viernes, 3 de julio de 2020

Pequeñas ofrendas, de Paolo Bacigalupi

 


Las cifras refulgen azules en los monitores conectados a los goteros que se hunden en la columna vertebral de Maya Ong. Está tumbada en la mesa de partos, con los ojos oscuros clavados en su marido mientras yo ocupo un taburete entre sus piernas y espero a su bebé. Maya se divide en dos mitades. Por encima de la sábana de quirófano azul, sostiene la mano de su marido, bebe agua a sorbitos y acepta sus palabras de aliento con una sonrisa cansada. Debajo, oculto a la vista e insensibilizado por dosis constantes de Sifusoft, su cuerpo yace desnudo, sujetas con correas sus piernas a los estribos de la mesa. El Purnate golpea su vientre en rítmicas oleadas, empujando al feto hacia abajo por el canal uterino, hacia mis manos expectantes.

Me pregunto si Dios sabrá perdonarme por el papel que he representado en sus cuidados prenatales. Si sabrá perdonarme por animarla a seguir el tratamiento hasta el final.

Toco el control remoto de mi cinturón y oprimo un botón con el pulgar para liberar otros 50 ml de Purnate. Las cifras parpadean y anuncian la nueva dosis mientras esta penetra con un siseo en el espinazo de Maya y se abre paso hasta su vientre. Maya aspira bruscamente, se recuesta y se relaja, respirando profundamente cuando amortiguo su respuesta al dolor con balsámicas capas de Sifusoft. El fantasma de las cifras parpadea y se desplaza en la periferia de mi visión: ritmo cardíaco, presión arterial, oxigenación, pulsaciones del feto, todo ello canalizado directamente a mi nervio óptico por el implante de MedAssist.

Maya estira el cuello para mirarme.

—¿Doctora Mendoza? ¿Lily? —Los narcóticos le deforman la voz, que suena pastosa y adormilada.

—¿Sí?

—Puedo sentir las patadas.

Se me eriza el vello sobre la nuca. Me obligo a sonreír.

—Se trata de fantasmas natales. Ilusiones generadas por el proceso de gestación.

—No. —Maya sacude la cabeza, con énfasis—. Lo noto. Está dando patadas. —Se toca la barriga—. Ahora lo siento.

Rodeo la sábana de quirófano para acariciarle la mano.

—No te preocupes, Maya. Relájate. Veré lo que podemos hacer para que estés cómoda.

Ben se agacha y besa a su mujer en la mejilla.

—Te estás portando fenomenal, cielo. Solo un poquito más.

Le doy unas palmaditas en la mano para tranquilizarla.

—Estás haciendo algo maravilloso por tu bebé. Ahora, relájate y deja que la naturaleza siga su curso.

Adormilada, Maya muestra su conformidad con una sonrisa y vuelve a apoyar la cabeza en la mesa. Dejo escapar un suspiro que no sabía que estuviera conteniendo y empiezo a darme la vuelta. Maya se sienta como impulsada por un resorte. Me mira fijamente, alerta de repente, como si todos los medicamentos para el parto fuesen una manta que acabara de quitarse de encima, dejándola fría, despierta y agresiva.

En sus ojos oscuros, entrecerrados, anida un destello de locura.

—Vas a matarlo.

Oh, oh. Toco la unidad de mi cinturón con el pulgar para llamar a las enfermeras.

Agarra a Ben por el hombro.

—No dejes que se lo lleve. Está vivo, cariño. ¡Vivo!

—Cielo…

Lo atrae hacia ella de golpe.

—¡No permitas que se lleve a nuestro bebé! —Se gira hacia mí y ruge—: ¡Fuera! ¡Largo de aquí! —Se abalanza sobre el vaso de agua que hay encima de la mesilla—. ¡Fuera! —Me lo tira. Me agacho, y se hace añicos contra la pared. Los fragmentos de cristal me salpican el cuello. Me dispongo a esquivar otro ataque, pero en vez de eso Maya agarra la sábana de quirófano y tira hacia abajo, exponiendo la mitad inferior de su cuerpo, las piernas desnudas, abiertas para el parto. Manotea los estribos como un lobo atrapado en un cepo. Giro las ruedas del control remoto de mi cinturón, aumento la dosis de Purnate y cierro el grifo del Sifusoft mientras Maya vuelve a arrojarse sobre los estribos. La mesa de partos se inclina alarmantemente. Me apresuro a estabilizarla. Las uñas de Maya me dejan el rostro cubierto de surcos. Me aparto de golpe, apretándome la mejilla con una mano. Hago una seña a su marido, en pie como un pasmarote al otro lado de la mesa de partos, observándolo todo con los ojos como platos.

