel arma dos tacos de papel higiénico para incrustarse en las fosas nasales. Con esto, desobedece las indicaciones del otorrinolaringólogo online: «no podéis taponar las fosas nasales sin supervisión médica. Esto os puede causar un desvío del tabique», advierte en la publicación de hace un mes. Cada vez que ve las publicaciones del otorrino, Mabel lamenta haber acabado con la vida del único médico que intentó ayudarla. Era un dermatólogo que examinó las protuberancias que empezaron a salirle en la axila.

Las cosas sucedieron durante la consulta: Mabel rondaba los veinte años y estaba asustada porque temía que estas masas fueran como las que le habían extirpado a los senos de su mamá. El dermatólogo le pidió que no se predispusiera a las enfermedades, «lo más importante es que esté tranquila y que confíe en mí, yo le prometo ser sincero y buscar el mejor tratamiento para usted. Sin importar lo que sea, cuente conmigo», le dijo con una voz dulce mientras ella se desvestía para la auscultación. Mabel, desnuda, miraba al médico que la examinaba: sus ojos negros, su piel trigueña, sus labios rosados, sus manos de piel suave, las mangas impecables, el pelo sedoso. Mirarlo la tranquilizaba y, al mismo tiempo, se creía capaz de identificar la gravedad de su padecimiento en algún gesto del médico. Al mismo tiempo, mirarlo la tranquilizaba. La mirada del doctor estaba fija en la axila. Observaba sin expresar asco o asombro por las protuberancias, más bien ternura por Mabel y compromiso por lo que le estaba pasando. Ella sentía vergüenza, estaba nerviosa y cerró los ojos. Pensó en su mamá. En aquella vez en que la ayudó a ducharse después de la operación de sus senos. Su mamá se veía pequeña, tan frágil que el cuerpo parecía no poder sostenerla y se encorvaba hacia las vendas manchadas que cubrían el pecho.

Aún hoy, Mabel se siente desconcertada por lo sucedido con el doctor Valencia. Reconoce que ni ella se lo esperaba, pero justifica la reacción de su cuerpo porque el dolor que sintió fue insoportable. Cuando el doctor Valencia oprimió la axila, Mabel sintió que las protuberancias se abrieron como una cicatriz que se corta: la piel se rompe y la herida sangra aún más que antes. El doctor apretó y su cara fue succionada por la axila de Mabel. Ella gritó, intentó apartar al doctor, quien se agarraba el cuello indicando que no podía respirar. Mabel se tiró de la camilla y salió al pasillo de la clínica arrastrando el cuerpo del médico. Hizo lo posible por pedir ayuda para él, pero era tarde. El dermatólogo se había desmayado y solo pudo ser retirado de la axila de Mabel cuando seis enfermeros lo halaron, después de darle varias inyecciones a Mabel para que relajara los músculos. Al doctor Valencia lo llevaron a una camilla de reanimación, pero la falta de oxígeno le había provocado un paro respiratorio y tuvieron que inducirlo al coma. Mabel se disculpaba con todos, aunque no pudiera hablar por tantos relajantes. Fue encerrada en una habitación del hospital y estuvo en cuarentena.

Mabel se recuesta en el sillón de la sala para recuperarse de la pérdida de sangre. Se envuelve en una cobija suave para no quedar pegada. Esto sucede cuando las ventosas de su espalda entran en contacto con la tela del sillón que es una especie de cuerina, incluso, si ella solo lleva puesta una camiseta de tela delgada, las ventosas alcanzan a chupar la superficie plástica del espaldar y no dejan que se levante. El desarrollo de las protuberancias de las axilas sucedió durante su estadía en la cuarentena del hospital. Además de exámenes en máquinas tubulares y análisis de sangre casi a diario, Mabel fue visitada por terapeutas que le ayudaron a pasar el tiempo. Le mostraban manchas con dibujos que, en la mayoría de las ocasiones, ella veía como pulpos o calamares enormes que capturaban humanos y animales con sus tentáculos y los embadurnaban con su tinta. Mabel empezó a imitar esas imágenes y, como no tenía otros materiales, dibujó sobre las paredes con la sangre que expulsaba cada mes. También hizo algunos retratos del doctor Valencia, su cabeza perfecta, su sonrisa amable, su mirada tranquila. Como la familia del médico pidió que mantuvieran a Mabel alejada de él, mientras se mejoraba, ella nunca pudo volver a verlo, aunque estuviera solo a un par de habitaciones en el mismo pasillo.

