Comenzaba a oscurecer. Diana caminaba por un callejón empedrado del centro de Coyoacán. Le desesperaba no poder ver con nitidez a más de dos metros de distancia, como suponía que veía sin anteojos la gente que los necesita, aunque intuía que, en su caso, se debía a la iluminación escasa de esa hora de la tarde: cuando ya no hay luz de día, pero todavía no es de noche y no sirve de nada que las farolas de la calle estén prendidas.
De pronto, escuchó pasos detrás de ella y tuvo que reprimir un escalofrío cuando giró la cabeza y no distinguió a nadie cerca: hasta donde alcazaba a ver, la calle estaba vacía. Apretó el paso, tratando de avanzar tan veloz como pudiera sin soltarse a correr.
¿A qué le tienes miedo?, se preguntó. Nunca le había asustado la oscuridad y estaba acostumbrada a estar sola, así que no podía ser eso lo que la inquietaba.
Enfrente de ella, el callejón se curvaba bruscamente y se hundía en una oscuridad densa. Poco antes de que desapareciera entre las sombras, la banqueta se veía tan estrecha que no cabrían dos personas juntas. Diana se detuvo, sintiendo una súbita aversión al camino que debía seguir. Pensó en regresar sobre sus pasos, pero al volverse descubrió que la calle también se había vuelto angosta a sus espaldas y también se torcía bruscamente, aunque Diana no recordaba haber pasado por esa curva del camino. Su corazón latía tan deprisa, que parecía retumbar dentro de su cabeza.
¿A qué le tienes miedo?, se preguntó de nuevo, pero esta vez no reconoció su propia voz en la pregunta. Una vez la trataron de asaltar en un autobús, pero al ver su celular viejo, el ratero le sonrió con desprecio y le dijo que estaba más jodida que él. En cualquier caso, para Diana, los asaltos eran como un temblor o una tormenta: fuerzas de la naturaleza imposibles de controlar. No era miedo a que un asaltante saliera de aquella curva, no.
En ese momento, delante de ella, donde el callejón se perdía en la oscuridad, una silueta todavía más negra se desprendió de las sombras, cerrándole el paso. Era del tamaño de una persona adulta, pero su forma era vaga, difusa. Apenas se podían distinguir sus bordes, que parecían temblorosos y cambiantes.
Diana se detuvo. Tenía la boca seca y las palmas de las manos húmedas. De algún lugar, muy lejos, provenía un sonido rítmico y agudo que irrumpía en el callejón cada pocos segundos, haciéndola sentir más inquieta todavía.
Ahora, la silueta tenía forma humana. Seguía siendo vaga y sus orillas seguían difuminándose con lo que la rodeaba, pero ahora Diana podía distinguir el contorno de la cabeza, el cuello, los hombros y los brazos. Hacia abajo, la sombra se volvía jirones de humo. De donde tendrían que estar los ojos, brotaron dos haces de luz azulada, fría, maligna.
El sonido agudo y rítmico parecía estar más cerca, aunque nada más que la sombra había cambiado a su alrededor.
¿A qué le tienes miedo?, le preguntó una voz que definitivamente no era la de ella, pero que estaba dentro de su cabeza.
Diana despertó sobresaltada.
¿A qué le tengo miedo?, pensó con su propia voz, y luego: ¿Dónde estoy?
La oscuridad no era total, pero no reconocía el reposet en el que estaba acostada, ni el buró, ni el sonido monótono y constante que la acompañaba, el mismo que escuchó en el sueño. Tenía, como en la pesadilla de la que acababa de escapar, las palmas de las manos húmedas y la boca seca. Se obligó a respirar profundo y miró despacio a su alrededor.
Sintió ganas de llorar al entender que el sonido lo producía el monitor cardíaco al que estaba conectada Coral, su mejor amiga. Diana se sintió culpable de haberse quedado dormida: había prometido que cuidaría de Coral mientras estuviera inconsciente y, obviamente, había fallado en su cometido. Vio la hora en su celular, apenas eran las once de la noche.
