jueves, 2 de julio de 2020

Tejido, de Marc Laidlaw

 


—Aquí —dijo Daniel, ofreciendo a Paula la fotografía—. Mira esto y dime si todavía quieres conocer a mi padre.

Paula la cogió; estaba enmarcada en madera oscura y cubierta con un grueso rectángulo de vidrio. Una cenefa de polvo se adhería a los bordes del vidrio, debajo del marco, difuminando las esquinas de la fotografía, como si las cubriera una fina telaraña.

—¿Qué es esto? ¿Quién…?

—Nosotros. Mi familia.

—Pero sólo hay…

Las palabras de Paula se extinguieron mientras ella contemplaba la fotografía, tratando de comprender. Entrecerró los ojos y limpió el cristal, pero no consiguió aclarar la confusa imagen. Era una sola figura, una persona, pero tan manchada y moteada como una pared antigua, con un contorno mellado que inquietaba a Paula, la cual no podía concentrar la vista, como si mirase a través de un prisma. Además, en el interior de la figura había también una disparidad turbadora, unos abruptos cambios internos de tono y textura.

—¿Tu familia? —repitió.

Daniel asintió, con la mirada fija en la carretera. Las sombras se alargaban y la penumbra descendía. Entre la sucesión interminable de árboles que bordeaban la carretera, eran visibles campos y colinas.

—Es una composición —le dijo—. Ya sabes, como un collage.

Desvió la vista para mirar la foto y señaló la mano izquierda de la figura.

—Ésa es mi mano. La derecha es de mi padre.

—¿Qué?

—Y el mentón, aquí, es de mi hermana. Eso es…, creo que es la frente de mi hermano… y la nariz también es suya. En cuanto a las ropas… no estoy seguro.

—¿Y los ojos?

—Son los de mi padre.

—¿Qué significa esto Daniel? ¿Cuál es el motivo?

Él apretó con fuerza el volante. Paula miró su mano izquierda, la de la foto.

—¿Por qué, Daniel?

El muchacho meneó la cabeza.

—Mi padre está loco, ése es el motivo. No hay ninguna razón especial, sólo… Bueno, sí, para él hay una razón. Esto nos muestra como un grupo muy unido. Solía decir: «Un organismo individual que funciona óptimamente».

Paula miró la fotografía con evidente disgusto y luego la guardó en el maletín del que Daniel la había sacado.

—Es grotesco —comentó, sacudiéndose el polvo de las manos.

—Me la envió hace tres años, cuando acababa de irme de casa. La compuso con fotos viejas y me la mandó con el ruego de que volviera. Dios mío, debió de trabajar en eso durante semanas… Las junturas son casi invisibles.

Guardó silencio, quizá observando la carretera en espera de llegar al desvío que debían tomar, o quizá sólo pensando. Al cabo de un rato suspiró y meneó la cabeza.

—No sé —dijo al fin—. No sé por qué hago esto…, por qué cedo y regreso después de todo ese tiempo.

Paula se acercó y le tocó el brazo.

—Es humano… Está solo, tu madre acaba de morir. Ni siquiera has ido al funeral, Daniel… Creo que esto es lo menos que puedes hacer. Serán sólo unos pocos días.

Daniel reflexionó un momento, con el semblante hosco.

—Quizá ése sea el problema. Tal vez eso es lo que lo inició todo.

—¿Qué?

—La soledad, Paula. Pero debe de sentirse terriblemente solo para engendrar esas obsesiones. Recuerdo que jugaba con un rompecabezas hecho con fragmentos de un cristal roto. Podía pasarse horas jugando con él. Y luego… eso.

Hizo un gesto hacia el maletín, pero Paula sabía que se refería a su contenido.

—Sobrevivirás —le dijo ella.

—Sí, sobrevivir. Eso es lo importante. —Hubo otra pausa de silencio mientras él pensaba en esto—. Es curioso —dijo al fin—. Eso es precisamente lo que siempre decía mi padre.