Pasados varios años y cuando el hospital requirió la habitación de cuarentena para suplir su problema de espacio en las urgencias, llamaron a la mamá de Mabel para que viniera a recogerla. Ella dijo que solo podría ir el fin de semana porque la empresa estaba en crisis y no permitía a sus empleados atender asuntos distintos al trabajo diario. Los de la clínica accedieron a tener a Mabel unos días más y aprovecharon para hacer un último análisis de las ventosas, que, en ese entonces, ya le recubrían el torso y la espalda; los tentáculos, que le salían del cuello; y la sangre, que seguía estando sana, abundante sí, pero sin anomalías para una persona de treinta años. Cuando la llevaron por el pasillo, Mabel pudo ver al doctor Valencia de reojo. Seguía siendo hermoso, a pesar de estar mucho más delgado y de que su pelo estuviera blanco. Deseó tocarlo, así fuera como despedida, y alzó un brazo, este se extendió por el pasillo y entró a la habitación del doctor Valencia aunque Mabel ya estaba en la puerta de salida. Mabel alcanzó a tocarle un pie y fue expulsada de la clínica a gritos. «¡Fenómeno!», le dijeron desde la ventana los familiares del doctor.

Mabel mira hacia la ventana y hace un gran esfuerzo por eliminar la imagen doble y borrosa del parque del conjunto. Cierra los ojos y se pone a repasar mentalmente los pendientes del día: la cuenta de cobro a la editorial; doce dibujos; el domicilio del papel y lienzos. Con las alas nasales obstruidas, se queda dormida. Se despierta de golpe, siente el pecho húmedo y corre al baño para ver su reflejo. La sangre que goteó de su nariz formó una cadena montañosa sobre el entramado de la camiseta blanca. Claramente, se puede vislumbrar en esta superficie el perfil indio de El Zipa: el protagonista de ese mito en que un líder indígena prefiere morir desangrado que ver agonizar de gripa a su comunidad; o, a sus mujeres, parir mestizos ojiazules de hombros demasiado anchos. Mabel pasa las manos sobre la camiseta, como acariciando la imagen, sin frotar las yemas contra la superficie por miedo a maltratar el dibujo. Sonríe y se desviste.

Va hasta el taller y cuelga la camiseta en la cuerda, junto a varias prendas blancas dibujadas con sangre. Con cuidado, sobre la mesa de dibujo, hala los tacos de papel comprimido de las fosas nasales. Los desenrolla y, aunque sigue sintiéndose mareada, observa la primera imagen: un mapa. Mabel piensa en complementar la imagen cartográfica con pequeños dibujos de veleros llenos de gente; así, esta podría referirse a los saqueadores de templos indígenas. La imagen del otro taco es un árbol; puede ajustarse si se le añaden frutos como libros gordos, similares a biblias. En el suelo, pueden insertarse tiestos rotos que señalen que el árbol está sembrado en un cementerio indígena.
Concentrada en las imágenes, Mabel no se percata de que su sangre sigue regándose mientras los cuatro tentáculos de su cuello se ocupan en ejecutar las ideas para mejorar los dibujos. Su cuerpo desnudo está cubierto de caudalosos ríos vino tinto que confluyen en los muslos y caen como cascadas sobre la alfombra. Mabel siente una picada en la cabeza, ve luces revoloteando en la habitación y cae de espaldas. Tendida sobre la alfombra, piensa en el batido verde que quedó licuado en la cocina. De nuevo, tose chispas de sangre; cierra los ojos y recuerda el único número telefónico que se sabe: 310-8543060, el de su mamá. Si no contesta, podría dejarle un mensaje. Estira uno de sus tentáculos hasta alcanzar la bocina del teléfono, descuelga. No puede marcar, la fuerza de su brazo es insuficiente. Enrolla el teléfono en un abrazo. Como último gesto, gira el cuerpo hacia la izquierda, en posición de rollito, como lo establece el consejo semanal del otorrinolaringólogo, para que «no nos ahoguemos con la sangre cuando una hemorragia nos pille acostaos».

No hay comentarios:

Publicar un comentario