Para recuperar la calma y el orden en sus pensamientos, se puso a hacer una lista de cosas a las que no les tenía miedo: a los asaltos, a las tormentas, a los temblores, a los tiburones… Claro, como nunca he ido al mar, pensó, y siguió con su lista: no le tenía miedo a las cucarachas, a las arañas, a los perros grandes…
Bostezó. Hacer esa lista la estaba arrullando, necesitaba distraerse. Diana tocó el botón para llamar a la enfermera, quien llegó, solícita, de inmediato.
—Señorita, ¿le hará daño a mi amiga si prendo la tele? —se sintió estúpida al hacer esa pregunta, pero pensó que era mejor hacer una pregunta tonta que causar problemas por no preguntar.
La enfermera, una mujer de unos cuarenta años, le sonrió con dulzura.
—No, no creo que se dé cuenta. ¿No quieres bajar a cenar algo? La cafetería está abierta las veinticuatro horas.
Diana negó con la cabeza. Claro que tenía hambre, pero le parecía monstruosa la idea de ir a comer algo mientras su amiga estaba inconsciente, conectada a un respirador y un monitor cardíaco con quién sabe cuántas fracturas, golpes y raspones.
—¿Segura? —insistió la enfermera.
—Este hospital parece un hotel —contestó Diana, un poco para cambiar de tema y un poco para no dejar morir la conversación. No quería volver a quedarse sola, al menos no tan rápido.
La enfermera asintió, cómplice.
—Cuando mi papá tuvo un infarto, estuvo en el Seguro —dijo Diana—. Tenía que compartir el cuarto con otros cinco señores y junto a su cama solo había una silla de plástico bien incómoda, y eso que a mí nomás me tocaba estar un ratito a la hora de visita. Yo me quería quedar a cuidarlo, pero no me dejaron porque era menor de edad.
—¿Eras? ¿Pues cuántos años tienes ahora? —le preguntó la enfermera, levantando una ceja, como si no le creyera que ya tuviera más de dieciocho.
—Diecinueve —mintió Diana desde sus diecisiete recién cumplidos.
La enfermera sonrió levemente y cambió de tema.
—¿Y su familia? —preguntó, señalando con la mirada a Coral.
Diana se encogió de hombros.
—Están como peleados… o algo así —dijo, y se arrepintió de inmediato—, pero sí van a pagar, ¿eh?
—No te preocupes, dejaron la cuenta abierta.
Sonaba como lo que se hace en un bar, pero la enfermera le explicó a Diana que si los papás de Coral no hubieran dejado un voucher abierto no la habrían comenzado a atender.
—Así que si quieres pedir algo de la cafetería, ellos lo pagarán —concluyó la enfermera, guiñándole un ojo.
Las dos rieron como si fueran amigas de toda la vida, pero luego la enfermera se puso seria.
—Pide algo, en serio. Si fueras mi hija, te obligaría a comer siquiera un sándwich.
—¿Me dejarías traer el pelo así, verde, si fuera tu hija?
—Tengo una chiquita de tu edad y lo trae morado.
—Te prometo que ahorita pido algo —respondió Diana, sintiendo unas ganas locas de que ella fuera su mamá.
La enfermera salió del cuarto con una sonrisa triste y cerró la puerta tras de sí.
—Creo que nos tiene lástima, Cor —le dijo Diana a Coral y le tomó la mano con delicadeza—, pero vas a ver, cuando te pongas bien, la vamos a invitar a tomar unas chelas o algo, y le vamos a demostrar que somos puro págüer.
A los pocos minutos, Diana volvió a sentir pesados los párpados. Le dio angustia volver a dejar sola a Coral, así que prendió la tele. Le dio la vuelta a todos los canales: solo se veían cinco o seis y la mayoría con interferencia. Diana se preguntó si, como en un hotel, podía llamar a la recepción para pedir que arreglaran el cable, pero le dio pena. Se sentía como una intrusa. Ese cuarto de hospital estaba bien para los padres de Coral, pero no para ellas. Se acordó de la actitud de la madre de su amiga cuando le habló por teléfono: Señora, su hija tuvo un accidente. Está en urgencias, pero no la quieren subir a piso y no sé a dónde llevarla. La mamá de Coral se quedó callada un rato y luego le dijo: En qué hospital. Así, no como una pregunta, sino casi como una orden. Diana se lo dijo y la señora colgó el teléfono. Media hora después llegó el abogado, se encargó de todo y en unos minutos Coral ya estaba en esa suite como de hotel cinco estrellas.Señorita, cualquier cosa que haga falta llámeme a mí. Por favor, no vuelva a molestar a la señora Mendizábal, le había dicho el abogado con una voz como de plástico, correcta, pero tan fría e inhumana que le había dado miedo.