Cuando dieron con la granja, rodeada de frondosos árboles en el extremo de una polvorienta carretera, las sombras habían engullido el viejo edificio. El sol había desaparecido, y sólo una tenue franja de luz anaranjada señalaba la dirección en que se había puesto. Paula buscó una señal de luz o vida alrededor del destartalado edificio, pero no vio más que negrura, con un leve resplandor en el lugar correspondiente a una ventana. La puerta estaba desvencijada y astillada.

Daniel frenó y se estiró en su asiento, bostezando.

—Me siento como si hubiera conducido sin parar durante un mes.

—Y lo pareces —dijo Paula—. Te dije que podía conducir…

Él se encogió de hombros.

—Esta noche me acostaré temprano.

Bajaron del coche. El silencio imperaba en el crepúsculo grisáceo.

—¿Hay alguien en la casa? —preguntó Paula.

—Sin duda, ya sabes que tengo mucha suerte. Anda, ven.

Caminaron por una franja de hierba muerta y luego subieron con cautela los escalones, porque la madera estaba carcomida. Daniel se detuvo en lo alto y pisó el escalón de abajo, que emitió un crujido sordo. Daniel sonrió con nostalgia, y Paula recordó que el muchacho había crecido en aquella casa, en un lugar tan remoto, lejos de la ciudad y el campus donde ella le había conocido, donde ahora vivían juntos. Daniel nunca hablaba de su infancia ni de su familia, y Paula no estaba segura de sus motivos. Parecía como si su pasado le molestara, y quizá incluso lo temía.

Cruzaron el porche; la puerta crujió al abrirla y pareció dar acceso a un negro vacío. Paula trató de mirar a través de la abertura, y retrocedió al ver una forma pálida.

—¿Papá?

La voz que contestó estaba tan desgastada como la casa.

—Daniel, hijo, has venido. Sabía que lo harías.

La cabeza se movió en la penumbra, agitando el áspero pelo gris. Algo blanco apareció a la vista, más abajo en el marco de oscuridad: una mano. El padre de Daniel salía a recibirle.

—Siento no haber podido asistir al funeral, papá. Estaba demasiado ocupado con la universidad y mi trabajo…

El hombre se acercó más, y sus dos manos, nadando en la oscuridad como peces, aferraron a Daniel. Paula sólo veía vagamente la figura encorvada del viejo, y fijó su vista en aquellas manos que apretaban, tanteaban, toqueteaban a Daniel, le exploraban como si estuvieran hambrientas. Era vagamente repugnante. Daniel permanecía inmóvil. Había decidido mantenerse firme con su padre, pero ahora su resolución le fallaba.

—Papá…

Daniel apartó una mano fofa, pero ésta se contorsionó y se cerró alrededor de la suya. Paula estaba sofocada. Los dedos blancos se entrelazaron con los de Daniel. Éste la miró, consternado, pidiéndole ayuda en silencio.

—Hola —balbuceó Paula, y avanzó un paso hacia ellos.

Las manos se movieron bruscamente y se detuvieron. El viejo se volvió.

—¿Quién eres? ¿Quién es esta persona, Daniel?

—Es Paula, papá. Ya te hablé de ella. Vivimos juntos.

Paula empezó a tender la mano, pero recordó el blancuzco apéndice del viejo y la retiró.

—Hola —repitió.

—¿Vivís juntos? —inquirió el padre de Daniel, mirándole—. ¿No estáis casados?

—No, papá, todavía no.

—Bien…, bien. Bien. Eso debilitaría el vínculo, rompería el vínculo entre nosotros.

Ni siquiera volvió a mirar a Paula. Sus manos volvieron a Daniel, aunque esta vez no de un modo tan frenético, y le orientaron hacia el interior de la casa. Paula les siguió, cerrando la puerta tras ella y esperando que sus ojos se adaptaran a la oscuridad. Cuando su visión se aclaró, pudo ver a Daniel y a su padre vagamente silueteados en el marco de una puerta distante, más allá de la cual había luz.

Cuando llegó a su lado, estaban sentados en un sofá antiguo que no había sido muy bien tratado, pues en algunas partes sobresalían muelles y fragmentos de relleno. La sala también estaba descuidada, y la oscuridad en ella era como hollín. Una sola luz mortecina estaba encendida al lado del sofá.

