miércoles, 8 de julio de 2020

Agenda suspendida, de Rosario Bléfari

 


La noche había sido insoportable. Como un seguidor, el led del televisor apagado me iluminaba la cara y mis párpados eran cada vez más delgados. La habitación demasiado chica, ese olor a humedad de hotel con baño mal ventilado, los grupos de estudiantes borrachos que pasaban gritando por la calle. Cuando por fin sentí que me relajaba y me dormía, estaba amaneciendo. Apenas toqué el fondo del sueño, Neve se despertó y quiso que bajáramos a desayunar; quería cumplir con el plan de ir al zoológico antes de volver. En el ascensor me miré en el espejo y me vi demacrada.

Todo el desayuno Neve se mantuvo callado y respondía a mis comentarios con frases cortas de asentimiento y nada más. El café era de filtro y estaba fuerte y la ensalada de frutas era de lata con mucha manzana añadida para disimular. Desde las otras mesas las familias y los viajantes nos miraban de reojo, creo que por nuestra ropa negra y el pelo de Neve que parecía cortado con un cuchillo mal afilado.

Neve subió al auto quejándose porque los pájaros le habían ensuciado el capó y parte del parabrisas. El auto arrancó enseguida a pesar del frío y, siguiendo un mapa que nos dieron en la recepción del hotel, pronto llegamos al zoológico que estaba en medio del parque. Los caminitos entre los animales encerrados y solos, el pequeño tren, el lago artificial, los monos, patos, cuises y papagayos en la isla, todo aparecía, perdía sus contornos y desaparecía en la nube que había descendido sobre nosotros. Mencioné el lago artificial días más tarde delante de unos amigos, y delante de Neve. Me miró sorprendido:

—¿Cómo artificial?, no era artificial...

No podía ni siquiera explicarle. La pregunta quedó flotando unos segundos hasta que alguien salió con otra cosa y el asunto se olvidó.

Mi confianza en su impecable sentido de la orientación estaba intacta y mientras yo perdía toda noción en medio de los senderitos, él sí sabía dónde estábamos y adónde íbamos, aunque no distinguiera otras cosas. Ese clima de fines de otoño, esa humedad brumosa en medio del bosque platense. Tantas jaulas vacías, era el fin de los fines. ¿Cuánto hacía que toda esa idea de los animales en exposición estaba muerta? Era como si las instalaciones hubieran quedado sin desmantelar y estuvieran aún en pie con algunos habitantes olvidados. Todo podía estar desactivado pero seguía funcionando solo, de la manera que encontraba para hacerlo.

Mientras nuestros pasos hacían sonar el pedregullo me preguntaba qué otra cosa sostenía mi amistad con Neve, además de su afilado sentido del tiempo y del espacio, que me permitía distraerme en estos pensamientos. Pensé que sin duda era la historia de nuestro encuentro, ese lanzamiento en simultáneo hacia el otro como mundo desconocido a explorar, cuando somos una pantalla con volumen y contorno humano sobre la que nos proyectan, y proyectamos, visiones entretejidas con algunos gestos y palabras reales. Algunos se preguntarían, no lo sé con certeza —nadie se atrevió nunca a interrogarme—, en qué consistía nuestra relación, pero a nosotros solo nos importaba nuestro encuentro, la situación límite cuando tuvimos que cruzar la creciente del Colanzulí —lo puedo contar solo una vez más— y trenzamos nuestros brazos con los de otra gente mientras el agua, el barro y las piedras nos sacudían y querían desprender la cadena humana, llevándose todo. Todavía tengo en el cuerpo una de las marcas, en el centro de mi pecho, de una rama que me golpeó, y los días de humedad me duele. Por el culto rendido a ese origen estábamos en el zoológico de La Plata un domingo de otoño y otro día podíamos llegar a estar quién sabe dónde haciendo vaya a saber qué.

Cuando tomamos la senda de salida, la casa enorme del elefante quedó atrás. Me di vuelta y por la distancia la vi más chica, tenía justo el tamaño de una casa para humanos. Neve no hubiera aceptado nunca vagar por el parque, conversando o en silencio, improvisando recorridos y paradas. Estaba contento de que tuviéramos ese paseo al zoológico, algo que pudiera mantenernos ocupados en un programa definido, durante las horas que quedaban hasta que yo tuviera que volver a la capital a preparar todo para comenzar una semana difícil y él tuviera que irse a Esquel, donde vivía su familia —sus padres, su hermano y sus sobrinas—, para seguir pintando unas semanas más. Ya hacía casi un año que, por sugerencia mía, había instalado su taller principal en la cabaña que su familia no alquilaba en la temporada baja. Le faltaba mucho para tener la muestra completa, no estaba del todo conforme con lo que llevaba, y eso lo mantenía tenso y preocupado más que de costumbre.

