jueves, 30 de julio de 2020

Nunca sigas a tus hijos, de Berna González Harbour


 Metro de Madrid, línea 10

Cuando la encontré me costó unir lo que veían mis ojos, las señales que mi córnea, iris y retina enviaban al cerebro, a un pensamiento medianamente lógico. Es cierto que las neuronas se movilizaron a tiempo y señalaron: es una pistola, no tengo ningún reproche hacia ellas. Pero mi pensamiento, que yo suponía alojado en el mismo hemisferio que esa familia de neuronas avispadas que solo estaban haciendo su trabajo, no funcionaba tan rápido.
Miré el arma, ni siquiera me atrevía a tocarla, y mi pensamiento se detuvo estúpidamente en los calcetines sucios que compartían el mismo cajón del armario. Una madre siempre mira de vez en cuando en los armarios de los niños, aunque crezcan, en busca de gayumbos arrugados, restos de bocadillo, o quién sabe. Quién sabe. Pero lo que nunca espera encontrar es lo que vi: una pistola, un arma corta, negra y reluciente, con pinta de no haber sido estrenada jamás. O eso esperaba.
Y me he encontrado de todo en esas inspecciones esporádicas cuando los niños se han ido y me ha picado la curiosidad. Cosas que me han hecho reír, como chuletas con todas las declinaciones de latín que, al menos, les habrán servido de repaso mientras se concentraban en meter esas letras apretadas en un papel tan minúsculo. He visto declaraciones de amor en papeles estrujados que seguramente han volado como pelotas, de pupitre en pupitre, en un formato enternecedor en tiempos de WhatsApp.
He visto palabrotas escritas en pequeño, en grande; he visto demonios dibujados en los márgenes de libros con nombres del profesor, he visto las notas que yo les escribía de pequeños cuando no iba a llegar a cenar y me faltaba espacio para todos los corazones que quería dibujar. He visto fotos de su abuela. De sus primos. He visto chinas. Mecheros. Papel de liar. Una vez. No lo vi más o no lo quise ver.
En fin, como en cualquier hogar.
Pero encontrarme ante una pistola en el armario donde aún están las pegatinas de Bob Esponja y los Simpson y donde los viejos legos siguen acumulando polvo junto a Chewbacca y las naves de Star Wars fue demasiado.
Al cabo de unos instantes, cuando el pensamiento al fin empezó a tomar el cauce que habían abierto las neuronas, cogí la pistola. Lo hice con miedo, sosteniéndola entre las dos manos como si fuera un bebé delicado que puede romperse, y con especial cuidado de no rozar el gatillo. Yo no sabía ni sé nada de pistolas, cómo comprobar si está cargada, si tiene un seguro, y esas cuestiones que en el cine parecen tan fáciles y obvias. Ni idea.
Tampoco sabía a quién llamar.
El padre de las criaturas prácticamente ni les llama, para qué hablar de los fines de semana que le corresponde. Viaja mucho y, cuando regresa, acostumbra a estar borracho. «Estoy en el sur», suele decir.
Mis amigas eran una opción, pero ¿acaso iban a saber qué hacer mejor que yo? ¿Quién puede ayudar a inmovilizar una pistola y, sobre todo, a un hijo que guarda una pistola? Podrían consolarme a la hora de llorar, pero ahora era hora de actuar.
Mi novio era otra opción, pero, para ser sincera, es un cantamañanas con el que paso más tiempo sin hablarme que bien, y en ese momento habíamos roto de nuevo. Además, él no tiene hijos. Ni pistolas.
Me di cuenta de que nadie me iba a poder ayudar. Podía llamar a la policía, es lo que haría cualquier ser humano con dos dedos de frente y un pensamiento espabilado, pero no era claramente mi caso.
Además puedo adivinar lo que habrían hecho esos seres humanos normales si se hubieran encontrado la pistola. Pero ¿qué habrían hecho con sus dos dedos de frente y su pensamiento espabilado si la pistola hubiera aparecido en la habitación de sus hijos? ¿Qué pensamiento se atreve a dar una respuesta a eso? ¿Qué dedos de qué frente habrían tenido algo que decir?
No sé la respuesta a estas preguntas, como tampoco supe qué hacer en ese instante.