Daniel miró a Paula en cuanto ella entró y le advirtió en silencio que no se acercara. La muchacha tomó asiento en un sillón próximo. Daniel intentaba zafarse de las manos de su padre, que no cesaban de tocarle, y el muchacho al fin dejó de resistirse y permaneció inmóvil y silencioso.

—Nosotros… sentimos muchísimo lo de su esposa —dijo Paula.

El sonido de sus palabras ahogó el rumor de las manos del viejo al manosear a Daniel.

—¿Humm? —El viejo se irguió, soltando a Daniel por un momento. Su mirada era aguda, intensa—. Sí, es una pena, una pena… Ella y yo estábamos… muy unidos, hacia el final. Así de unidos —entrelazó las manos fofas ante su cara y se quedó mirándolas.

Daniel aprovechó la oportunidad para sentarse en una silla al lado de Paula, adonde su padre no podría seguirle. El viejo se encorvó tras él, tendiendo las manos, pero no se levantó.

—Vuelve aquí, Daniel, siéntate a mi lado.

—No, prefiero quedarme aquí, papá.

El viejo soltó un bufido, siseando como una serpiente.

—Ah, siempre has sido testarudo… todos lo fuisteis. Tu hermana, tu hermano, ambos resistieron. Y mira lo que les pasó.

Daniel desvió nerviosamente su mirada de los ojos del viejo.

—No hables así de Louise, papá. Ahora todo ha terminado. Y no tuvo nada que ver con la testarudez.

—¿Nada? Se fue de casa, Daniel, como todos vosotros. No podía funcionar, no podía mantenerse a sí misma, de la misma manera que el hígado, el corazón, los pulmones no pueden funcionar fuera del cuerpo, de la misma manera que las células individuales no pueden funcionar fuera del tejido que las mantiene, aun cuando ese tejido dependa del órgano del que forma parte, y ese órgano, a su vez, dependa de todos los demás órganos para mantener el conjunto intacto.

Paula se había puesto rígida en su asiento, mientras miraba al viejo que hablaba. De repente, éste se volvió hacia ella.

—¿Sabes cómo sobrevive un organismo? —le preguntó.

—¿Perdone? —dijo ella débilmente.

—Sobrevive porque sus componentes trabajan juntos, cada uno especializado en su contribución específica para el organismo. Especialización, sí. Louise estaba especializada y no sobrevivió.

—No fue la especialización, papá, sino las drogas. Cometió algunos errores.

—¿Y tu hermano?

—¿Qué tienes que decir de él? Se está desenvolviendo bien. Ahora tiene su propio negocio y parece ser feliz.

—¡Pero nos abandonó! Puso en peligro la existencia de todos nosotros. Tu hermana se deterioró, tu madre se desmoronó y luego tú…

—¿Yo qué?

El viejo se encogió de hombros.

—Tú has vuelto. Todavía tenemos una oportunidad.

Durante este intercambio Paula había permanecido en silencio, pero interiormente estaba alarmada.

—Voy a volver a casa, papá. No estaré aquí mucho tiempo.

—¿Qué? —dijo el viejo con voz ronca.

—Ya te lo dije en mi carta. Sólo me quedaré uno o dos días.

—¡Pero no puedes irte! ¡No…, no puedes! De lo contrario no tendré otra oportunidad…, no la tendré si estoy solo. Ni tú tampoco, Daniel.

—Mira, papá…

—Juntos podemos sobrevivir, quizá recuperarnos, y…, y tal vez tu hermano volverá.

—Tiene una familia.

—¿Lo ves? —Levantó un dedo pálido—. ¡Ha aprendido!

—Quizá lo mejor sea que no nos quedemos —dijo Daniel, poniéndose en pie.

Ante aquella situación, sus rasgos se habían endurecido. Era más fácil marcharse que preocuparse por ello.

—¡No! —exclamó el viejo en tono de súplica, con expresión herida—. Daniel, no puedes…

Paula se levantó y tocó a Daniel suavemente en el brazo, hasta que se volvió hacia ella. Gracias a Dios que no se había zafado también de su contacto.