—¡Ayúdame a sujetarla!

El hombre sale de su parálisis; me ayuda a inmovilizarla contra la mesa. Maya sufre otra contracción, solloza y se ovilla sobre sí misma. Sin Sifusoft no hay nada que palíe la intensidad del parto. Combate el dolor meciéndose, sacudiendo la cabeza y gimiendo, reducida y derrotada. Me siento como un matón de instituto. Pero no reanudo el tratamiento con analgésicos.

—Ay, Dios —se lamenta—. Ay, Dios. Ay. Dios.

Benjamin apoya la cabeza junto a la suya, le acaricia la cara.

—No pasa nada, cielo. Todo va a salir bien. —Me mira esperando algún tipo de confirmación. Me obligo a asentir en silencio.

Otra contracción provocada por el Purnate. Ahora son más rápidas, su cuerpo ha quedado completamente a merced de la sobredosis que le he inoculado. Atrae a su marido hacia ella y susurra:

—No quiero hacer esto, cariño. Por favor, es pecado. —Sufre otra contracción. Con menos de veinte segundos de diferencia.

Dos enfermeras de brazos fornidos, embutidas en sendas blusas de reconfortante color rosa, irrumpen por fin en la habitación y se apresuran a inmovilizarla. La caballería siempre llega demasiado tarde. Maya se debate sin fuerzas hasta que le sobreviene una nueva contracción. Su cuerpo desnudo se arquea mientras el bebé emprende la última etapa del tránsito a nuestro mundo.

—Pero si ya ha llegado la reina del juramento hipocrático.

Dmitri se sienta rodeado de su prole, mi pecado y mi redención encarnados en un hombre enjuto de aspecto enfermizo. Sus hombros suben y bajan al compás de su trabajosa respiración asmática. Sus cínicos ojos azules se clavan en mí.

—Estás cubierta de sangre.

Me toco la cara y retiro los dedos empapados.

—Una paciente se puso de parto.

Los experimentos de Dmitri corretean a nuestro alrededor, berreando y peleando entre sí, toda una tribu de humanidad mal calculada, todos ellos agrupados al cuidado de Dmitri. Si tecleara sus códigos de paciente en la unidad de mi cinturón, MedAssist me proporcionaría listas interminables de pituitarias defectuosas, tumores suprarrenales, malformaciones genitales, trastornos de la atención y el aprendizaje, tiroides en mal estado, cocientes intelectuales por debajo de la media, hiperactividad y agresividad. Un pabellón entero repleto de iconos infantiles de la nueva reforma de la legislación química que ningún comité del gobierno parece ser capaz de aprobar.

—«Tu» paciente se puso de parto. —La risita de Dmitri es un silbido apenas audible. Incluso en esta zona de intervención química del hospital, con sus triples filtros de aire, le cuesta encontrar el oxígeno necesario para mantenerse con vida—. Menuda sorpresa. Una vez más, la pasión se impone a la ciencia. —Sus dedos tamborilean compulsivamente en la cama de una niña que yace inerte a su lado: una pequeña de cinco años de edad con los senos de una mujer adulta. Sus ojos se posan en el cuerpo antes de regresar a mí—. Es como si hoy en día nadie quisiera recibir atención prenatal, ¿verdad?

Me ruborizo contra mi voluntad; las carcajadas burlonas de Dmitri resuenan fugazmente antes de disolverse en un ataque de toses espasmódicas que lo dejan doblado por la cintura, sin resuello. Se enjuga los labios con la manga de su bata de laboratorio y estudia la mancha sanguinolenta resultante.

—Deberías habérmela enviado. Podría haberla convencido.

Junto a nosotros la niña yace como un maniquí de cera, con la mirada fija en el techo. Algún extraño cóctel de disrruptores endocrinos la ha dejado completamente catatónica. Su presencia me infunde valor.

—¿Te quedan más limpiadores?

Dmitri emite una risita taimada, cargada de segundas intenciones. Su mirada salta a mi mejilla lacerada.

—¿Y qué diría tu paciente, la de las uñas afiladas, si se enterara?

—Por favor, Dmitri. No sigas. Ya me aborrezco lo suficiente.