Era además hora de espabilar y los niños —¿niños?— podían regresar. Esos seres que aún sonreían desdentados y angelicales desde las fotografías colgadas en toda la casa tenían ya diecisiete años. Podíamos verles a lo largo de la escalera jugando al balón, sonriendo a cámara, besando a la abuela o apretando sus caras traviesas manchadas del helado que se disputaban a riesgo de perder chorros de chocolate que se deslizaban cuesta abajo por sus manos combativas.
Pensándolo bien, la escalera era una exposición tan radiante por lo que mostraba como oscura y triste por lo que ahora faltaba. Ninguna foto recogía su actual acné, su pelo grasiento cuando se negaban a ducharse, su vello mal afeitado, que ansiaba una consideración de barba que, sin embargo y muy a su pesar, aún no estaba invitada.
Marcos y Juan. Dos gemelos tan rubios y blancos de pequeños como oscurecidos hoy. Dos hijos simpáticos y ocurrentes de los que hoy sus cuencos de corn flakes sabían más que yo, con suerte. El desayuno se había convertido en una especie de silencio salpicado del crujir del cereal.
—¿Qué tal día tenéis hoy?
Silencio.
—¿Yuju?
—Bien/bien.
—¿Algún examen?
—No/no.
—¿Lleváis el billete de metro?
—Sí/sí.
—¿El bocadillo?
—Sí/sí.
—¿Necesitáis dinero?
—No/no.
Menos mal que eran dos y los monosílabos llegaban dobles, era una forma de estirar la conversación con ecos de sí misma. La conversación. Eso cuando no callaba uno por los dos.
—Abrigaos bien.
Silencio.
—Y daos prisa. Ya sabéis que hay obras en el metro.
Silencio. Dos sombras agarrando las mochilas y dejando un portazo tras de sí.
Adiós. Gracias por desearme buen día. Cariños. Gracias, gracias.
Y ahora esa pistola en el cajón de Marcos, que bien podría haber sido de Juan. O en el cajón de Juan, que bien podría haber sido de Marcos. Porque se los intercambiaban a menudo y porque aquella habitación no había perdido jamás el aire de campamento en el que todo es de todos. De los dos.
Mi pensamiento tuvo entonces una idea que se acopló al resto de mí. Busqué mi portátil, lo coloqué en la cama junto a la pistola y encontré en YouTube un tutorial al que agarrarme para conseguir lo que buscaba: cómo comprobar si estaba cargada o no. Pronto, un ecuatoriano rechoncho y bigotudo me estaba explicando de palabra y con subtítulos cómo abrir el cargador sin peligro, cómo extraer las balas y volver a cerrar el arma. Lo hacía con una tranquilidad pasmosa que ni mi pensamiento ni yo supimos imitar, pues a mí me temblaron las manos mientras comprobaba que había una bala, sí, como en el tutorial, y fue tal mi estado de pánico que en lugar de hacerla caer limpiamente sobre la cama se me escapó hasta el suelo, donde rodó rápidamente hasta el bajo de un armario donde debió encontrarse con varios pokémon de la prehistoria infantil. Allí era imposible acceder.
No logré aplacar mi corazón desbocado, aunque sí al ecuatoriano que ahora me ofrecía volver a cargar el arma en su tutorial de internet, porque apagué como pude el portátil, me arrodillé ante el armario, como había hecho tantas veces en las que solo conseguía atrapar lo buscado si estaba al alcance de la regla del colegio. Hoy no había regla, y además deduje que la bala estaba al final de ese espacio, tocando la pared y alojada entre jirones de polvo gran reserva. Parecía imposible recuperarla y, por el momento, la dejé.
Me levanté del suelo. Aunque la pistola estaba descargada, aún le tenía miedo, temblaba.
¿A la basura?, ¿a la policía?, ¿a mis cajones?
No sabía qué hacer, pero tampoco pude darle muchas vueltas porque en ese momento sentí una sacudida de aire y un portazo que me confirmó que alguien había entrado en casa.
—¿Chicos? —pregunté, intentando trasladar a esa palabra una calma que se había ido de vacaciones—. ¿Marcos, Juan?
Ellos —ellos— no contestaron, pero sus zancadas se escucharon pronto en la escalera, así que miré la pistola en mis manos, no tenía bolsillos, yo estaba en pijama, y precipitadamente la arrojé al único cajón abierto, el mismo del que había salido, que cerré sin ruido mientras el de sus pasos llegaba hasta la puerta de la habitación.