—No somos pordioseras, Cor, no les estamos pidiendo limosna —le dijo Diana a Coral para no recordar la voz del abogado… o la otra voz, la que en sus sueños le preguntaba: ¿A qué le tienes miedo?
Dos días antes, todo era diferente. Diana esperaba a Coral en una estación del Metro. Irían al Chopo a vender unas Dr. Martens y unos cedés de Coral. Hacía un par de meses que ella había tenido un pleito peor que todos los anteriores con su papá y se había ido a vivir a un cuarto de azotea cerca de la prepa. Nunca hablaban de la parte de la lana, pero Diana estaba segura de que la mamá de Coral le ayudaba con los gastos, porque su amiga no tenía un trabajo fijo y con lo que sacaban de vender paletas afuera del Metro y de malbaratar sus cositas más chidas en el Chopo no alcanzaba más que para las chelas del fin de semana… y a veces ni para eso.
Diana tampoco se llevaba bien con sus padres, pero no era tan grave como para que la corrieran: sí, odiaban sus pelos verdes y sus pantalones llenos de estoperoles, pero mientras siguiera yendo a la escuela, por ellos podía ser punk o monja, daba igual. Estaban demasiado ocupados con sus otros cuatro hijos, todos menores que ella, y con el dinero que nunca alcanzaba, y menos desde el infarto de su papá. Así que, desde que Coral se había ido al rincón cerca del cielo, que es como bautizaron su cuarto de azotea, se quedaban de ver temprano y se pasaban todo el día vagando juntas: entre semana, en la escuela y en alguna estación del Metro, para vender dulces de a peso; los sábados, en el Chopo; y los domingos, en la Lagunilla.
Ese sábado, volvió a recordar Diana, habían quedado de verse, como siempre, afuera del Metro, pero a Coral se le hizo tarde. Ella estaba ahí, sentada en la banqueta, cerca de las taquillas, esperando a su amiga, cuando se le acercó un fulano trajeado, de unos cuarenta y cinco años. Olía muchísimo a alcohol y traía la ropa toda arrugada, así que Diana supuso que andaba de farra desde el día anterior.
—¿Quién se murió en el cielo que los angelitos están de luto? —le preguntó el trajeado.
Coral le habría pintado huevos de inmediato, pero a Diana no le gustaba meterse en líos, así que nada más ignoró al tipo, con la esperanza de que se aburriera y la dejara en paz. Lo malo fue que el fulano no solo no se aburrió, sino que, además, se enojó.
—Te estoy hablando, mugrosa —le dijo, con un tono completamente distinto—. ¿Qué no te enseñaron que cuando te habla un adulto le debes contestar?
Diana se arrepintió de no haberle pintado huevos. Pensó en moverse de la estación del Metro y dar la vuelta en lo que el borracho se iba, pero tardó mucho en decidirse y, cuando se paró, él la agarró de la muñeca.
—No te he dado permiso de irte. ¿O te di permiso de irte? No, ¿verdad? Voy a tener que disciplinarte.
Casi le dio risa, de tan ridículo y loser, pero fue más grande su miedo: nunca había sido buena para enfrentar ese tipo de situaciones. En realidad, no sabía qué hacer.
En eso llegó Coral, casi corriendo, encabronadísima.
—¡Ponte con alguien que se pueda defender, hijo de tu chingada madre! —le dijo al güey mientras lo empujaba.
En ese instante, Diana vio algo horrible, o lo imaginó, quién sabe, pero alrededor del fulano se estaba formando una especie de sombra muy sutil, apenas más oscura que el aire. Es el miedo, pensó Diana, pero desechó la idea por absurda.
—¡No te metas! —le gritó a Coral el oficinista, con cara de susto, probablemente intimidado por las botas altas y el pantalón de vinil pegado y lleno de agujeros, o por los tatuajes y las perfos, o por el cabello azul peinado en un mohicano de casi veinte centímetros de alto.