—No me cabe la menor duda. Atrapada entre tu religión y tu profesión. Me sorprende que tu marido tolere siquiera lo que haces.

Aparto la mirada.

—Reza por mí.

—Dios puede arreglarlo todo, lo entiendo.

—No sigas.

Dmitri sonríe.

—Será eso lo que falla en mis investigaciones. Todos deberíamos limitarnos a implorar a Dios para que impida que los bebés absorban los residuos químicos de sus madres. Una buena sesión de plegarias este domingo, Lily, y podrás volver a meterte ácido fólico y vitaminas como si nada. Problema resuelto. —Se incorpora de improviso desplegando sus dos metros de altura como una araña que se desperezara—. Venga, consumemos tu hipocresía antes de que te arrepientas. Jamás me lo perdonaría si decidieras apostarlo todo a tu fe.

En el laboratorio de Dmitri, los fluorescentes bañan las encimeras de acero inoxidable y los instrumentos de ensayos con su luz implacable.

Dmitri revuelve los cajones uno por uno, buscando algo. En la encimera que tiene delante yace varado un pegote de carne, húmedo e incongruente sobre la reluciente superficie estéril. Me descubre observándolo.

—No lo reconocerás nunca. Debes imaginarte que es más pequeño.

Una porción es más grande que un globo ocular. El resto es estilizado, un segmento que cuelga de la masa principal. Carne esponjosa, veteada de venas y grasa. Dmitri remueve otro cajón. Sin levantar la cabeza, responde a su propio acertijo.

—Una glándula pituitaria. De una hembra de ocho años. Sufría unas jaquecas espantosas.

Contengo la respiración. Incluso para Chem-Int es una rareza.

Dmitri sonríe ante mi reacción.

—Diez veces más grande de lo normal. Y tampoco provenía de un sector de la población vulnerable: excelente atención prenatal, uso responsable de las máscaras de filtro, alimentos bajos en pesticidas. —Se encoge de hombros—. Creo que estamos perdiendo esta batalla. —Abre otro cajón—. Ah. Aquí. —Saca un envoltorio de plástico del tamaño de un condón, con estampados negros y amarillos, y me lo ofrece—. En mis ensayos, la dosis consta como si ya se hubiera dispensado. No debería alterar la estadística. —Inclina la cabeza en dirección al pegote de carne—. Y ella no va a echarlo de menos, eso seguro.

El plástico luce la leyenda: prohibida su venta, junto con un número de serie y el icono de la División de Ensayos con Humanos de la FDA, una cadena de ADN y un telescopio entrelazados. Extiendo la mano hacia el envoltorio, pero Dmitri lo aparta.

—Póntelo antes de irte. Le han añadido un nuevo elemento de seguridad: plástico celular. Fácil de rastrear. Solo puedes llevarlo puesto en el hospital. —Me lanza el paquete y se disculpa con un encogimiento de hombros—. Nuestros patrocinadores sospechan que están desapareciendo demasiadas dosis.

—¿Durante cuánto tiempo debo llevarlo antes de poder irme?

—Tres horas te proporcionarán la mayor parte de la dosis.

—¿Suficiente?

—¿Quién sabe? ¿A quién le importa? Ya has renunciado al tratamiento más eficaz. Cosecharás lo que hayas sembrado.

No tengo nada que alegar en mi defensa. Dmitri me conoce demasiado bien como para intentar venderle las historias que me cuento a mí misma, las que me reconfortan a las tres de la madrugada cuando Justin duerme y yo contemplo el techo fijamente, escuchando su respiración franca y acompasada: Lo hago por nuestro matrimonio… Lo hago por nuestro futuro… Lo hago por nuestro bebé.

Rasgo el envoltorio, me saco los faldones de la blusa y me desabrocho el pantalón. Deslizo el parche bajo el elástico de las bragas. Cuando se adhiere a mi piel, me imagino cómo fluye por mi interior el remedio purificador. Pese a todas sus puyas, Dmitri me ha concedido la salvación, y de improviso me siento abrumada por la gratitud.

—Estamos en deuda contigo, Dmitri. De veras. No podíamos esperar a que terminaran las pruebas.

Dmitri suelta un gruñido por toda respuesta. Está ocupado palpando la pituitaria abotargada de la niña muerta.

—No podíais permitíroslo, en cualquier caso. Es demasiado bueno para que lo tenga nadie.