—¿Qué haces aquí arriba? —Marcos estaba ya en el umbral de su cuarto, asombrado de verme allí.
—¿No trabajas hoy? —Juan le seguía.
Entre los dos habían pronunciado en este instante más palabras juntas que en todo el desayuno.
Más bien qué hacéis vosotros aquí, es lo que tenía que haberles preguntado yo.
Y lo hice, pero esta vez mis neuronas tardaron más de la cuenta en trasladarme la orden y cuando la pregunta al fin salió de mis labios, la sentí como un eco de mi pensamiento, que había actuado hacía rato.
—Más bien ¿qué hacéis vosotros aquí?
—Las obras en la línea 1, está cortada —dijo Marcos.
—Hoy solo hay profesores sustitutos en las primeras horas —dijo Juan—. No pasa nada.
—Se nos había olvidado algo y ahora volvemos al insti, tranqui. —Ese era Marcos.
Nos quedamos los tres en silencio. Ellos, incómodos por verme en su habitación y yo, intentando disimular mi temblor, sin fuerza para preguntarles por la pistola porque aún no había decidido qué hacer. Ni para preguntarles por algo. Algo.
Al fin me decidí a salir.
—Me visto y os llevo.
—No te preocupes, mamá —dijo Juan.
«Mamá». Hacía tiempo que no escuchaba esa palabra y las lágrimas llegaron a mis ojos antes de que yo pudiera abandonar la habitación, pero por supuesto no me vieron porque no me miraban. Mamá. Ellos nunca me miraban.
Acudí a mi cuarto, cogí una sudadera con la que disimular el pijama, me recogí una coleta rápida, me calcé unas deportivas y volví a la escalera, porque había decidido insistir en llevarles.
Pero ellos bajaron como una exhalación y antes de que me diera cuenta ya habían salido dando otro portazo. La palabra adiós quedó en el aire, me pareció, porque si existió, había sido tan fugaz que escucharla bien podía haber sido obra de mi imaginación. Adiós.
Corrí de nuevo escaleras arriba, abrí violentamente el susodicho cajón y comprobé lo que temía: algo, la pistola, ya no estaba. Así que volé escaleras abajo, agarré el bolso y me lancé a la calle a seguirles. Nadie me vio, el universo Chamartín está tan poblado como solitario.
Ellos andaban a buen paso, pero yo estaba en forma y mantuve el ritmo a unos cuantos metros. No sabía qué iba a hacer, pero sí que no iba a perderles de vista. Por primera vez en toda la mañana, yo iba más rápida que mis neuronas y logré meterme en el metro tras sus pasos y bajar de dos en dos las escaleras mientras observaba sus cabezas gemelas rumbo a las profundidades de la estación. Marcos y Juan. Juan y Marcos. Ni siquiera yo sabía a esa distancia quién era quién.
Logré zambullirme en el mismo vagón que ellos antes de que se largara, me subí la capucha y me agarré a la barra de tal forma que el brazo me tapara suficientemente la mirada. Pero ellos estaban allí, no había duda, y la primera sorpresa es que los tres viajábamos rumbo al sur y no al oeste, donde debían ir. Porque no estábamos en la línea 1, su línea, sino en la 10.
¿Sería una alternativa para llegar al instituto ante el corte de su línea habitual? Pensar bien nunca se me ha dado bien, pero pensar mal siempre se me dio peor. Así que mi ingenuidad de madre aún estaba desafiando a mi inteligencia —escasa— con preguntas semejantes.
Observé el esquema de esta línea. Desde Chamartín íbamos rumbo a Cuzco, Bernabéu o Gregorio Marañón. Las tres estaciones estaban algo lejos de su instituto, pero de alguna manera formaban un arco en torno a él y no había que descartar que se bajaran en una de ellas.
Y ojalá hubiera sido así, pero no lo fue.
El metro siguió su curso veloz rumbo al centro de Madrid, con los chicos bamboleándose sin agarrarse mientras yo les vigilaba a distancia, pero empezó a dejar atrás las estaciones más céntricas y familiares como Tribunal o Plaza de España para seguir hacia el sur. ¿Adónde iban los condenados, los hijos de su madre, que era yo? Observé que esta línea desembocaba en Cuatro Vientos, que me sonaba, y en Puerta del Sur, que desconocía por completo. ¿Qué se les había perdido en el sur? Estábamos atravesando Madrid de norte a sur como una flecha hacia una diana que era incierta.