—¡No te metas tú, cabrón! —contestó Coral con el mismo tono y lo empujó.
Un par de muchachas que salieron del Metro miraban la escena y soltaron una risita, lo que terminó de enfurecer al borracho quien, nervioso, empujó a Coral de vuelta. El resto ocurrió en segundos: Coral perdió el equilibrio, cayó de la banqueta y fue alcanzada por un automóvil que ni siquiera bajó la velocidad tras el impacto.
Diana se quedó congelada. No se le ocurrió fijarse en la placa del auto y tampoco supo qué pasó con el fulano, aunque era obvio que se había escapado mientras la gente se arremolinaba en torno a Coral.
Su amiga estaba en el piso, estremeciéndose, y la sombra que se había formado alrededor del tipo no se había ido: se hacía pequeña, se concentraba, se volvía más oscura; ya no era solo ausencia de luz sobre el asfalto, sino algo vivo, un animal que se contraía en el piso, que se revolvía, que se levantaba. Con un movimiento como el de la serpiente que se lanza a morder, se metió en la boca de Coral.
Eso no pasó. Lo imaginé. Es una pesadilla, se dijo Diana. Es parte del sueño horrible de hace rato, agregó, mientras se forzaba a mirar la cara lastimada de Coral, solo para estar segura de que ahora sí estaba despierta. Al ver su rostro hinchado y lleno de moretones, sintió un nudo en la garganta.
—Te tienes que recuperar, Cor —dijo, pero se quedó sin palabras y no pudo seguir mirándola, así que clavó la vista en la tele. Una lectora de noticias hablaba de una matanza en algún lugar de Asia y sonreía, como si estuviera contando algo bonito. Diana sintió que los ojos le ardían. Los voy a cerrar solo un segundo, pensó.
La despertó el ruido blanco de la tv. Así que se acabó de joder el cable, se dijo, mientras oprimía una y otra vez el botón del control remoto para cambiar de canal. En todos encontraba la misma interferencia. Miró de reojo a Coral, que seguía inconsciente; su pecho subía y bajaba de forma monótona, al ritmo del monitor cardíaco. Diana apagó el televisor, pero el cuarto quedó tan oscuro que, en un impulso, apretó de nuevo el botón de encendido. Entonces, en medio de la interferencia del televisor, vio la silueta temblorosa de una cara… la cara de Coral, espantada, con los ojos desorbitados. Aterrada, Diana volvió a apagar la tele. La oscuridad del cuarto le pareció más espesa, ni siquiera podía ver su mano frente a ella. Debe ser porque la tele me deslumbró, trató de tranquilizarse, aunque sentía que se estaba mintiendo a sí misma.
Otra vez la boca seca y las palmas de las manos húmedas. Otra vez el corazón latiendo a mil por hora. Me estoy dejando llevar por mi propia histeria, pensó, pero no podía evitarlo: necesitaba luz, luz de verdad, no la de esa tormenta de nieve en la pantalla. Estiró la mano hasta la pared, para buscar el apagador, y la retiró de inmediato, con asco: la superficie estaba tibia y pegajosa. Saltó del reposet y se apresuró a la puerta del cuarto. La abrió. Desde el pasillo entró la luz de una lámpara de halógeno. A lo lejos, vio a la enfermera en el escritorio de la entrada al piso. Diana sintió un gran alivio solo por estar bajo la luz.
—¡Sálvame! ¡Me va a atrapar!
¿Lo escuché o lo imaginé?, se preguntó Diana. Era la voz de Coral. ¿Habría despertado? Tenía que entrar a ver, pero sus pies no le respondían, su cuerpo se resistía a entrar de nuevo en el cuarto a oscuras, aun sabiendo que para iluminarlo simplemente debía accionar el interruptor de la pared.
—¡Diana! ¡Ayúdame!
Ahora estaba segura de que la había escuchado. Entró al cuarto de nuevo, dejando la puerta abierta para que la luz del pasillo la guiara al interruptor, pero la oscuridad era tan densa que parecía tragarse la poca iluminación que lograba entrar.
A Diana se le congeló la sangre cuando vio el televisor encendido y, en medio de la tormenta de nieve que llenaba la pantalla, el rostro de Coral… De ahí provenía la voz.
—¡Me va a atrapar!