El limpiador surte efecto cuando estoy en el tren elevado.

Estoy sentada, sonriendo a las niñas del otro lado del pasillo, con sus máscaras de filtro de Hello Kitty y Burn Girl, y antes de darme cuenta me veo doblada por la cintura, arrancándome la mascarilla, asfixiándome. Las chicas se me quedan mirando como si fuera una yonqui. Me sobreviene otra oleada de náusea y deja de importarme lo que piensen. Me quedo encogida en el asiento, intentando apartarme el pelo de la cara mientras vomito en el suelo entre mis zapatos.

Cuando llego a mi parada, consigo incorporarme a duras penas. Vomito de nuevo en el andén, a cuatro patas. Debo obligarme para no bajar de la plataforma elevada arrastrándome. A pesar del frío invernal, estoy empapada en sudor. La muchedumbre se aparta a mi paso, botas, abrigos, bufandas y máscaras de filtro. Me esquivan hombres con las patillas tachonadas de chips receptores de noticias y mujeres con trenzas de microfilamentos fosforescentes, sonrientes sus labios pintados de plata. Calles caleidoscópicas: luces, tráfico, polvo y vapores de diésel derivado del carbón. Barro y charcos. Tengo la cara mojada y no recuerdo si me he caído en alguna acera enfangada o si se trata de mi propio vómito.

Encuentro mi apartamento puramente al azar, consigo mantenerme en pie hasta que llega el ascensor. Las radios del implante de mi muñeca abren las cerraduras.

Justin se levanta de un salto en cuanto cruzo la puerta.

—¿Lily?

Sufro una nueva arcada, pero me he dejado el estómago en la calle. Le pido por señas que se aleje de mí y me dirijo a la ducha con paso tambaleante, quitándome el abrigo y la blusa sobre la marcha. Me encojo formando un ovillo sobre las frías baldosas blancas mientras se calienta el agua. Forcejeo con las tiras del sujetador sin encontrar el enganche. Me asalta otra arcada que me estremece de la cabeza a los pies mientras el limpiador me desgarra por dentro.

Los calcetines de Justin, firmes a mi lado: el par negro con el agujero por el que asoma uno de los dedos. Se arrodilla; me acaricia la espalda desnuda con una mano.

—¿Qué ocurre?

Me giro, sin atreverme a imaginar lo que podría pensar al ver mi rostro mugriento.

—¿Tú qué crees? —Estoy cubierta de sudor. Estoy tiritando. El vapor ha empezado a condensarse sobre las baldosas. Aparto la cortina de algodón y entro en la ducha a gatas, dejando que el agua empape el resto de mi ropa. El agua caliente me envuelve. Por fin consigo quitarme el sujetador, dejo que caiga encima del suelo encharcado.

—Esto no puede estar bien. —Estira un brazo para tocarme, pero lo retira cuando sufro un nuevo ataque de arcadas.

Se me pasan las náuseas. Puedo respirar.

—Es normal —susurro con un hilo de voz. El vómito me ha dejado la garganta en carne viva. No sé si me ha oído. Me desembarazo de los pantalones y la ropa interior chorreantes. Me quedo sentada en el suelo de baldosas, dejando que el agua se deslice por todo mi cuerpo, y apoyo la mejilla en la pared—. Dmitri dice que es normal. La mitad de los sujetos experimentan náuseas. Eso no afecta a la eficacia.

Se me constriñe la garganta una vez más, pero ya no es tan grave. La pared desprende un frescor maravilloso.

—No tienes por qué pasar por esto, Lily.

Giro la cabeza, buscándolo con la mirada.

—Quieres un hijo, ¿no?

—Sí, pero…

—Sí. —Dejo que mi cara vuelva a presionar contra las baldosas—. Sin atención prenatal, no tengo la menor oportunidad.

La siguiente oleada del limpiador comienza a surtir efecto. No dejo de sudar. De repente hace tanto calor que me cuesta respirar. Cada vez es peor que la anterior. Debería informar a Dmitri para sus archivos.

Justin vuelve a intentarlo.

—No todos los bebés naturales salen malos. Ni siquiera sabemos qué te están haciendo estos medicamentos.

Me obligo a ponerme de pie, apoyo la espalda en la pared y abro el agua fría. Busco el jabón a tientas… se me cae. Lo dejo tirado junto al desagüe.