—Se está haciendo tarde, Daniel. Creo que no debes conducir más por esta noche.

Daniel escudriñó la expresión de la muchacha y sólo vio preocupación en ella. Hizo un gesto de asentimiento.

—Entonces nos quedaremos esta noche, papá, pero nos iremos por la mañana.

El viejo intentó levantarse, pero se dejó caer de nuevo en el sofá, con aparente desesperación. Respiraba con dificultad, jadeando, y tenía las manos sobre las rodillas, en espera de que Daniel se acercara.

—No puedes dejarme, Daniel. Te necesito para sobrevivir, ¡te necesito! —Con los ojos brillantes, se volvió hacia Paula—: Lo sabes, ¿verdad? Por eso lo alejas de mí…, para reforzar tu posición. Pero nunca lo tendrás, porque es mío, sólo mío.

Estas palabras, malévolas en su fría precisión, afectaron a Paula como si desgarraran su piel con hojas de hielo, y se sintió débil.

—Yo… —empezó a decir—. Sinceramente, no es nada de eso. No quiero a Daniel de esa manera.

El viejo clavó en ella una mirada maligna.

—Entonces es que eres una estúpida.

—Paula, quizá será mejor que nos vayamos esta misma noche —insistió Daniel.

—¿Es que no has oído lo que he dicho? ¡No debes marcharte!

De nuevo el dolor había sustituido a la expresión de locura maligna en las pálidas facciones del viejo. Paula sintió lástima de él.

—Sólo esta noche, Daniel —dijo ella—. Realmente es demasiado tarde para marcharnos ahora.

Daniel miró una vez más las manos quietas de su padre. Entonces suspiró y asintió.

—Pero no quiero oír nada más de esto, papá. Una palabra más, y te juro que nos vamos. —Se volvió hacia Paula—: Vamos, te enseñaré tu habitación. Confío en que haya algo para comer.

Avanzaron hacia otra puerta oscura.

—Daniel. —La voz volvía a ser fría, escalofriante. Se detuvieron y miraron al viejo—. Te olvidas de una cosa —le dijo, con los ojos entrecerrados y la expresión dura—. Soy más fuerte que tú. Siempre lo he sido. No puedes resistirte al organismo.

Paula sintió que los músculos de Daniel se tensaban bajo su mano.

—Buenas noches, papá —se limitó a decir el muchacho, y salieron de la estancia.

Más tarde, en el pasillo a oscuras del piso superior, Daniel se excusó de nuevo.

—Va de mal en peor, Paula… Está peor de lo que había esperado. Estaba nervioso y parecía profundamente preocupado.

—No te lo tomes así, Daniel. Cosas así suelen ocurrirle a la gente cuando envejece.

Daniel la atrajo hacia sí. Hacía frío en aquel lugar oscuro, sometido a las corrientes de aire. Sólo la tenue luz de la luna penetraba a través de la ventana en el extremo del pasillo. El abrazo no fue afectuoso; más bien Daniel parecía protegerse con Paula.

—Es como si quisiera tragarme, con esa manera de tocar, de sobarme, tan…, ¡codiciosa! De haber supuesto que las cosas serían así, no habría venido.

—¿Cómo era antes? —le preguntó Paula.

Miró a Daniel, pero él no le devolvió la mirada. Sus ojos estaban fijos en la puerta de la habitación de su padre, por debajo de cuya puerta surgía una estrecha franja de luz. La mirada del muchacho parecía nublada, distante. Estaba recordando algo, algo desagradable.

—¿Qué te ocurre, Daniel?

Él meneó la cabeza, con cierto disgusto. Era su expresión habitual cuando ella le preguntaba algo de su infancia. Podía notar el golpeteo del corazón del muchacho contra sus senos.

—Daniel, por favor, ¿qué te ocurre?