En el auto hubo un problema con el cinturón de seguridad de mi asiento. Pude sentir su codo clavándose en mi muslo cuando se apoyó para ayudarme a ajustarlo. Quería hablar de los cuadros, era evidente, pero no sabía cómo traer el tema. Yo tenía uno en mi casa. Me lo había mandado desde la galería cuando bajó la última muestra. El cuadro era demasiado grande para mi monoambiente, pero cómo no iba a aceptarlo. Me gustaba y se había apropiado de la casa y todos los que venían lo miraban con curiosidad. Pero no miraban lo que era el cuadro, miraban “el cuadro” preguntándose por qué yo tenía un cuadro tan de verdad en mi casa. No era una reproducción, no era tampoco una obra frágil y efímera, ni graciosa, no era nada de lo que puede tener una persona como yo en su casa. Era abstracto pero abstracto en serio. Nadie tiene un cuadro así. Lo que Neve estaba haciendo ahora había dejado esa época atrás. Pero no estaba convencido, tenía miedo de haber llegado a un lugar inhóspito pero que también podía ser un regreso al comienzo.

Cuando nos conocimos, la siguiente muestra siempre dejaba a la anterior por el suelo, eso no era del todo bueno y había aprendido a manejarlo, un poco. Yo había visto solo algunos de los últimos trabajos y eran la confirmación de que siempre se adentraría en las mismas aguas, más y más lejos, pero eran ésas las aguas y no otras. Definitivamente se cerraba al infinito y se podía escapar únicamente yendo más a fondo por la misma senda, pero habría que ver cuánto tiempo le llevaría atravesar esta zona que parecía tan vasta como para salir en algún momento de ella. Hablamos de eso. Yo tenía mis ejemplos, gente que lo había logrado de ese modo, adentrándose. Me escuchó interesado, grabando cada palabra, aunque los ejemplos lo descolocaron. Era como tratar de desdibujarse ahora que lo dominaba todo, empezar a dejarse llevar. ¿No habíamos visto eso en aquellos antiguos pintores que a medida que perdían la vista perdían el control y la obra levantaba su mejor vuelo?

—Pero ellos se quedaban “ciegos” más tarde. Estos ojos que tenemos ahora se cansan antes.

Antes pintaban a la luz de las velas, y además morían más jóvenes. Por eso, no sé, lo último que le dije fue que pensara en las cavernas pintadas a la luz inestable del fuego. Me dejó en la puerta de casa y lo primero que hice fue ponerme el pijama y meter toda la ropa del fin de semana en el lavarropas. Preparé un bolso con ropa interior, una toalla, cepillo de dientes, ojotas, dos libros, todos los papeles de los estudios y una botella chica de agua mineral que me quedó del viaje. Pedí un taxi para las seis de la mañana.

La cirugía está programada para las nueve y hay que estar dos horas antes. No es demasiado riesgosa la operación en sí, pero tampoco se puede postergar más. No quise hacer una segunda consulta con otro especialista. Después vendrá el tratamiento y todo eso. Al fin voy a tener la razón perfecta para no hacer nada y decir a todo que no. Mi agenda tiene las semanas cruzadas por una raya que la suspende por tres meses.

Me acosté pensando en el lago y la isla y en cómo la mayor actividad se concentra en esa zona. Esa zona sí que está viva, una zona donde los animales están sueltos y mezclados. En el pensamiento la niebla no está. El lago y la isla ya no son artificiales, o cada vez lo son menos. La oscuridad de la habitación es completa, aunque al rato, justo antes de quedarme dormida, empiezo a distinguir todas las sombras y entre las sombras el cuadro, su imagen, esos colores silenciados arrastrados unos por otros donde la pintura habla de ella misma y no quiere rendirle cuentas a nadie más, ni siquiera a la luz. Veo de pronto las imágenes que podrían venir de la misma mano. Veo más porque veo menos. Pero no sé si es el futuro. No son imágenes que desplazarían a ésta, reemplazándola, sino que están como está ésta dentro de los cuadros anteriores, adentro de aquellos primeros que pintó Neve cuando llegamos del norte, después de lo de la creciente. Todos sus cuadros posibles se pueden ver en la oscuridad y esta es la clave, esto es lo que él necesitaría saber para seguir pintando, hasta podría describirle las formas incoloras, pero ya me gana el sueño y no voy a poder contarle nada. Mañana no me voy a acordar.

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