—Los ensayos clínicos en Bangladesh… eran halagüeños. Mejores que nunca. La FDA podría aprobarlos ahora… si quisiera. —Jadeo a causa del calor. Abro la boca y bebo el agua sin filtrar que sale de la alcachofa de la ducha. No me importa. Casi puedo sentir los bifenilos policlorados, las dioxinas y los ftalatos que escapan a chorros de mis poros y se deslizan por mi cuerpo. Adiós, simuladores hormonales. Hola, mi niño sano.

—Te has vuelto loca. —Justin suelta la cortina de la ducha.

Sumerjo el rostro bajo la lluvia helada. Aunque se niegue a admitirlo, quiere que siga haciendo esto; le encanta que esté haciendo esto por él. Por nuestros hijos. Éstos serán capaces de deletrear y dibujar monigotes, y yo seré la única que se manche las manos. Puedo vivir con eso. Trago más agua. Estoy ardiendo de fiebre.

Impulsado por la sobredosis de Purnate, el bebé llega en cuestión de minutos. Asoma sus viscosos cabellos de recién nacido y vuelve a esconderlos. Le toco la coronilla.

—Ya casi está, Maya.

Otra contracción. La cabeza cae en mis manos: una carita arrugada de anciano, sobresaliendo del cuerpo de Maya como un gólem de la tierra. Dos empujones más y se desliza fuera de ella. Aprieto el cuerpo resbaladizo contra mí mientras una enfermera cercena el cordón umbilical.

La información de MedAssist sobre su ritmo cardíaco parpadea en rojo en la periferia de mi visión. Todo son líneas horizontales.

Maya me mira fijamente. El biombo se ha caído; puede ver todo lo que desearíamos que las pacientes prenatales no vieran nunca. Tiene la piel encendida. El sudor adhiere negros mechones de cabello empapado a su rostro.

—¿Niño o niña? —pregunta con voz pastosa.

Me quedo paralizada, crucificada por su mirada. Agacho la cabeza.

—Ni lo uno ni lo otro.

Me giro y dejo que la masa húmeda, sanguinolenta, resbale de mis manos y caiga en la basura. El ambientador disimula el olor ferroso que impregna el aire. Abajo, en el cubo, el bebé se ovilla sobre sí mismo, imposiblemente pequeño.

—¿Niño o niña?

Ben tiene los ojos tan abiertos que parece como si jamás fuera a parpadear otra vez.

—No pasa nada, cielo. No era ni lo uno ni lo otro. Eso es para la próxima. Ya lo sabes.

La consternación de Maya se refleja en sus rasgos.

—Pero si he notado las patadas.

La placenta azulada se derrama de su interior. La tiro a la basura, junto al bebé, y cierro el suministro de Purnate de Maya. El Pitocin ha cortado ya la pequeña hemorragia. Las enfermeras le echan una sábana limpia por encima.

—Lo sentí —insiste—. No estaba muerto en absoluto. Estaba vivo. Un niño. Lo he sentido.

Le administro una dosis de Delonol. Enmudece. Una de las enfermeras se la lleva empujando la mesa mientras la otra empieza a adecentar la sala. Reinicia el monitor de seguimiento montado sobre la cama. Listo para la siguiente paciente. Me siento junto al contenedor de residuos orgánicos con la cabeza entre las piernas y me concentro en respirar. Respirar, solo eso. Me arde la cara a causa de los arañazos de Maya.

Al cabo, me obligo a levantarme, llevo el cubo hasta la rampa de los desechos y abro la tapa una rendija. El cuerpo yace en el interior, hecho una bola. Siempre parecen tan grandes cuando salen de sus madres, pero ahora, en su recipiente para residuos orgánicos, es diminuto.

No es nada, me digo. Aun con sus manitas, su cara arrugada y su pene en miniatura, no es nada. Un simple montón de contaminantes. Lo maté a las pocas semanas de gestación con una dosis pequeña pero constante de neurotoxinas para freírle el cerebro y paralizar sus movimientos mientras se desarrollaba en el útero. No es nada. Tan solo algo con lo que limpiar el tejido adiposo de una mujer que, pese a estar sentada en la cima de una cadena alimenticia envenenada, quiere tener un bebé. No es nada.

Levanto la tapa y entrego el cuerpo al sistema de succión. Desaparece, llevándose el cargamento químico de su madre a la incineradora. Una ofrenda. Un flácido sacrificio de sangre, células y humanidad sobre el que cimentar el porvenir del próximo niño.

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