—Yo… nunca te lo he dicho. Nunca pensé decírselo a nadie…

Ella empezó a insistir, pero no fue necesario, pues Daniel prosiguió:

—Una noche, cuando era pequeño, salí a este pasillo. Creo que había tenido una pesadilla. Me pareció oír ruidos en la habitación de mis padres, en la que había luz, tal como ahora, sólo una tenue línea…, y abrí la puerta.

»Estaban…, estaban acostados, mi padre y mi madre, abrazados, y la luz era tan intensa que no estuve seguro de que…, de que fuera mi madre quien estaba allí…

»¡Pensé que era mi hermana, Paula!

Ella retuvo el aliento, pero se relajó al instante. Daniel era un niño… Había visto a sus padres haciendo el amor. Tales experiencias a menudo ocasionan traumas, desengaños. Podía imaginar que el incidente había acechado en el interior de su cabeza durante todos aquellos años, y ahora se había liberado. Daniel estaba temblando.

—Grité —siguió diciendo—. Recuerdo que grité, pero… ellos ni siquiera se movieron. Permanecieron allí tendidos hasta que me fui corriendo. —Hizo una pausa y continuó—: No era mi hermana, naturalmente. No podía haberlo sido, no puedo creerlo. Ella y mi madre tenían el mismo color de pelo, y eso fue todo lo que pude ver; la luz era tan brillante y estaban tan juntos… inmóviles. Pero por un momento pensé que él…

Daniel miró hacia la puerta y se estremeció de nuevo.

—¿Quieres que me quede contigo esta noche, Daniel?

—¿Qué? Oh no, no te preocupes. —Soltó una risa forzada—. Podría ser demasiado fuerte para mi padre. Quizá más tarde, cuando esté dormido, puedes venir sigilosamente…

Paula bostezó sin poder evitarlo.

—Tal vez, si puedo permanecer despierta.

Se besaron y se desearon buenas noches. Daniel se separó de ella con patente renuencia, y entonces se dirigió a su cuarto y cerró la puerta tras el con suavidad. Paula echó un vistazo al pasillo: la luz seguía encendida en la habitación del padre, como mostraba la tenue rendija inferior. Gracias a Dios que su habitación era contigua a la de Daniel, el cual se alojaba en el cuarto situado entre el de ella y el paterno. Lo que el muchacho le había contado era ridículo, indudablemente, una alucinación infantil, magnificada por los años. Cosas así… como el incesto… sencillamente no ocurrían.

Entró en su habitación y se sintió un tanto consternada al ver que el cerrojo no funcionaba. La llave no estaba en ninguna parte. Era un inconveniente más entre tantos otros. En realidad, le había sorprendido que en aquella casa hubiera luz eléctrica. En cuanto a la habitación, estaba llena de polvo y era sofocante, pero supuso que podría soportarlo por una noche.

Un instante después estaba acostada, tratando de calentarse, apagada la lámpara de la mesita de noche. Cuando cesaron los ruidos que había hecho para instalarse, le envolvió la oscuridad y el silencio punteado por los crujidos que caracterizan a esas casas antiguas. Tenía una sensación de incomodidad, pero procuró ignorarla, súbitamente satisfecha de que se hubieran quedado allí a pasar la noche. De haber tenido que dormitar otra vez en el coche se habría vuelto loca. Allí, por lo menos, había podido ducharse. El viejo era soportable si no tenía que enfrentarse a él directamente.

Por fin le venció el sopor, la espesa atmósfera del cuarto amortiguó sus pensamientos y el sueño la venció, pero no fue un sueño sereno, sino inquieto, incierto.

Despertó de súbito, rodeada de un silencio increíble, como si la casa retuviera el aliento. Se incorporó, segura de que algo la había arrancado del sueño. Un ruido.

Sí, lo percibía, quizá procedente de la habitación de Daniel, tal vez del pasillo. O quizá era algo que se deslizaba por el pasillo y entraba en la habitación de Daniel…

De repente Paula tuvo la certeza de que había oído cerrarse una puerta. Y algo más… ¿Pisadas? Pero ¿adónde iban? ¿Quién era y dónde había estado?