En Príncipe Pío se les unió una chica, los tres se abrazaron para saludarse y yo intenté identificarla, pero no la conocía. Era una cría de pantalones caídos y camiseta de tirantes, a pesar del frío, y una delgadez que me resultó repulsiva.
Seguimos nuestro camino hasta la siguiente parada, Lago, en la que, al fin, se acercaron a la puerta. Observé mi pantalón de pijama, afortunadamente los ositos estampados estaban lo suficientemente desgastados y bien podía pasar por una malla vieja. La sudadera, además, me cubría desde la coronilla hasta los muslos y el conjunto me daba un aire, supuse, de choni que va a trabajar en chándal. Y qué importaba.
Los tres descendieron y yo les seguí a cierta distancia. Marcos llevaba la mochila colgada de un solo hombro y con el brazo libre agarró por la cintura a la chica. Se sonrieron. Juan les acompañaba algo separado; me pareció ver su rostro enfurruñado, como cuando era pequeño y su hermano arrancaba más sonrisas a su alrededor.
Andaban hacia la orilla del lago, pero al llegar siguieron caminando por un lateral. Estábamos en plena Casa de Campo y arreciaba el viento, el frío y una humedad que parecía colgar pesadamente de los árboles tupidos.
De pronto, mi móvil sonó. Lo saqué del bolso para silenciarlo y pude ver en la pantalla que era el padre de las criaturas. Corté sin pensármelo. Entró entonces un wasap y no estaba dispuesta a que me entretuviera, pero no pude evitar mirarlo y sorprenderme al ver: «Los chicos. Muy grave».
Si tú supieras. Pensé. Que tus criaturas avanzan armadas por la Casa de Campo y yo les persigo en pijama y con el corazón desbocado para averiguar qué traman. Si tú supieras. Si hubieras estado. Él nunca se interesó mucho por ellos y rara vez cumplía con el horario estipulado de visitas, salvo cuando se ponía melodramático, entre colocón y colocón, y les demandaba un cariño apasionado que ellos ya no sentían. Pronto iban a cumplir dieciocho años y acabaría la pesadilla, las peleas, las llamadas, la culpa. El «y tú más».
Seguí trotando a buen paso para no perderles de vista cuando de pronto ellos se pararon. Estaban en el pantalán del lago, donde varias canoas se entrechocaban suavemente al ritmo del aire. La garita de remo estaba cerrada, no había nadie por allí y ellos eligieron una barca, que desataron, encontraron unos remos y saltaron a su interior. Yo me entretuve como pude en atar las deportivas mientras mi vista intentaba colarse desde mi capucha hasta la orilla.
La canoa se alejó entonces, yo no sabía qué hacer. Los tres remaban con ansia, luchando por acompasar sus movimientos, aunque la chica no perdía de vista la orilla. Fugazmente nuestras miradas se cruzaron y yo pasé a subirme los calcetines como si fuera el acto natural tras atarme los cordones. Qué más podía hacer. Aunque yo no la miraba, sentí cómo ella no apartaba su mirada de mi figura, por lo demás para ella desconocida, por lo que en principio estaba a salvo.
Así que me incorporé y empecé a correr por la orilla con la convicción de una aspirante a maratón en pleno entrenamiento. Se adentraron en el lago hasta que, de reojo, vi que la canoa había parado. Habían dejado de remar. Me detuve en un banco simulando hacer unas flexiones violentas, convincentes —solo al día siguiente sufrí sus consecuencias, unas agujetas terribles cuyo origen me costó mucho recordar—, y entonces lo vi.
Creo que lo vi.
Abrieron una de las mochilas y de su interior sacaron algo que arrojaron al agua. Algo. Recordé cuando les traía aquí de niños y arrojábamos pan a los peces. Respiré entrecortadamente, más por el sobrecogimiento que sentía que por los ejercicios violentos, y entonces contemplé cómo los tres se agarraron de las manos, la canoa bamboleante, y a distancia intuí que se las apretaron con un gesto intenso y solidario durante largos segundos. Entonces volvieron a tomar los remos y se alejaron hacia la otra punta del lago, donde les vi descender y salir corriendo hacia el metro, supuse, mientras la canoa quedaba suelta, desatada, en el agua fría.