Como si se hubiera liberado de un hechizo, Diana pudo al fin moverse. Alcanzó la cama y abrazó a su amiga. La puerta del cuarto se cerró de golpe y el televisor se apagó.
—No te voy a dejar sola, Cor —murmuró Diana sin soltarla.
La oscuridad seguía creciendo. Ya no se veía ni siquiera la línea de luz debajo de la puerta. Lentamente, los tonos emitidos por el monitor cardíaco de Coral se fueron espaciando.
Entonces, de la oscuridad en que estaba sumergida la esquina más alejada del cuarto, se desgajó una sombra. Como en mi sueño, pensó Diana. Poco a poco fue tomando forma, exactamente igual que en su pesadilla. Tenía la estatura de un hombre adulto y dos haces de luz azul donde deberían estar los ojos…
—¡No te la vas a llevar! —siseó Diana, dispuesta a dar batalla.
La silueta se aplastó contra el piso, como si fuera la sombra de alguien proyectada contra el suelo, y comenzó a avanzar hacia ellas, muy despacio. Cuando la sombra llegó al pie de la cama y subió por una de sus patas, los latidos de la chica herida estaban tan espaciados en el monitor que al escuchar cada uno Diana temía que fuera el último. La sombra siguió su camino, cubriendo lentamente el cuerpo de Coral como un sudario. Estaba a punto de llegar a su cara cuando Diana, loca de terror, extendió la mano y la cerró sobre esa oscuridad móvil. Para su sorpresa, la atrapó. La sombra se hizo pequeña, del tamaño de una mano extendida, y comenzó a agitarse violentamente. Diana pensó que parecía una mariposa negra atontada por la luz del sol. Pese al miedo, la sujetó con más fuerza.
La sombra seguía retorciéndose en su mano y era fría, tan fría que quemaba, como si Diana estuviera tratando de apresar una ráfaga de viento helado. No te voy a soltar, pensó Diana, apretando los dientes y la mano, mientras el frío de la sombra subía por su brazo, como un hormigueo, y punzaba sus pulmones. En ese instante, el ritmo del monitor cardíaco se aceleró y la respiración de Coral se volvió profunda y tranquila, como si solo estuviera dormida.
¿Y ahora qué hago?, se preguntó Diana. Miró la sombra que se estremecía en su mano y, luego, el rostro de su amiga. Coral abrió los ojos. Por primera vez en su vida, Diana vio en ellos un asomo de temor.
—¡Cuidado! —musitó Coral.
Por la sorpresa, Diana relajó el puño. La sombra aprovechó ese descuido para hacerse más pequeña, apenas un girón de oscuridad, escurrirse de su mano y recorrer su brazo, su cuello, su rostro, como un relámpago negro, hasta entrar por uno de sus ojos.
Ahora ella se estremecía. El frío que antes sentía en la mano ya estaba dentro de ella, intenso, cortante. Se le nubló la mirada. Cayó al piso. Era una trampa, usaste a Coral para llegar a mí, le alcanzó a decir Diana a la sombra, que ahora crecía dentro de su cabeza. Pudo notar cómo su propio corazón latía más despacio y entendió que moriría pronto. Pero te enfrenté, no es a ti a lo que le tengo miedo, pensó, y se imaginó su propia sonrisa, satisfecha. A fin de cuentas, era como quedarse dormida, sentir los párpados cada vez más pesados, respirar cada vez más lento.
Dentro de Diana, que seguía temblando, la sombra también comenzó a temblar. Diana podía sentir cómo la vibración era cada vez más rápida y violenta: la sombra sufría. ¡Ahora tú estás muriendo!, pensó Diana.
¿A qué le tienes miedo?, exhaló la voz, apenas como el eco distante de un gemido.
Así deben sonar las últimas palabras de un moribundo, se dijo Diana.
Entonces sintió una explosión en la garganta y tosió. Abrió los ojos. Se levantó. De su boca brotaba un polvo negro y espeso que se disolvía en el aire. Poco después, cuando ese torrente maligno cesó, volvió a respirar con normalidad.
El cuarto del hospital parecía más luminoso que antes, los latidos de Coral se oían constantes en el monitor y Diana se dio cuenta de que, al menos por ahora, ya no sentía miedo.
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