Los sonidos eran nítidos en la profunda oscuridad, pero al cabo de un momento se hicieron más vagos…, subían y bajaban, siempre suaves, tan engañosos como el rumor de la sangre en sus oídos. Oía cosas… No. Paula meneó la cabeza. No estaba imaginando cosas. Cuando aguzaba el oído los sonidos se hacían firmes.

Eran voces, y procedían de la habitación de Daniel.

Las voces se detuvieron.

Paula esperó; no oía nada, salvo un tenue sonido de algo que se arrastraba y que podría ser el paso de la noche por su mente. Unas pisadas amortiguadas. Y luego, muy claramente, tres palabras, pronunciadas por la voz del viejo:

—¡Sí, te necesito!

Tres palabras chirriantes.

Paula saltó de la cama y cruzó la habitación apresuradamente. No se fiaba de aquel viejo, temía que estuviera a solas con Daniel. Palpó la oscuridad, en busca de la puerta, tiró del pomo…

Estaba cerrada con llave.

Entonces recordó el sonido que la había despertado. Era evidente, ahora que podía situarlo: había sido un chasquido metálico, el que produce una cerradura al girar la llave.

Golpeó la puerta una, dos veces, tirando del pomo. Y, sin embargo, siguió sin oír ningún ruido procedente de la otra habitación.

—¡Daniel, Daniel!

Empezó a sollozar, y deseó que hubiera otro sonido, el de la voz de Daniel.

Entonces se fijó en la puerta, concentró en ella su atención. La cerradura no parecía precisamente fuerte, era antigua. Por un momento consideró la posibilidad de abalanzarse contra la puerta, pero habría sido inútil, puesto que se abría en la otra dirección. Llamando a Daniel a gritos, retorció el pomo y tiró de él con todas sus fuerzas. Pareció ceder un poco. La mirada de Paula recorrió la habitación, en busca de algo que pudiera ser útil. Su espejo de mano brillaba sobre la mesa, reflejando la luz de la luna. Era pesado y tenía un mango macizo.

Un momento después rompía con aquel mango el marco de la puerta, extraía las astillas, desgarraba y arrancaba. Oyó un chirrido al tirar nuevamente del pomo, y la puerta se abrió con estrépito, aturdiéndola. Permaneció inmóvil un instante, escudriñando el pasillo a oscuras, y luego se puso en movimiento. El espejo se deslizó de entre sus dedos.

Del cuarto de Daniel no salía sonido alguno, a pesar de los gritos, los golpes y el estrépito de la puerta al abrirse… Nada en absoluto.

—¿Daniel? —dijo en voz baja. Se detuvo ante la habitación del muchacho, escuchando. Todo era gris y tenebroso, envuelto en sombras—. ¿Daniel?

Antes de que pudiera razonar consigo misma, había girado el pomo de la puerta, que no estaba cerrada, y entrado en la habitación.

Estaba en la estancia a oscuras.

—¿Daniel?

En la cama había algo gris, enmarañado bajo las sábanas, dos formas.

Sin ninguna vacilación, Paula obedeció al impulso de avanzar, de aproximarse a la cama.

—Por favor, Daniel, ¿estás bien?

Pronunció estas palabras como un gemido.

Estaba al lado de la cama. Tenía miedo y entrecerró los ojos, de modo que sólo pudo verlos a los dos vagamente, a Daniel y a su padre muy juntos, como si…, como si se besaran o estuvieran haciendo el amor, el padre encima del muchacho.

En la penumbra eran como una araña enorme que casi llenaba la cama.

Paula cerró los ojos.

—Daniel…

Extendió la mano con cautela, para tocarle.

—Por favor…

Y allí, encima, estaba la nuca del viejo, su cabello áspero alrededor de los dedos de Paula, la cual deslizó la mano hacia abajo, conscientemente, obligándola a tocarle la oreja y pasar alrededor de ésta, todavía más abajo, sobre una mejilla áspera, de piel ajada, piel que se suavizaba abruptamente, piel que proseguía, sin solución de continuidad…

Ininterrumpida…

Y ahora la mano se deslizaba sobre otra mejilla, otra oreja y la nuca de Daniel.

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