Ya no les podía alcanzar. Me senté exhausta en el banco, acalorada por los ejercicios absurdos, y dejé caer la cabeza entre las manos.
—¿Qué hacer?
Al menos la pistola había desaparecido.
¿Por qué?
¿Por qué la tenían y por qué se deshacían de ella?
Debía volver a casa. Línea 10, de nuevo hacia el norte hasta Chamartín, donde esperaba que vecinas y tenderos no me vieran. El barro de algún charco había salpicado el pantalón del pijama y mi aspecto era tan triste como mi estado de ánimo.
Saqué el móvil y encontré más wasaps.
Mi exmarido había decidido escribirme más mensajes que en toda nuestra vida de casados. Incluso otros nuevos seguían entrando, parpadeando fugazmente en la pantalla hasta que el siguiente desplazaba al anterior.
—¿Estás?
—Es urgente.
—Es muy grave.
—Necesito ayuda.
—Una ambulancia.
—Creo que sangro.
Le llamé alarmada y su voz sonó lejana, como en la peor de esas resacas que conocía bien.
—¿Qué ocurre? —pregunté.
—Estoy lleno de sangre.
—¿Cuánto has bebido?
Mi exmarido calló, pero yo sabía bien que nunca en sus mañanas resacosas me había dicho nada semejante. Así que emprendí otra carrera hacia la estación de metro, segura de que ningún taxi iba a estar esperando a una mujer en pijama que había ido al lago a contemplar el entierro de la pistola de sus hijos mientras su exmarido ahora se desangraba en otro lugar de Madrid.
Antes de saltar al primer vagón disponible, llamé al 112 —¿es que mi exmarido no sabía ni siquiera pulsar 1-1-2, pero sí todas esas letras que había necesitado para el wasap?—, comuniqué su dirección y yo misma tomé rumbo hacia Plaza de España, donde podría coger un taxi más fácilmente. Jamás había entrado en su casa, pero había dejado cientos de veces a los niños en su puerta, su felpudo, welcome, con la angustia de soportar sus malas caras y sus comentarios, en bajo: «Prefiero contigo, mamá; yo también».
Pero hacía mucho tiempo de eso.
Cuando llegué a su casa, la puerta estaba abierta y el médico de la ambulancia estaba buscando sus constantes vitales. Que no encontró.
Yo avancé hasta la cama, nadie se fijó en mi pijama ni en mi coleta desgreñada.
El padre de las criaturas yacía junto a una botella de whisky y otra de vodka en su cama, un montón de cigarrillos apagados en un cenicero, pero no había muerto de sobredosis de alcohol, o no solo, porque tenía sangre a mansalva, ya reseca, en un lado.
La borrachera, dijeron los sanitarios, seguramente le había impedido reaccionar al disparo que él o alguien le había descerrajado en el estómago. Que lo hubiera hecho él era improbable, porque no había un arma a la vista. Y en sus manos, en su lugar, solo estaba el móvil desde el que me había llamado.
La policía llegó y solo después de unas preguntas y de que tomaran nota de mis datos pude largarme. A mi espalda dejé —estoy segura— sus miradas extrañadas. A ellos no se les escapó mi estúpido atuendo.
Si sospechaba de alguien, preguntaron. Dije que no.
Si alguien tenía razones para matarle, dijeron.
Yo misma, pensé. Dije obviamente que no.
Al llegar a casa, eché a la lavadora los calcetines y gayumbos de mis hijos, mi pijama y la sudadera, y contemplé durante un largo rato las vueltas convincentes del tambor haciendo su trabajo. La espuma del detergente se acumulaba a la vista, exhibiendo una determinación que agradecí. Lejos de allí, en el sur, el agua del lago también estaba haciendo su trabajo a la vista solamente de las carpas curiosas y silenciosas. No habría huellas.
Ellos llegaron. Tan callados como siempre y cabizbajos.
Y pensé que iba a ocuparme de la cena.
Y por primera vez en todo el día, neuronas, pensamiento y decisión se pusieron a trabajar en sintonía.
Noche de pizza.

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